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martes, 2 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Con la iglesia hemos topado, Sancho.... Publicada el 22 de diciembre de 2009




Grabado de Gustavo Doré para una edición del Quijote


Una de las frases más famosas y tópicas de nuestro inmortal paisano es esa de "con la Iglesia hemos topado, Sancho". Y es que tropezar con la Iglesia a principios del siglo XVI era, en España y en Europa, peligroso, muy peligroso... No sólo con la Católica única y verdadera, claro ésta, sino con todas las "iglesias". Algunos ejemplos: el filósofo holandés de origen judeo-portugués Benedicto Spinoza, fue anatemizado por sus propios correligionarios judíos, al igual que el católico Erasmo de Rotterdam lo fue por los suyos, pero ambos tuvieron la fortuna de vivir y escribir en la tolerante Holanda de la época, sino, lo más que probable es que hubieran acabado en la hoguera. Como acabaron en ella Miguel Servet, médico y científico español, quemado por los calvinistas en Ginebra, o Giordano Bruno, filósofo italiano, asado a fuego lento por los católicos en Roma. Y Lutero escapó porque supo buscar y obtener el amparo y protección de los príncipes alemanes...

En España se quemaba o agarrotaba a los herejes y disidentes de la fe católica hasta la Constitución de Cádiz, en 1812. Y en el milenario, nuclear y civilizado Irán o en la petrolífera Arabia Saudita de hoy, se sigue ahorcando o lapidando por motivos religiosos; que se lo pregunten al escritor británico de origen hindú Salman Rusdhie, que vive ocultado y protegido por las policías de Occidente allá donde va; o a los pobres caricaturistas daneses a los que se les ocurrió dibujar unas viñetas sobre el profeta Mahoma... La Iglesia Católica, que rige como monarca absoluto Benedicto XVI, Gran Inquisidor General del inefable y teatral Juan Pablo II, ya no quema a sus disidentes, pero no lo hace porque no puede ni la dejan, no por falta de ganas; que se lo pregunten a Hans Küng, Tamayo, Díez Alegría y buena parte de los teólogos más respetados del mundo...


A las cosas serias, y las religiones lo son, indudablemente, hay que acercarse de vez en cuando con humor. Es lo que ha hecho un libro: "La sonrisa divina", editado por Icaria (Madrid, 2009), con viñetas del gran dibujante humorístico José Luis Martín, y con el patrocinio del Ministerio de Justicia español. Lo contaba con mucho humor [Las religiones hacen gracia. Domingo, 20/12/2009] y unos cuantos chistes sobre cristianos, judíos, musulmanes, hindúes, ateos., y demás etcéteras, sacados del libro, el periodista Juan G. Bedoya. Espero que disfruten de su lectura. HArendt




El escritor Juan G. Bedoya



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 6076
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viernes, 31 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Inshallah





"Inshallah" es una palabra árabe, una invocación que podría traducirse por "¡Dios lo quiere!"... Creo recordar que fue el historiador y filólogo Américo Castro el que en su monumental obra "España en su Historia" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989) dejó escrito que el hebreo, el árabe y el castellano, este último por influencia de los dos anteriores, son los únicos idiomas del mundo que convierten en transitivos verbos que en otras lenguas vivas resultan de imposible conjugación transitiva. De ahí, a que el misticismo como expresión literaria sea casi una exclusividad del pensamiento judeo-árabe-español, solo hay un paso. No otra cosa es misticismo, tan castizo para nosotros en el pensamiento y la obra de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, ambos místicos, ambos de origen judeo-converso: un sentimiento o estado de relación íntima con la divinidad que muy bien podría expresarse en esa invocación: ¡Inshallah!", "¡Dios lo quiere!".

"Inshallah" es también el título de una famosa canción de los años sesenta del joven (entonces) cantautor belga, Adamo. Y es también, "Inshallah" (Plaza y Janes, Barcelona, 1992) una densa novela de guerra, ambientada en el Líbano ocupado por fuerzas de las Naciones Unidas durante la guerra civil que sacudió el país en 1983, escrita por la periodista y novelista italiana recientemente fallecida, Oriana Fallaci, con dolor y con rabia. Con mucho dolor y con mucha rabia. Léanla si tienen ocasión. No la olvidarán fácilmente.

El título de esta entrada del blog me lo sugirió la lectura, hace ya unas semanas, de un interesantísimo artículo en el número 180 de la revista Claves de Práctica, titulado "La política de Dios", escrito por el profesor de Humanidades en la neoyorkina Universidad de Columbia, Mark Lilla. Espero que les resulte interesante su lectura. 

Dice Mark Lilla en el primer apartado de su estudio, titulado "La voluntad de Dios prevalecerá", que el ocaso de los ídolos se ha postergado, y que durante más de dos siglos, desde las revoluciones americanas y francesa hasta el derrumbe del comunismo soviético, la política mundial ha estado girando en torno a problemas eminentemente políticos. Que la guerra y la revolución, la justicia social y de clases, la identidad racial y nacional eran las cuestiones que nos dividían, pero que hoy hemos progresado hasta un punto donde nuestros problemas vuelven a parecerse a los del siglo XVI, pues nos vemos enredados en conflictos sobre creencias que rivalizan entre sí, sobre pureza dogmática y sobre deberes divinos para concluir que en Occidente estamos desorientados y confusos.

Cuando leía estas palabras del profesor Lilla, recordé el revuelo social, político y sobre todo académico que, un hasta ese momento prácticamente desconocido profesor universitario norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, desencadenó con la publicación en la revista The National Interest, en el verano de 1988, de un provocador artículo titulado "¿El fin de la Historia?". Con este artículo, entre otros, se estrenó en España en abril de 1990 la revista Claves de Razón Práctica. Fukuyama quiso abordar en él un intento de explicación de lo ocurrido en los últimos años de la década de los 80 en el plano de las conciencias y de las ideas, con la consecuencia por todos sabida de que el liberalismo económico y político habían acabado por imponerse en el mundo ante el agotamiento y colapso de otras alternativas ideológicas y políticas (léase el comunismo), dando paso a una situación en la que nos encontraríamos en presencia del final de toda evolución ideológica posible alternativa al capitalismo liberal, y por tanto, en el "fin de la historia" en términos hegelianos.

Cuatro años más tarde (1992) retoma el asunto planteado en su artículo y escribe un libro que en España se publicará con el título "El fin de la Historia y el último hombre" (Planeta, Barcelona, 1992), que leí con sumo interés y que me causó una gran impresión. Evidentemente, no se si decir por desgracia o por suerte, Fukuyama no acertó en su pronóstico.

Dice el profesor Mark Lilla que, aunque en Occidente tenemos nuestros propios fundamentalistas, nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía levanten pasiones mesiánicas (ahí tenemos el estado de beligerancia absoluta del sector más integrista de la conferencia episcopal española llamando a la "guerra santa" contra el gobierno de Zapatero), dejando tras sí sociedades en ruinas. Habíamos supuesto, continúa diciendo Lilla, que eso ya no era posible, que los seres humanos habíamos aprendido a separar las cuestiones religiosas de las cuestiones políticas y que el fanatismo había muerto. Estábamos equivocados, dice... ¡Inshallah!, concluyo yo... 




Mark Lilla



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Entrada núm. 4935
Publicada originariamente el 26/5/2008
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sábado, 24 de diciembre de 2016

[Personal] ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo!





Recalcar a estas alturas el origen pagano de casi todas las fiestas religiosas del mundo resulta superfluo. El nacimiento del Hijo de Dios para los cristianos, la Navidad, no es otra fiesta que la milenaria celebración del solsticio de invierno, en el que la luz del día comienza su lance victorioso anual sobre las tinieblas de la noche.

Pero ese origen pagano no desmerece para nada la celebración de la Navidad cristiana, la Hanukkak hebrea, o la de cualquier otra religión del mundo que gire alrededor del solsticio de invierno. Al contrario, quizá lo que nos deja traslucir es el origen humano de todas las religiones.

No soy creyente, pero sí respetuoso en extremo con la fe de los que lo son. Creo que nadie debería ser obligado ni inducido a abandonar la religión de sus mayores ni a tener religión alguna. Creo que las conversiones forzosas deberían ser proscritos para siempre. Creo, como dice el teólogo católico Hans Küng, que la paz entre las religiones es imprescindible para alcanzar la paz entre las naciones, y que la paz entre las naciones es imprescindible para alcanzar la paz entre los hombres.

Creo que la ética podría ayudar a ello. Hay unas normas éticas universales que están presentes en todas las religiones y en todos los seres humanos, creyentes y no creyentes. Son normas muy sencillas y claras que pueden ayudar a la consecución de esa paz universal a la que aspiramos por encima de razas, credos y nacionalidades: Todo ser humano tiene que ser tratado con dignidad y humanidad, no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, no mates, no robes, no mientas, no uses la sexualidad para hacer daño... Pienso que bastarían para hacernos mejores.

Hoy no me extiendo más. A todos los hombres y mujeres del mundo de buena voluntad, a todos los amigos y lectores de Desde el trópico de Cáncer les deseo de todo corazón una Feliz Navidad y un Feliz Año Nuevo. Que la paz sea con ustedes.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 3111
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miércoles, 2 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Día de Difuntos





Vivir es tener una historia que contar a quienes vienen después... Comentábamos ayer mi mujer y yo nuestras vivencias infantiles sobre el Día de los Difuntos. Ella me recordaba con cariño Los Ranchos de Ánimas de su infancia, aquellos grupos de cantadores y tocadores cuya finalidad original era recaudar fondos para sufragar las misas de difuntos... Y yo le recordaba las numerosas veladas de mi infancia acurrucado junto a mi madre al calor del brasero bajo la mesa camilla de casa, ayudándola a desgranar las lentejas que iba a preparar como comida para el día siguiente, mientras oíamos, año tras año, por la radio el Don Juan Tenorio de Zorrilla... Sabía a ciencia cierta que esa noche iba a tener pesadillas, pero no me privaba de escucharlo ni un solo año...

Se cuenta que un afamado escritor contemporáneo suyo le preguntó al filósofo británico David Hume si no tenía miedo a la muerte o preocupación por el más allá. La respuesta de Hume fue que si nunca le había preocupado saber donde había estado antes de nacer, difícilmente iba a preocuparle lo que le ocurriera después de morir.

Me parece una respuesta inteligente y madura. Hace un tiempo comentaba con dos buenas amigas la impresión que me había causado el libro El corazón de las tinieblas, del escritor polaco-británico Josep Conrad, que acababa de terminar de leer, y en la que cobraba sentido esa pregunta sobre el sinsentido de la existencia: "Luchar a brazo partido con la muerte es lo menos estimulante que puede imaginarse. Tiene lugar en un gris implacable, sin nada bajo los pies, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aun menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir".

Tremendo y desolador alegato sobre la existencia, sobre el sentido de la vida... Yo, la verdad, no sé si lo tiene. Soy de los que piensa que no. Que estamos aquí por puro azar. Que somos polvo de estrellas, como dice uno de los personajes de El mundo de Sofía, del escritor noruego Jostein Gaarder. Que al final vamos a desaparecer sin dejar rastro. Que todo lo que ha existido se extinguirá sin dejar recuerdo ninguno de su existencia ni de nuestro paso por el mundo. Y no me refiero al paso personal de cada uno de nosotros, que no tiene mayor importancia, sino al de la humanidad completa. De la que nada quedará, ni siquiera memoria...

Hay pocas cosas que puedan consolarnos de ese sinsentido de la existencia, Entre ellas, el amor, la amistad y los libros. El amor de las personas más cercanas: esposos, hijos, nietos, padres, hermanos. La amistad, el más noble de los sentimientos humanos, el que nos hace solidarios con los otros: un poco de generosidad y el hombre es un paraíso para el hombre, dejo dicho Jean-Paul Sartre. Y los libros y la historia, claro, porque nos permiten conocer lo que otros han hecho antes que nosotros; y dejar constancia de lo que nosotros hemos hecho antes de que lleguen los siguientes.

Leí hace tiempo una bellísima autobiografía del escritor israelí Amos Oz, el mismo del que hablaba en mi entrada de ayer, titulada Una historia de amor y oscuridad. Un relato sobre la historia de su familia, que se inicia a mediados del siglo XIX en Europa oriental y continúa hasta el Israel del siglo XXI: Cuando era pequeño, cuenta Oz en las primeras páginas, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, añade más tarde, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikjavik, Valladolid o Vancouver.

En esa misma obra de Amos Oz hay unas páginas que el autor dedica a su relación como alumno con el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Samuel Hugo Bergman. Casi el único tema que trataba nuestro maestro, dice, en unos encuentros privados que mantenía en su casa todos los lunes con su grupo de alumnos preferidos, era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte. De eso nos hablaba, dice Oz, las tardes de los lunes de aquel invierno, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento silbaba en el jardín. A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como un maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad.

-Nada, sigue contando Oz, -nos dijo una de aquellas tardes inolvidables para mí, hasta tal punto no lo he olvidado que creo que podría repetir sus palabras casi al pie de la letra-, nada desaparece. Jamás. De hecho la palabra "desaparición" supone que el universo es aparentemente finito y que es posible alejarse de él. Pero naaada (alargó a propósito esa palabra), naaada sale jamás del universo. Ni tampoco entra en él. Ni una sola mota de polvo desaparece ni se añade. La materia se transforma en energía y la energía, en materia, los átomos se unen y se vuelven a separar, todo cambia y se transforma, pero naaada puede pasar de ser a no ser. Ni el más minúsculo pelo que pueda brotar en la punta de la cola de un virus. El concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.

Pausa. Una sonrisa desnuda e ingenua se expandía como la luz del ocaso por el paisaje de arrugas de su rostro rico, fascinante: 

-Y entonces por qué, tal vez alguien pueda explicármelo, por qué se empeñan en decirme que lo único que se aparta de esta regla, lo único que está destinado a ir al infierno, a convertirse en no ser, lo único a lo que le espera la aniquilación total en todo el universo, donde ningún átomo puede reducirse a la nada, es precisamente a mi pobre alma. ¿Es que cualquier mota de polvo y cualquier gota de agua va a continuar existiendo eternamente, aunque con otra forma, todo excepto mi alma? 

-El alma  -murmuró algún joven y perspicaz genio desde un rincón de la habitación- aun no la ha visto nadie.

-No -aceptó Bergman de inmediato-, pero tampoco las leyes de la física y las matemáticas se las encuentra uno por los cafés. Tampoco la sabiduría, la necedad, el placer o el miedo. Nadie ha metido aun una pequeña muestra de alegría o de nostalgia en una probeta. Pero, mi querido joven, ¿quién te está hablando ahora? ¿Los humores de Bergman te están hablando? ¿Su bazo? ¿Será por casualidad el intestino grueso de Bergman el que está filosofando contigo¿ ¿Y quién, perdóname, provoca en este momento esa sonrisa tan poco agradable en tus labios? ¿No es tu alma? ¿Los cartílagos tal vez? ¿Los jugos gástricos?

Y en otra ocasión dijo:

-¿Qué nos espera después de la muerte? Naaadie lo sabe. De cualquier modo es un desconocimiento que comporta cierta demostración o cierto potencial de persuasión. Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tenéis todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por tanto no os hablaré de voces, esta tarde os hablaré de matemáticas: como naaadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Centroeuropa de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.

Por aquellos años, sigue relatando Oz, también a Gershom Scholem, amigo y admirador de Bergman, le fascinaba al tiempo que le mortificaba la cuestión de la vida después de la muerte. La mañana en que informaron por la radio de la muerte de Scholem escribí: "Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe. También Bergman lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que ya han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día también nosotros lo sabremos. Y mientras tanto seguiremos aquí recopilando diferentes datos. Por si acaso". Por eso he escrito al inicio de la entrada lo de que vivir, a fin de cuentas, no es más que tener una historia que contar a los que vienen después... 

Manuel Fraijó, catedrático emérito de Filosofía en la UNED, mi alma mater, escribía ayer un hermoso artículo en El País sobre el asunto de la muerte. Por mucho que se la intente esquivar, dice en él, la muerte jamás falta a su cita y nunca nos encuentra preparados. “Hay que saber llorar”, decía Unamuno a propósito de ese último viaje para el que no sirve cualquier aprendizaje. Se titula Otra vez es noviembre. Y se lo recomiendo encarecidamente,

Dejó escrito Spinoza, comienza diciendo, que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Algunos sociólogos parecen darle la razón al destacar que en las sociedades modernas la muerte pierde visibilidad y tal vez disminuye incluso su carácter dramático. En favor de su tesis aducen, en primer lugar, que gracias a los adelantos de la medicina nuestros padres y familiares más cercanos mueren en edades avanzadas, cuando ya nuestra dependencia de ellos no es tan acuciante; señalan, además, que, por lo general, ya no se muere en casa, sino en los hospitales y clínicas, bajo los cuidados de personas que apenas conocen al paciente y que, por tanto, no pueden sentir su muerte como se sentía cuando esta acontecía en el domicilio familiar; en tercer lugar dan importancia al hecho de que, después del fallecimiento, se hace cargo del cadáver personal especializado —funerarias— que tampoco conoció al difunto durante su vida, algo bien diferente de los tradicionales velatorios en casa. Por último, los cortejos fúnebres suelen evitar el centro de las ciudades. Se argumenta que lo hacen para no entorpecer el tráfico, pero los mencionados sociólogos se malician que los motivos son otros: restar visibilidad a la muerte, evitar a las sociedades bien instaladas en el éxito y el triunfo la contemplación del último viaje, del camino sin retorno. “La verdad de las cosas finitas —escribió Hegel— es su final”. Y un buen conocedor de Hegel, el también filósofo Eugenio Trías, evocó la muerte como “el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes”.

Y es que por mucho que se la intente esquivar, añade, la muerte siempre sale airosa, jamás falta a su cita; y nunca nos encuentra preparados. Ortega y Gasset se lamentaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes. Religiones y filosofías se juramentaron durante siglos para lograr un correcto ars moriendi; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Ortega se extrañaba, pero ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Freud pensaba incluso que nadie cree en su propia muerte. El memento mori —recuerda que tienes que morir— resuena a través de los tiempos como constante advertencia filosófica y religiosa.

Una advertencia que en el mes de noviembre se torna —para muchos— meditación y oración y —para todos— recuerdo y gratitud, continúa escribiendo. El “animal guardamuertos”, que según Unamuno somos todos, inicia este mes visitando, adecentando y engalanando con flores sus “moradas de queda”. Así llamaba este genial filósofo, escritor y poeta a nuestros cementerios. Las contraponía a las “moradas de paso”, a las “habitaciones” de los vivos. Y se maravillaba de que, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en “chozas de tierra o míseras cabañas de paja” elevasen “túmulos para los muertos”. Con gran vigor concluía: “Antes se empleó la piedra para las sepulturas que para las habitaciones”. Unamuno reposa en su “morada de queda”, en el cementerio de su querida Salamanca. Con razón, a su muerte, escribió Ortega: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. “Hay que saber llorar” fue la última recomendación unamuniana ante la muerte. Elogió, con su habitual ímpetu, la fuerza de un miserere entonado en días de tribulación.

Aunque Nietzsche calificó a la muerte de “estúpido hecho fisiológico”, añade, lo cierto es que todas las culturas han intentado comprenderla y explicarla. Un antiguo mito melanesio, llamado “la muda de la piel”, la explica así: al principio, los humanos no morían, sino que cuando eran de edad avanzada mudaban la piel y quedaban rejuvenecidos de nuevo. Pero un día aconteció lo inesperado: una mujer mayor se acercó a un río para cumplir con el rito de mudar la piel; arrojó su piel vieja al agua y volvió a casa rejuvenecida y contenta; pero su hijo no la reconoció, alegó que su madre en nada se parecía a aquella extraña joven. Deseosa de recuperar el amor de su hijo, la mujer volvió al río y se puso de nuevo su vieja piel que había quedado enredada en un arbusto. Desde entonces, concluye el relato, los humanos dejaron de mudar la piel y murieron. El origen de la muerte se relaciona en este mito con la única fuerza superior a ella: el amor de una madre.

Otra explicación mitológica, continúa más adelante, muy común en África, es la del “mensajero fracasado”. Según esta leyenda, Dios envió un camaleón a los antepasados míticos con la buena nueva de que serían inmortales; pero al mismo tiempo envió un lagarto con el mensaje de que morirían. Como era de temer, el camaleón se lo tomó con calma y llegó antes el lagarto. Así entró la muerte en el mundo; no se culpa a Dios, sino al pobre y lento camaleón. De parecido tenor es otro motivo, también africano, el de “la muerte en un bulto”. Dios permitió al primer hombre que eligiera entre dos bultos: uno contenía la muerte, en el otro estaba la vida. Como tantas otras veces acontecería a sus descendientes, el primer hombre se equivocó de bulto y nos quedamos para siempre con la muerte.

Estamos ante intentos, muy indefensos, de explicar lo inexplicable, señala. Sin olvidar, naturalmente, que también existe el rechazo de toda explicación, la aceptación serena del perecimiento sin ánimo alguno de vencer a la muerte. Fue el caso, entre tantos otros, de Borges: anhelaba “morir enteramente” y “ser olvidado”.

En realidad, sigue diciendo, son las religiones las que con más ahínco se afanan en salvarnos de la muerte. Casi todas quieren consolarnos con la promesa de que las unamunianas “moradas de queda” no tendrán la última palabra. En concreto, toda la historia del cristianismo es un denodado forcejeo contra la nada como origen y como meta final de la vida. Cuenta Hans Küng que una de sus hermanas le preguntó a bocajarro: “¿Crees realmente en la vida después de la muerte?”. La respuesta fue un “sí” espontáneo, decidido. Küng está convencido de que, tras la muerte, “no me aguardará la nada”. Algo en lo que coincide con el maestro de todos los teólogos actuales, Karl Rahner. También él se pasó la vida argumentando su “no” a la nada. Y entendía la muerte en clave de generosidad. Morir, escribió, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último ejercicio de amor, responsabilidad y humildad. Es incluso nuestro postrer ejercicio de libertad. Rahner escribió páginas memorables sobre la aceptación libre de la muerte.

Noviembre, concluye su artículo, ha conocido evocaciones melancólicas y titubeantes, pero también mereció un día estos versos del poeta Tagore: “La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro pecho para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos”. Sería magnífico que los poetas, además de indudables creadores de belleza, lo fuesen también de realidad. En todo caso, sus versos revelan —lo escribió Antonio Machado— que aún “quedan violetas”. También en noviembre.








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 16 de junio de 2015

[De libros y lecturas] "Reformemos el islam", de Ayaan Hirsi Ali




Ayaan Hirsi Ali


Inicio con esta entrada una nueva sección en Desde el trópico de Cáncer a la que he bautizado con el nombre de "Libros y lecturas", en la que espero ir comentado, cuando cuadre, aquellos libros que haya leído recientemente y me hayan impresionado sobremanera. Y la inicio hoy con el comentario del libro "Reformemos el islam" (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015), de la profesora neerlandesa de la Universidad de Harvard, Ayaan Hirsi Ali.

Ayaan Hirsi Ali nació en Mogadiscio, Somalia, en 1969. Hija de un líder político local adversario del dictador somalí Siad Barre, recibió una educación islámica ortodoxa y sufrió, a los cinco años de edad la traumática experiencia de la ablación de clítoris. Con veintidós años, huyendo de una boda concertada por su familia con un primo lejano residente en Canadá, y de camino para aquel país, recaló en Alemania y de allí pasó a los Países Bajos, solicitando permiso de asilo. Aprendió el neerlandés en un tiempo récord y cursó estudios de Ciencias Políticas, materia en la que llegó a doctorarse. En 2001 se incorpora a la Fundación "Wiardi Beckman", del partido socialdemócrata, iniciando una labor en defensa de los derechos de la mujer en el mundo musulmán y vertiendo duras críticas hacia los preceptos islámicos que las sumen en un estado de opresión y sumisión que raya en la esclavitud. En 2003 se afilia al partido liberal y obtiene un escaño como diputada en el parlamento de los Países Bajos. En 2006 renuncia a su escaño a raíz de la polémica desatada por la ministra de Justicia que pretende quitarle la nacionalidad neerlandesa por haber mentido sobre su nombre y condición cuando pidió asilo en los Países Bajos. La crisis desatada provocó la caída del gobierno neerlandés, pero ella abandona el país rumbo a Estados Unidos donde colabora desde entonces con el "American Enterprise Institute", un "think tank" de tendencia liberal conservadora, y dirigiendo desde 2012 un Seminario en la "John F. Kennedy School of Government" de la Universidad de Harvard sobre la intersección de la religión, la política, la sociedad y el arte de gobernar en el mundo islámico. 

Hirsi Ali es una gran defensora de la libertad de expresión. En una conferencia que dio en Berlín en 2006 defendió el derecho a ofender, justo después de la polémica formada a raíz de la publicación de las caricaturas de Mahoma. Condenó a los periodistas de los periódicos y canales de televisión que no mostraron las caricaturas, llamándolos «mediocres de mente» y acusándolos de ocultarse tras los términos «responsabilidad» y «sensibilidad» y alabó a los que en toda Europa publicaron las caricaturas.

Ha recibido numerosos premios y reconocimientos internacionales por su defensa de la libertad, la tolerancia y los derechos humanos. En marzo de 2005 recibió el Premio a la Tolerancia otorgado por la Comunidad de Madrid. El Parlamento noruego la propuso para el Premio Nobel de la Paz del 2006, y en 2008 recibió el Premio Simone de Beauvoir.

En apenas dos días leído de un tirón, absolutamente enganchado a su lectura, su libro "Reformemos el islam", en el que lanza un vehemente llamamiento en favor de una "Reforma musulmana" como la que se produjo en el siglo XVI en la Europa cristiana, como única vía para poner fin a los horrores del terrorismo, la guerra sectaria y la represión de la mujer y las minorías.

Durante siglos, dice, se ha tenido la impresión de que el islam era inmune al cambio, sin embargo, ella entiende que la "Reforma" del islam es inminente y que incluso es posible que ya haya comenzado. La llamada "Primavera árabe", continúa diciendo, quizá parezca a ojos de muchos un fracaso político, pero el desafío que lanzó a la autoridad tradicional puso de manifiesto una nueva disposición, especialmente por parte de las mujeres musulmanas, a pensar y expresarse con libertad. 

En un valiente desafío a los yihadistas, Hirsi Ali propone cinco enmiendas a la doctrina islámica que los musulmanes deberían adoptar para sacar su religión del siglo VII y acercarla al siglo XXI, invitando también al mundo occidental a que deje de apaciguar a los islamistas radicales defendiendo en su lugar a quienes necesitan del apoyo de Occidente, que son los reformadores musulmanes y no los omnipresentes opositores a la libertad de expresión. Esas enmiendas se resumen, básicamente, en que resulte más fácil compatibilizar ser musulmán con vivir en el siglo XXI, rechazando de plano el concepto de "yihad" como llamamiento literal a las armas contra los no musulmanes y aquellos musulmanes que consideren apóstatas o herejes.

A través de un discurso en el que se entrelazan sus propias experiencias de niñez y juventud islámicas con analogías históricas y ejemplos rotundos de sociedades y culturas musulmanas contemporáneas, "Reformemos el islam" es una exhortación apasionada a favor de un cambio pacífico y una nuevas era de tolerancia global.

A día de hoy, dice en las páginas finales de su libro, existe una guerra abierta en el islam: una guerra entre los que desean su reforma, los musulmanes reformistas o disidentes, creyentes y clérigos que se han dado cuenta que su religión debe cambiar si sus adeptos no quieren quedar condenados a un ciclo interminable de violencia política, y los que desean regresar a la época del profeta, a los que ella llama los musulmanes de Medina, partidarios de la "yihad" o guerra santa, que preconizan un régimen basado en la "sharía" o ley religiosa islámica, defienden un islam que ha cambiado muy poco o nada desde el siglo VII y consideran un requisito de fe imponer sus creencias por la fuerza a todos los demás. Una guerra interna, añade, en la que el premio son los corazones y las mentes de los en su mayoría pasivos musulmanas que ella define como de La Meca, el grupo mayoritario en el mundo musulmán, conformado por musulmanes fieles a la esencia del credo islámico y devotos participantes en los oficios religiosos pero que no muestran predisposición alguna a practicar la violencia. 

En este momento, dice más adelante, se conjugan tres factores que posibilitan una reforma religiosa real del islam: a) el impacto de las nuevas tecnologías de la información en la creación de una red de comunicación sin precedentes en todo el mundo musulmán; b) la total incapacidad de los islamistas de cumplir con sus promesas cuando llegan al poder y el impacto de las normas occidentales sobre los inmigrantes musulmanes, que están dando lugar a la creación de una comunidad nueva y cada vez más grande a favor de una "Reforma" musulmana; y c) la aparición de una comunidad política de votantes a favor de la reforma religiosa en algunos Estados claves de Oriente Próximo.

Les invito a releer mi entrada del pasado mes de mayo, titulada "Islam, islamismo y Estado Islámico", que creo sirve de perfecto complemento a las tesis mantenidas por la profesora Ayaan Hirsi Ali en su libro, y por supuesto, les animo a la lectura del mismo. Espero que esta nueva sección del blog les resulte interesante.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










Entrada núm. 2335
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