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martes, 16 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Silencios






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

La pandemia y el retiro de los humanos, escribe en el A vuelapluma de este martes [Respirar el silencio. ABC, 8/6/2020] el poeta Antonio Colinas, ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

"Me refiero, comienza diciendo Colinas- por supuesto, al silencio que sana. Se halla muy presente en quienes han buscado un conocimiento esencial, como meta de la sabiduría, en la tradición literaria y espiritual universal. Sin embargo, en estos días de la pandemia, desde nuestro retiro o encierro, hemos vuelto a recordar ese silencio que acaso -desde la negativa situación, desde la gravedad sanitaria y social que vivimos- pudiera tener un sentido positivo. Porque esta situación nos ha llevado a unas semanas de más profunda vida interior, de humanismo admirable en los sanitarios y en todos cuantos están directamente en lucha con la enfermedad; situación en la que no solo aumenta nuestro sentir y pensar desde el vacío del encierro sino a ensoñar cuanto de positivo pudiera haber en él. En esos comportamientos ejemplares renace la España de la energía, no la anestesiada.

Así es si reparamos en que ese silencio hogareño también se da, de una manera tan sorprendente como rotunda, fuera de nuestras casas, en la naturaleza. De ello supone una prueba contundente la inesperada presencia de los animales salvajes en los núcleos urbanos (ciervos, corzos, jabalíes, zorros, lobos). En algunas zonas, estos desplazamientos ya se habían dado antes a causa de los incendios de los pinares. Con ellos no fueron pocos los animales que murieron, pero otros lograron huir del cenizal hacia espacios más abiertos, en busca de aguas y de los tiernos brotes de viñedos y huertos.

Lo sorprendente es que este silencio de las últimas semanas también ha atraído a las aves a las ciudades. Sorprende una foto del río Moldava en Praga lleno de patos y cisnes. Sólo nos falta escuchar el entusiasmo de la música de Smetana para que la fotografía sea una realidad ideal. En el mismo sentido, y también nos lo revelan las fotografías, es sorprendente la claridad que ha regresado a las aguas de los canales de Venecia y a las islas de sus alrededores, y además con el retorno a ellas de los peces.

Nada diremos de la ausencia de la contaminación atmosférica y de esas imágenes de los cielos nocturnos de los que han desaparecido miríadas de aviones. Así que la pandemia y el retiro de los humanos ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

Pensaba en los desplazamientos de los animales salvajes días antes de estallar la pandemia, regresando de la visita a una villa romana de los siglos II-IV, excavada muy cerca del sereno río Tera, en Camarzana. (Ese río en el que de madrugada o al anochecer -en los momentos más silenciosos- podemos ver a los animales que descienden a beber en sus aguas). De esa villa solo se ha descubierto una parte, pues el edificio de 15 habitaciones en torno a un peristilo se pierde enterrado debajo de la carretera general que desde tierras zamoranas sigue a las de Orense.

Sin embargo, lo hallado hasta ahora ha sido muy importante, pues entre los varios mosaicos -los de los tritones con «El rapto de Europa», el de Zeus o el de una cabeza de Ariadna- ha aparecido otro que, en el triclinio o comedor de verano, representa a Orfeo apaciguando a las fieras, entre ellas dos tigres, y con cuatro caballos en las esquinas ¡con sus nombres en la teselas!: Galadius, Finix, Aerisaros y Germinator. ¿Los preferidos del propietario de la villa? El dato es curioso, pues sin duda se trataba no solo de un personaje muy culto sino a la vez muy ligado a la caza y a la agricultura.

Cuando ese día regresé a casa y abrí al azar otra vez las «Cartas a Lucilio», de Séneca, que estaba releyendo, lo hice por aquella carta, la LXXXVI, titulada «La villa de Escipión». Curiosa sincronicidad entre las dos villas: la que acababa de ver en ruinas con mis ojos y la del libro, llena de vida, pues la descripción de la de Séneca es de una claridad y de una frescura preciosas.

Muy pocos días después, un profesor de Clásicas me regala un libro que había comprado para él. Para mí supuso un don doblemente especial y de nuevo se daba otra sincronicidad jungiana en un tiempo muy breve. Se trataba de «La voz de Orfeo. Religión y Poesía», de Alberto Bernabé. En este libro no solo es el mito sino el símbolo de Orfeo el que se nos ofrece en su amplia riqueza, lleno de citas que alcanza a toda la tradición literaria. Hoy el mito de Orfeo está como adormecido, o enterrado, pero los arqueólogos lo han sacado a la luz. ¿Está hoy la idea de Armonía adormecida, enterrada, ausente de nuestro mundo? En la excavación de que hablamos, la eterna lección de las ruinas fértiles.

Como en un círculo que se cierra, pienso de nuevo en el Orfeo que aparece en el mosaico hallado no lejos del río Tera. Una rareza, pues al parecer son muy escasos los mosaicos con la representación de Orfeo. Y no pienso en esa música que él derramaba y que amansaba a fieras, sino también en esa música órfica -callada, o extremada dirían nuestros poetas- que no se oye, pero que sentimos en nuestro interior. Una música que nace del silencio más profundo, desde ese silencio que permanece como enterrado bajo ruinas en el mundo de nuestros días, ruidoso, inarmónico, agitado, belicoso.

Despertar, pues, en la reclusión al silencio que sana en nuestro interior y, gracias a él, a la naturaleza que desea hablar, que se manifiesta con una gran libertad y sin miedos en los campos. También gracias a esta primavera que sigue su curso, ajena a la amenaza que padecen los seres humanos. (El gran árbol que veo desde mi ventana ya tiene todas sus hojas e imagino las cunetas de aquellas calzadas romanizadas del noroeste, del color de la sangre, llenas de flores silvestres). El silencio es, en estas horas tristes, el hermano del respirar y de la luz. «Soledad, serenidad, silencio […] Respirar en el silencio de la luz…», decía yo en uno de los aforismos de mis «Tratados de armonía». A la espera quedamos de respirar en el silencio de esa luz todavía limpia de amenazas sociales, de intereses espurios, de contagios".







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sábado, 16 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tierra quemada



Fotograma de la película 'O que arde'


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la traductora y escritora Marta Rebón, sobre la película de Oliver Laxe, "Lo que arde", de la que ya hablé hace unos días en uno de mis Tribuna de prensa diarios, sobre la necesidad de cuidar y respetar la vida y el paisaje que nos rodea. Desgraciadamente, en Galicia y en Canarias, mi tierra, sabemos mucho sobre ello. Les dejo con él.

"Las películas, si son muy buenas, -comienza diciendo Rebón- se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. Días después de asistir al pase de prensa del último filme de Oliver Laxe —una historia de resistencia íntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pirómano, Amador, en la Galicia rural— me asalta una secuencia de O que arde. Podría ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantación masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un árbol maldito. Afirman sus detractores que expande, allí donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas —un falso disfraz de exuberancia— la vida se apaga. En una de las regiones con mayor índice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presión económica, que la convierten en un polvorín.

Las raíces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa maraña que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabiduría instintiva, le replica: “Si hacen sufrir, es porque sufren”, comprensiva con los árboles forasteros a los que nadie preguntó si querían ser trasplantados allí. Y, cómo no, la razón que subyace es económica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de América del Sur y África retroceden ante los monocultivos expansivos de este árbol. ¿Qué queda, hoy, de la explosión de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y así sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo cálculo. Nos lo advirtió Hans Jonas, el filósofo que elaboró hace cuatro décadas el principio ético de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicción, valoración y juicio, y que, por otra, los líderes políticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, más que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, añadía Jonas, no hacen falta soñadores, sino vigías.

Pero la escena de O que arde a la que me refería al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un árbol autóctono, y espera. Da la impresión de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pródigo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnación de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad —la bondad particular, sin testigos, minúscula, carente de ideología, intuitiva— es la más humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega —o, mejor aún, que la haya tenido, como yo— reconocerá el acogimiento caluroso que, nada más ver a Amador, recién llegado de la cárcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: “Tes fame?” (¿Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de leña. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensiblería habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparición de su universo: eucaliptos y aserradoras por aquí, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya jóvenes para llenar su ausencia.

A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los científicos, no se disipa el griterío de otra clase de pirómanos. No titubean siquiera antes de prender fuego también al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una política de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontación y de la más burda frivolidad. Un día condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos dañinos de la contaminación; otro día tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detrás de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, océanos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte debía pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean".







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miércoles, 13 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la mala hierba



Dibujo de Ed para La Voz de Galicia


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: un hermoso y nostálgico relato del escritor Miguel-Anxo Murado sobre la Galicia rural, la fuerza de la naturaleza y  la finitud de la existencia. Les dejo con él.

"Como bisnieto de campesinos -¿y quién en Galicia no lo es?- no debería tener ninguna simpatía por la mala hierba -comienza diciendo Murado-. Y, sin embargo, la admiro, que es uno de los grandes ejemplos de coraje y perseverancia, de tenacidad y adaptación al medio que nos ofrece la naturaleza. La mala hierba es mala para nosotros, pero buena para sí misma. Frente a las herbáceas domesticadas, el dócil trigo o la cebada simplona, que se han rendido a nosotros sin apenas oponer resistencia, la mala hierba continúa siendo el espíritu rebelde de su especie, el desafío a la corrección política del campo sembrado en hileras regulares e incuestionables, un ser que preserva su libertad a base de hacerse indigerible para las demás especies, incluida la nuestra. No soy un botánico ni siquiera aficionado, pero cada vez me fijo más en la naturaleza, quizás por el motivo opuesto al de tanta gente: en mi caso, al menos, es porque me recuerda a la sociedad humana, porque, como esta, es a la vez un mundo de belleza y dolor, un espejo de nuestros dilemas más que una víctima de ellos. Pienso, por ejemplo, en el trébol, esa mala hierba con buena fama; tan buena que hasta es uno de los símbolos oficiales de un país, Irlanda. El trébol es como la sombra de nuestros pasos, crece allí donde los animales y las personas hoyamos el suelo con frecuencia. En un prado, señala el camino invisible que elige el paisano para ir a recoger las vacas; en el parque de una ciudad, el lugar donde los niños suelen jugar al más al fútbol, y más concretamente el punto donde se colocan los porteros. Pienso en la hierba de las cucarachas, que sigue el camino de los caminos areneros que van de las playas a las fábricas, o el de los vehículos de obras públicas que echan sal en la carretera cuando nieva en invierno -siempre hay más hierba en las curvas donde se echa más sal, he observado-. O pienso en la hierba de Santiago, que se encuentra a menudo en las vías del tren, entre el granito gris machacado de Ávila que la Renfe usó como balasto el siglo pasado -tiene a veces las manchas rojizas de la catedral abulense, que está hecha en parte del mismo material-. Me fijo siempre en esta hierba de amarillo intenso cuando voy en tren y mi ventanilla mira al sur, donde es más abundante porque es donde da más el sol. De hecho, la hierba de Santiago se vale de los trenes para propagarse. Desde la construcción del ferrocarril en España en la segunda mitad del siglo XIX ha ido colonizando pacientemente buena parte de la Península, siguiendo el trazado de la red ferroviaria. A veces, mientras espero, las veo incluso en las vías de alguna estación, erguidas y desafiantes, supervivientes del Alvia.

Las malas hierbas, en fin, parecen tener interés por nosotros. Nos señalan con el dedo tumbas, casas en ruinas, fosas comunes, campos de batalla -por estas fechas, en Gran Bretaña conmemoran a una de ellas, la amapola, que crece en los escenarios de la Primera Guerra Mundial-. Algo nos quiere decir la mala hierba. Eso fue lo que se me ocurrió el Día de Difuntos de esta semana, viendo la que crecía en los márgenes de un cementerio parroquial. Primero pensé que quizás se entretiene recordándonos nuestra finitud, como aquel esclavo que llevaban los generales romanos a su lado en la carroza triunfal, para que les repitiese al oído «recuerda que eres mortal». Pero luego pensé que no, que a lo mejor tiene para nosotros un mensaje de esperanza, incluso para los que no creemos. Porque no es cierto que la mal llamada mala hierba nunca muere. Más bien lo que ocurre es que, contra todo pronóstico y a pesar de todo, resucita". 







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jueves, 18 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los arenodólares





Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de ‘arenodólares’ son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir 3.000 millones de personas, escribe Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Los ‘rapa nui’ no pararon hasta talar el último árbol de la Isla de Pascua, condenando así a la muerte a su propia civilización, comienza diciendo Sampedro. Pregunta, pues para el Trivial: ¿cuál es el producto que se extrae más de la tierra? El petróleo, dirá el más listo. Error. Es la arena. Sí, esa cosa que pisan en la playa los veraneantes y que los antiguos ponían en una doble ampolla de vidrio para medir el tiempo. Al igual que en esa ampolla, la arena se nos está agotando en el planeta. El crecimiento de la población humana y su tendencia a migrar hacia las ciudades están convirtiendo el hormigón en uno de los bienes más demandados de India, China y África. Y el hormigón se hace con arena, al igual que el cemento y el vidrio. Y al igual también que los chips de silicio que todos llevamos en el bolsillo.

La arena es un bien natural, qué duda cabe, pero a la naturaleza le cuesta Dios y ayuda fabricarla. Una playa, por poner un ejemplo tonto, es el producto de siglos y milenios de la erosión paciente y tozuda que las olas infligen a las rocas y las conchas de los moluscos. Si uno extrae una poca de vez en cuando, el dios Neptuno repondrá sin rechistar la arena perdida. Si uno, en cambio, extrae a más velocidad de lo que Neptuno puede restaurar, está incurriendo en una práctica insostenible, el nombre técnico del pan para hoy y hambre para mañana. Pan para ti hoy y hambre para tu hijo mañana. La arena se convierte así en una metáfora de la enfermedad económica de nuestro mundo. Mette Bendixen y sus colegas de cuatro universidades analizan el mercado de la arena en Nature.

Todo exceso tiene su víctima, y en este caso no es precisamente la empresa que extrae el producto. La arena útil para la industria es la que bordea los ríos. Las playas aportan muy poca cosa al total planetario, y las arenas del desierto, aunque crecientes, son tan finas y globosas que no hay forma rentable de molerlas. Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de arenodólares son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir, 3.000 millones de personas que pronto aspirarán a constituir la mitad de la población mundial. Bendixen y sus colegas presentan fotos de satélite que muestran la desaparición desde 2010 de las arenas fluviales del río Umgi, en el norte de Bangladés, y cómo la extracción en el río de las Perlas, el tercero más largo de China, ha dañado el entorno, dificultado la obtención de agua y desgastado los muelles y los puentes.

El comercio de arena es conocido, pero casi nadie parece inclinado a documentarlo de manera fiable. Por ejemplo, Singapur dice haber importado en la última década 80 millones de toneladas de arena de Camboya, pero Camboya solo admite haber exportado tres toneladas. Con estos mimbres contables, cabe temer que el expolio de los sedimentos fluviales siga hasta que se hayan agotado por completo. Es el estilo de la isla de Pascua, donde los Rapa Nui no pararon hasta talar el último árbol de la isla, condenando así a la muerte a su propia civilización.

La arena se agota en el reloj, y que sea arena no significa que sea una cuestión menor que los diamantes o el coltán de tu teléfono. Los investigadores calculan que hay extracción ilegal de arena en nada menos que 70 países, y documentan cientos de muertes en la última década, sobre todo en India y Kenia, relacionadas estrechamente con las guerras no declaradas del tráfico de arena. Ya puedes volver a la playa.



Moais en la isla de Pascua, Chile



Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 4 de junio de 2017

[A vuelapluma] La vida de la naturaleza y sus criaturas






Somos hijos de la naturaleza, dice el escritor Gustavo Martín Garzo en un reciente artículo, y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual y la razón por la que la gente vacila y no sabe qué hacer. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis, añade.

En Lila, la novela de Marilyn Robinson, sigue diciendo Martín Garzo, hay una escena preciosa en que la joven protagonista entra en la iglesia de un pequeño pueblo donde se encuentra con un pastor protestante que nada más verla se siente arrebatado por un amor inexplicable que le hace querer pasar el resto de su vida a su lado. Sin embargo, nada tienen en común. Él, el reverendo Ames, se ocupa de su iglesia y de sus sermones, de hondo contenido teológico; y ella, Lila, es una marginada que ha pasado por todo tipo de experiencias y calamidades antes de que el azar la condujera hasta ese pueblo. Sin embargo, el reverendo, que la triplica la edad, siente al verla el deseo irreprimible de casarse con ella. Y ella acepta, sin saber porqué. “¿Y qué pasa si estoy loca?, le dice. ¿Qué pasa si me persigue la ley? Lo único que sabe de mí es lo que puede ver cualquiera mirando. Y nadie ha querido casarse nunca conmigo”. La joven abandona la iglesia, y el reverendo Ames no puede dejar de exclamar: “¡Qué va a ser de ti, criatura mía!”

Pero ¿qué queremos decir cuando llamamos a alguien criatura?, añade más adelante. María Moliner al definir la palabra en su diccionario habla de cualquier cosa creada con relación a Dios; pero también de la inocencia inexplicable que hay en esos seres que no podemos dejar de mirar. Y así estar hecho una criatura es estar joven de aspecto; ser una criatura, ser una persona demasiado ingenua para las cosas de las que se trata (se quiere casar pero es una criatura), y con la expresión “no seas criatura” se intenta disuadir a alguien de una idea algo desatinada. Pero en todos los casos, al llamar a alguien así nos estamos reconociendo presos de su encanto y dispuestos a perdonarle sus locuras, como nos pasa con los niños pequeños. La palabra criatura habla en suma de creación, de la pervivencia del paraíso en la tierra.

Manoel Oliveira, comenta, dijo que todos los problemas de nuestro tiempo proceden de que el hombre ha olvidado que es solo una criatura, no el creador de las cosas. Y ya se sabe lo que pasa con el que se siente creador de algo, que no solo se siente autorizado a servirse de ello como se le antoja sino también a decirles a los demás lo que deben hacer. El progreso técnico, los grandes beneficios que acumulan los sociedades más privilegiadas y el sentimiento de omnipotencia que generan han hecho olvidar a los seres humanos su condición de criaturas. Hoy todos se sienten creadores, y este es el problema.

La religión, añade, al postular la existencia de un Creador, libraba a hombres y mujeres de la tentación de sentirse dueños de las cosas. Mas no hace falta un dios para darse cuenta de que el mundo ya existía antes de nacer nosotros, y que lo seguirá haciendo cuando ya no estemos en él. No hace falta pensar en un dios que todo lo puede para ver el mundo como algo de lo que no podemos servirnos como si fuera una propiedad más de las muchas que tenemos. Somos hijos de la naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer. Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero eso no es cierto. La ciencia nos ayuda a entender las leyes que rigen el mundo, y nos ofrece medios para transformarlo, pero no nos dice como vivir en él.

Hemos dado la espalda al mundo natural, dice. No me refiero solo a que contaminemos ríos y mares, nuestras fábricas envenenen el aire, o transformemos las costas en una urbanización sin fin, sino que hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza. El hombre actual se ha separado de los ríos, las montañas, las estaciones y los animales, y ha transformado la naturaleza en poco más que un telón de fondo que decora sus excursiones dominicales. El dictamen de Ludwig Wittgenstein acerca de que todo lo que sabemos es por gracia de la naturaleza dudo que pueda resultar comprensible al hombre de hoy. Es un hecho único, al que apenas hemos prestado atención, ya que, en todas las culturas y en todos los tiempos, el hombre no solo ha respetado a la naturaleza sino que ha pensado que estaba unido a ella, y que tenía que aprender a escucharla y, por supuesto, a cuidarla. Que los árboles, fuentes y ríos guardaban secretos y misterios que les estaban destinados. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis. Esa creación no está concluida, y depende de nuestras palabras y sueños que sus promesas se cumplan.

Todo el cine de Jim Jarmusch, comenta más adelante, habla de la búsqueda de ese hogar perdido. En Extraños en el paraíso, su segunda película, dos amigos conocen a una joven y deciden viajar con ella hasta Florida, en busca de unas buenas vacaciones. Pero ese lugar con el que sueñan no aparece por ningún lado y terminarán separándose. Memphis, la ciudad de Elvis Presley, es el hogar soñado al que quiere llegar la pareja de japoneses que aparece en Mystery Train. Pero la ciudad está lejos de ser lo que esperan y el hotel en que se alojan es un lugar destartalado y lleno de mugre, donde una mujer vivirá una historia disparatada. En todos los personajes de Jarmusch hay un resto de inocencia inexplicable, su problema es que no saben adónde ir.

Pero esto cambia en Paterson, comenta, su última y más extraordinaria película. Nadie que la haya visto olvidará los despertares de la pareja protagonista, ni olvidará a los gemelos que caminan por las calles de la ciudad, a la niña lectora de Emily Dickinson, al negro filósofo que regenta el bar en que un grupo de parroquianos se toma su última cerveza, o al japonés que en la última escena le entrega a Paterson un cuaderno para que anote sus poemas. El milagro de Jarmusch es hacer que su cine, hecho casi siempre de escenas cotidianas, arraigue misteriosamente en nuestra imaginación. En Dead Man, Exaybachay, un indio vagabundo cuyo nombre significa “el que habla alto sin decir nada”, le recuerda a William Blake (Johnny Depp) un poema del poeta visionario inglés que lleva su nombre. Cada mañana, cada noche, / algunos nacen para el dulce encanto / y otros para la noche sin fin. Todos los que conservan la condición de criaturas han nacido para el dulce encanto, aunque tengan que malvivir en esa noche sin fin que tantas veces es su deambular por esta tierra.

En Ghost Dog (El camino del samurái), concluye Martín Garzo, hay un momento en que uno de los personajes contempla desde la azotea a un hombre que está construyendo un barco en la terraza de un edifico próximo. Se trata de un barco enorme que, como es lógico, nunca podrá bajar de ahí. Pero eso no supone ningún problema para él, que un día tras otro continúa impertérrito su obra. Ese barco varado en la terraza de un rascacielos es una metáfora de lo encantadora y absurda que es la poesía. ¡Qué importa que no sirva para nada! La poesía, como dijo Nietzsche, es empeñarse en seguir soñando aun sabiendo que se trata de un sueño.







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