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viernes, 8 de noviembre de 2019

[PENSAMIENTO] Gödel y Eurípides: anagnórisis e indecidibilidad



Antígona, de Frederic Leighton, 1882


Frágil y transparente
como el cristal, fue la más fuerte
sin más arma que la piedad. Tomen ejemplo
Aquiles y Odiseo,
Heracles y Jasón, los propios dioses.
(Epitafio de Antígona)


"El primer teorema de incompletitud de Gödel -afirma el matemático y escritor Carlo Frabetti- demuestra que un sistema formal de una cierta complejidad no puede ser a la vez consistente y completo: siempre habrá en su seno enunciados imposibles de demostrar o de refutar a partir de los axiomas del sistema (si dichos axiomas no se contradicen entre sí); es decir, siempre habrá enunciados indecidibles.

La ética es un sistema formal basado en unos axiomas —denominados principios— a partir de los cuales podemos inferir si una afirmación o conducta es correcta o incorrecta. Y si una ética es consistente, contendrá afirmaciones y conductas indecidibles en su marco axiomático.

En la práctica, los modelos éticos no están definidos con la precisión de los sistemas formales, y tanto las situaciones ambiguas como las posibles lagunas e inconsistencias del modelo pueden dar lugar a proposiciones o conductas indecidibles: los consabidos dilemas morales, de los que la literatura lleva siglos alimentándose; sobre todo, a partir de la tragedia griega.

En un principio, la tragedia clásica intenta eludir el conflicto moral como tal disfrazándolo de fatalidad. El héroe no es responsable de su hamartia (error fatal) porque no controla plenamente la situación o carece de la información necesaria, y por tanto no puede decidir libremente. Solo con la anagnórisis (descubrimiento súbito de una verdad terrible) se vuelve plenamente consciente, pero ya es demasiado tarde. Por lo tanto, Edipo no merece el castigo que se autoinflige (ni el que le ha infligido la posteridad dando su nombre a un complejo).

Pero Antígona sabe perfectamente lo que hace, y al enterrar a su hermano viola la ley con plena conciencia. Nunca mejor dicho, pues no solo actúa con pleno conocimiento de causa, sino que además lo hace desde la plena obediencia a su conciencia moral. En realidad, el dilema no es suyo, sino del sistema, y para superarlo —como ocurre con las proposiciones indecidibles de los sistemas formales— ha de remitirse a un modelo más amplio. Un modelo en el que la última palabra no la tiene la ley promulgada, sino la conciencia personal. Eso explica que Antígona sea el personaje de la tragedia griega que más ampliamente ha rebasado su marco histórico y más presencia tiene —y mantiene— en el teatro universal, como lo atestiguan las versiones de Anouilh, Brecht, Espriu, Hasenclever, Marechal… Y no solo en el teatro, sino también en la música, el arte, la narrativa o el ensayo.

Tampoco es casual que Antígona sea mujer. Y no porque Sófocles y Eurípides fueran feministas, y menos aún los anónimos elaboradores del mito que inspiró sus tragedias, sino porque una rebeldía tan radical es propia de los más oprimidos, y las más oprimidas, en la incipiente democracia griega (como en casi todas las sociedades conocidas), eran las mujeres; además de los esclavos, obviamente, que también llegarían a desempeñar un papel singular en la literatura grecolatina.

Llegados a este punto, puede que alguien piense que este artículo debería titularse, en todo caso, «Gödel y Sófocles», puesto que fue este quien dio forma teatral al mito de Antígona, y aunque Eurípides también lo abordó, de su versión solo nos han llegado fragmentos. Pero la superación de la anagnórisis como camuflaje del dilema ético (y, en última instancia, de las contradicciones internas del sistema) fue, sobre todo, obra de Eurípides, que se distanció claramente de sus predecesores.

Pese a ser contemporáneos, Esquilo (525 a. C. – 455 a. C.), Sófocles (496 a. C. – 406 a. C.) y Eurípides (484 a. C. – 406 a. C.) representan tres etapas bien diferenciadas de la tragedia griega. Y si los dos primeros definieron las características formales y los temas recurrentes del género, Eurípides le confirió una nueva dimensión ética —como hizo Sócrates con la filosofía— al poner el acento en la conciencia y la responsabilidad personales, lo cual implicaba cuestionar el papel de los dioses y el destino, problematizar los mitos y humanizar a los héroes. No hay leyes absolutas e inmutables, ni divinas ni humanas, y la ética ha de ser un diálogo permanente entre las normas vigentes y la conciencia personal.

El segundo teorema de incompletitud afirma que un sistema formal no puede demostrar su propia consistencia. Por consiguiente, en tanto que conjunto de normas sujetas a una lógica interna, ninguna propuesta ética concreta puede demostrar su propia validez, por más que a menudo se intente apelando a tautologías encubiertas o a supuestas evidencias. Veamos un ejemplo:

En su libro Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos, la prestigiosa catedrática de ética Adela Cortina afirma que «si no contamos con un concepto de naturaleza humana anterior al pensamiento moral, quedamos inermes ante la voluntad de los legisladores y no tenemos ninguna base firme para exigir que se legisle en un sentido u otro, si no es por la pura presión social, que nunca puede ser un criterio de legitimidad». ¿Y de dónde sale ese firme y legitimador «concepto anterior»? A no ser que nos limitemos a hablar de biología, un concepto de naturaleza humana predialógico, previo a la cultura y al pensamiento moral, es un oxímoron, algo tan contradictorio —o tan dogmático— como la supuesta «ley moral natural» propugnada por Tomás de Aquino y que según la Iglesia subyace al decálogo. Pero Cortina, al igual que su maestro Kant, ha decidido creer en Dios «porque no podemos pensar que la injusticia que domina la historia sea definitiva», en palabras de Victor Hugo; puro pensamiento desiderativo: como me muero de sed, ese espejismo tiene que ser agua. Si alguien decide organizar su vida en función de un supuesto mandato divino, allá él, o ella; pero no se puede articular un discurso ético-filosófico a partir de la fe sin advertir que, en última instancia, se está hablando de religión.

Nos guste o no, no tenemos más base (para exigir que se legisle en un sentido u otro) que el contrato social. Es una base resbaladiza y menos firme de lo que quisiéramos, en eso hay que darle la razón a Cortina; pero la única alternativa es el dogma, que es, por definición, la muerte del diálogo, es decir, del pensamiento mismo. Como Tomás de Aquino o el propio Kant, Cortina pretende demostrar lo indemostrable y edulcorar el despiadado antropocentrismo heredado de la Biblia, para la que somos los «reyes de la creación» con derecho a convertir a los demás animales en nuestros esclavos y nuestra comida.

La reflexión y el mito

Como dice Hölderlin, la mente humana se debate entre la reflexión y el mito. La reflexión parte de la duda y vuelve a ella. El mito nace del miedo y busca refugio en la certeza; un miedo que puede ser el de toda una sociedad o el de una clase —o un género, o una especie— que teme perder sus privilegios.

Dentro de cada individuo y dentro de cada sociedad se libra una batalla más o menos encarnizada entre la certeza y la duda, entre el mito y la reflexión, y tanto la historia de la filosofía como la del teatro se pueden contar en los términos de esta batalla esencial, que tiene en Sócrates y Eurípides, respectivamente, sendos hitos fundamentales. Ambos influyen —y confluyen— en Platón, padre y maestro mágico de la filosofía occidental, que a su vez abona el terreno para el florecimiento de la lógica aristotélica y la sistematización del conocimiento objetivo: un poderoso legado que se mantuvo casi intacto durante más de dos milenios (Whitehead llegó a decir que la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página a la obra de Platón).

Solo muy recientemente, dramaturgos como Bertolt Brecht, Samuel Beckett o Alfonso Sastre (con su teoría y práctica de lo que él denomina «tragedia compleja») dan un salto cualitativo con respecto a Eurípides, y matemáticos como Gödel trascienden el marco de la lógica aristotélica (lo cual no significa refutarla, sino situarla en un marco más amplio). La milenaria batalla —no siempre cruenta— entre la reflexión y el mito se libra en muchos frentes, a veces tan aparentemente alejados entre sí como la lógica matemática y el teatro. Es una batalla ética, estética y epistemológica. Es una batalla ideológica, en el buen y en el mal sentido del término. Una batalla en la que todas/os participamos en uno u otro bando, y no siempre en el mismo".



La Escuela de Atenas, por Rafael (1512)


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 19 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Desarbolada





Me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a niños en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos, dice la escritora Marta Sanz en El País.

El fallecimiento de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experiencia en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematográfico hiperbólico que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsabilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerables ante lo inesperado, y la vulnerabilidad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerables que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilación de la historia iba por el lado de las sanguinarias reivindicaciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderamiento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligaciones dulcificaba una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendida.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescindible como contrapeso al discurso del odio y el desprestigio de las humanidades: la conversación racional cuaja en pensamiento y el pensamiento ayuda a practicar una conversación no contaminada por la rabia vocinglera de la telerrealidad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotipos y falsas imputaciones. Puritanismo y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditada que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicción de cómo él disponía de esas informaciones. Pero yo me quedé desarbolada y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescindibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimiento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabilidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparados que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescendencia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantísimo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolarme.



Dibujo de Alashy Getty para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 10 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Un mundo mucho mejor





Tenemos motivos de sobra para ser optimistas, comenta en El País, el escritor y periodista Guillermo Altares: Una corriente de pensamiento en alza promueve la fe en el constante avance humano. Y un reciente libro de Steven Pinker ofrece sorprendentes indicadores para medir el progreso de la humanidad.

El terremoto de Lisboa, que destruyó la capital portuguesa en la mañana de Todos los Santos de 1755, abrió un debate filosófico que no se ha cerrado todavía y en el que acaban de entrar el fundador de Microsoft, Bill Gates, y uno de los ensayistas estadounidenses más influyentes, Steven Pinker, comienza diciendo Altares. Aquel cataclismo enfrentó a los pensadores ilustrados del siglo XVIII, defensores de la fe en el progreso, con el tremendo problema de intentar explicar el mal, la irracionalidad y la existencia de un desastre de tan enormes consecuencias. ¿Realmente era posible decir que el mundo iba mejor a la vista de semejante catástrofe? La sacudida lisboeta no impidió que aquellos ilustrados reafirmaran su confianza en que la humanidad indefectiblemente avanza.

Casi tres siglos después, el espíritu de una nueva Ilustración, que tampoco está dispuesta a cuestionar el progreso, vuelve a desempeñar un papel importante. Surgen dilemas similares: ¿debemos dejarnos influir por la realidad inmediata o debemos observar movimientos de fondo más profundos y positivos? ¿Puede un desastre o el temor a un desastre —por ejemplo, los efectos del cambio climático— hacernos desistir de nuestra confianza en el futuro? Pinker, el apóstol de esta corriente de pensamiento positivo, respondería rotundamente que no. Su ensayo, Enlightenment Now. The Case for Reason, Science, Humanism and Progress (La Ilustración ahora. En defensa de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso), sale a la venta en febrero en EE UU. La editorial ha tenido que adelantar la fecha después de que ­Bill Gates escribiese la semana pasada que era “el mejor libro” que había leído en su vida, lo que desató las ventas anticipadas.

En el capítulo difundido por la editorial Viking a través del blog del fundador de Microsoft y filántropo, Pinker se defiende de lo que llama “progresofobia”. En su libro anterior, Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), defendía la idea de que vivimos en el momento menos violento de la historia de la humanidad, postura por la que recibió rotundos elogios, pero también algunas críticas que le acusaban de un exceso de optimismo.

Aquel libro se publicó durante la crisis económica, cuando había bajado de golpe el nivel de vida de mucha gente. Pinker decía que era una cuestión de perspectiva y que lo importante era buscar tendencias de largo aliento. Incluso así, opinaban algunos, sucesos como la II Guerra Mundial o el bajón de la esperanza de vida que se produjo en Europa durante las guerras de religión de los siglos XVI y XVII demostraban que la posibilidad de que la humanidad diese pasos atrás era real.

En su nuevo ensayo, Pinker entra al trapo y profundiza en la misma idea, esta vez tratando de definir lo que significa avanzar y construir un mundo mejor. “¿Qué es progreso?”, se pregunta este catedrático de Psicología de Harvard, nacido en Montreal hace 63 años. “Pueden ustedes pensar que es una cuestión tan subjetiva y culturalmente relativa que resulta imposible responderla. Por el contrario, pocas preguntas tienen una respuesta tan sencilla. La mayoría de la gente estará de acuerdo en que la vida es mejor que la muerte; la salud es mejor que la enfermedad; la alimentación, mejor que el hambre; la paz, mejor que la guerra; la seguridad, mejor que el peligro; la libertad, mejor que la tiranía; la igualdad de derechos, mejor que la discriminación; el conocimiento, mejor que la ignorancia; la inteligencia, mejor que la contemplación aburrida del mundo; la felicidad, mejor que la miseria; la posibilidad de disfrutar de la familia, los amigos, la cultura, la naturaleza, mejor que un trabajo penoso y monótono. Y todo eso se puede medir y se ha incrementado a lo largo de los años. Eso es progreso”.

Como no podía ser de otra forma, en el segundo párrafo del nuevo libro, Pinker hace referencia a Voltaire y asegura que le acusaron de ser un nuevo Pangloss, el protagonista de Cándido, la novela que el gran filósofo francés de la Ilustración escribió después del terremoto de Lisboa. Seguidor de Leibniz, Pangloss siempre dice que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, lo que podría resultar solo aparentemente contradictorio ante el paisaje de la capital portuguesa en ruinas. “Voltaire no satirizó la Ilustración, sino todo lo contrario, criticaba la racionalización religiosa del sufrimiento, que defendía que Dios no tenía más opciones que permitir epidemias y masacres porque el mundo sin ellas era imposible”, escribe Pinker.

Curiosamente, el cataclismo que sufrió Portugal sí que provocó un cambio profundo, que podríamos considerar muy ilustrado. Como explica Nicholas Shrady en The Last Day. ­Wrath, Ruin and Reason in the Great Lisbon Earthquake of 1755 (El último día. Cólera, ruina y razón en el gran terremoto de Lisboa de 1755), como ocurre ahora con los desastres naturales, muchos países ofrecieron ayuda, un fenómeno inédito hasta entonces en Europa: hasta ese momento, la idea era que si un Estado sufría un desastre de tremendas proporciones, como el incendio de Londres de 1666, mejor para sus rivales.

Pinker ya explicó en su primer libro la importancia que tenía la forma de enfrentarse a los desastres para medir el progreso humano. Su teoría es que uno de los grandes avances de la civilización se produjo cuando por primera vez un juez dictaminó que “las cosas ocurren” y, en vez de culpar a una bruja por una mala cosecha, simplemente sentenció que se trataba de mala suerte, una explicación más sensata que el intento de buscar intervenciones divinas o diabólicas. Los ilustrados llegaron a conclusiones similares tras el terremoto de Lisboa: en su novela, Voltaire satiriza, además de a Pangloss y a Cándido, el auto de fe que se organiza para calmar a una divinidad furiosa, para la que apresan a dos pobres marineros que habían apartado el beicon al comerse un pollo.

En la obra de teatro Voltaire contra Rousseau, un texto de Jean-François Prévand dirigido por José María Flotats que puede verse estos días en el teatro María Guerrero de Madrid, se explica muy bien la absoluta confianza de Voltaire en el avance de la humanidad frente a la teoría del “buen salvaje” de Rousseau. No confiaba el autor de Cándido en la naturaleza, sino en la sociedad y en unos avances determinados, relacionados con la técnica pero también con las leyes, la defensa de los individuos o la capacidad para criticar las creencias establecidas. Dos siglos y medio después, el debate se retoma en los tiempos de la guerra de Siria y de los cataclismos provocados en todo el planeta por el calentamiento global.

Bill Gates mantiene que la gran originalidad del libro de Pinker es que mide nuestros avances en 15 aspectos, algunos de los cuales pueden parecer pequeños a primera vista aunque no lo sean. Proporciona cinco ejemplos en su blog: “1. Tienes 37 veces menos posibilidades de que te alcance un rayo que el siglo pasado, no porque haya menos tormentas, sino por nuestra capacidad de predecir el tiempo y la educación. 2. El tiempo que empleamos en lavar la ropa ha pasado de 11,5 horas a la semana en 1920 a 1,5 en 2014. Puede parecer trivial, pero representa un enorme progreso por el tiempo libre que proporciona a mucha gente, en su mayoría mujeres. 3. Tienes menos posibilidades de morir en tu puesto de trabajo: 5.000 personas fallecen en accidentes laborales actualmente en EE UU, mientras que en 1929 morían 20.000. 4. El coeficiente intelectual global sube tres puntos cada década. La mente de los niños mejora gracias a un entorno más saludable y a la mejor educación. 5. La guerra es ilegal. Puede sonar obvio, pero antes de la creación de Naciones Unidas, ninguna institución tenía la posibilidad de frenar a otro país de ir a la guerra”. Este último punto puede parecer el más discutible, visto el panorama global, pero en su libro Calle Este-Oeste (Anagrama), sobre el nacimiento del derecho internacional, Philippe Sands realiza una afirmación similar: antes de la II Guerra Mundial, un gobernante podía hacer con sus ciudadanos lo que quisiese sin que nadie pudiese protestar. Ahora, como queda claro con los rohinyás de Myanmar, por lo menos estalla un escándalo.

La única amenaza real que Gates ve en el horizonte sería el descontrol de la inteligencia artificial, pero asegura que se abrirá un debate muy importante en el futuro inmediato sobre esto. “El mundo es cada día mejor, aunque a veces no tengamos la sensación de que así sea”, escribe. Pinker, por su parte, da su propia respuesta a la teoría del “mejor de los mundos posibles” de Pangloss: “Alguien que piensa eso es ahora un pesimista. Un optimista cree que el mundo puede ser mucho, mucho mejor”.



El terremoto de Lisboa en 1755. Grabado del siglo XIX 



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 5 de julio de 2017

[Pensamiento] La trastienda moral de las ideas políticas



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


George Lakoff (Berkeley, 1941) es un investigador norteamericano de lingüística cognitiva. Es profesor de lingüística en la Universidad de California en Berkeley. Fue unos de los fundadores de la Semántica generativa en lingüística en la década de 1960, de la Lingüística cognitiva en los 70, y uno de los investigadores de la Teoría neural del lenguaje durante la década de 1980. Ha sido profesor en las universidades de Harvard y Michigan y en el Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences en Stanford, y desde 1972 en la Universidad de California en Berkeley. y luego comparte estudios con el filósofo venezolano Rodolfo Alonzo y con el catedrático uruguayo Miles Ricardi. Lakoff fue miembro fundador del Instituto Rockridge, una organización dedicada a la investigación y la educación, sin ánimo de lucro, orientada especialmente a la reforma social desde una perspectiva progresista. Es también miembro del comité científico de la Fundación IDEAS española.

El profesor de la Universidad de Valencia Mikel Arteta, doctor en Filosofía Moral y Política, reseñaba hace unos días en Revista de Libros una de las últimas publicaciones de Lakoff vertidas al español: Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores (Capitán Swing, Madrid, 2016). Espero que les resulte interesante.

«El ser humano no puede acceder de manera inmediata a su modo de pensamiento más profundo. Han sido necesarios muchos estudios en ciencia cognitiva para determinar los detalles de nuestras visiones morales del mundo. [...] Pese a los muchos cambios acaecidos desde 1996, las visiones del mundo básicas y sus mecanismos siguen ejerciendo un papel importante. Quien siga la actualidad política se topará con ellas a diario»: así pone George Lakoff punto y final al epílogo de la reedición, en 2016, de su ya clásico libro Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores, señala Arteta al comienzo de su reseña. Adscrito a la ciencia cognitiva (que define como el «análisis interdisciplinar de la mente», que «explora el funcionamiento de la visión, la memoria, la atención, el lenguaje y el razonamiento en la vida diaria») y, concretamente, a la lingüística cognitiva (preocupada por la conceptualización, el razonamiento y el lenguaje en la vida diaria), Lakoff parte de que nuestras inclinaciones políticas son deudoras de visiones morales del mundo. Heredamos y aplicamos estas visiones de forma inconsciente, mediante un sistema de conceptos cuya relación interna se nos escapa, pero que enmarca nuestro pensamiento a un nivel ideológico, es decir, ni reflexivo ni empíricamente contrastado. Surgirán de ese poso dos principales sistemas morales: el conservador y el progresista. E, interiorizados éstos, sucede que cuando lo registrado por nuestros sentidos no encaja con nuestro circuito neuronal, con la visión del mundo que arroje nuestro sistema moral, «el cerebro modifica lo registrado, dentro de lo posible, para que se ajuste» (p. 11). Primera toma de contacto con el ensayo y ya se sabe uno sentenciado.

Muy lejos de ser perfectas máquinas racionales capaces de tasar información, contrastar datos y evaluar prudentemente argumentos y contraargumentos, señala más adelante, nos apresuramos a achicar la disonancia cognitiva, a huir de la complejidad y a confeccionarnos un mundo aprehendido a la medida de nuestros prejuicios: así, a pesar de ingentes estudios, pueden los conservadores negar, impasibles, el calentamiento global; y, los liberales, seguir creyendo en las bondades de la razón y poniendo grandes expectativas en la deliberación a pesar de las pesimistas advertencias de neurólogos y científicos cognitivos. Segunda toma de contacto y resulta que unos yerran por defecto y otros por exceso; pero no debería ocultársenos que la virtud entre dos vicios no necesariamente equidista de los extremos.

En suma, afirma, si los datos han de ser tomados en serio por un oyente, y afectarlo, más vale enmarcarlos con las categorías y semántica propias de su marco cognitivo. Así podrá el emisor de turno hacer avanzar su mensaje en foro público, sin apenas resistencia, pues se valdrá de lo que llamamos «sentido común». Sentido que de neutral y común no tiene nada, y sí mucho de parcial y sutilmente sesgado. En fin: común por extendido. Hacer a los estadounidenses conscientes del trasfondo de postulados morales inconscientes que rigen sus respectivos juicios políticos: ése es el objetivo del libro.

Una lectura optimista colegiría, pues, que desnudando aquello que hay detrás de lo que un conservador o un liberal-progresista tienen por «sentido común» podría llegar a desactivarse el muro de inconmensurabilidad que separa a unos de otros y que, de no derribarse, los mantendrá impermeables a datos y argumentos, comenta más adelante. Una lectura algo más pesimista obligaría, no obstante, a concluir que, si queremos convencer de algo a nuestros interlocutores, más nos valdrá no fiarnos de las «pretensiones de validez» (ni de las que trascienden a nuestros propios juicios y asertos, ni de las que presuponemos al interlocutor), dejar de lado la calidad argumentativa (a la que fía su destino la democracia deliberativa) e invertir esfuerzos (y dinero en think tanks) en circundar al interlocutor concreto y levantar los muros que delineen los moldes morales a los que mejor se adhieran las ideas que queramos transmitir. Veamos, recomponiendo siete pasos de su argumentación, con cuál de las dos lecturas entona más Lakoff.

1. El toque de corneta del estudio empírico lo dará la revelación de las incongruencias que los liberales detectan en los conservadores y viceversa, señala con ironía. Resulta un «rompecabezas» para los republicanos que los liberales defiendan al trabajador mientras ponen palos en las ruedas del desarrollo protegiendo el medio ambiente. Tampoco entienden los liberales que los republicanos se quejen del derroche del Gobierno en políticas asistenciales sin poner luego reparos en endeudarse para financiar/subvencionar a grandes empresas.

2. A partir de advertencias similares, afirma, Lakoff se propone demostrar que existen, aun cuando ni lo sospechamos (él lograría escapar al común desconocimiento desde la atalaya metódica donde la mirada se torna neutral), elementos que vertebran, en cada caso, las diferentes posturas políticas de liberales y conservadores:

¿Qué tiene que ver la oposición al aborto con la oposición al ecologismo? ¿Por qué oponerse al aborto conlleva muy a menudo oponerse también a la discriminación positiva, al control de armas o al salario mínimo? [...] ¿Por qué a los conservadores les gusta hablar de disciplina y dureza, y a los liberales de necesidades y ayudas? (p. 37).

La hipótesis de partida, comenta, será que para dar cuenta de la vertebración basta con inferir/reconstruir los dos «modelos centrales» de familia. En el modelo del Padre Estricto, el padre es el responsable de la protección familiar y la autoridad; la madre dispensará cuidados y los hijos respetarán y obedecerán. El modelo del Progenitor Atento, por el contrario, prioriza el amor, la empatía y la «atención».

3. Pero dichos modelos, sigue diciendo, no ahorman directamente nuestro razonamiento moral, sino que lo rigen de forma mediada. Antes, en su raíz más honda, la moral arraiga en una experiencia universal: dado que todos buscamos la felicidad, el acto moral será el que fomente el bienestar y evite dolor a los demás. Y, partiendo de ahí, el pensamiento moral complejo se desarrollará siempre por medio de metáforas conceptuales (convenciones por las que conceptuamos un ámbito de la experiencia en los términos de otro) que dan barra libre a la imaginación.

Imbuidos de moral judeocristiana, una de las metáforas más básicas sobre las que todos (los estadounidenses, al menos) echarían a rodar su razonamiento moral es la que anuda Bienestar y Riqueza, afirma. El bienestar sería ganancia y el malestar, en general, una pérdida o coste. Y esta metáfora fundante nos permitiría aplicar a su vez la metáfora de la Contabilidad Moral: quien hace el mal acumula deuda; quien hace el bien, crédito moral. La conducta apropiada consistiría, pues, en cuadrar los libros morales.

Obsérvese que, dentro de la lógica impuesta por la Contabilidad Moral, es posible tratar de «cuadrar los libros» de formas bien distintas, dice más adelante. Donde un conservador apostaría por la Retribución, que asienta el «ojo por ojo», el liberal sería más proclive a la Restitución, que apunta al deber positivo de resarcirse de la deuda contraída. Dando continuidad a esta oposición cabría, por ejemplo, contraponer al Trabajo como Recompensa (el conservador tiene al empleador como autoridad legítima y concibe el salario como recompensa) el Trabajo como Intercambio, donde empleador y empleado intercambian, en plena lógica liberal, dinero por trabajo. Es decir, en función del modelo escogido irá cerrándose de un modo u otro el libro de Contabilidad Moral e irá aplicándose a su vez de distinta manera el principio de Equidad: desde el reparto igualitario de cargas al establecimiento proporcional de responsabilidades y necesidades.

4. Así está, señala Arteta, ya preparado el autor para desarrollar los dos modelos morales que ordenan de forma muy distinta similares elementos y que dejan tras de sí un marcado campo semántico en torno a los cuales pivotarán múltiples pero previsibles variaciones.

El «modelo central» de la moral del Padre Estricto cree en la Recompensa y el Castigo, afirma, lo que entraña una idea de la naturaleza humana («conductismo popular»). La idea de base es pesimista: la disciplina y la autoridad son necesarias porque tendemos a corrompernos. Por eso la competición es un elemento moral clave: sin ella, la disciplina cejaría, el talento se desperdiciaría y la sociedad degeneraría. La meritocracia y la jerarquía son fundamentales y así lo acuña el Orden Moral: Dios sobre el humano, el humano sobre la naturaleza, los adultos sobre los niños y los hombres sobre las mujeres. La Fortaleza Moral, en forma de perseverancia, es la virtud frente a las amenazas externas; ante las internas (vicios), la Pureza Moral nos pertrecha de templanza y sacrificio. Ante el Mal, como conjunto de amenazas externas e internas, hay que librar una guerra, erradicando la debilidad. La educación conservadora se basará en esto. Y para el adulto, ya disciplinado, sólo contará el Interés Propio Moral, reedición vulgarizada de una «mano invisible» que nos permite vincular el impulso egoísta con el fin moral que nunca se perdió de vista: si todo el mundo es libre de perseguir su propio interés, habrá más oportunidades para que todos puedan verse satisfechos.

Del mismo modo, continúa diciendo, se reconstruye un modelo central con la moral del Progenitor Atento, el modelo prototípico del razonamiento liberal, al que atribuye un sello femenino (asoma, sin mencionarse, la «ética del cuidado» que Carol Gilligan asoció con el desarrollo moral del sexo femenino). El cuidado (y, por tanto, no una reciprocidad que necesariamente desemboca en la Contabilidad Moral, cabría advertir a Lakoff, a costa de emborronar su teoría) dotará al niño tanto de la capacidad de cuidarse como de cuidar. Pero, en este caso, la obediencia, la competición y el castigo dejan paso a la atención: el niño aprende a través del apego a los progenitores, que velan por él con empatía. Se parte de otra concepción de la naturaleza humana, que requerirá de los padres atesorar Fortaleza Moral para ser buenos modelos. Sus expectativas deben ser realistas y la obediencia habrán de ganársela con autoridad moral. La comunicación resultará fundamental para que el niño tome conciencia de su individualidad y, al mismo tiempo, de su responsabilidad social.

5. Establecido el aparato teórico, señala, se da un quinto y sencillo paso, echando mano de una recurrente metáfora en la política estadounidense –la de la Nación como familia- para así poder proyectar el sistema moral a las ideologías políticas. Consecuentemente, los conservadores propugnan «la moral del Padre Estricto» mientras que los liberales promueven conductas empáticas y de equidad como exige la «moral del Progenitor Atento».

Partiendo de modelos ideales que nos condenan a razonamientos heterónomos, no sorprenderá que cada cual se tenga por ciudadano ejemplar y visualice en el otro al «demonio prototípico» (pp. 194 y ss.), comenta. En el epílogo a esta edición, previa a las elecciones norteamericanas, sólo se menciona a Trump para encuadrar su discurso exacerbado contra los inmigrantes mexicanos en el marco de la jerarquía moral conservadora. Su impúdico supremacismo, demoníaco para la mitad de la población, no hizo sospechar ni siquiera a Lakoff que pudiera ganar las elecciones. Sin embargo, la balanza se reequilibró precisamente porque, como apuntaba ya la edición de 1996, Hilary Clinton lleva veinte años siendo el típico perfil transgresor del orden conservador: mujer engreída, pacifista y proabortista, defensora del «bien común», influyente por su marido y defensora del multiculturalismo (p. 197).

6. Ahora ya puede cotejarse la hipótesis de partida, comenta, comprobando la coherencia de los modelos metafóricos en función de su capacidad de dar cuenta de las propuestas que liberales o conservadores defienden en bloque. Toda la cuarta parte del libro milita en el empeño de confirmar la coherencia de las distintas posturas, acercando su nueva luz a las polémicas sobre prestaciones sociales, impuestos, orfanatos, gasto militar, inmigración, déficit, delincuencia y pena de muerte, medio ambiente, guerras culturales o aborto. Resulta, por ejemplo, que un conservador crítico del Big Government y sus políticas asistenciales (prestaciones para quienes considera que no han sido disciplinados -pobres, solteras embarazadas, etc.-) aceptaría ampliar el déficit si es para beneficiar al ejército o para subvencionar a supuestos empresarios hechos-a-sí-mismos. ¿Por qué unos gastos sí y no otros? No por cinismo, sino porque el ejército, pese a contar con un importantísimo sistema social, se rige a ojos de todos por el Orden Moral. Y porque falazmente se asume (post hoc ergo propter hoc) que quienes han alcanzado el éxito lo cosecharon por méritos propios y hoy son ejemplares merecedores de recompensa.

Una de las últimas en advertir del peligro de este último marco cognitivo, sigue diciendo, fue Mariana Mazzucato en El Estado emprendedor: creer en el empresario de garaje que medra como «self-made-man», hoy implica desconfiar (de) y maniatar al Estado en su faceta de emprendedor. Mazzucato demuestra que casi nunca son tan emprendedores los empresarios como los pintan. En los últimos tiempos, rara vez ameritan la consideración y reconocimiento que los conservadores les profesan, pues resulta que el «capital riesgo público» arriesga mucho más que ellos (como «capital riesgo privado»), por más que sigan idealizados, como «animal spirits», en el mito capitalista. Es decir, ante la inherente incertidumbre de toda innovación (es posible gastar grandes sumas sin alcanzar el éxito del descubrimiento), son las inversiones del Estado, en saco roto si hace falta, las que asumen el riesgo del fracaso. Si acaso la inversión privada llega después, cuando la innovación existe y puede aplicarse productivamente. Cuando apenas hay riesgo. En lugar de generar innovación y productividad, las grandes empresas (que luego son adoradas y subvencionadas) aparecen cada vez más para rentabilizar lo que el Estado ha descubierto gracias al dinero de todos. Consecuentemente, alimentar la idealización del «inventor de garaje» consigue que el retorno de la inversión pública acabe en manos privadas; y encima se reduce el presupuesto del Estado para realizar el resto de sus funciones, incluido su papel emprendedor, para el que no tiene sustituto real.

No obstante, afirma Arteta, como consecuencia del marco mental impuesto, por pobres que sean los conservadores, se alinearán con las grandes empresas, convencidos de la pertinencia de su reproche al Gobierno por la excesiva presión fiscal y la burocracia. Las metáforas cumplirán su función ideológica, pero lo que desasosiega es pensar que de nada serviría al conservador leer detenidamente a Mazzucato, recabar hechos, tumbar falacias.

7. Finalmente, comenta, (quinta parte del libro), para cerrar la teoría, Lakoff mapea las variaciones políticas que de cada modelo central podrían extraerse, haciendo uso de «categorías radiales» que multiplican las alternativas sin romper la coherencia intrasistémica: un libertario, por ejemplo, no sería una categoría aparte, sino sólo un conservador muy pragmático (al buscar antes el interés propio y servirse para ello de la autodisciplina, alterna la jerarquía de principios conservadores), que pone el foco en la no injerencia del Gobierno. Si coincide con los liberales en la defensa de los derechos civiles, será por motivos y con fines distintos.

En toda esta argumentación, comenta después, con la claridad expositiva que adorna al analítico, George Lakoff opera como científico social, adoptando una perspectiva de observador para dar coherencia a los marcos cognitivos de sus conciudadanos (muchos de los cuales resultarán ajenos a los europeos: el modelo del Padre Estricto apenas es reconocible, mientras que «el maltrato infantil es un gran problema en los Estados Unidos, como lo son también el descuido y el abandono de menores», p. 299) y mostrarnos por qué hay argumentos que nunca calan en función de la adscripción política. Pero no pocas piezas del sistema parecen encajarse antes con el martillo pilón que con el fino y preciso bisturí: uno puede aplicar un sistema moral distinto en según qué casos, a disponer; y todo podría explicarse por variaciones respecto del modelo central, abriéndonos, mediante un amplio juego de combinaciones, a una ilusión de libertad que nos viene vedada desde la temprana exposición de los modelos centrales. Si algo puede reprochársele al sistema expuesto es el alcance explicativo que pretende arrogarse; si con tales orejeras se perfilara nuestro razonamiento moral, inútil habría sido el esfuerzo de Lakoff por adscribirse al método científico. Su credibilidad quedaría impugnada por sus propias premisas, pese a sus esfuerzos por disimular su querencia liberal.

No obstante, señala, no cabe desdeñar el potencial crítico de una teoría que hace explícitos los marcos ideológicos de los que somos deudores. Si la libertad ha de ser algo, será la reflexión sobre nuestras propias determinaciones... o condicionamientos. Sólo reflexivamente podríamos rebajar la tensión en sociedades que caricaturizan al rival en su «estereotipo patológico», polarizándose en extremo. De ahí su pertinente propuesta de educación moral en las escuelas para enseñar los dos modelos de familia, señalar las críticas que se hacen el uno al otro y mostrar sus respectivas virtudes (p. 268).

Es dudoso, por supuesto, dice más adelante, que para suscitar una reflexión radical baste con explicitar en clase las metáforas de base sin analizar si se ajustan a los hechos o son ideología, si permiten aprehender la realidad o la acaban emborronando. Pero este problema sólo se advierte respecto del conservador «principio de autodefensa del sistema», por el que quizás los padres «estrictos» tratarían de impermeabilizar a sus hijos respecto de ideas que relativicen sus convicciones. Pero entonces sí responde Lakoff sin pestañear: pide intransigencia a favor de la tolerancia. ¿Dogmatismo? No. Resulta, pese a todo, que hay razones más allá de marcos y metáforas.

Esto parece confirmarse, afirma, en los tres últimos capítulos (sexta parte del libro). Arremangado («yo no soy un relativista moral. Soy un liberal comprometido», p. 359), Lakoff busca cómo meter la cuña por debajo de los marcos mentales establecidos para sostener, con pretensión de convencernos (cayendo en lo que se conoce como «autocontradicción performativa»), que el marco liberal contiene menos inconsistencias que el conservador gracias a la Empatía, que lo obliga a contrastar las consecuencias de sus actos con la realidad. Cita estudios psicológicos que demostrarían que el apego afectivo genera individuos con mayor autoestima, más disciplinados, reflexivos y vivos, mientras que el castigo severo puede crear seres agresivos y con dificultades para tomar decisiones ante las adversidades. Y recurre a la ciencia cognitiva para demostrar que la moral del Padre Estricto contradice los mecanismos de la mente humana: para que el modelo autoritario sea efectivo, no debería quedar resquicio de duda acerca del significado de los mandatos/reglas a cumplir y la sanción debería mostrarse efectiva como móvil del acatamiento. Pero, por las impurezas y sesgos de la comunicación, esto rara vez sucede; sin ulteriores explicaciones, el castigo se percibirá recurrentemente como arbitrario y carecerá del efecto deseado.

Desgraciadamente, sigue diciendo, dado el alcance teórico conferido a los marcos discursivos que encorsetan el razonamiento metafórico, estos últimos argumentos no parecen pasar de metaargumentos que, como mucho, habría de tener en cuenta el liberal que aspira todavía a convencerse para luego persuadir. No sirven directamente para convencer. Pura paradoja. Por eso, pese a su mejor fundamento, el liberalismo quedaría en desventaja por su fe ilustrada:

La mayoría de liberales, afirma, da por hecho que las metáforas no son más que palabras y retórica, que podrían empañar los asuntos debatidos o que son la pasta de que estaría hecha la neolengua orwelliana [...]. Esta idea es falsa, empíricamente falsa, y si los liberales se ciñen a ella les será muy complicado construir un discurso que presente una poderosa respuesta moral al discurso conservador (p. 410).

Pese al exceso pesimista, concluye el profesor Arteta su artículo, (lejos de derribar muros de incomunicación con argumentos, el emisor sólo podría sortearlos moldeando sus mensajes a la medida del receptor: lo ha ensayado con éxito Steve Bannon, miembro de Cambridge Analytica y jefe de campaña de Donald Trump, aplicando el Big Data a determinados perfiles de votantes para personalizar las estrategias de captación de voto), son muchas las apreciables aportaciones de un ensayo que no ha podido encontrar mejor momento para ser reeditado. ¡Algo tiene que explicar el triunfo de Donald Trump! Como nos aclaró Clint Eastwood en campaña, había que enderezar a esta «generación de nenazas». Y así, mientras el flamante presidente intenta que «Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez» rompiendo compromisos internacionales, va quedando claro el desprecio al inmigrante, al musulmán, a la mujer y a la naturaleza, de la que no dudaría en explotar la minería del «hermoso carbón». Falta hacía para muchos un Padre Estricto que reapuntalara el Orden Moral. ¿Cómo convencerles de lo contrario?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3608
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)