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jueves, 16 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Do de pecho



Salma Hayek en la entrega de los Globos de Oro de 2020


"Qué vergüenza nos producía, casi escozor, aquella letrica entonada por Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina que sonaba ale­gremente desde los televisores españoles de los setenta -comenta la escritora Joana Bonet en el A vuelapluma de hoy jueves-. En especial, cuando en el estribillo los cantantes se endul­zaban con “tus pechos, cántaros de miel”. Me ­recordaban el cuento de la lechera, con su final infeliz. Y vislumbraba cántaros ­cosidos al cuerpo para siempre. Alguno de los mayores, achispado, se sonreía mali­cioso, y entonces huíamos a la cocina, al cuarto, donde fuera, y examinábamos secretamente aquel pequeño bulto que pa­recía una yema de huevo derramada sobre el ­esternón.

Cada mujer mantiene una historia par­ticular con sus pechos. Una relación cambiante, endemoniada, secreta. Acostumbrarse a ellos no fue fácil. Los aplastábamos para disimular aquellos botones mamarios que se iban hinchando. Algunas incluso abandonamos las carreras de cross. Utilizábamos vendas y nos poníamos dos camisetas para negar la evidencia, hasta que empezamos a conocerlos y llegamos a idolatrarlos. Sí, hay una época en que todas las mujeres sueñan con tener otro pecho: más grande, o más pequeño; más enhiesto, o lo que sea. En la edad fértil, el orgullo del escote celebra la sinuosidad de las curvas, la chispa de Eros. Una mujer que se siente a gusto con sus tetas vive más contenta que el resto. O eso cree. Hasta que se transmutan no en cántaros de miel sino en manantiales de leche, en símbolo universal de ternura. El pecho de la amante se convierte entonces en pecho que amamanta, y sólo tres letras separan la profunda transformación del cuerpo que supone la maternidad.

El devenir de nuestro cuerpo en cuerpo político y el ser examinadas, en conjunto y por partes, en juicios sumarísimos ha sido un asunto fastidioso para las mujeres. La imagen puede ejercer de talón de Aquiles. Muchas se autocensuran, y, a determinada edad, lejos de reafirmar su pecho, lo difuminan, esconden o reducen. Por ello es tan poderosa la estampa de Salma Hayek – la dueña , la llaman sus compatriotas– llegando a la ceremonia de los Globos de Oro con un escote reventón a sus 53 años y metro cincuenta y siete, en la misma semana en la que enjuician a Harvey Weinstein –de quien ella detalló la infinidad de noes que tuvo que darle en un artículo publicado por el Times titulado “Mi monstruo”–. Una ­reafirmación pública de la identidad y la libertad de cada mujer de sexualizarse o desexualizarse según crea más conveniente, dada su mayoría de edad. Hayek dio un autén­tico do de pecho".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 19 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Desarbolada





Me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a niños en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos, dice la escritora Marta Sanz en El País.

El fallecimiento de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experiencia en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematográfico hiperbólico que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsabilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerables ante lo inesperado, y la vulnerabilidad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerables que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilación de la historia iba por el lado de las sanguinarias reivindicaciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderamiento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligaciones dulcificaba una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendida.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescindible como contrapeso al discurso del odio y el desprestigio de las humanidades: la conversación racional cuaja en pensamiento y el pensamiento ayuda a practicar una conversación no contaminada por la rabia vocinglera de la telerrealidad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotipos y falsas imputaciones. Puritanismo y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditada que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicción de cómo él disponía de esas informaciones. Pero yo me quedé desarbolada y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescindibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimiento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabilidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparados que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescendencia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantísimo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolarme.



Dibujo de Alashy Getty para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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