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martes, 7 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Locas



Gatos en Colonia Sant Jordi, Mallorca


A veces aparece algo que le da sentido a todo, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Al menos ella sabe por qué esta loca. El País, 30/6/20] el escritor Manuel Jabois, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso.

"Hace unos días -comienza diciendo Jabois- estuve en Ses Salines (Mallorca) visitando a un amigo que pasó allí el confinamiento. Tiene dos perras teckel, Berta y Cuba, que llevábamos a bañarnos cerca de Es Trenc todos los días antes de comer y de cenar, después del trabajo. En un lugar de la Colonia de Sant Jordi, cerca del faro, hay un pequeño aparcamiento, junto a la zona hotelera, en el que siempre nos recibían muchísimos gatos silenciosos y salvajes, sacados de Don Gato y su pandilla; las teckel metían el rabito para dentro, muertas de miedo, y las cogíamos en brazos hasta llegar a las rocas. Hay pocas cosas que den más miedo que encontrarte juntos a 20 seres vivos con los que no te puedes comunicar, una de esas cosas es poder hacerlo.

El último día de mi visita, cuando nos estábamos metiendo en el coche, aparcó una señora con dos niñas. Se bajaron las tres, la mujer con dos enormes bolsas de plástico. Dejamos a las perras en nuestro coche y bajamos también. Nada más verla, a los 20 gatos echados a la sombra se le unieron otros 10 tímidos salidos de todas partes. La mujer se acercó a un comedero hecho a mano en un pequeño descampado, y vació las bolsas en varios pivotes de madera que también, como el comedero, había hecho ella. La comida la había cocinado de mañana y eran varios kilos de arroz con carne. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Asunción Capllonch”. Le pregunté desde cuánto tiempo hacía esto, y me dijo: “35 años”. Le pregunté cuántos años tenía, y me respondió que cumpliría pronto 64, si bien aparentaba muchos menos. Las niñas, nos dijo, eran sus nietas.

Nos sentamos un momento y nos contó su historia. Todos los días desde hace 35 años va allí a darle de comer a los gatos. Nunca vacaciones, nunca viajes; cuando enfermaba, y esto ocurría pocas veces, una amiga suya la sustituía. ¿Y su marido? ¿Su hija? “Pues dicen que estoy loca”, dijo riéndose. El carnicero le da cada día lo que le sobra (pollo, ternera, cerdo) y ella lo cocina con arroz y lo mezcla todo después de cortar la carne con unas tijeras de cocina. Ha visto morir y ha tenido que sacrificar a muchos gatos en estos 35 años, ha visto la desconsideración de gente que ha dejado en la zona crías recién nacidas escondidas, ha visto crecer a decenas, encariñarse con ellas. Hablamos hasta tarde, las niñas se tenían que ir, le pedí su número de teléfono. Había algo que me interesaba y no me dio tiempo a preguntarle: cómo empieza.

La llamé pasados unos días, ya desde Madrid. Me contó que en los años ochenta un matrimonio suizo llegó al sur de la isla. La mujer, enamorada de los animales, compró un terreno y mantuvo allí gatos y perros. La casa la limpiaba una tía de Asunción; tras morir esta tía, la propia Asunción cogió el relevo. “Los animales me daban pánico”, dijo. Pero empezó a cuidarlos, y siguió cuidándolos después de muerto el matrimonio, y lo hizo también con los gatos que se acercaban atraídos por la comida. Cuando se quiso dar cuenta ya no pudo parar. “Hay cosas que se hacen porque se empieza a hacerlas. Yo me moriría si un día se quedan sin comer. Una persona que ama, sufre mucho”. Va todos los días a las tres de la tarde, pero con la pandemia las gaviotas están hambrientas y a esa hora se abalanzan sobre la comida de los gatos, espantándolos. Por eso la encontramos a las nueve de la noche.

Ha tenido conflictos con los vecinos por la cantidad de gatos que merodean ese descampado. Estoy seguro de que tienen algo de razón ellos, y que tiene toda la razón ella. Yo creo que a veces aparece algo que le da sentido a todo, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso. Hay gente que de repente, sin darse cuenta, empieza a sentir que su felicidad no consiste en darse el gusto sino en no fallarle a aquello que ha elegido de una forma sensible y primorosa, algo que en apariencia no signifique nada para nadie y signifique todo para aquellos que le dan importancia y hacen que el mundo dure más, y sea mejor, gracias a estos actos de amor desinteresado. Cuando le dicen, y le dicen mucho, “la loca de los gatos”, ella responde que al menos sabe por qué está loca".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 26 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Sobre gustos...



El cantante Pau Dones (2018). Foto de Samuel Sánchez para El País


En tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión, comenta en el A vuelapluma de hoy [Cuéntanos más de ti. El País, 16/6/20] el escritor Manuel Jabois.

"Entre 2013 y 2016, -comienza diciendo Jabois- una chica llamada Cassandra Vera escribió en Twitter unos chistes sobre Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista asesinado por ETA, y fue denunciada por la Guardia Civil. Su defensa fue asumida por un abogado de oficio que informó a su clienta, tras declararse admirador de Carrero Blanco, que basaría su estrategia en que los tuits los escribió en un estado de enajenación mental, algo a lo que ayudaría, se entiende, su condición de transexual. Aquello demostraba que, aunque al principio te puedan ocurrir injusticias como a cualquiera sin estar relacionadas con la minoría a la que perteneces, siempre hay un momento del proceso en que la bolita cae en el número al que nadie quita ojo.

Un nuevo abogado llevó la defensa de Vera. En 2018, después de ser condenada por la Audiencia Nacional a un año de cárcel y siete de inhabilitación, el Tribunal Supremo la absolvió poniendo el listón intratable: si el Tribunal Supremo de España tenía que reunirse por culpa de los chistes de una menor de edad en Twitter, qué nos depararía el futuro. No sólo eso, sino que había algo extraordinario en la absolución, ya que entre los argumentos clamorosos caía esta bolita en el número que todo el mundo esperaba: los chistes eran de “mal gusto”.

El gusto, sobre todo el gusto español (no se sabe ya cuántas veces ha tenido que desmentir Victoria Beckham haber dicho que este país huele a ajo), es uno de los asuntos más importantes de este tiempo que se acaba, dinamitado por el virus. Se asoció, incluso desde las altas magistraturas del Estado, a la libertad de expresión, que es uno de los derechos más necesarios y profundamente desagradables de la democracia. Por eso tantas veces, en tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión. Una especie de visado de buen ciudadano que se ejercita entre locuciones como “cierto es”, “no obstante” o “dicho lo cual”.

Todo esto lleva degenerando años, particularmente en el ámbito de la política (siempre que hay que alabar al adversario, antes hay que hacerse la PCR ideológica mencionando lo lejos que estás de él; los antipodistas: “Estando como estoy en las antípodas del señor Almeida, cierto es que…”). Y, desde ahí, este fenómeno adquiere una fuerza tan extraordinaria que, a veces, esa información que nadie te pide, pero te sientes obligado a facilitar para darte mérito, parece obra de un sociópata, como cuando un culé destaca su barcelonismo (“aunque soy del Barça”) para añadir que siente mucho la muerte de Lorenzo Sanz, como si lo lógico, debido a su condición, hubiera sido matarlo él mismo.

O, en estos últimos días, los comentarios que se han podido leer en redes sociales sobre la muerte de Pau Donés, similares a los que se suelen hacer cuando fallece un artista: expresar tu dolor añadiendo el personalísimo juicio sobre su obra, como si eso fuese imprescindible para que el muerto vaya en paz. Obligados a contarnos si les gusta o no su música, preferentemente si no, para dar el pésame en libertad, quizá esperando un aplauso; por ejemplo: “tiene mucho mérito que, aunque no te gusten sus canciones, estés a favor de que viva”. Lo cual no deja de ser gracioso porque, a fuerza de publicitar nuestros gustos en cualquier contexto, si uno los calla ya se le etiqueta a trazo grueso, con el júbilo habitual de quienes no tienen que confrontar dos ideas, parecido al júbilo de quien las ofrece. Lo importante, como siempre, es no pensar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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jueves, 16 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Un cielo tan límpido



Vista de la sierra de Madrid, desde la Gran Vía. Foto de Nacho Carretero


¿Lecciones del sabio virus?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Lecciones del sabio virus. El País, 15/4/2020] el escritor Manuel Jabois: ninguna, responde. "Hace unos días, -comienza diciendo Jabois- el periodista Nacho Carretero publicó en Twitter una foto del cielo de Madrid. Era un cielo tan azul y limpio que al fondo se podían ver las cumbres nevadas de la sierra. Era algo aún peor: una foto bella. Ya saben que entre tanta muerte y tanto dolor, la belleza siempre produce “una cierta cosa extraña”, que es lo que dijo Pla a Pániker con la misma soltura que un Meursault: “Mi madre murió hace 15 días, y esto, claro, siempre produce una cierta cosa extraña”. A Carretero le dijeron que la foto no venía a cuento y él tuvo que explicar que su posición editorial respecto a su propia foto no era la de mantener ese cielo limpio “cueste lo que cueste”. Hay pocas cosas más periodísticas que contar, en tu perfil sobre un asesino en serie, que el hombre promovía la caridad, defendía a los más débiles y ayudaba a cruzar la acera a los ciegos. De ahí a titular Un gran hombre querido por todos hay un trecho, del mismo modo que se puede decir que un mundo sin contaminación es un mundo mucho más bello y más limpio, pues como el mundo se ha vaciado de gente, el aire se ha vaciado de mierda, sin que eso signifique que la noticia más importante de la Covid-19 sea el paisaje, ni que haya que programar más pandemias.

Al menos todavía no estamos tan acostumbrados a la contaminación como para salir a la calle, ver el cielo tan claro y que se nos doblen las rodillas de miedo, del mismo modo que hay belleza en una playa vacía un día de sol, pero si te dicen que ese día de sol es el 18 de julio de 1936 la belleza se convierte en terror, como sabe Manuel Rivas.

Y sin embargo, poco a poco y sin darnos cuenta, el virus ha traído consigo un fenómeno inesperado: lecciones. Se supone que, si lo sobrevivimos, hay que aprender de él. Lecciones a partir de pequeñas noticias positivas que, reunidas, nos dan la oportunidad de cambiar: no era un virus, era un coach. Hasta Ricardo Darín se ha sumado al decir que la economía se tambalea porque consumimos cosas que no necesitamos, como si estrictamente necesitásemos algo más que agua, techo y pan. Qué economía se tambalea, ¿la de Amazon, especialista en productos de primera necesidad? ¿Por qué no vamos a poder disfrutar de lo que no necesitamos, pero nos apetece disfrutar o aspirar a disfrutarlo?

Más allá de esto, lo cierto es que desde los primeros días se produjo una especie de movimiento terapéutico que venía a contextualizar el virus, con lo que eso supone, cuando no directamente descargarlo de responsabilidad, que por supuesto era nuestra.

Y así, el virus lo mismo nos mata o nos encierra en casa que nos enseña cosas de la Tierra, expresa la cólera de Dios, nos habla de nuestro estilo de vida, nos señala la economía, nos reorganiza como sociedad, nos ha salido ecofriendly y promueve ahorro de energía, es un virus anticapi y, al mismo tiempo, un virus facha que le dice al feminismo las únicas prioridades sociales: las pandemias, los meteoritos y los terremotos. Un virus que, en esta carrera enloquecida de desencriptadores ideológicos, hará campaña electoral en las próximas generales para contarnos lo que debemos hacer para que no vuelva, como cuando ETA nos señalaba, generosa, el camino de la paz".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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jueves, 9 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Escepticismo



Pamplona. Abril, 2020. Foto de Eduardo Sanz


Ni más fuertes, ni más unidos, ni mejores. De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos. El A vuelapluma de hoy [Ni más fuertes, ni más unidos, ni mejores. El País, 8/4/2020] del escritor Manuel Jabois, rezuma escepticismo por todos los poros. Como el de este humilde escribidor de este humilde blog; no me pregunten por qué, pero es así: mi optimismo de días pasados se ha disipado, como la calima que azotaba las islas, ahora con un cielo azul resplandeciente que no consigue levantarme el ánimo. Sigo siendo escéptico respecto a lo que ha de venir, o lo que es lo mismo: soy un optimista chamuscado por la realidad previsible.

"De vez en cuando escribo en Google News “saldremos más fuertes” para intentar saber por qué -comienza escribiendo Jabois-. No encuentro más argumentos que los puramente homeopáticos. Y, como la homeopatía y como la religión, entiendo que la oración funciona para sentirse mejor, y no estamos para tirar nada. Todo lo que ayude, aunque sólo parezca que ayude, está bien. De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos. También es seguro que viviremos peor, que habrá más paro, que tendremos que convivir con una nueva y violenta brecha política y que, basándonos en anteriores experiencias, las desigualdades sociales se incrementarán. ¿Se refiere la frase a que seremos mejores personas, nos ayudaremos más los unos a los otros, tendremos más empatía por los demás? Eso ya lo éramos antes, pero ahora lo seremos más débiles. Fuertes, desde luego, no.

Ortega llamó a este país “sugestivo proyecto de vida en común”, una definición asombrosa de la que Juan Pedro Quiñonero subrayó “proyecto”, o sea algo todavía por construir, y Laín Entralgo la “sugestión” de una vinculación histórica entre todos que definitivamente no se encuentra. Para entender la dificultad del reto orteguiano hay que hacer notar que el único momento en que nuestra generación vio un “sugestivo proyecto de vida en común” fue un Mundial de fútbol, para lo cual hubo que pasar de cuartos de final. Las últimas grandes tragedias nacionales, los muertos de ETA, del 11-M y ahora la pandemia no sólo no han servido nunca para unir nada, si acaso las pocas horas de unas manifestaciones (no todas), o el espejismo del espíritu de Ermua, sino que se han usado para, una vez dinamitados los cuerpos, dinamitar la convivencia mediante facturas escandalosas. Ni la corrupción, el hecho juzgado y sentenciado de un grupo de ladrones actuando, nos ha hecho más fuertes, más unidos y mejores, sino más pobres y divididos entre quienes creen que hay atracos malos y menos malos.

Y sin embargo hay esperanza. El primer día del confinamiento muchos de nosotros, los que no estábamos muriendo y curando, reaccionamos desde nuestras casas apelando al espíritu de resistencia, colgando poemas y textos épicos, escribiendo a todo el mundo para desearnos fuerza y valor en este terrible contratiempo histórico mientras se nos caían las lágrimas pensando en el grave sacrificio que exigía la nación: un sábado sin salir. Parecía que llevábamos dos meses en el gueto de Varsovia. No tengo ninguna duda de que una generación así volverá a disfrutar como disfrutaba antes, a relacionarse como se relacionaba antes y retomará el mundo que se quedó interrumpido hace un mes. Lo bueno de estos días desaparecerá y lo malo permanecerá, como siempre ocurre, pero se conseguirá la manera desgraciada y precaria de hacerlo llevadero. Políticamente no vamos a aprender nada y casi mejor así, porque cada vez que aprendemos algo encontramos la manera de usarlo al revés. Bien es verdad que cuando mejor le va a este país es cuando los votantes de los partidos encuentran por su cuenta los espacios en común que se afanan en aniquilar sus representantes, como está ocurriendo ahora.

No, no vamos a salir más fuertes de una pandemia a la que llegamos tan débiles. Es como pretender salir seco de un tsunami que te pilla en la ducha. Pero algo de optimismo tengo, porque si bien España es un país peligroso cuando entiende la "unión" como juntar filas a un lado y el contrario del río, tentado festivamente a que la única convivencia posible sea la de una mitad aplastando a otra, la misma España, a las ocho de la tarde, lo desmiente".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 6 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Un periódico



Los columnistas de Opinión de El País


"He ido a la hemeroteca de El País para saber cuándo leí la frase por primera vez -comenta el escritor Manuel Jabois ("Territorio personal. El País, 4/3/2020) en el A vuelapluma de hoy-. Fue en 1994; yo tenía 16 años. La escribió Manuel Vicent al salir de un encuentro con un brujo cubano que le echó los caracoles para que el escritor supiese su futuro. Le dijo, el brujo, que moriría sentado en una mecedora sin molestar a nadie. Y Vicent escribió: “Siempre he soñado que una manera elegante de acabar con este baile sería sentarse en una mecedora blanca con un sombrero de paja junto al Mediterráneo y guardar un silencio definitivo durante muchos años mirando el horizonte sin mover una pestaña”.

Esa larga frase me persiguió durante tanto tiempo que había días en que creía que la había convertido en un propósito. Él fue mi primera firma de EL PAÍS, la primera que, contándome su muerte, hice parte de mi vida. Y encontré muchos años después este artículo suyo de 1988: “Una mecedora blanca, algunas diosas de escayola en el jardín, las paredes de la terraza pintadas con cal, una parra de sombra amorosa, libélulas y campanillas moradas en la alberca, las persianas verdes, cortinas que inflan la brisa durante la siesta, sonido de una mosca vibrando en la penumbra, el Mediterráneo en la ventana (…) Dejar pasar las horas, desechar cualquier ambición, vivir el sol en medio de una elegante austeridad, tomar aceite de oliva, andar descalzo sobre la sal, navegar en aguas de dulzura y no desear nada sino amigos y ensaladas de apio. He aquí el inventario de mi fe”.

Ese inventario suyo miles de lectores lo han hecho con él y con firmas como él que han convertido su territorio, el de las columnas de Opinión, en un lugar personalísimo al que volver sin dar explicaciones. Desde el análisis político hasta el científico, desde un instante de felicidad o dolor de la vida de alguien. La sección de firmas de EL PAÍS, desde las veteranas e ilustres a las más jóvenes, ha sido siempre una especie de sala de máquinas con la que abordar, de una forma diferente a la sala principal, el funcionamiento del periódico. Un espacio privilegiado en el que conviven especies distintas que, de no encontrarse con la palabra, no se encontrarían nunca. Del diario tiran las noticias y las grandes coberturas; al diario lo explican columnistas para los que, como dice Mario Vargas Llosa, “practicar el periodismo es una manera de estar al día”.

Un día, cuando muchos no habíamos nacido, Rafael Alberti, uno de los primeros grandes articulistas de este diario, convirtió a Picasso en paloma: “Durante toda mi vida he ido buscando una sola paloma. Sin conseguir retenerla para siempre, la misma de aquel poema que dediqué a Pablo Picasso que, de tanto vivir rodeado de ellas, llegó a creerse que él mismo también lo era”. Y María Zambrano, otra columnista ilustre, se despedía de José Herrera Petere, poeta exiliado y “poema él mismo”.

Uno se educa leyendo los periódicos y crece buscando su pasado; al fin y al cabo todo periódico lo es cuando se termina de leer. Umbral se marchaba antes de que empezase la fiesta para contarla al día siguiente en EL PAÍS.

Recuerdo de Vázquez Montalbán tantas cosas (“En España se ha formado una especial casta de monoliberales con la unidimensionalidad de su pensamiento marcada por un toque pijo de palabra, obra y omisión que merece un lugar en cualquier Museo de la Mujer y del Hombre, naturalmente”) que me quedo con una crónica tristísima en la que Juan Cruz dice que hubiera dado sus pulmones en aquella carrera para llegar a la puerta de embarque de Bangkok en la que se quedó para siempre el escritor barcelonés.

Hay palabras que ya no se despegan, y las de las columnas son, muchas veces, las que más se parecen a mí, a lo que quiero ser o a lo que ya he dejado de ser. Una vez abrí el periódico y leí a García Márquez contando cómo le salió la primera frase de Cien años de soledad. Otra vez me encontré esta frase de Leila Guerriero: “Todos hemos sido alguna vez el monstruo de alguien”. Un sombrero de paja, una mecedora blanca y el Atlántico, que me perdone Vicent. Es todo cuando se necesita, siempre que se haya acabado de leer el periódico. Siempre que se haya acabado de estar al día".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 21 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Después de la felicidad



Fotograma de la película La gran belleza


"Un día, -comenta en el A vuelapluma de hoy viernes el escritor Manuel Jabois- Richard Wagner, entre sedas y terciopelos, le escribió a un amigo: “Desde hace tiempo, vuelvo a tener la manía del lujo: por la mañana, rodeado de esos fastos, me pongo a trabajar. Una mañana sin trabajar es un día en el infierno”. Concluye Thomas Mann: “No se sabe qué es más burgués, si el amor al lujo o que una mañana sin trabajar te resulte tan insoportable”. La correspondencia se incluye en el ensayo sobre Wagner que escribió Thomas Mann, Sufrimientos y grandeza de Richard Wagner (Endebate, 2013), un libro que le dio a Mann terribles dolores de cabeza por sus apasionados juicios sobre alguien a quien admiraba, Wagner.

Al contrario que Jep Gambardella (La grande bellezza, 2013) y su famosa frase, esa de que “el descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer”, siempre he pensado que es la juventud la que más se aproxima a ese privilegio. Y es la edad, y los compromisos que uno va adquiriendo con ella, la que no sólo te obliga a perder el tiempo en hacer cosas que no quieres hacer, sino en no considerarlo de ningún modo una pérdida de tiempo; siempre habrá alguien que lo esté ganando por ti. Ese lujo tan sofisticado de Wagner que implica viajar al infierno si no trabaja es un lujo antigambardelliano, una felicidad profundamente burguesa; el lujo de la juventud, sin embargo, es el lujo de poder hacer sólo lo que uno quiere sin pensar en lo que habrá después de la felicidad.

En Rewind (Anagrama, 2020), Juan Tallón se hace esa pregunta: qué hay después de la felicidad. La respuesta es incómoda porque a pesar de que el libro aparenta tener al principio un puntilloso sentido periodístico se convierte, a las pocas páginas, en un ejercicio literario impactante, la literatura que uno olvida que lo es. Y sin embargo no es un libro triste, sino un libro vivo. Curioso porque la premisa es el instante de felicidad supremo, un viernes de mayo de estudiantes en un piso compartido de Lyon; ni siquiera la fiesta, sino la víspera de la fiesta. El momento exacto en el que uno cree ser inmortal; esa noche y esa edad, los 20 años, en los que uno no piensa en el mañana porque no cree que exista. Hasta que un bombazo destruye el edificio y los familiares y amigos de los muertos, como los soldados del Ejército de la Noche, empiezan a hacerse pedacitos a miles de kilómetros de distancia. Qué hay después de eso, cuando aún hay vida pero ya no hay felicidad.

Dice Gambardella en un momento de su heroico presente que la nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro. De lo que supone la nostalgia para quien cree en el futuro, pero no lo tiene, no dice nada. Lo plantea la hermana de Luca, una de las víctimas del atentado que ocurre en Rewind: “Yo tenía desde 2008 la sensación de estar viviendo el mejor momento de mi carrera. Todos los días eran el día perfecto. Me ocurrían siempre cosas buenas, hasta el punto de que a veces me asustaba. ¿En qué momento la vida compensaría el exceso de felicidad?, me preguntaba”. No hay preguntas impertinentes, hay respuestas impertinentes".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 3 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Les nacerán monstruos



Fotograma de la película "Muerte en Venecia"


Uno se empieza a morir cuando la percepción de uno mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de convertirte en la persona que un día detestaste, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Jabois.

"No hay mejor virtud que aburrirse -comienza diciendo Jabois-. Una mañana de 1832, una amante dejó plantado a Stendhal por un primo de ella, a lo que el escritor contestó en la soledad de sus habitaciones alquiladas en un palacio de Roma: “Les nacerán monstruos”. Cuando entró una camarera con el desayuno, le contó a quién pertenecieron sus aposentos 300 años antes: Miguel Ángel Buonarroti. No solo eso; ahí, donde descansaba Stendhal, Miguel Ángel había conocido a Tommaso Cavalieri. Me gusta la expresión que utiliza Juan Forn en Página 12 cuando recuerda la historia: la camarera es romana, por tanto “habla de 300 años antes como si hablara de antes de ayer”.

Lo que sigue a continuación es uno de esos momentos en los que parece que Dios, además de existir, saca un seis doble cuando juega los dados. Cuenta Forn que Stendhal pasa el día escribiendo en los márgenes de las Rimas de Miguel Ángel unos apuntes enfebrecidos sobre la relación del genio. Tres siglos más tarde, el autor francés relata aquel amor de un hombre de 52 años y un chico de 22. “Miguel Ángel no solo retrató y cantó al joven Tommaso; también lo amó carnalmente. Educó, pues, su inteligencia y su cuerpo, como Sócrates hiciera con Alcibíades o Eurípides con Agatón, y si lo divinizó en el dibujo y en el verso, no desdeñó humanizarlo en el músculo y en el hueso. Al final de su longeva existencia, allá por 1564, cuando la llama del amor físico se había consumido hacía tiempo, Tommaso acompañó a Miguel Ángel en el instante de su muerte”, contó en EPS Ricardo Menéndez Salmón.

Stendhal no siguió escribiendo tras ese día, y sus apuntes se perdieron 150 años, hasta que aparecieron en Civitavecchia. Se le puso a aquello como título uno de los versos que Miguel Ángel dedicó a Tommaso: Quién me defenderá de tu belleza (“Si me has encadenado sin cadenas / y sin brazos ni manos me sujetas, / ¿quién me defenderá de tu belleza?”). En España lo publicó Pre-Textos en 2007. Supe de la historia hace años por el artículo de Forn y recordé, al leer esto (“Stendhal estaba a días de cumplir cincuenta ese otoño de 1832. No le costó nada verse como Miguel Angel: feo, viejo, plebeyo”) lo que escribiría Thomas Mann en 1912, La muerte en Venecia. Un viejo escritor, Gustav von Aschenbach, queda impactado por la belleza de un chico adolescente, Tadzio, cuya contemplación convierte en el acto central del día; un día observa con asco la imagen de un viejo maquillado acercándose a coquetear con un grupo de chicos. Al final de la historia, persiguiendo a Tadzio por Venecia, él ya se ha convertido en ese viejo.

Uno se empieza a morir exactamente en ese punto: cuando la percepción de ti mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de ser la persona que un día detestaste. Cuando se llevó al cine Muerte en Venecia (1970) Luchino Visconti quiso a Miguel Bosé como Tadzio, pero se encontró con la oposición —¡quién lo podía imaginar!— de su padre, Luis Miguel Dominguín, así que se eligió a un quinceañero sueco, Björn Andrésen. Tiempo después el chico contó que Visconti lo obligó a ir a un bar gay, donde los hombres mayores enloquecían como enloqueció Von Aschenbach. Supo tan bien Andrésen lo que era ser Tadzio que su vida bien pudo ser la continuación no escrita de la ficción de Thomas Mann. Fracasó como actor, como cantante. Fue devorado por su propia belleza, de la que nadie lo defendió. Tanto, que las revistas y los periódicos se afanaron en perseguir el efecto del tiempo en ella. Quizá dentro de 300 años alguien la sepa contar mejor".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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jueves, 25 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Quién sabe cómo fuimos...





Una madre que perdió a su hijo a los ocho años quiere saber cómo sería su hijo ahora, el día que cumple 15 años, comenta el escritor Manuel Jabois. Para eso le lleva a una pintora un retrato del padre del chaval, pues del niño no tiene fotos. Tras varios intentos frustrados, la pintora se da cuenta de que la mejor manera de envejecer a un hijo es rejuvenecer al padre: es más fácil profetizar el pasado. Así que va haciendo borradores del retrato del hombre en los que le va quitando años hasta llegar a sus 15, que son los 15 que tendría ahora su hijo muerto.

La acción transcurre en Ribeira, Galicia, y se trata de un corto, Madres, que rodó hace quince años el director Mario Iglesias. He pensado mucho en él estos días en que mi móvil se ha llenado, muy alegremente, de fotos de todos mis amigos con cuarenta años más (espero que fuesen al menos cuarenta, la verdad) gracias a una aplicación que te muestra cómo serás de viejo. Sospecho que la euforia en su uso tiene que ver en que se respeta el pelo actual, y además blanqueado, y el peso, cuando envejecer consiste precisamente en perder uno y ganar otro.

La aplicación proyecta, que es todo lo que puede hacerse respecto al futuro, pero no anticipa aquello que no puede adivinarse, y cuya huella más visible acaba normalmente en la cara, desde las alegrías en las arrugas hasta las tristezas íntimas, esos dolores que uno no se sabe dónde los guarda hasta que se ve a sí mismo en el espejo. Pero inspira un cierto respeto porque es bastante real, o lo aparenta muy bien. La gente parece muy contenta con la aplicación y yo me alegro muchísimo de que ilusione tanto la vejez; pareciera como si nadie tuviese muchas esperanzas de poder verla en directo, como si esa aplicación de verte de viejo fuese igual que la de imaginarte con orejas de gato.

La pintora de Ribeira, interpretada por Isabel Rey, consigue una foto del pasado que no existe a partir de un futuro que pudo ver: incapaz de sumarle años a un rostro, es hábil para restárselos. Si tuviésemos 50 años y no hubiese ninguna imagen nuestra del pasado, ¿querríamos volver a vernos con 25 o imaginarnos con 75?

Cuando la madre de ese muchacho de ocho años muerto ve el cuadro que le hizo la pintora, rompe a llorar. Y le pide, tras conocer el proceso que le llevó a recrear tan bien algo que nunca existió, los 15 años de su hijo, que le enseñe los borradores que hizo a partir del retrato de su marido. Allí no estaba su esposo volviendo atrás, sino su hijo creciendo en el cuadro. “Aquí hubiera empezado la Universidad”, “aquí ya hubiera estado casado”, “aquí me habría dado mi primer nieto”, dice señalando cada uno de los retratos. Todo lo que seremos ya lo fue alguien alguna vez. Y es más duro tener de frente lo que fuimos que lo que vamos a ser; al fin y al cabo en lo segundo tenemos una oportunidad.

El director de Madres, Mario Iglesias, rodó después Relatos, donde una ama de casa, Rosario Francesc, escribe cuentos por orden de su psicoterapeuta. En uno de ellos también hay alguien que se ve de joven, aunque de otra manera: un anciano a punto de morir, un abuelo querido que cargó con la familia en tiempos difíciles, encarga a su nieta que llame a los vecinos del barrio para pedirles perdón por algo que ellos desconocen: fue el verdugo de sus familiares en la Guerra Civil. Que sea menos difícil profetizar el pasado no significa que siempre sea fácil.



Foto de Jenny Kane para El País



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lunes, 3 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] El cielo y la tierra





El cielo no queda lejos ni cerca de la tierra. Leer unos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida, desentierra un recuerdo lejano de la infancia, comenta el escritor y periodista gallego Manuel Jabois, así que fui dándole besos a todos los árboles por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. 

De César Vallejo: “En realidad, el cielo no queda ni lejos ni cerca de la tierra. En realidad, la muerte no queda lejos ni cerca de la vida”, comienza diciendo Jabois. . Y en el mismo librito Carnets, que publicó Interzona: “Cuando leo, parece que me miro en un espejo”. Lo envidio, si bien debía cuidar mucho los libros elegidos. Yo no me miro en un espejo cuando leo, hay que reemplazar el del baño y tengo la cámara del móvil estropeada, así que para saber de mí utilizo el ascensor, algo que por otra parte he hecho siempre; donde el vecino ve un ascensor yo veo un camerino: así empezó el Quijote. Cuando no salgo de casa, y eso pasa a menudo, paso muchas horas sin verme. Es un ejercicio estupendo, porque de este modo hay que palparse para envejecer. Siempre se aprende con las manos lo que no puede aprenderse con los ojos.

En Tierra de mujeres (Seix Barral), María Sánchez cuenta hacia el final de ese libro tan necesario cómo un día, con su padre, se sentaron los dos a descansar en un alcornoque muerto. “La hija se levanta, necesita tocar el corcho que nunca más se separará del árbol. No volverá a separarse del cuerpo, no habrá lugar para la regeneración. La envoltura se convierte en un ataúd para el propio árbol”. De repente marco la página y desentierro, como en una consulta, un recuerdo fresquísimo que no había tenido nunca. Se juntan varias cosas, la primera de ellas haber visto después de muchos años a mis primos lejanos Olga y José, y estar con sus padres, Chicho y La Nena, en una boda reciente. Son de O Seixal, la aldea que visitaba de niño con mi abuelo, los días de matanza do porco y los días que no. La segunda, leer esos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida (“los pájaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia orgánica. Si alguna rama permanece seguirá siendo sombra, descanso, refugio. La vida siempre continúa, a pesar de la muerte”).

Aquel día yo jugaba al fútbol fuera de casa, solo, con una pelota verde. Uno de esos disparos dio en un árbol, y fui hacia él, le pedí perdón y le di un beso. Lo que pasó después fue que miré el árbol que estaba más cerca, me dio una pena inmensa que no sabría calificar, una clase de lástima que he arrastrado siempre, fui hacia él y le di otro beso. Y miré otro. Y otro. Fui dándoles besos (un besito, tampoco es que los morrease) a todos por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. En aquella época de piedad por las cosas del mundo y terrores nocturnos me pasaban esas cosas. Creía en el cielo y también creía que empezaba en la tierra.

Me gustaría contar que pasó cuando tenía 24 años, pero debía de tener ocho, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es la tristeza infantil de entonces que no solo tenía que ver con aquellos árboles sino con muñecos o juguetes, algo que no podía dejar atrás ni preferirlo a otra cosa, una sofisticada tristeza que reconozco en mi hijo, incapaz de decir que prefiere un animal a otro, un juguete a otro, porque reparte el afecto entre todos hasta obligarme a poner la misma cara que mi abuelo puso cuando me encontró con los labios pegajosos preparado para dedicar los siguientes años de mi vida a besar los bosques gallegos. La cara del adulto que distingue entre las misiones que sirven y las inservibles. Sin saber nunca si las está distinguiendo bien.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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