Mostrando entradas con la etiqueta Galicia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Galicia. Mostrar todas las entradas

sábado, 16 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tierra quemada



Fotograma de la película 'O que arde'


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la traductora y escritora Marta Rebón, sobre la película de Oliver Laxe, "Lo que arde", de la que ya hablé hace unos días en uno de mis Tribuna de prensa diarios, sobre la necesidad de cuidar y respetar la vida y el paisaje que nos rodea. Desgraciadamente, en Galicia y en Canarias, mi tierra, sabemos mucho sobre ello. Les dejo con él.

"Las películas, si son muy buenas, -comienza diciendo Rebón- se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. Días después de asistir al pase de prensa del último filme de Oliver Laxe —una historia de resistencia íntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pirómano, Amador, en la Galicia rural— me asalta una secuencia de O que arde. Podría ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantación masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un árbol maldito. Afirman sus detractores que expande, allí donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas —un falso disfraz de exuberancia— la vida se apaga. En una de las regiones con mayor índice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presión económica, que la convierten en un polvorín.

Las raíces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa maraña que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabiduría instintiva, le replica: “Si hacen sufrir, es porque sufren”, comprensiva con los árboles forasteros a los que nadie preguntó si querían ser trasplantados allí. Y, cómo no, la razón que subyace es económica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de América del Sur y África retroceden ante los monocultivos expansivos de este árbol. ¿Qué queda, hoy, de la explosión de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y así sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo cálculo. Nos lo advirtió Hans Jonas, el filósofo que elaboró hace cuatro décadas el principio ético de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicción, valoración y juicio, y que, por otra, los líderes políticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, más que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, añadía Jonas, no hacen falta soñadores, sino vigías.

Pero la escena de O que arde a la que me refería al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un árbol autóctono, y espera. Da la impresión de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pródigo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnación de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad —la bondad particular, sin testigos, minúscula, carente de ideología, intuitiva— es la más humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega —o, mejor aún, que la haya tenido, como yo— reconocerá el acogimiento caluroso que, nada más ver a Amador, recién llegado de la cárcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: “Tes fame?” (¿Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de leña. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensiblería habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparición de su universo: eucaliptos y aserradoras por aquí, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya jóvenes para llenar su ausencia.

A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los científicos, no se disipa el griterío de otra clase de pirómanos. No titubean siquiera antes de prender fuego también al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una política de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontación y de la más burda frivolidad. Un día condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos dañinos de la contaminación; otro día tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detrás de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, océanos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte debía pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean".







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5451
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 13 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la mala hierba



Dibujo de Ed para La Voz de Galicia


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: un hermoso y nostálgico relato del escritor Miguel-Anxo Murado sobre la Galicia rural, la fuerza de la naturaleza y  la finitud de la existencia. Les dejo con él.

"Como bisnieto de campesinos -¿y quién en Galicia no lo es?- no debería tener ninguna simpatía por la mala hierba -comienza diciendo Murado-. Y, sin embargo, la admiro, que es uno de los grandes ejemplos de coraje y perseverancia, de tenacidad y adaptación al medio que nos ofrece la naturaleza. La mala hierba es mala para nosotros, pero buena para sí misma. Frente a las herbáceas domesticadas, el dócil trigo o la cebada simplona, que se han rendido a nosotros sin apenas oponer resistencia, la mala hierba continúa siendo el espíritu rebelde de su especie, el desafío a la corrección política del campo sembrado en hileras regulares e incuestionables, un ser que preserva su libertad a base de hacerse indigerible para las demás especies, incluida la nuestra. No soy un botánico ni siquiera aficionado, pero cada vez me fijo más en la naturaleza, quizás por el motivo opuesto al de tanta gente: en mi caso, al menos, es porque me recuerda a la sociedad humana, porque, como esta, es a la vez un mundo de belleza y dolor, un espejo de nuestros dilemas más que una víctima de ellos. Pienso, por ejemplo, en el trébol, esa mala hierba con buena fama; tan buena que hasta es uno de los símbolos oficiales de un país, Irlanda. El trébol es como la sombra de nuestros pasos, crece allí donde los animales y las personas hoyamos el suelo con frecuencia. En un prado, señala el camino invisible que elige el paisano para ir a recoger las vacas; en el parque de una ciudad, el lugar donde los niños suelen jugar al más al fútbol, y más concretamente el punto donde se colocan los porteros. Pienso en la hierba de las cucarachas, que sigue el camino de los caminos areneros que van de las playas a las fábricas, o el de los vehículos de obras públicas que echan sal en la carretera cuando nieva en invierno -siempre hay más hierba en las curvas donde se echa más sal, he observado-. O pienso en la hierba de Santiago, que se encuentra a menudo en las vías del tren, entre el granito gris machacado de Ávila que la Renfe usó como balasto el siglo pasado -tiene a veces las manchas rojizas de la catedral abulense, que está hecha en parte del mismo material-. Me fijo siempre en esta hierba de amarillo intenso cuando voy en tren y mi ventanilla mira al sur, donde es más abundante porque es donde da más el sol. De hecho, la hierba de Santiago se vale de los trenes para propagarse. Desde la construcción del ferrocarril en España en la segunda mitad del siglo XIX ha ido colonizando pacientemente buena parte de la Península, siguiendo el trazado de la red ferroviaria. A veces, mientras espero, las veo incluso en las vías de alguna estación, erguidas y desafiantes, supervivientes del Alvia.

Las malas hierbas, en fin, parecen tener interés por nosotros. Nos señalan con el dedo tumbas, casas en ruinas, fosas comunes, campos de batalla -por estas fechas, en Gran Bretaña conmemoran a una de ellas, la amapola, que crece en los escenarios de la Primera Guerra Mundial-. Algo nos quiere decir la mala hierba. Eso fue lo que se me ocurrió el Día de Difuntos de esta semana, viendo la que crecía en los márgenes de un cementerio parroquial. Primero pensé que quizás se entretiene recordándonos nuestra finitud, como aquel esclavo que llevaban los generales romanos a su lado en la carroza triunfal, para que les repitiese al oído «recuerda que eres mortal». Pero luego pensé que no, que a lo mejor tiene para nosotros un mensaje de esperanza, incluso para los que no creemos. Porque no es cierto que la mal llamada mala hierba nunca muere. Más bien lo que ocurre es que, contra todo pronóstico y a pesar de todo, resucita". 







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5442
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)