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martes, 7 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Peste





"Era agosto y nos levantábamos al alba -comienza diciendo [Ciudad muerta. La Voz de Galicia, 5/4/2020] el escritor Miguel-Anxo Murado en el A vuelapluma de hoy martes-. Esto es algo que en la Toscana anuncian el lui piccolo, el scricciolo y la capinera, que tienen los ojos grandes de los pájaros comedores de semillas y aprovechan la semioscuridad para cazar arañas. A base de rutina, aprendí a reconocer su canto. «Ya son las cinco y media» me decía al escuchar sus chirridos. Entonces me ponía en marcha camino de la excavación. Era yo entonces un joven arqueólogo, ayudante del profesor Luciano Giomi, director del yacimiento de Castelvecchio, junto a San Gimignano. El primer día nos había contado la historia del lugar: Castelvecchio había sido una ciudad próspera durante la Edad Media, hasta que cayó sobre ella la peste. Diezmada, Castelvecchio se vació y fue devorada lentamente por el silencio y el bosque, en el que, durante siglos, solo han visitado pastores y leñadores.

Nos levantábamos temprano porque a partir del mediodía el calor hacía imposible trabajar. A media mañana unas campesinas venían a traernos bruschetta empapada en aceite con tomate jugoso y vino de Chianti. Los operarios eran estudiantes norteamericanos muy jóvenes y el vino les daba la risa floja. Pasaban los días y no encontrábamos nada. Una mañana, uno de los chavales desenterró una llave, y luego otra, y luego docenas. Era un pequeño misterio. «Aparecerá ahora un cartel que diga ‘Se hacen llaves’» dije yo. El profesor Giomi sonrió, pero estaba frustrado por la falta de hallazgos. Nos preguntábamos dónde estarían los habitantes de la ciudad.

Para mí, aquello coincidió con una crisis vocacional. La arqueología es una ciencia que a la vez es una fe. Uno tiene que creer que cuando hay un cambio en el gusto por la decoración de la vajilla es que la sociedad se ha transformado completamente, o que una espada revela una sociedad guerrera y no otra en la que la espada es una ofrenda de paz. Sobre todo, tiene que creer que, partiendo de los escasos restos de un mundo complejo, es posible reconstruirlo y entenderlo. Desgraciadamente, yo perdí esa fe aquel verano caluroso, convencido de que rascar con un cepillo durante horas no era lo mío. Decidí que, tan pronto acabase aquella campaña, dejaría la arqueología.

Justo al día siguiente, ocurrió algo. Una de las estudiantes dio un grito. Había encontrado una calavera. Y luego apareció otra, y otra, y huesos, por centenares. Allí estaban, por fin, los infortunados habitantes de Castelvecchio. «Cuando se declaró la peste», nos explicó esa noche el profesor Giomi, en la cena, «las ciudades vecinas hicieron lo que se hacía entonces: contrataron un ejército para que no dejase salir de allí a nadie y que los habitantes muriesen de hambre sin contagiar a nadie más... Imagino que, para sentirse más seguros, decidieron morir todos juntos en un mismo lugar. Quién sabe». 

Anoche me desperté en mitad de la noche con la sensación desagradable de haber soñado. Afuera todo estaba en silencio y parecía que ya quería amanecer. Me acordé entonces de aquella historia de hace tantos años, y que tenía casi olvidada: de la ciudad muerta, y del verano en el que descubrimos su secreto. Pensé en aquellos vecinos de la ciudad sacrificada, pero esta vez de una manera muy distinta, como si pudiese ver sus caras, uno por uno. Empezaba a entrar un hilo de luz por entre la persiana, y con él un nuevo día de encierro. Se escuchó el canto de un pájaro, y luego otro. Me pareció que eran el lui piccolo, el scricciolo y la capinera. «Ya son las cinco y media», me dije, mecánicamente. Aunque no eran las cinco y media".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 25 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El pecado del musgo





"Se dejó de hacer cuando la sociedad se dio cuenta de que era una barbaridad -comienza diciendo el escritor Miguel-Anxo Murado en el A vuelapluma de este día de Navidad que hoy celebramos-. Me alegro por eso, pero lo razonable no quita lo nostálgico. Sin una pizca de culpa, los recuerdos serían insípidos. Así que yo recuerdo con cariño aquellos tiempos en que nuestro padre nos llevaba a buscar el musgo para el belén. Nos subíamos al Simca 1000 e íbamos a nuestra patria, que es Meira de Lugo y sus alrededores. En el silencio frío y húmedo del viento de la sierra buscábamos el musgo en los muros de piedra que separan las fincas, en las cortezas de los árboles desprovistos de hojas, en las rocas grises y grandes que brotan en los márgenes de la suave, mullida Terra Chá, la douce France gallega. Sabíamos que teníamos que procurarlo en la cara norte de los troncos y los muros, donde da menos el sol, salvo en las fragas tupidas y oscuras, donde el laberinto de luces hace que crezca por todas partes. Niños de ciudad pequeña, pero sangre rural, esta era una oportunidad única para tocar físicamente el paisaje, para rasparse las manos en las piedras y acariciar el terciopelo verde del musgo, la moqueta antigua de la tierra. Al pelar las piedras, delicadamente, como quien levanta una tirita de una herida viva, notábamos en las pequeñas manos desnudas la humedad y la tierra. Lo que sentíamos, pienso ahora, era el contacto perdido con el paisaje que, en ese momento, se nos hacía de repente un tacto conocido, como un ciego que, palpando, reconoce a su perro o a su sillón. Recuerdo mirar hechizado cómo los bichos me recorrían las manos sucias y heladas mientras depositaba la frágil hoja de musgo en el maletero del coche. 

Lo recuerdo con afecto, pero lo lamento enormemente, porque el musgo es una criatura extraordinaria. Estaba en este mundo antes que el ser humano. Tiene cientos de millones de años. Lo pisaron los dinosaurios. Es un superviviente, un ser vivo que ha acertado en su estrategia para resistir: apostando por la simplicidad evolutiva y aprovechando los lugares que no quieren otras plantas. Como nosotros, está en gran parte hecho de agua. Como nosotros, es un agricultor que no solo se adapta a su entorno, sino que lo modifica y lo cultiva, regándolo y sembrándolo de sales minerales. Son casi un centenar las naciones que forma el musgo en Galicia, algunas tan extrañas como el oro de duende, que brilla con un verde fosforescente en la oscuridad de las cuevas. Hace que las fachadas de granito de los palacios y las iglesias no sean tan duras a la vista. Es una de las primeras señales de la vida que vuelve después de que un incendio destruya un bosque. Es místico: puede incluso revivir después de que una sequía lo agoste. Creo que no he visto jardín más hermoso en mi vida que aquel que visité una vez en un templo en Japón y que estaba hecho con distintos tipos de musgo de tonalidades y texturas diferentes. El caso es que, con aquel musgo que recogíamos, le poníamos un césped al Nacimiento. Mi padre había hecho una instalación eléctrica para que se iluminase el Portal y las cabañas de los pastores, y el musgo, húmedo, arreaba unos calambrazos de la leche. De vez en cuando, una oruga oscura y brillante aparecía entre el pelaje verde del musgo, y se arrastraba lenta e inquietante entre los pastores de plástico, los reyes y los soldados romanos. Y entonces los niños, instruidos en las ilustraciones del catecismo de la preparación para la Primera Comunión, la señalábamos y decíamos, listillos: «¡El Pecado Original! ¡El Pecado Original!». 


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 13 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la mala hierba



Dibujo de Ed para La Voz de Galicia


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: un hermoso y nostálgico relato del escritor Miguel-Anxo Murado sobre la Galicia rural, la fuerza de la naturaleza y  la finitud de la existencia. Les dejo con él.

"Como bisnieto de campesinos -¿y quién en Galicia no lo es?- no debería tener ninguna simpatía por la mala hierba -comienza diciendo Murado-. Y, sin embargo, la admiro, que es uno de los grandes ejemplos de coraje y perseverancia, de tenacidad y adaptación al medio que nos ofrece la naturaleza. La mala hierba es mala para nosotros, pero buena para sí misma. Frente a las herbáceas domesticadas, el dócil trigo o la cebada simplona, que se han rendido a nosotros sin apenas oponer resistencia, la mala hierba continúa siendo el espíritu rebelde de su especie, el desafío a la corrección política del campo sembrado en hileras regulares e incuestionables, un ser que preserva su libertad a base de hacerse indigerible para las demás especies, incluida la nuestra. No soy un botánico ni siquiera aficionado, pero cada vez me fijo más en la naturaleza, quizás por el motivo opuesto al de tanta gente: en mi caso, al menos, es porque me recuerda a la sociedad humana, porque, como esta, es a la vez un mundo de belleza y dolor, un espejo de nuestros dilemas más que una víctima de ellos. Pienso, por ejemplo, en el trébol, esa mala hierba con buena fama; tan buena que hasta es uno de los símbolos oficiales de un país, Irlanda. El trébol es como la sombra de nuestros pasos, crece allí donde los animales y las personas hoyamos el suelo con frecuencia. En un prado, señala el camino invisible que elige el paisano para ir a recoger las vacas; en el parque de una ciudad, el lugar donde los niños suelen jugar al más al fútbol, y más concretamente el punto donde se colocan los porteros. Pienso en la hierba de las cucarachas, que sigue el camino de los caminos areneros que van de las playas a las fábricas, o el de los vehículos de obras públicas que echan sal en la carretera cuando nieva en invierno -siempre hay más hierba en las curvas donde se echa más sal, he observado-. O pienso en la hierba de Santiago, que se encuentra a menudo en las vías del tren, entre el granito gris machacado de Ávila que la Renfe usó como balasto el siglo pasado -tiene a veces las manchas rojizas de la catedral abulense, que está hecha en parte del mismo material-. Me fijo siempre en esta hierba de amarillo intenso cuando voy en tren y mi ventanilla mira al sur, donde es más abundante porque es donde da más el sol. De hecho, la hierba de Santiago se vale de los trenes para propagarse. Desde la construcción del ferrocarril en España en la segunda mitad del siglo XIX ha ido colonizando pacientemente buena parte de la Península, siguiendo el trazado de la red ferroviaria. A veces, mientras espero, las veo incluso en las vías de alguna estación, erguidas y desafiantes, supervivientes del Alvia.

Las malas hierbas, en fin, parecen tener interés por nosotros. Nos señalan con el dedo tumbas, casas en ruinas, fosas comunes, campos de batalla -por estas fechas, en Gran Bretaña conmemoran a una de ellas, la amapola, que crece en los escenarios de la Primera Guerra Mundial-. Algo nos quiere decir la mala hierba. Eso fue lo que se me ocurrió el Día de Difuntos de esta semana, viendo la que crecía en los márgenes de un cementerio parroquial. Primero pensé que quizás se entretiene recordándonos nuestra finitud, como aquel esclavo que llevaban los generales romanos a su lado en la carroza triunfal, para que les repitiese al oído «recuerda que eres mortal». Pero luego pensé que no, que a lo mejor tiene para nosotros un mensaje de esperanza, incluso para los que no creemos. Porque no es cierto que la mal llamada mala hierba nunca muere. Más bien lo que ocurre es que, contra todo pronóstico y a pesar de todo, resucita". 







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jueves, 22 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Bradomín en Tierra Santa





En la Sonata de estío, señala el escritor gallego Miguel-Anxo Murado, Valle Inclán cuenta que su personaje, el marqués de Bradomín, había viajado a Tierra Santa, aunque luego no se desarrolla lo que le sucedió allí. 

Me llamó esto la atención, comienza diciendo Murado, releyendo las obras completas que está publicando La Voz, y me pregunté cómo habría sido esa Sonata apócrifa que Valle no escribió. Imaginé la llegada del marqués gallego a Yafa, donde los estibadores cargan jabón de Nablus, algodón de Egipto y azúcar de Ar-Riha. Tras pasar la aduana turca, se haría con caballos enjaezados y un intérprete armenio para proseguir a Jerusalén, remontando el paisaje de quebradas y torrenteras secas punteado de cactus y olivos solitarios cubiertos de polvo. Me imagino a Bradomín cruzando la puerta de la muralla otomana de la Ciudad Santa a caballo, y atravesando el bazar multitudinario donde los fellahim pregonan su especiería de colores ocres y aromas punzantes. Encontraría, quizás, pensión en casa de un judío sefardí, que despertaría en el marqués carlista sentimientos encontrados, y recíprocos, de nostalgia patriótica y rencor religioso. La cosa se complicaría por la presencia en la casa de las tres hijas del sefardí -«bellas como los tres versos de un zéjel ladino», sentenciaría el narrador-. O algo así. He pensado mucho en qué momento introduciría Valle el amor de esta historia y se me ocurre que se la vería a ella por primera vez arrodillada rezando frente a la estrella de plata que señala el lugar del Nacimiento en Belén: una condesa polaca en peregrinación con la que, a falta de otro idioma común, Bradomín se comunica en latín. Al Valle de la primera época le gustaba caminar al filo entre el misticismo y la blasfemia, sin caer ni en el uno ni en la otra, por lo que sospecho que no se resistiría a explotar la ambigüedad de los símbolos de Tierra Santa: al nacimiento del amor en Belén seguiría su consumación en el Jericó de las murallas caídas, a orillas del lugar donde estuvieron Sodoma y Gomorra -los amantes, recuérdese, hablándose en latín-. Recorrerían de noche juntos la Via Dolorosa de la Pasión, estación a estación. Yo creo que los haría testigos de una reyerta a cuchillo: sombras fugaces, eco de voces en árabe, solo visible el brillo del acero y la espesa sangre manchando el suelo. Hasta que, finalmente, en el Huerto de Getsemaní, junto a la higuera que allí hay, la polaca le confesaría a Bradomín su vida atormentada, su viaje a Tierra Santa con la intención de meterse monja y sus dudas, ahora, sobre qué hacer. En la literatura, como en el cine, todo lo debe decir el lugar donde ocurren las cosas. Puestos a imaginar, digamos que los amantes acuerdan reencontrarse al día siguiente en el Santo Sepulcro para irse juntos a Europa. Pero Bradomín, siendo Bradomín, la traicionaría esa misma noche con una de las hijas del sefardí. La tardanza sería el castigo a su pecado: la encontraría ya arrodillada y abstraída a los pies de la capilla del Calvario, envuelta en incienso. Comprendiendo, el marqués, la dejaría sin siquiera molestarla. Y se marcharía ese mismo día a matacaballo, furioso, junto a su guía, tratando de adelantar al viento del este que anuncia que los barcos partirán de Yafa.

No, en realidad, no sé cómo escribiría esta historia Valle Inclán. Me he dejado llevar. Pero desde que la he imaginado así, no puedo evitar la sensación de haberla leído. Y también me parece que vi a una joven monja un día, rezando frente a la estrella de plata de la iglesia de la Natividad de Belén. Recordándola ahora, pienso que, de no ser por la doble imposibilidad del tiempo y la ficción, era ella.





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