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miércoles, 4 de marzo de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] 1917



El filósofo Franz Rosenzweig


La lección de la película "1917", del cineasta británico San Mendes es que ni todo es posible ni se pueden satisfacer todos los deseos. Cosa que supone aceptar que la historia no tiene leyes que expliquen su funcionamiento y prevean su futuro..., que la mejor y más racional manera de vivir y hacer política es a través de la discusión y el pacto en un marco de democracia, seguridad y libertades.

"El filósofo Franz Rosenzweig -comienza diciendo el escritor Miquel Porta ("La trama oculta de 1917". ABC, 23/2/2020)- fue un testigo de excepción de la Gran Guerra que arrasó parte de Europa y conmocionó al mundo. Y lo fue por partida doble: como protagonista y observador de la misma. En 1914, Franz Rosenzweig se fue a la guerra. En una trinchera de los Balcanes, en donde ejerció como enfermero, empezó a escribir -en el dorso de unas tarjetas postales- La Estrella de la Redención (1921). La primera impresión del autor en la trinchera: Vom Tode. De la muerte. Sí, de la muerte y el tormento: «Que el hombre se esconda como un gusano en los pliegues de la tierra desnuda ante los tentáculos sibilantes de la muerte ciega y despiadada, que pueda sentir ahí, con toda su violencia inexorable, lo que no suele sentir jamás: que su Yo se convertiría en una cosa si muriera, y que cada uno de los gritos contenidos en su garganta pueda proclamar su Yo en contra de lo Despiadado que le amenaza con este aniquilamiento inimaginable». Concluye: «Ante toda esta miseria, la filosofía sonríe con su vana sonrisa».

¿A qué se refiere el filósofo? ¿A quién se refiere el filósofo? Teoría y práctica. La teoría: esa obsesión del nacionalismo mesiánico que se empeña en la realización de la Idea, la Redención y el Destino; esto es, el dominio del Todo. Stéphane Mosès, uno de los intérpretes de Franz Rosenzweig: «El sentido del nacionalismo es que los pueblos no se contentan con creer que son de origen divino, sino que están de camino hacia Dios» (Franz Rosenzweig. Sous l’Étoile, 2009). La práctica: Franz Rosenzweig desvela y cuestiona la imagen optimista de la historia entendida como el desarrollo de la razón en marcha, como el camino que conduce a la realización del espíritu absoluto y a la reconciliación de la humanidad consigo misma. En definitiva, la metafísica de la Historia. El filósofo crítica y denuncia a quienes -Ilustración, Hegel, Marx o nacionalismos- forjaron dicha creencia, a quienes pusieron las bases filosóficas y políticas de los sueños y los monstruos generados por la razón.

La Gran Guerra, con su inusitada crueldad, segó las vidas de casi cincuenta millones de personas. Pero -a tenor de lo ocurrido y lo que posteriormente ocurrió con la Revolución rusa y sus terminales-, hizo más: quebró la idea de un determinismo histórico que, inexorablemente, instauraría la igualdad y la felicidad en la tierra. Quebró, en definitiva, la posibilidad de toda utopía. Mostró que la utopía conduce al peor de los mundos posibles, que exige el sacrificio del presente en beneficio de un supermundo ilusorio que nunca llegará, que esconde una concepción mítico-religiosa del desarrollo histórico. El resultado de todo ello lo describió Isaiah Berlin (Libertad y necesidad en la historia, 1974) en los siguientes términos: el determinismo redentor convierte el «Universo en una prisión» a pesar de que «sus cadenas estén cubiertas de flores».

La Gran Guerra y sus consecuencias brindan una lección -confirmada por la biología, la antropología, la psicología y la historia- que no podemos olvidar: la imposibilidad de alcanzar la autoidentidad humana o la sociedad reconciliada. Truman Capote: «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desatendidas». Con razón, decía Ralf Dahrendorf (Reflexiones sobre la revolución en Europa, 1991) que «la utopía es, por la naturaleza misma de la idea, una sociedad total» que «necesita de una sociedad cerrada» de tal manera que «cualquiera que pretenda planes utópicos, en primer lugar tendrá que limpiar la tela sobre la cual está pintado el mundo real» y después «deberá construir un nuevo mundo condenado a producir errores y fracasos». Un aviso para navegantes: el asalto del cielo suele conducir al infierno en la tierra. Ejemplos, sobran.

La Gran Guerra muestra que la historia, además de discontinua, es un desgarramiento sin cesar. Pero, queda el hombre. Dice Franz Rosenzweig: «Después de que la Razón lo haya absorbido todo y de que haya proclamado que a partir de ahora sólo ella existe, el hombre descubre de repente que aunque hace mucho que ha sido asimilado por la filosofía todavía sigue allí... “Yo, que no soy más que ceniza y polvo”, yo, mero sujeto privado, un nombre y un apellido..., sigo aquí todavía y filosofo».

Y Franz Rosenzweig filosofa. Se trata -ningún plan de salvación supraterrenal- de alcanzar lo posible, de sobreponerse a lo imprevisible e inesperado. De lograr que el hombre se vuelva a la realidad y actúe sobre ella en la medida de sus posibilidades. Sentido del límite. Una redención -manumisión, rescate, regeneración- contra la teleología y la utopía y contra los sueños y los monstruos de la razón. La redención es lo inminente, lo factible, lo admisible. Una redención que, a la manera de Franz Rosenzweig, implica recuperar la soberanía individual y aceptar que la verdad no es un concepto absoluto, sino una idea relativa a un espacio, un tiempo y un individuo determinados.

Franz Rosenzweig, después de la Gran Guerra, llegó a la conclusión de que el desastre que había padecido en carne propia era consecuencia de las ideas hegelianas y de la prepotencia de la razón. Europa, a fuego y sangre, había ido hacia la catástrofe en nombre de la misión histórica de los pueblos, de los Estados, de la revolución, del progreso. Por decirlo a la manera de Edmund Husserl (La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 1936) la Gran Guerra se explicaría en función de cuatro hipótesis: la vanidad, la espontaneidad, la liberación edénica o la venganza frente a los límites de un hombre engreído e impulsivo a la par que -supuestamente- omnisciente y omnipotente. El resultado práctico de estas hipótesis: el derrumbe de la civilización europea de entreguerras.

Franz Rosenzweig y Edmund Husserl fueron testigos de las consecuencias perversas que generan las ideas que se proponen la emancipación del género humano. De vivir unos años más -la llegada de Hitler al poder, la misión histórica del proletariado, el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la persecución y el exterminio de los judíos, el campo de concentración, el gulag, la Guerra Civil española, los nacionalismos exacerbados y divisorios, el populismo rampante-, hubieran confirmado su percepción.

La lección de 1917: ni todo es posible ni se pueden satisfacer todos los deseos. Esa es la cuestión. Cosa que supone aceptar que la historia no tiene leyes que expliquen su funcionamiento y prevean su futuro, que la sociedad nunca podrá reconciliarse por entero, que no merece la pena sacrificarse por un mundo perfecto que afortunadamente nunca llegará, que no existen las soluciones totales sino -en el mejor de los casos- las reformas parciales, que la mejor y más racional manera de vivir y hacer política es a través de la discusión y el pacto en un marco de democracia, seguridad y libertades.

El Oscar que no ganó Sam Mendes por 1917 se lo merecen Franz Rosenzweig y Edmund Husserl por haber descrito la trama oculta de una Gran Guerra que ha condicionado, y puede condicionar todavía, la vida de Europa y los europeos".




El cineasta Sam Mendes



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 3 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Les nacerán monstruos



Fotograma de la película "Muerte en Venecia"


Uno se empieza a morir cuando la percepción de uno mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de convertirte en la persona que un día detestaste, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Jabois.

"No hay mejor virtud que aburrirse -comienza diciendo Jabois-. Una mañana de 1832, una amante dejó plantado a Stendhal por un primo de ella, a lo que el escritor contestó en la soledad de sus habitaciones alquiladas en un palacio de Roma: “Les nacerán monstruos”. Cuando entró una camarera con el desayuno, le contó a quién pertenecieron sus aposentos 300 años antes: Miguel Ángel Buonarroti. No solo eso; ahí, donde descansaba Stendhal, Miguel Ángel había conocido a Tommaso Cavalieri. Me gusta la expresión que utiliza Juan Forn en Página 12 cuando recuerda la historia: la camarera es romana, por tanto “habla de 300 años antes como si hablara de antes de ayer”.

Lo que sigue a continuación es uno de esos momentos en los que parece que Dios, además de existir, saca un seis doble cuando juega los dados. Cuenta Forn que Stendhal pasa el día escribiendo en los márgenes de las Rimas de Miguel Ángel unos apuntes enfebrecidos sobre la relación del genio. Tres siglos más tarde, el autor francés relata aquel amor de un hombre de 52 años y un chico de 22. “Miguel Ángel no solo retrató y cantó al joven Tommaso; también lo amó carnalmente. Educó, pues, su inteligencia y su cuerpo, como Sócrates hiciera con Alcibíades o Eurípides con Agatón, y si lo divinizó en el dibujo y en el verso, no desdeñó humanizarlo en el músculo y en el hueso. Al final de su longeva existencia, allá por 1564, cuando la llama del amor físico se había consumido hacía tiempo, Tommaso acompañó a Miguel Ángel en el instante de su muerte”, contó en EPS Ricardo Menéndez Salmón.

Stendhal no siguió escribiendo tras ese día, y sus apuntes se perdieron 150 años, hasta que aparecieron en Civitavecchia. Se le puso a aquello como título uno de los versos que Miguel Ángel dedicó a Tommaso: Quién me defenderá de tu belleza (“Si me has encadenado sin cadenas / y sin brazos ni manos me sujetas, / ¿quién me defenderá de tu belleza?”). En España lo publicó Pre-Textos en 2007. Supe de la historia hace años por el artículo de Forn y recordé, al leer esto (“Stendhal estaba a días de cumplir cincuenta ese otoño de 1832. No le costó nada verse como Miguel Angel: feo, viejo, plebeyo”) lo que escribiría Thomas Mann en 1912, La muerte en Venecia. Un viejo escritor, Gustav von Aschenbach, queda impactado por la belleza de un chico adolescente, Tadzio, cuya contemplación convierte en el acto central del día; un día observa con asco la imagen de un viejo maquillado acercándose a coquetear con un grupo de chicos. Al final de la historia, persiguiendo a Tadzio por Venecia, él ya se ha convertido en ese viejo.

Uno se empieza a morir exactamente en ese punto: cuando la percepción de ti mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de ser la persona que un día detestaste. Cuando se llevó al cine Muerte en Venecia (1970) Luchino Visconti quiso a Miguel Bosé como Tadzio, pero se encontró con la oposición —¡quién lo podía imaginar!— de su padre, Luis Miguel Dominguín, así que se eligió a un quinceañero sueco, Björn Andrésen. Tiempo después el chico contó que Visconti lo obligó a ir a un bar gay, donde los hombres mayores enloquecían como enloqueció Von Aschenbach. Supo tan bien Andrésen lo que era ser Tadzio que su vida bien pudo ser la continuación no escrita de la ficción de Thomas Mann. Fracasó como actor, como cantante. Fue devorado por su propia belleza, de la que nadie lo defendió. Tanto, que las revistas y los periódicos se afanaron en perseguir el efecto del tiempo en ella. Quizá dentro de 300 años alguien la sepa contar mejor".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 11 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Terapia antibelicista. (Publicada el 13 de junio de 2009)




Fotograma de "Vals con Bashir", de Ari Folman



No soy lector asiduo de cómics para adultos. Nunca me han atraído especialmente. De niño disfrutaba mucho con los tebeos (la versión hispánica del cómic) de "El guerrero del antifaz""El hombre enmascarado" o "Supermán". Del primero, recuerdo sus incesantes luchas contra los sarracenos que ocupaban la península ibérica, siempre con su antifaz puesto, acompañado de su joven amigo; me gustaba imitarle con mi espada de madera, un antifaz sobre los ojos, y unos gruesos calcetines de lana blancos que doblaba sobre los tobillos a modo de calzas, como los que vestía el protagonista. Del segundo ("El Fantasma" era el nombre original del cómic norteamericano de 1936) recuerdo muy bien sus aventuras en las selvas asiáticas, montado en un hermoso caballo. Todo ello gracias a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que me regaló la colección completa de sus aventuras. De "Superman" no puedo decir nada que ustedes no sepan, si acaso, el sentimiento de preocupación que me embargaba cada vez que mi héroe volador caía en manos de los malos por culpa de la kriptonita... No soy yo de los que dicen que todo tiempo pasado fue mejor; "fue", y con eso basta para pasar página.

Con la introducción anterior no pretendo en modo alguno trivializar mi comentario de hoy, sino por el contrario, situarlo en la diferente capacidad de la sociedad de nuestro tiempo para asumir una historia aunque se presente ésta en un formato tan poco "formal" como el de un documental de dibujos animados. Esta tarde he visto por televisión un película de animación realmente impactante. Se trata de "Vals con Bashir" (2008), que pueden ver íntegra en el enlace anterior, del realizador israelí Ari Folman, ganadora del Globo de Oro a la mejor película extranjera y propuesta para los Óscar de este año. Me ha recordado muchísimo a otra gran película. "Munich" (2005), de Steven Spielberg. 

Si el film de Spielberg recreaba la operación de castigo preparada por los servicios secretos israelíes contra los terroristas palestinos responsables de la matanza de varios atletas judíos al inicio de las Olimpiadas de Munich, en 1972, y los escrúpulos que en forma cada vez más acusada, el protagonista, jefe del comando del Mossad encargado de la operación, se va formando en cuanto al sentido de la venganza israelí, "Vals con Bashir" lo que plantea es la necesidad de conocer la verdad y enfrentarse a ella para poder seguir viviendo. Algo que a muchos aún incomoda, molesta y perturba en España, en Israel, y en otros muchos lugares.

La película comienza con la visita al protagonista de la misma, el propio director del documental, Ari Folman, de un antiguo compañero suyo en el ejército con el que veinte años atrás, participó en la invasión del Líbano por las tropas israelíes (1982), que le cuenta una pesadilla que sufre todas las noches en la que unos perros asilvestrados le persiguen hasta su casa por las calles de una ciudad, en lo que él cree que es una rememoración de una acción de guerra en la que participó, junto con el director, y de la que éste le confiesa no recordar absolutamente nada.

A partir de ahí, el protagonista del documental, el propio Ari Folman, comienza a interrogarse e investigar el "por qué" él no puede recordar nada de aquella misión de 1982. Visita a amigos y compañeros, y poco a poco, su memoria va reaccionando a los estímulos que le aportan sus investigaciones y recordando cada vez con más fidelidad aquellas acciones de guerra en las que participó, veinte años atras, cuando sólo era un joven soldado con 19 años.

Con unas cada vez más angustiosas y dramáticas imágenes (dibujos), tejidas a base de los recuerdos de quiénes fueron sus compañeros de misión, el documental nos va acercando a la que es la escena central, y final, del film: el asesinato a manos de las milicias cristianas libanesas, aliadas de Israel, de miles de refugiados palestinos, entre ellos ancianos, mujeres y niños, en los campamentos de Sabra y Chatila, en las afueras de Beirut, ante la pasividad del ejército de ocupación israelí, que conocedor de lo que estaba sucediendo, no hizo nada por parar la matanza hasta varios días después de que comenzara. La película termina con el protagonista recordando y asumiendo el horror de lo ocurrido y con imágenes, ahora reales, de lo que los soldados israelíes encontraron allí cuando recibieron órdenes de parar la masacre.

El hecho de que no sean imágenes reales lo que vemos, sino dibujos, apenas sin colores, en blanco y negro, acrecienta en cierto modo la sensación irreal de angustia de los personajes. Un alegato antibelicista que honra a su autor y a una buena parte de la sociedad israelí.

Pocas horas después de publicada esta entrada en mi blog, en el diario El País en su sección "Cuarta Página", normalmente dedicada al gran artículo de Opinión de ese día, aparece uno del escritor y periodista israelí Akiva Eldar, columnista del periódico israelí Ha'aretz y coautor del libro "Lords of the Land, the war over Israel's settlements in the occupied territories, 1967-2007", titulado "Colonos, el enemigo interior", que pueden leer en el enlace anterior, y que es un excelente complemento a lo dicho por Ari Folman sobre memoria, historia y responsabilidad personal. Espero que les resulte interesante esta entrada de hoy. HArendt




El cineasta israelí Ari Folman



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martes, 26 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Sexo, ciencia y educación. (Publicada el 6 de abril de 2009)




Fotograma de la película Manhattan, de Woody Allen


¿Recuerdan ustedes la escena de "Annie Hall" o "Manhattan", no estoy seguro de en cuál de ellas, en la que Diane Keaton le pregunta a Woody Allen: "¿Tú es que no piensas nada más que en el sexo?"; la inocente respuesta de éste resulta antológica: "¡Ah!, ¿pero es que hay alguna otra cosa?". Lo cuento porque a pesar de la movidita semana que llevamos: Cumbre del G-20 en Londres, reunión de la OTAN en Estrasburgo, encuentro Obama-Zapatero en Praga, Alianza de Civilizaciones en Estambul, situación económica en el mundo, y crisis de gobierno en España (de mi tierra, Canarias, mejor corremos un tupido velo), un servidor, como la Keaton, se niega a entrar en el juego y no quiere hablar de política y, menos aún, de economía. Les remito a la lectura de lo escrito por los supuestamente entendidos en ambas materias, que no por casualidad, suelen ser los que más notoriamente patinan en sus predicciones.

Me gustaría comentarles varios artículos leídos en estos días sobre ciencia, educación y sexo. Sobre ciencia escribió en su blog un interesante artículo el escritor, divulgador científico y ex-ministro, Eduardo Punset, titulado "El Universo más allá del Big Bang", que comienza con esta reflexión: "El gran divulgador científico y astrónomo Carl Sagan murió de tristeza –dicen las buenas lenguas– al descubrir que no había rastro de vida en el universo, salvo la nuestra en el planeta Tierra. Estábamos solos y no podríamos jamás compartir con otros nuestras vivencias. Es más, no sabríamos nunca lo que realmente somos, puesto que al ser el único ejemplo de vida en el universo no íbamos a poder compararnos con masas y con lo que llamamos constantes de la naturaleza distintas de las nuestras. Al no poder compararnos con otras formas de vida, es imposible definirnos a nosotros mismos". Hay más cosas interesantes en el comentario de Punset, por ejemplo, la pregunta sobre que hacía Dios, de existir, antes del Big-Bang... O los nuevos descubrimientos científicos que nos hablan de la cada vez más probable existencia de universos paralelos similares al nuestro. 

De televisión y educación, leo en otro blog, esta vez el de la escritora y periodista Rosa María Artal, otro ácido comentario titulado "España, la mala educación", en el que, nosotros los españoles, no quedamos precisamente muy bien parados en materias tales como educación cívica, cultura, lectura de prensa y consumo de horas televisivas. Duele, porque nos mete el dedo en el ojo, pero es instructivo. Se lo aconsejo.

Por último, en la revista Babelia del pasado 7 de marzo, escribían sobre sexo, erotismo y pornografía, Andreu Martín: "Malos tiempos para la erotica",  y Ramón Reboiras: "Planeta Eros", sendos reportajes que reproduzco en los enlaces anteriores. He recordado haberlos leído, casi un mes después, porque el viernes pasado recalé accidentalmente, zapineando, en la porno semanal de Canal Plus, comprobando una vez más lo tremendamente aburrida que es la pornografía cinematográfica en contraposición a la literatura erótica. De la primera habla en su artículo Andreu Martín que se formula una pregunta ya tópica: ¿Que diferencia hay entre erotismo y pornografía?. Él da varias respuestas, todas interesantes, que comparto. La mía es simplemente, el buen gusto, que en cine es difícilmente perceptible pero no imposible de plasmar. Por ejemplo, el polvo entre Victoria Abril y Antonio Banderas en "Átame", o la sodomización de Kathleen Turner por William Hurt en "Fuego en el cuerpo", tienen una carga de sensualidad que nunca podrá alcanzar una película porno por mucha pila "Duracell" que le pongan en la polla al galán de turno.

La literatura erótica es algo bien distinto, pues la expresión escrita permite matices (¡la diferencia siempre está en los matices!) que lo meramente visual no hace posible. El artículo de Reboiras hace referencia a ellos y al impagable papel de la editorial Tusquets con su colección de novelas "La Sonrisa Vertical". De ella, recuerdo dos títulos, para mi, imborrables: "Emmanuelle", de la escritora francesa Emmanuelle Arsan, quizá la mejor novela erótica de la historia, y "Las edades de Lulú", de la escritora española Almudena Grandes, obra primeriza e inolvidable de su gran autora. Ambas llevadas al cine con éxito muy desigual e inferior a sus novelas homónimas, historias escritas por mujeres y sobre mujeres... Se las recomiendo; seguro que las disfrutan. HArendt  




Fotograma de la película Átame, de Pedro Almodívar



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sábado, 16 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tierra quemada



Fotograma de la película 'O que arde'


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la traductora y escritora Marta Rebón, sobre la película de Oliver Laxe, "Lo que arde", de la que ya hablé hace unos días en uno de mis Tribuna de prensa diarios, sobre la necesidad de cuidar y respetar la vida y el paisaje que nos rodea. Desgraciadamente, en Galicia y en Canarias, mi tierra, sabemos mucho sobre ello. Les dejo con él.

"Las películas, si son muy buenas, -comienza diciendo Rebón- se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. Días después de asistir al pase de prensa del último filme de Oliver Laxe —una historia de resistencia íntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pirómano, Amador, en la Galicia rural— me asalta una secuencia de O que arde. Podría ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantación masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un árbol maldito. Afirman sus detractores que expande, allí donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas —un falso disfraz de exuberancia— la vida se apaga. En una de las regiones con mayor índice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presión económica, que la convierten en un polvorín.

Las raíces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa maraña que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabiduría instintiva, le replica: “Si hacen sufrir, es porque sufren”, comprensiva con los árboles forasteros a los que nadie preguntó si querían ser trasplantados allí. Y, cómo no, la razón que subyace es económica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de América del Sur y África retroceden ante los monocultivos expansivos de este árbol. ¿Qué queda, hoy, de la explosión de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y así sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo cálculo. Nos lo advirtió Hans Jonas, el filósofo que elaboró hace cuatro décadas el principio ético de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicción, valoración y juicio, y que, por otra, los líderes políticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, más que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, añadía Jonas, no hacen falta soñadores, sino vigías.

Pero la escena de O que arde a la que me refería al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un árbol autóctono, y espera. Da la impresión de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pródigo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnación de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad —la bondad particular, sin testigos, minúscula, carente de ideología, intuitiva— es la más humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega —o, mejor aún, que la haya tenido, como yo— reconocerá el acogimiento caluroso que, nada más ver a Amador, recién llegado de la cárcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: “Tes fame?” (¿Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de leña. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensiblería habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparición de su universo: eucaliptos y aserradoras por aquí, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya jóvenes para llenar su ausencia.

A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los científicos, no se disipa el griterío de otra clase de pirómanos. No titubean siquiera antes de prender fuego también al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una política de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontación y de la más burda frivolidad. Un día condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos dañinos de la contaminación; otro día tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detrás de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, océanos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte debía pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean".







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lunes, 14 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Gracías, Amenábar



El actor Karra Elejalde en el papel de Unamuno


Más de un millón de españoles, escribe la periodista y analista polìtica del diario El Mundo, Lucía Méndez, han ido al cine a ver la última película de Amenábar sobre Unamuno.

"El cine estaba lleno la noche del domingo -comienza diciendo Méndez-. Echaban Mientras dure la guerra, la película de Alejandro Amenábar con un protagonista muy poco usual en el cine español. Extraordinario, casi único. No una mujer desgraciada, ni un hortera de bolera, ni una familia desestructurada, ni un superhéroe, ni un cineasta que se filma a sí mismo. El protagonista de la película es un intelectual español. Intelectual de verdad, no de pega. El patio de butacas se quedó quieto y en silencio cuando se encendió la luz. Ocurrió un suceso extraordinario. Los espectadores tardaron unos minutos en mirar las pantallas encendidas de sus móviles. Quizá, seguro, estaban reflexionando sobre el discurso de Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de Octubre de 1936. Tal día como hoy del año que empezó la guerra incivil. Los espectadores parecían conmovidos por las palabras de la inteligencia, la precisión y la piedad. Las palabras de un español, que fue vasco, castellano, canario, andaluz y todo lo demás. Un español realmente grande. Hace poco, en el Teatro de la Abadía, sucedió algo parecido cuando José Luis Gómez culminó su monólogo sobre Unamuno con el mismo discurso. El público se echó a aplaudir como loco no sólo al actor. También ovacionaban a esa alma errante de España, la mejor, que encarnó el filósofo, novelista y poeta.

El éxito de Amenábar no es haber rodado una película impecable y canónica desde el punto de vista cinematográfico e histórico. O la gran interpretación de Karra Elejalde y los demás actores. Su gran triunfo es que los españoles estén llenando los cines porque la recomiendan familia, vecinos o amigos.

Asistí a la proyección con dos españoles -chica y chico- muy jóvenes. No sabían que Franco tenía la inteligencia de hacerse pasar por tonto siendo en realidad tan listo, a la vez que perverso. Ni que Unanumo era un genio cascarrabias, rabiosamente celoso de su libertad de cátedra. Un pensador gigantesco que tuvo dudas y crisis de fe. Otro éxito de Amenábar. Enseñar a los jóvenes Historia de España en el cine, ya que en las aulas llegan al siglo XX a final de curso, y estudian deprisa y corriendo la Guerra Civil y el Franquismo.

Más de un millón de españoles han ido al cine a conocer cómo era el autor de San Manuel Bueno, mártir, Del sentimiento trágico de la vida o La tía Tula. Sólo por eso, gracias Amenábar. Una última cosa. Sólo alguien muy simple, muy ignorante -o las dos cosas- puede analizar a Unamuno o a su película en clave política o partidista".





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miércoles, 19 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Desarbolada





Me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a niños en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos, dice la escritora Marta Sanz en El País.

El fallecimiento de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experiencia en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematográfico hiperbólico que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsabilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerables ante lo inesperado, y la vulnerabilidad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerables que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilación de la historia iba por el lado de las sanguinarias reivindicaciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderamiento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligaciones dulcificaba una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendida.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescindible como contrapeso al discurso del odio y el desprestigio de las humanidades: la conversación racional cuaja en pensamiento y el pensamiento ayuda a practicar una conversación no contaminada por la rabia vocinglera de la telerrealidad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotipos y falsas imputaciones. Puritanismo y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditada que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicción de cómo él disponía de esas informaciones. Pero yo me quedé desarbolada y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescindibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimiento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabilidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparados que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescendencia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantísimo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolarme.



Dibujo de Alashy Getty para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 4994
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)