Mostrando entradas con la etiqueta M.Arteta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta M.Arteta. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de junio de 2018

[PENSAMIENTO] Contra la Ilustración



La Escuela de Atenas (Rafael de Sanzio, 1512)


Como "Las contradicciones de un conservador heterodoxo", subtitulaba el profesor de la Universidad de Valencia, Mikel Arteta, doctor en Filosofía Política, su artículo en Revista de Libros en el que reseñaba el libro Ser conservador y otros ensayos escepticos (Madrid, Alianza, 2017) del filósofo británico Michael Oakeshott. Lo leí a finales de abril pasado y me pareció merecedor de subirlo al blog. Les animo a continuar su lectura.

Quizás Oakeshott, concluye su reseña el profesor Arteta, acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable? 

Es este uno de los libros más conocidos del gran filósofo británico Michael Oakeshott (1901-1990), señala Arteta, cuyo prestigio irá siempre ligado a una filosofía política de posguerra que arracimó a autores de la talla de Leo Strauss, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin o John Rawls. Si, para The Guardian, Oakeshott constituye «quizás el filósofo político más original de la centuria», para The Daily Telegraph fue «el mayor filósofo político en la tradición anglosajona desde Mill o incluso Burke». Justos o excesivos, estos elogios se refieren en buena medida a esta obra, que difícilmente dejará de reeditarse.

Michael Oakeshott fue educado en un colegio mixto donde se cultivaban a la par la responsabilidad social y el individualismo. Estudió Historia y Ciencia Política en Cambridge; y en 1925 se trasladó a Alemania para estudiar Teología. Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, y realizar un breve paso por Oxford, relevó a Harold Laski en su cátedra de Ciencia Política de la London School of Economics hasta 1968.

Hijo de su tiempo, su obra nos invita a huir de extremismos ideológicos; esos que hicieron empantanar a un mundo que, por más martillazos que le den, no encaja en rígidos esquemas. Y la tarea no es sencilla, pues, tal y como nos advierte, nuestra cultura está dominada por el racionalismo, maestro en rígidos esquemas, y en martillazos. Asumido esto sin fatalismos, pero precaviéndose, defenderá una política prudencial, es decir, del sentido común. Nos encontramos, en fin, ante un conservador, pero un conservador escéptico, liberal incluso. Heterodoxo, en cualquier caso. Un hombre de hábitos sencillos: cuentan que alguien dijo en su entierro que le habría gustado «porque no ha tenido nada de extraordinario».

Rationalism in Politics and Other Essays fue publicado por primera vez en 1962, y en él se recopilaban ya estos cuatro ensayos independientes pero bien avenidos, publicados previamente en revistas académicas. Oakeshott no es un filósofo sistemático, y aunque los ensayos están atravesados por un hilo reconocible, la lógica argumental no resulta siempre fácil de reconstruir. En cualquier caso, la secuencia expositiva del libro cobra sentido atendiendo a la intención del autor: el primer ensayo, cuyo objetivo es criticar «El racionalismo en la política», ofrece una exposición bastante exhaustiva de las tesis de Oakeshott. El segundo («La torre de Babel») y el tercer ensayo («La educación política») vienen a desarrollar algún punto tratado en el primero; colegir, en el último ensayo, que hay que «Ser conservador», cae por su propio peso. The Independent calificó todo esto como la más «elocuente y profunda defensa filosófica del conservadurismo que el presente siglo haya producido», y comparó a Oakeshott con Michel de Montaigne (uno de sus grandes admirados, junto a David Hume) por su «compostura, humor, discreción y moderación».

Comienza el libro perfilando al racionalista: «un enemigo de la autoridad y del prejuicio» (p. 34), receloso del hábito (esa acción irreflexiva que desde temprano canaliza nuestras interacciones), y tan empeñado en reflexionar sobre la adecuación de cada una de sus acciones a los ideales morales, que acaba segando la hierba bajo sus pies.

Cada generación, de hecho, cada administración, debería ver desplegada ante sí la sábana blanca de la posibilidad infinita. Y si por algún casual esta tabula rasa hubiera sido pintarrajeada por los irracionales garabatos de los ancestros guiados por la tradición, entonces la primera tarea del racionalista debe ser la de dejarla bien limpia; como destacó Voltaire, la única manera de tener buenas leyes es quemar todas las existentes y empezar de nuevo (p. 39).

Este adanismo se consagró con el giro copernicano abierto por Descartes y Bacon. Buscando esquivar los errores a que nos condena la «razón natural», ambos emprenden una «purga de la mente». Edifican un método, una técnica de investigación con reglas aplicables mecánica y universalmente (pp. 54-55 y 57).

Desde entonces, el racionalista persiste en filtrar toda sustancia de la tradición por el tribunal de la razón. Tanto menosprecia la práctica que ha intentado reducir cada arte a principios y reglas formales contenidas en un libro virtual. Concretamente, el arte político quedará reducido a rácanas ideologías: «una reducción formalizada del supuesto substrato de verdad racional contenido en la tradición» (p. 38).

Hoy, en todas partes, una administración racional (pp. 35-37) planifica y gestiona aplicando las técnicas de su propio libro a rajatabla. Pero, como denuncia con tino el autor, los ideales (y las reglas derivadas) plasmados en el libro no conforman una teoría que antecede a la práctica, sino que son producto de la práctica humana: el pensamiento reflexivo infiere regularidades y realiza abstracciones desde la práctica (p. 111). Por eso, insistir sólo en la técnica, perdiendo de vista que la experiencia (política en este caso) es su condición de posibilidad, supone literalmente descabezar la tradición y torpedear la reflexión.

No es que el racionalismo elimine los hábitos (consustanciales a toda «vida moral»), sino que, al repudiarlos, alumbra una «forma de vida moral» que nos genera un perpetuo desgarro y nos impide pensar, practicar y disfrutar convenientemente de dichos hábitos (p. 115). Esa forma de vida, tan celebrada, es, en realidad, «una desgracia» que condena a cualquier sociedad a la anomia. Pero es una desgracia con la que habremos de lidiar, pues arraiga en lo hondo de nuestra tradición: ya en el mundo grecorromano fueron perdiendo vitalidad los antiguos hábitos y la cristiandad dejó de ser una forma de vivir para pasar a abrazar ideales morales. ¿Por qué? Por la «necesidad de traducir el modo de vida cristiano a una forma que pudiera ser apreciada por quienes, teniendo que aprender el cristianismo como una lengua extranjera, tenían necesidad de una gramática» (pp. 119-122).

Profundizando en este chispazo analítico, se atreve con algunas abstracciones interesantes sobre la necesidad histórica del racionalismo político (pp. 67-74). Resulta que, en tres ámbitos distintos, se requirió impartir educación política ad hoc a quienes no habían sido educados en la práctica política (durante las dos generaciones que hacen falta para manejar bien cualquier arte). Ofreciendo reglas, Maquiavelo pudo atender a gobernantes sin tradición de serlo. En otro orden, las clases sociales necesitaron una guía que paliase su falta de educación. Oakeshott ve con buenos ojos ofrecerles un resumen de la tradición política, algo insuficiente pero necesario (p. 139). Entre dichos resúmenes destaca el Segundo Tratado del Gobierno Civil, de John Locke; pero otros, como los de Jeremy Bentham y William Godwin, serían pura secta racionalista deseosa de encubrir «todo rastro de hábito político y tradición en su sociedad con una idea puramente especulativa». En tercer lugar, cabría pensar en toda una sociedad, como la estadounidense, que fue llamada a ejercer la iniciativa política por su cuenta y sin previo aviso, dando paso al alumbramiento de una civilización de hombres hechos a sí mismos de manera autoconsciente, racionalistas por circunstancia y no por reflexión, que no necesitan persuadirse de que el conocimiento se inicia con una tabula rasa y que ni siquiera consideran la mente libre como el resultado de alguna purga artificial cartesiana, sino como el regalo de Dios Todopoderoso, como dijo Jefferson (p. 72).

En conclusión, la sociedad, el político o el gobierno racionalista es el que solamente pone su empeño en una «política empírica», desnutrida de toda práctica. Esta es, paradójicamente, una política de la fe, aferrada a la «perfección» y a la «uniformidad»: el racionalista cree que «no puede haber lugar para preferencias que no sean racionales, y [que] todas las preferencias racionales coinciden necesariamente» (p. 41). Por eso está más ilusionado por crear nuevos acuerdos, cincelando a la sociedad a imagen de los principios, que por cuidar de los ya existentes. Y, en este sentido, incluso Caminos de servidumbre, de Friedrich Hayek, sería pura ideología racionalista: un «plan para resistir toda planificación puede ser mejor que lo contrario, pero pertenece al mismo estilo de política» (p. 64).

En su lugar, Michael Oakeshott abraza una política del escepticismo: conservador será quien, sin mayores anhelos, se ocupe de los acuerdos políticos que constituyeron su sociedad. Conocerá al detalle, a fuer de leer buenos resúmenes de la tradición y de la práctica, los recursos que ofrece su tradición; pero no intentará usarlos para construir una sociedad armónica y se conformará con parchear los conflictos que nunca dejarán de ir surgiendo. Gobernar, para él, será «arbitrar» o «moderar» (pp. 192-193).

Con un pensar alegre y una prosa que huele a británica desde la primera página, se nos invita a una narración que prescinde de determinaciones y categorías rígidas, con afirmaciones que vuelven sobre sus pasos no pocas veces, ofreciéndonos contornos reconocibles pero flexibles, frente a los cuales se puede entrar a discutir sin cavar trincheras. Hagámoslo.

Primero. Advertiremos que entre los dos tipos puros de política que acabamos de exponer hay un continuum, un necesario mestizaje desde el cual se tiende más a una o a otra. Pero, en beneficio de su argumentación, Oakeshott trata de ocultarlo muchas veces para así hacer del racionalista un «muñeco de paja», esto es, una caricatura cuyo racionalismo no se compadece con las sucesivas críticas a la razón que cualquier racionalista, si de verdad profesa amor a la razón, debería haber hecho suyas. Desaparecido queda ese racionalista que, según Karl Popper, es «alguien para quien es más importante aprender que tener razón; alguien dispuesto a aprender de los demás, no sólo asumiendo las opiniones de los otros, sino dejando con gusto que otros critiquen sus ideas mientras él critica con gusto las ideas ajenas. El énfasis recae aquí en la noción de crítica, o, para ser más precisos, discusión crítica».

Segundo. Oakeshott apunta con tino y gracia a un síndrome de época, un racionalismo sociológico, por llamarlo de algún modo, que ha terminarlo por fagocitarlo todo:

Lo que en el siglo XVII era L’Art de penser hoy se ha convertido en Tu mente y cómo usarla, un plan de expertos mundialmente famosos para el desarrollo de una mente instruida por una parte del precio habitual. Lo que era el Arte de vivir se ha convertido en la Técnica del éxito, y las iniciales y más modestas incursiones de la soberanía de la técnica en la educación han florecido en el Pelmanismo (p. 59).

Difícilmente podríamos reprochar su crítica de un fenómeno que eleva al paroxismo el conocimiento técnico. Pero, sibilinamente, se excede al identificar una dinámica «racionalizadora», que en buena medida nos trasciende (y que ya fue denunciada por Max Weber y, a su modo, todavía antes, por Karl Marx, el mayor demonio ideológico/racionalista), con las pretensiones del racionalista. Se diría que intenta desacreditar al racionalismo para allanarse el camino y darnos pinceladas de su propia ideología liberal: el gobierno conservador no debe dirigir la acción de los ciudadanos ni soñar con un punto final (racional) del conflicto político. Parece que unas ideologías le disgustan más que otras porque, a despecho de lo que afirma, su propuesta no queda tan lejos de la de Hayek.

A la hora de la verdad, nuestro heterodoxo conservador flirtea con un liberalismo individualista y descarnado. Partiendo de un individuo que no está obligado a justificar sus preferencias («no somos niños en statu pupillari», p. 193), Oakeshott defenderá un Estado mínimo («árbitro») que, para gobernar con «neutralidad», rehúye generalidades como el «bien público» o la «justicia social» (p. 198).

Tercero. Aferrado a este raro individualismo, asegura que «ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde con uno mismo y a sus circunstancias» (p. 165). Pero lo que en el ámbito de la vida buena de cada cual (ética) podría asociarse con un carácter virtuoso, da lugar en política a una concepción descorazonadora. Siguiendo esta lógica, Oakeshott se niega a concebir la política como «la sombra que arroja la economía», realza la importancia de la «institución de la propiedad privada» y considera que «la principal (quizás la única) actividad específicamente económica apropiada para el gobierno es el mantenimiento de una moneda estable» (p. 199). Se entiende, por la época en que escribe, su recelo ante el gran Estado. Pero si esta es la única tarea económica que el conservador reservaría al Gobierno (hoy delegada normalmente en bancos centrales para evitar estropicios del pasado), cabe preguntarse dónde queda el resto de la política económica: promoción de exportaciones, protección puntual de la competencia en sectores estratégicos, reconversiones, regulación del mercado de trabajo, fiscalidad, financiación y redistribución, así como otras medidas que, por cierto, ponen coto al alcance de la propiedad privada. Reducir tanto la dimensión económica de la política parece, más que una postura «neutral», una forma de no cuestionar la legitimidad del poder político (la justicia de la ley) y de fiar su legitimación al vínculo tradicional, no siempre exento de injusticias.

Cuarto. Nuestro filósofo puede alcanzar muchas de sus conclusiones gracias a un presupuesto previo, que aflora tras apuntillar a René Descartes y Francis Bacon: «la formulación precisa de normas de investigación pone en peligro el éxito de la investigación al exagerar la importancia del método» (p. 62). Cabría replicar que un racionalista no caricaturizado ya sabe que la reflexión sin tradición es «vacía»; y, puesto que no hay teoría que no brote de la práctica, tal racionalista nunca menospreciará dicha práctica (ni ignorará la costumbre, ni pretenderá prescindir de ¿nuevas? convenciones) para elaborar métodos que le permitan conocer mejor lo investigado con el fin de investigar mejor. Pero, como también sabe o sospecha que la tradición sin reflexión es «ciega», ese racionalista dudará, por ejemplo, de que lo moral (lo que todos tenemos por justo) esté mucho más cerca del hábito puro que de la reflexión. Asumiendo que la tradición navega a la deriva, el racionalista intentará dar con criterios y erigir métodos no sólo para descubrir verdades (falsables) que nos quedaban ocultas, sino también para moverse procedimentalmente hacia lo justo (revisable) desde una tradición cualquiera, pues en un grado u otro todas las verdades albergan puntos ciegos. En otras palabras, nadie puede guiarse en la vida sólo por medio de un romo método, pero resultaría peligroso desprendernos de procedimientos con los que filtrar nuestros sesgos y tomar distancia reflexiva frente a lo cotidiano. Al final se trata de dónde queramos poner el acento.

Quizás Oakeshott acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






Entrada núm. 4482
elblogdeharendt@gmail.com
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 15 de diciembre de 2017

[Pensamiento] La edad de la ira





¿Está en pensamiento de la Ilustración en el origen del fenómeno yihadista? Mikel Arteta, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, reseñaba hace unos días en Revista de Libros la más reciente obra del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, La edad de la ira (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017), y llega a la conclusión de que la opinión del autor de que en cierto modo el pensamiento ilustrado está en la base de gran parte de la violencia yihadista actual y de los totalitarismos del pasado siglo, es pasarse, como se dice coloquialmente, dos pueblos...

Pankaj Mishra, colaborador de The New Yorker, The New York Review of Books o The New York Times Review, experto en nuevas realidades de países asiáticos, comienza diciendo el profesor Arteta, nos guía por las raíces del pensamiento de los siglos XVIII, XIX y XX con la intención de mostrar la lógica que rige, desde hace dos siglos, los episodios contemporáneos más sangrientos. En síntesis: lo que hoy se nos aparece como violencia irracional de perturbados o fanáticos con quienes no cabe entendimiento, obedecería en realidad a reacciones desquiciadas por el desarraigo y la angustia que la modernidad va propagando allí donde toma sitio. Filósofos, novelistas, poetas, activistas o políticos le brindan material interesante para defender esta tesis. Innumerables citas y contextualizaciones biográficas confeccionan una trenzada historia de las ideas, donde, más que las propias ideas, importa su relación –y esto es lo novedoso– con la subjetividad y circunstancias socioeconómicas de quienes las han sostenido originalmente y de quienes las han acogido y difundido en otros tiempos y lugares.

Lo que hace más bien [este libro] es explorar un particular clima de ideas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva, desde la época de Rousseau hasta nuestra propia edad de la ira (p. 33).

El autor tratará de persuadirnos de que el resentimiento es un mal endémico de la modernidad; y de que, en plena era global (no hay sociedad que no haya mimetizado estructuras, postulados y anhelos insatisfechos de democracia, libertad, igualdad, autonomía, autorrealización, etc.) dicho resentimiento, mutado a veces en ira y ésta en violencia, es la mayor amenaza a que nuestras sociedades han de hacer frente. La promesa de libertad tiene doble filo.

A lo largo del libro se intentará demostrar que el patrón propuesto explica incluso la peor –y aparentemente más irracional– de las violencias contemporáneas, la del Daesh. Incluso la ira que alimenta a yihadistas sólo podría germinar, según el autor, entre los desgarros y resentimientos de la modernidad. Tesis como las del choque civilizacional y su derivada violencia irracional surgen de «haber empañado los costes del “progreso” occidental», lo que «ha minado seriamente la posibilidad de explicar la proliferación de las políticas de violencia e histeria del mundo actual» (p. 51). Entre los costes del universal intento de copiar el progreso occidental se cuentan los totalitarismos y sus violentos preludios. Sin embargo, como habríamos optado por explicarlos como mera aberración patológica («empañando» la causa real), hoy somos incapaces de entender que no hay gran diferencia entre el terrorismo yihadista y otras manifestaciones más familiares de odio, exclusión del «otro» y violencia masiva (p. 47).

Dialéctica de la Ilustración: Voltaire contra Rousseau

El Perú empezó a joderse con los philosophes. La fe, arrastrada del siglo anterior, en la razón y el progreso laico, animó a los philosophes a intentar dominar científicamente fenómenos ajenos al mundo natural, como gobierno, economía, ética, derecho o vida interior. Con Adam Smith, la «mano invisible» inducía a confiar en un mercado autorregulado gracias al egoísmo y la envidia; la meritocracia era lo propiamente «racional». Según Montesquieu, el comercio podía «curar prejuicios destructivos» y promover «la comunicación entre pueblos». Diderot elogiaba al intelectual cosmopolita como elegante hombre de mundo. Y Voltaire, que murió, según Mishra, siendo un «hombre muy rico, con una fortuna amasada a base de derechos de autor, mecenazgo real, propiedad inmobiliaria, especulación financiera, apuestas de lotería, préstamos monetarios a príncipes y fabricación de relojes» (p. 82), defendía fervientemente la Bolsa porque «allí el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma fe, y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota» (p. 90).

Los filósofos ilustrados, que a comienzos del siglo XVIII vivían retirados, pasaron a ganar relevancia social y a disfrutar del mecenazgo de Federico de Prusia o Catalina de Rusia. Y de ahí que el racionalismo fuera «a menudo agresivamente interesado, además de imperialista; estaba pensado para beneficiar principalmente a una clase emergente de hombres cultos y ambiciosos» (p. 62). Tras la defensa ilustrada de la libertad «latían viejas luchas en torno al poder y la eminencia. Porque [...] las particulares circunstancias de los filósofos franceses perfilaban su ideología» (p. 57).

Reacio siempre a diseccionar ideas, y abusando aquí del cui prodest, el autor raya la falacia post hoc ergo propter hoc: al parecer, los philosophes no ganaron prestigio por el valor y utilidad de sus revelaciones, sino que bien defendieron sus tesis para ganar relevancia, bien ganaron relevancia sólo porque previamente se acercaron al poderoso (lo que no explica por qué los poderosos requirieron sus servicios antes de que trascendiera la calidad de estos). Una segunda falacia, ahora ad hominem, consiste en atacar la posición socioeconómica del ilustrado (aprovechando, dicho sea de paso, un marco cognitivo –recordemos a George Lakoff− que hoy rechaza de raíz todo lo que suene a finanzas) en lugar de enfrentarse a sus ideas.

Para ilustrar su tesis, que, pese a todo, nos penetra hondo, se acoge a Rousseau. Rara excepción: marcado por infancia y juventud duras y de privaciones materiales, siempre señaló las injusticias ocultas tras la igualdad formal y denunció que los «sistemas financieros hacen almas venales». Fue el primero en describir la «experiencia quintaesencial de la modernidad», correspondiente al «desarraigado extraño a las metrópolis comerciales que aspira a un lugar en ellas y se debate con complejos sentimientos de envidia, fascinación, revulsión y rechazo» (p. 85). Advertía que el amor propio, un impulso por lograr reconocimiento por encima de los demás, inclina al odio y al autoaborrecimiento; y sabía que las escasas recompensas del mérito individual y la competencia no compensan sus altos costes psíquicos. Por eso, como fuente del contrato social, anhelaba –Esparta en mente– una persecución virtuosa del bien común que limitara la individualidad (pp. 86-90). Dada su influencia en los jacobinos, la ruptura con el Ancien Régime se logró con la apelación a una fraternidad y una igualdad tan radicalizadas que difícilmente podrían haberlas firmado ni previsto sus morigerados colegas. Aupó, así, la «cuestión social» que más tarde inquietaría al pensamiento socialista y que, según Hannah Arendt, ya entonces distinguió a la Revolución Francesa de la americana, más pendiente de la libertad política.

En fin, mientras Voltaire y los suyos eran «modernizadores desde arriba» y celebraban la occidentalización de Rusia, Rousseau denunciaba que dicho proceso condenó a los rusos a un doloroso desgarro: debían convertirse en alemanes e ingleses sin poder llegar a serlo, pero sin ser tampoco lo que «estaban llamados a ser» (pp. 92-93).

[Nietzsche] parecía estar reflexionando en torno a este contraste cuando dijo considerar la batalla entre Voltaire y Rousseau como «el problema inconcluso de la civilización» (p. 89).

1789-1848. La reacción idealista: del nacionalismo cultural al nacionalismo político

Del terror retributivo de jacobinos moralistas pasamos al nacionalismo económico y cultural de los románticos alemanes. Como sucedió con Rusia, el impulso cultural del idealismo provino de un querer seguir los pasos de la Revolución Francesa y no poder. Su denuncia de la agresiva búsqueda de riqueza material y poder a expensas de las dimensiones estéticas y espirituales de la vida humana no procedía tanto de una repulsa de los ideales ilustrados como del «resentimiento y el desdén defensivo de los aislados intelectuales alemanes, a los cuales justificó y fortaleció la retórica de Rousseau» (p. 148).
Romanticismo e idealismo opusieron, «a los ideales cosmopolitas de comercio, lujo y urbanidad metropolitana», la Kultur, que siendo dominio de los «humildes pero profundamente alemanes, habitantes de pequeñas ciudades, sacerdotes y profesores, era un logro superior a la Zivilisation francesa levantada en torno a la sociedad cortesana». Entre los despechados por no ser dignos del prestigio francés destaca Herder y su «búsqueda nativista»: «cada nación habla de acuerdo con la forma en que piensa, y piensa de acuerdo con la forma en que habla» (pp. 149-152).

Fichte, menos tentado que Herder de darle a su nacionalismo una pátina universalista, compuso su nacionalismo étnico transponiendo lealtades religiosas a lealtades políticas. Este paso de nacionalismo cultural a uno político fue respaldado por el sentimiento de humillación tras las derrotas en Jena y Auerstadt. La admiración por Napoleón, espíritu de la historia hecho hombre, mutó en resentimiento e ira. Esto sirvió para apretar las filas en la retaguardia alemana, donde el movimiento nacionalista ya esparcía su trascendental pegamento contra el disolvente moderno: servían recicladas ideas cristianas, como la resurrección, volcada ahora en un renacer glorioso de los pueblos, tras su declive y decadencia.

Con estos mimbres, y tras el fracaso de las expectativas socialistas en 1848, el culto al Volk se prolongó incluso durante la industrialización promovida por Bismarck. Consecuentemente, cuando Alemania alcanzó la altura industrial de Francia e Inglaterra, las identidades forjadas contra la modernidad quedaron súbitamente negadas, desgarradas; muchos fueron señalados por la degeneración moral occidental. Se iba prendiendo la mecha.

1848-1918. Desarrollo comercial y radicalización del desgarro: entre nacionalismo étnico y nihilismo

En Rusia, afrancesada largo tiempo, perduraron las ilusiones. Lo ilustra el Crystal Palace de la novela ¿Qué hacer? (1863), de Nikolái Chernyshevski: éste encarna la defensa de «un futuro utópico, construido sobre principios racionales, de trabajo gozoso, vida comunal, igualdad de género y amor libre» (p. 67). Una utopía paradigmática que no dejaron de hacer suya fascistas o estalinistas. Anhelo, mimetización y reacción de los perdedores de la primera gran globalización en el siglo XIX –redes ferroviarias, puertos, canales, barcos de vapor, líneas de telégrafo, servicios financieros y catorce millones de emigrantes italianos hacia América desde 1870 a 1914– desembocarían en violencias totalitarias y anarquistas.

Por una parte, entre los que prendieron en Alemania la mecha idealista contra los sueños de racionalización emancipadora prometida por el Crystal Palace se encuentra Wagner, que «despreciaba los parlamentos y deseaba que la revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder» (p. 181). El anhelo mimético de un Napoléon guiando al pueblo seguía –y sigue− ahí, agazapado entre los iracundos. Y formas de canalizarlo había muchas: desde el nacionalismo «universalista» del italiano Giuseppe Mazzini al conservadurismo de Georges Sorel: harto de «la humillación de las arrogantes democracias burguesas, hoy tan cínicamente triunfantes», y pertrechado de léxico religioso con referencias al honor, la gloria, el heroísmo, la vitalidad o la virilidad, el filósofo francés influyó tanto en Gramsci como en Mussolini, en Ernst Jünger como en Hitler.

Entre los devotos de Mazzini, defendieron sus particulares vías tradicionales hacia la modernidad Lala Lajpat Rai, en India, o Liang Qichao, en China. Sin embargo, al chocar contra la falta de condiciones materiales de posibilidad, los anhelos de modernización frustraban las expectativas de generaciones posteriores: el indio Vinaiak Dámodar Savarkar apostó entonces por fortalecer la identidad del yo hindú por oposición al no-yo musulmán, alejándose de la vía –más ajustada al universalismo mazziniano– escrutada por Mahatma Gandhi. La radicalización del nacionalismo político nació en Alemania, pero pronto saltó a escala mundial.

Por otra parte, otra extendida reacción contra la visión idealizada de la europeización fue abanderada por Fiódor Dostoievski, que en 1864 publicó Memorias del subsuelo, repudiando la visión del progreso de Chernyshevski y aclarando que el interés propio racional es mala base para la acción por lo placenteramente que es desobedecido. Si ligamos la nihilista reacción rusa con Alemania, epicentro de las mechas que se prendieron en el siglo XIX para explotar en el XX y el XXI, encontraremos el mismo talante «debilitador» en la resignación recetada por Schopenhauer ante la ilusión de libertad. Pero mucha más enjundia tiene el giro vitalista (activo) que le imprimió Nietzsche, influido por Dostoievski. Crítico de las abstracciones ilustradas, pero más aún de las ciegas y torpes reacciones nacionalistas, tenía claro que tras la muerte de Dios, no asumida todavía, «ninguno de nosotros es ya material para una sociedad». Convencido de que el nihilismo es condición necesaria para «una raza de espíritus libres», de superhombres que despunten sobre la felicidad bovina, fue quien mejor comprendió el potencial tóxico del resentimiento: del débil brotará odio, agresividad, contra una elite inaccesible.

Una de las más explosivas plasmaciones políticas del nihilismo activo fue el anarquismo de Mijaíl Bakunin. Arrestado y exiliado en Siberia durante más de una década, crítico del idealismo, el nacionalismo y el socialismo, sus tesis calaron hondo en países pobres, desiguales y agrarios como Italia o España. Su defensa de una libertad individual irrestricta anunciaba barricadas callejeras que facilitarían el tránsito de la jaula autoritaria a la arcadia de libertades. Varios atentados anarquistas, incluido el asesinato de un presidente francés, coronaron el siglo XIX. Según Eric Voegelin, con Bakunin se concentra «la existencia en la voluntad espiritual de destruir, sin la guía de una voluntad espiritual de orden» (p. 268)

Una manifestación explosiva, a caballo entre nihilismo y nacionalismo, fue el «darwinismo social» de Herbert Spencer. Logró conjugarse el racismo de los peores nacionalistas con las interpretaciones más burdas de Nietzsche para vaticinar «que una raza de superhombres surgiría después de que la sociedad industrial hubiera cumplido su tarea de deshacerse de los menos aptos» (p. 204). De este poso surgió la vida y obra del poeta italiano Gabriele d’Annunzio, cautivado por la idea nietzscheana del superhombre. Caído en desgracia literaria a causa de deudas y revivido gracias a canciones de guerra, desengañado de la democracia liberal, apóstata del socialismo, afirmaba que «la palabra, dirigida oralmente y de modo directo a la multitud, debe tener como único fin la acción, la acción violenta si fuera necesario» (p. 199). El líder italiano de la Primera Guerra Mundial suministró un modelo para enardecer a las masas por medio de discursos pseudorreligiosos que encandilaron a los jóvenes Mussolini y Hitler.

1950 hasta hoy: de la renovación de la fe moderna al terrorismo

En la estela de la «filosofía de la sospecha» nietzscheana, no han sido pocos quienes, como Heidegger o Foucault, han tratado de denunciar las idealistas abstracciones de la ilustración y las devastadoras consecuencias de un proceso de racionalización burocrática y mercantil que amenaza siempre con regir todo tipo de relaciones interpersonales, amenazando con convertir confianza y solidaridad –sin las cuales no cabe imaginar una sociedad democrática– en moneda de tráfico mercantil.

El consenso internacional apostaba por expandir el «modelo occidental» para ayudar a los países «subdesarrollados». Tras la estela de Walt Whitman Rostow (Las etapas del crecimiento económico) o Samuel P. Huntington (El orden político en sociedades en cambio), la propia ONU bendijo las políticas desarrollistas:

En cierto sentido, un rápido progreso económico es imposible sin ajustes dolorosos. Hay que borrar filosofías ancestrales; desintegrar antiguas instituciones sociales; romper lazos de casta, credo y raza; y frustrar las expectativas de una vida confortable de un gran número de personas que no pueden mantenerse al ritmo del progreso (ONU, 1951).

En uno de esos golpes más efectistas que efectivos, recuerda Mishra la historia de un desarraigado de clase baja de El Cairo, que escribía su tesina sobre planificación urbana, leída luego en Hamburgo. Denunciaba el expolio en una barriada de Alepo por autopistas y altos edificios modernos, y pedía demolerlos y reconstruir sobre modelos tradicionales. Era Mohammed Atta, pocos meses antes de ser informado de que iba a destruir las Torres Gemelas (p. 108).

Resulta interesante la narración de reacciones violentas que se han llevado a cabo fuera de Occidente contra la apisonadora del Progreso. Reacción islamista de Erdogan en Turquía tras las reformas modernizadoras de Ataturk; reacción en la India de Modi tras la reformas modernizadoras de Nehru; reacción en el Irán de Jomeini tras las reformas del sha Yalal Al-e-Ahmad. Reacciones como las descritas en el libro muestran que el fracaso de los sucesivos intentos de «modernización desde arriba» se debe a que ninguna sociedad hace tabula rasa. En todos los casos asistimos al deseo «mimético» de grandes hombres (desde Herder hasta Gandhi, pasando por Yalal Al-e-Ahmad) de acomodarse a las exigencias modernizadoras, seguido de un desengaño: «Gandhi intentó convertirse en un gentleman inglés antes de dedicarse a escribir Hind Swaraj (1909), donde señalaba los peligros de que los hombres cultos de los territorios colonizados imitaran absurdamente las costumbres de sus jefes colonizadores» (p. 127). Todos pasaron a ser conscientes de sus debilidades, pero, pese a todo, muchos de ellos (y sobre todo sus radicalizados sucesores en el cargo) recondujeron su resentimiento con vistas a liderar una nueva intelligentsia, imponiendo remedos como vías propias hacia la modernidad.

Los distintos regímenes conformaron malas copias de Occidente (del cual quedaban más separados por el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que por cualquier otra cosa) y acabaron imponiendo a sus súbditos (como en el caso de Jomeini) proyectos «radicalmente modernos». Por supuesto, estas afirmaciones sólo son inteligibles si se ignora el desarrollo democrático y se reduce la evolución social a las maquiavélicas orquestaciones de aspirantes a filósofos-reyes, anhelo, por cierto, que lógicamente puede rastrearse al menos hasta el no muy moderno Platón. Sea como fuere, se colige, como veníamos avisando, que ahora sufren allí los desgarros que ya sufrimos en Europa desde el siglo XIX.

Por lo demás, cuando no es la «mistificación» nacionalista la que demoniza al «otro» (hasta aniquilarlo incluso) y oculta el verdadero origen del sufrimiento con la promesa de hacer al país «otra vez grande», serán las explosiones de terrorismo nihilista en el corazón de Europa las que nos recuerden el potencial venenoso del resentido. Esta segunda vía la inauguró, por cierto, Timothy McVeigh en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, asesinando a 168 personas y mostrándonos la existencia –luego confirmada– de un submundo de rabia política, teorías conspirativas y paranoia a punto de estallar. A raíz de sus confesiones, su transición del nihilismo pasivo al nihilismo activo quedaría explicada por frustradas promesas de autonomía y autosuficiencia.

Un islam moderno e irascible

A estas alturas quedaría confirmada la hipótesis de partida. Dada la inmersión de los jóvenes musulmanes en el mundo moderno (muchos socializados en Occidente), su absoluto desconocimiento del islam (como el caso de Abu Musab al Zarqaui), el uso del marketing y las vías de captación, el discurso empleado para legitimarse, etc., el islamismo yihadista no sería más que una prolongación del mismo fenómeno patológico, equivocado y macabro, de huida equivocada de una modernidad asfixiante.

Es indicativo que, desde 2006, Osama Bin Laden pasara a hablar no tanto de la política exterior estadounidense como del calentamiento global y la incapacidad de las democracias occidentales para hacerle frente. Anwar al-Awlaki, influyente predicador yihadista con acento estadounidense, pregonaba que «una cultura global» ha seducido «a los musulmanes, y sobre todo a los musulmanes que viven en Occidente». Tras expandir su mensaje por redes sociales, abandonó Estados Unidos y se lanzó al yihadismo para no ser denunciado por frecuentar prostitutas cuando clamaba contra la fornicación. Abu Musab al Zarqaui, arquitecto del Daesh, huía de un pasado de proxenetismo, tráfico de drogas y alcohol. Omar Mateen era habitual del club gay donde masacró a cuarenta y nueve personas.

Los fanáticos no dejan de sentirse amenazados por un Crystal Palace mundial y sus reacciones «son reflejo o parodia [...] de sus supuestos enemigos, pero a un ritmo acelerado: obedecen a una lógica de reciprocidad y escalada de violencia mimética antes que a cualquier imperativo escritural» (p. 248). Por eso el Daesh, que sería la reacción a la Operación Justicia Infinita y Libertad Duradera, viste a sus víctimas con monos de presos de Guantánamo. Y ello pese a que la privatización de la violencia tenga más visos de destruir el paraíso que de alumbrarlo.

Muchas son las razones por las que este ensayo merece ser leído y atendido. Con buena letra –que ya es una razón–, apunta con tino a la angustia desgarrada de tantos que viven con miedo por un futuro incierto y con falta de autoestima por la impúdica exposición del éxito (¡casi siempre impostado!) de los pares. En una estela benjaminiana («Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia»), señala inadaptaciones que, sin duda, han causado y causarán reacciones patológicas y peligrosas. Resulta, además, atractivo bucear por la vida de los grandes hombres; y tiene gracia, pese a todo, comprobar que cuanto más aliviado económicamente se vive, más fácil es confiar en el progreso. Un sesgo fácil de anticipar introspectivamente. Y poco que objetar a la asociación de yihadismo y modernidad: es un error mirar al fenómeno con ojos marcianos que rechacen entablar comunicación (¡incluso la violencia es comunicación!) y se empeñen en una guerra moralista contra los bárbaros (desligada del imperio de la ley, cuya pena o sanción es comunicación). Una estrategia así sólo alimentará las filas de quienes saben cómo apuntarse al victimismo y manejar el marketing como estrategia de captación.

Respecto a las carencias argumentales, el propio autor anticipa algo tímidamente: «seguirán siendo indispensables los análisis materialistas [...], pero nuestra unidad de análisis debe ser también el ser humano irreductible, sus temores, deseos y resentimientos» (p. 39). Vale, pero cabrá contestarle que, puesto que las emociones son en buena medida indesligables de las ideas que nos hacemos del mundo, no podremos evaluar esos «temores, deseos y resentimientos» al margen de los «análisis materialistas» postergados. Que la humillación sea injusta y dispare luchas por el reconocimiento como iguales políticos (democracia), y que el victimismo sea venenosamente autoalimentado y genere odio y exterminio, no constituyen situaciones comparables ni por justificables igual, por más que ambos proyectos se alimenten de resentidos. Deudora de la estrategia del  mismo continuum la reacción romántica y las masacres del Daesh.

Los análisis no están, pero los juicios del autor sí se infieren. Viene aquí al pelo aquel dictum de que «explicarlo todo es justificarlo todo»: uno va ligando cabo tras cabo y, cuando quiere darse cuenta, está reconviniendo a Voltaire porque Al-Zarqaui ha fundado el Daesh. No deja de desconcertarnos durante todo el libro el relativismo de unas premisas que hacen pagar el pato de la falta de democracia precisamente al autogobierno (democracia) y a la autonomía (libertad): los odios, exclusiones y violencias se derivan del intento moderno de institucionalización de un poder que, al carecer necesariamente de refrendo de una autoridad trascendente, y ser «concebido como poder sobre otros individuos», es «inherentemente inestable» y condena a los hombres a un «resentimiento y desazón permanentes» (p. 276).

Radicalizada –y vulgarizada− la dialéctica de la Ilustración, el autor se enroca en la negación del legado occidental, omitiendo sus éxitos, como la reducción de la miseria y la violencia. Lo cierto es que la mayoría de los críticos occidentales pretendían darle la vuelta al predominio cartesiano-kantiano de la razón abstracta y solipsista. ¿Alternativa? Aprehender el mundo (natural y social) desde una razón sumergida en una lengua, encarnada y por eso impura, pero intersubjetiva, aunque escéptica, en todo caso, respecto de una fe en el progreso lineal e indefinido. Pero el maniqueo enfoque que nos ocupa ensalza a dichos críticos al tiempo que los cataloga en las antípodas de la modernidad, allí donde se niega la posibilidad intersubjetiva del punto de vista común, transcultural, universal. Y, por esa pendiente, se corre el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia del baño. Más valdría interpretarlos como profundizadores del proyecto ilustrado −siempre crítico, dialéctico e inacabado; pero siempre preocupado por lo universal−, sin necesidad de arrinconarlos en el irracionalismo6, éste sí, único cierre seguro –y desencadenante de violencias− de la modernidad.

Al menospreciar la modernidad, el autor acaba exculpando a sus enemigos, lo quiera o no; sobre todo si no asoman fórmulas para contener las peligrosas reacciones antimodernas. Y aquí, cuando asoma alguna, se toma pie para afirmar, en un registro un poco cursi, que «la guerra global es también un hecho profundamente íntimo; su línea Maginot discurre por los corazones y almas individuales. Tenemos que examinar nuestro propio papel en una cultura que alienta la vanidad insaciable y un narcisismo vacío» (p. 277). Concluyéndose, de modo algo fatuo, que «el fracaso a la hora de contener la expansión y la atracción de una banda como el Daesh no es sólo militar, sino también intelectual y moral» (p. 290). Sí, claro. ¿Les contendrá mejor la moral feudal?



Milicias yihadistas en Siria



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4102
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 5 de julio de 2017

[Pensamiento] La trastienda moral de las ideas políticas



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


George Lakoff (Berkeley, 1941) es un investigador norteamericano de lingüística cognitiva. Es profesor de lingüística en la Universidad de California en Berkeley. Fue unos de los fundadores de la Semántica generativa en lingüística en la década de 1960, de la Lingüística cognitiva en los 70, y uno de los investigadores de la Teoría neural del lenguaje durante la década de 1980. Ha sido profesor en las universidades de Harvard y Michigan y en el Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences en Stanford, y desde 1972 en la Universidad de California en Berkeley. y luego comparte estudios con el filósofo venezolano Rodolfo Alonzo y con el catedrático uruguayo Miles Ricardi. Lakoff fue miembro fundador del Instituto Rockridge, una organización dedicada a la investigación y la educación, sin ánimo de lucro, orientada especialmente a la reforma social desde una perspectiva progresista. Es también miembro del comité científico de la Fundación IDEAS española.

El profesor de la Universidad de Valencia Mikel Arteta, doctor en Filosofía Moral y Política, reseñaba hace unos días en Revista de Libros una de las últimas publicaciones de Lakoff vertidas al español: Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores (Capitán Swing, Madrid, 2016). Espero que les resulte interesante.

«El ser humano no puede acceder de manera inmediata a su modo de pensamiento más profundo. Han sido necesarios muchos estudios en ciencia cognitiva para determinar los detalles de nuestras visiones morales del mundo. [...] Pese a los muchos cambios acaecidos desde 1996, las visiones del mundo básicas y sus mecanismos siguen ejerciendo un papel importante. Quien siga la actualidad política se topará con ellas a diario»: así pone George Lakoff punto y final al epílogo de la reedición, en 2016, de su ya clásico libro Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores, señala Arteta al comienzo de su reseña. Adscrito a la ciencia cognitiva (que define como el «análisis interdisciplinar de la mente», que «explora el funcionamiento de la visión, la memoria, la atención, el lenguaje y el razonamiento en la vida diaria») y, concretamente, a la lingüística cognitiva (preocupada por la conceptualización, el razonamiento y el lenguaje en la vida diaria), Lakoff parte de que nuestras inclinaciones políticas son deudoras de visiones morales del mundo. Heredamos y aplicamos estas visiones de forma inconsciente, mediante un sistema de conceptos cuya relación interna se nos escapa, pero que enmarca nuestro pensamiento a un nivel ideológico, es decir, ni reflexivo ni empíricamente contrastado. Surgirán de ese poso dos principales sistemas morales: el conservador y el progresista. E, interiorizados éstos, sucede que cuando lo registrado por nuestros sentidos no encaja con nuestro circuito neuronal, con la visión del mundo que arroje nuestro sistema moral, «el cerebro modifica lo registrado, dentro de lo posible, para que se ajuste» (p. 11). Primera toma de contacto con el ensayo y ya se sabe uno sentenciado.

Muy lejos de ser perfectas máquinas racionales capaces de tasar información, contrastar datos y evaluar prudentemente argumentos y contraargumentos, señala más adelante, nos apresuramos a achicar la disonancia cognitiva, a huir de la complejidad y a confeccionarnos un mundo aprehendido a la medida de nuestros prejuicios: así, a pesar de ingentes estudios, pueden los conservadores negar, impasibles, el calentamiento global; y, los liberales, seguir creyendo en las bondades de la razón y poniendo grandes expectativas en la deliberación a pesar de las pesimistas advertencias de neurólogos y científicos cognitivos. Segunda toma de contacto y resulta que unos yerran por defecto y otros por exceso; pero no debería ocultársenos que la virtud entre dos vicios no necesariamente equidista de los extremos.

En suma, afirma, si los datos han de ser tomados en serio por un oyente, y afectarlo, más vale enmarcarlos con las categorías y semántica propias de su marco cognitivo. Así podrá el emisor de turno hacer avanzar su mensaje en foro público, sin apenas resistencia, pues se valdrá de lo que llamamos «sentido común». Sentido que de neutral y común no tiene nada, y sí mucho de parcial y sutilmente sesgado. En fin: común por extendido. Hacer a los estadounidenses conscientes del trasfondo de postulados morales inconscientes que rigen sus respectivos juicios políticos: ése es el objetivo del libro.

Una lectura optimista colegiría, pues, que desnudando aquello que hay detrás de lo que un conservador o un liberal-progresista tienen por «sentido común» podría llegar a desactivarse el muro de inconmensurabilidad que separa a unos de otros y que, de no derribarse, los mantendrá impermeables a datos y argumentos, comenta más adelante. Una lectura algo más pesimista obligaría, no obstante, a concluir que, si queremos convencer de algo a nuestros interlocutores, más nos valdrá no fiarnos de las «pretensiones de validez» (ni de las que trascienden a nuestros propios juicios y asertos, ni de las que presuponemos al interlocutor), dejar de lado la calidad argumentativa (a la que fía su destino la democracia deliberativa) e invertir esfuerzos (y dinero en think tanks) en circundar al interlocutor concreto y levantar los muros que delineen los moldes morales a los que mejor se adhieran las ideas que queramos transmitir. Veamos, recomponiendo siete pasos de su argumentación, con cuál de las dos lecturas entona más Lakoff.

1. El toque de corneta del estudio empírico lo dará la revelación de las incongruencias que los liberales detectan en los conservadores y viceversa, señala con ironía. Resulta un «rompecabezas» para los republicanos que los liberales defiendan al trabajador mientras ponen palos en las ruedas del desarrollo protegiendo el medio ambiente. Tampoco entienden los liberales que los republicanos se quejen del derroche del Gobierno en políticas asistenciales sin poner luego reparos en endeudarse para financiar/subvencionar a grandes empresas.

2. A partir de advertencias similares, afirma, Lakoff se propone demostrar que existen, aun cuando ni lo sospechamos (él lograría escapar al común desconocimiento desde la atalaya metódica donde la mirada se torna neutral), elementos que vertebran, en cada caso, las diferentes posturas políticas de liberales y conservadores:

¿Qué tiene que ver la oposición al aborto con la oposición al ecologismo? ¿Por qué oponerse al aborto conlleva muy a menudo oponerse también a la discriminación positiva, al control de armas o al salario mínimo? [...] ¿Por qué a los conservadores les gusta hablar de disciplina y dureza, y a los liberales de necesidades y ayudas? (p. 37).

La hipótesis de partida, comenta, será que para dar cuenta de la vertebración basta con inferir/reconstruir los dos «modelos centrales» de familia. En el modelo del Padre Estricto, el padre es el responsable de la protección familiar y la autoridad; la madre dispensará cuidados y los hijos respetarán y obedecerán. El modelo del Progenitor Atento, por el contrario, prioriza el amor, la empatía y la «atención».

3. Pero dichos modelos, sigue diciendo, no ahorman directamente nuestro razonamiento moral, sino que lo rigen de forma mediada. Antes, en su raíz más honda, la moral arraiga en una experiencia universal: dado que todos buscamos la felicidad, el acto moral será el que fomente el bienestar y evite dolor a los demás. Y, partiendo de ahí, el pensamiento moral complejo se desarrollará siempre por medio de metáforas conceptuales (convenciones por las que conceptuamos un ámbito de la experiencia en los términos de otro) que dan barra libre a la imaginación.

Imbuidos de moral judeocristiana, una de las metáforas más básicas sobre las que todos (los estadounidenses, al menos) echarían a rodar su razonamiento moral es la que anuda Bienestar y Riqueza, afirma. El bienestar sería ganancia y el malestar, en general, una pérdida o coste. Y esta metáfora fundante nos permitiría aplicar a su vez la metáfora de la Contabilidad Moral: quien hace el mal acumula deuda; quien hace el bien, crédito moral. La conducta apropiada consistiría, pues, en cuadrar los libros morales.

Obsérvese que, dentro de la lógica impuesta por la Contabilidad Moral, es posible tratar de «cuadrar los libros» de formas bien distintas, dice más adelante. Donde un conservador apostaría por la Retribución, que asienta el «ojo por ojo», el liberal sería más proclive a la Restitución, que apunta al deber positivo de resarcirse de la deuda contraída. Dando continuidad a esta oposición cabría, por ejemplo, contraponer al Trabajo como Recompensa (el conservador tiene al empleador como autoridad legítima y concibe el salario como recompensa) el Trabajo como Intercambio, donde empleador y empleado intercambian, en plena lógica liberal, dinero por trabajo. Es decir, en función del modelo escogido irá cerrándose de un modo u otro el libro de Contabilidad Moral e irá aplicándose a su vez de distinta manera el principio de Equidad: desde el reparto igualitario de cargas al establecimiento proporcional de responsabilidades y necesidades.

4. Así está, señala Arteta, ya preparado el autor para desarrollar los dos modelos morales que ordenan de forma muy distinta similares elementos y que dejan tras de sí un marcado campo semántico en torno a los cuales pivotarán múltiples pero previsibles variaciones.

El «modelo central» de la moral del Padre Estricto cree en la Recompensa y el Castigo, afirma, lo que entraña una idea de la naturaleza humana («conductismo popular»). La idea de base es pesimista: la disciplina y la autoridad son necesarias porque tendemos a corrompernos. Por eso la competición es un elemento moral clave: sin ella, la disciplina cejaría, el talento se desperdiciaría y la sociedad degeneraría. La meritocracia y la jerarquía son fundamentales y así lo acuña el Orden Moral: Dios sobre el humano, el humano sobre la naturaleza, los adultos sobre los niños y los hombres sobre las mujeres. La Fortaleza Moral, en forma de perseverancia, es la virtud frente a las amenazas externas; ante las internas (vicios), la Pureza Moral nos pertrecha de templanza y sacrificio. Ante el Mal, como conjunto de amenazas externas e internas, hay que librar una guerra, erradicando la debilidad. La educación conservadora se basará en esto. Y para el adulto, ya disciplinado, sólo contará el Interés Propio Moral, reedición vulgarizada de una «mano invisible» que nos permite vincular el impulso egoísta con el fin moral que nunca se perdió de vista: si todo el mundo es libre de perseguir su propio interés, habrá más oportunidades para que todos puedan verse satisfechos.

Del mismo modo, continúa diciendo, se reconstruye un modelo central con la moral del Progenitor Atento, el modelo prototípico del razonamiento liberal, al que atribuye un sello femenino (asoma, sin mencionarse, la «ética del cuidado» que Carol Gilligan asoció con el desarrollo moral del sexo femenino). El cuidado (y, por tanto, no una reciprocidad que necesariamente desemboca en la Contabilidad Moral, cabría advertir a Lakoff, a costa de emborronar su teoría) dotará al niño tanto de la capacidad de cuidarse como de cuidar. Pero, en este caso, la obediencia, la competición y el castigo dejan paso a la atención: el niño aprende a través del apego a los progenitores, que velan por él con empatía. Se parte de otra concepción de la naturaleza humana, que requerirá de los padres atesorar Fortaleza Moral para ser buenos modelos. Sus expectativas deben ser realistas y la obediencia habrán de ganársela con autoridad moral. La comunicación resultará fundamental para que el niño tome conciencia de su individualidad y, al mismo tiempo, de su responsabilidad social.

5. Establecido el aparato teórico, señala, se da un quinto y sencillo paso, echando mano de una recurrente metáfora en la política estadounidense –la de la Nación como familia- para así poder proyectar el sistema moral a las ideologías políticas. Consecuentemente, los conservadores propugnan «la moral del Padre Estricto» mientras que los liberales promueven conductas empáticas y de equidad como exige la «moral del Progenitor Atento».

Partiendo de modelos ideales que nos condenan a razonamientos heterónomos, no sorprenderá que cada cual se tenga por ciudadano ejemplar y visualice en el otro al «demonio prototípico» (pp. 194 y ss.), comenta. En el epílogo a esta edición, previa a las elecciones norteamericanas, sólo se menciona a Trump para encuadrar su discurso exacerbado contra los inmigrantes mexicanos en el marco de la jerarquía moral conservadora. Su impúdico supremacismo, demoníaco para la mitad de la población, no hizo sospechar ni siquiera a Lakoff que pudiera ganar las elecciones. Sin embargo, la balanza se reequilibró precisamente porque, como apuntaba ya la edición de 1996, Hilary Clinton lleva veinte años siendo el típico perfil transgresor del orden conservador: mujer engreída, pacifista y proabortista, defensora del «bien común», influyente por su marido y defensora del multiculturalismo (p. 197).

6. Ahora ya puede cotejarse la hipótesis de partida, comenta, comprobando la coherencia de los modelos metafóricos en función de su capacidad de dar cuenta de las propuestas que liberales o conservadores defienden en bloque. Toda la cuarta parte del libro milita en el empeño de confirmar la coherencia de las distintas posturas, acercando su nueva luz a las polémicas sobre prestaciones sociales, impuestos, orfanatos, gasto militar, inmigración, déficit, delincuencia y pena de muerte, medio ambiente, guerras culturales o aborto. Resulta, por ejemplo, que un conservador crítico del Big Government y sus políticas asistenciales (prestaciones para quienes considera que no han sido disciplinados -pobres, solteras embarazadas, etc.-) aceptaría ampliar el déficit si es para beneficiar al ejército o para subvencionar a supuestos empresarios hechos-a-sí-mismos. ¿Por qué unos gastos sí y no otros? No por cinismo, sino porque el ejército, pese a contar con un importantísimo sistema social, se rige a ojos de todos por el Orden Moral. Y porque falazmente se asume (post hoc ergo propter hoc) que quienes han alcanzado el éxito lo cosecharon por méritos propios y hoy son ejemplares merecedores de recompensa.

Una de las últimas en advertir del peligro de este último marco cognitivo, sigue diciendo, fue Mariana Mazzucato en El Estado emprendedor: creer en el empresario de garaje que medra como «self-made-man», hoy implica desconfiar (de) y maniatar al Estado en su faceta de emprendedor. Mazzucato demuestra que casi nunca son tan emprendedores los empresarios como los pintan. En los últimos tiempos, rara vez ameritan la consideración y reconocimiento que los conservadores les profesan, pues resulta que el «capital riesgo público» arriesga mucho más que ellos (como «capital riesgo privado»), por más que sigan idealizados, como «animal spirits», en el mito capitalista. Es decir, ante la inherente incertidumbre de toda innovación (es posible gastar grandes sumas sin alcanzar el éxito del descubrimiento), son las inversiones del Estado, en saco roto si hace falta, las que asumen el riesgo del fracaso. Si acaso la inversión privada llega después, cuando la innovación existe y puede aplicarse productivamente. Cuando apenas hay riesgo. En lugar de generar innovación y productividad, las grandes empresas (que luego son adoradas y subvencionadas) aparecen cada vez más para rentabilizar lo que el Estado ha descubierto gracias al dinero de todos. Consecuentemente, alimentar la idealización del «inventor de garaje» consigue que el retorno de la inversión pública acabe en manos privadas; y encima se reduce el presupuesto del Estado para realizar el resto de sus funciones, incluido su papel emprendedor, para el que no tiene sustituto real.

No obstante, afirma Arteta, como consecuencia del marco mental impuesto, por pobres que sean los conservadores, se alinearán con las grandes empresas, convencidos de la pertinencia de su reproche al Gobierno por la excesiva presión fiscal y la burocracia. Las metáforas cumplirán su función ideológica, pero lo que desasosiega es pensar que de nada serviría al conservador leer detenidamente a Mazzucato, recabar hechos, tumbar falacias.

7. Finalmente, comenta, (quinta parte del libro), para cerrar la teoría, Lakoff mapea las variaciones políticas que de cada modelo central podrían extraerse, haciendo uso de «categorías radiales» que multiplican las alternativas sin romper la coherencia intrasistémica: un libertario, por ejemplo, no sería una categoría aparte, sino sólo un conservador muy pragmático (al buscar antes el interés propio y servirse para ello de la autodisciplina, alterna la jerarquía de principios conservadores), que pone el foco en la no injerencia del Gobierno. Si coincide con los liberales en la defensa de los derechos civiles, será por motivos y con fines distintos.

En toda esta argumentación, comenta después, con la claridad expositiva que adorna al analítico, George Lakoff opera como científico social, adoptando una perspectiva de observador para dar coherencia a los marcos cognitivos de sus conciudadanos (muchos de los cuales resultarán ajenos a los europeos: el modelo del Padre Estricto apenas es reconocible, mientras que «el maltrato infantil es un gran problema en los Estados Unidos, como lo son también el descuido y el abandono de menores», p. 299) y mostrarnos por qué hay argumentos que nunca calan en función de la adscripción política. Pero no pocas piezas del sistema parecen encajarse antes con el martillo pilón que con el fino y preciso bisturí: uno puede aplicar un sistema moral distinto en según qué casos, a disponer; y todo podría explicarse por variaciones respecto del modelo central, abriéndonos, mediante un amplio juego de combinaciones, a una ilusión de libertad que nos viene vedada desde la temprana exposición de los modelos centrales. Si algo puede reprochársele al sistema expuesto es el alcance explicativo que pretende arrogarse; si con tales orejeras se perfilara nuestro razonamiento moral, inútil habría sido el esfuerzo de Lakoff por adscribirse al método científico. Su credibilidad quedaría impugnada por sus propias premisas, pese a sus esfuerzos por disimular su querencia liberal.

No obstante, señala, no cabe desdeñar el potencial crítico de una teoría que hace explícitos los marcos ideológicos de los que somos deudores. Si la libertad ha de ser algo, será la reflexión sobre nuestras propias determinaciones... o condicionamientos. Sólo reflexivamente podríamos rebajar la tensión en sociedades que caricaturizan al rival en su «estereotipo patológico», polarizándose en extremo. De ahí su pertinente propuesta de educación moral en las escuelas para enseñar los dos modelos de familia, señalar las críticas que se hacen el uno al otro y mostrar sus respectivas virtudes (p. 268).

Es dudoso, por supuesto, dice más adelante, que para suscitar una reflexión radical baste con explicitar en clase las metáforas de base sin analizar si se ajustan a los hechos o son ideología, si permiten aprehender la realidad o la acaban emborronando. Pero este problema sólo se advierte respecto del conservador «principio de autodefensa del sistema», por el que quizás los padres «estrictos» tratarían de impermeabilizar a sus hijos respecto de ideas que relativicen sus convicciones. Pero entonces sí responde Lakoff sin pestañear: pide intransigencia a favor de la tolerancia. ¿Dogmatismo? No. Resulta, pese a todo, que hay razones más allá de marcos y metáforas.

Esto parece confirmarse, afirma, en los tres últimos capítulos (sexta parte del libro). Arremangado («yo no soy un relativista moral. Soy un liberal comprometido», p. 359), Lakoff busca cómo meter la cuña por debajo de los marcos mentales establecidos para sostener, con pretensión de convencernos (cayendo en lo que se conoce como «autocontradicción performativa»), que el marco liberal contiene menos inconsistencias que el conservador gracias a la Empatía, que lo obliga a contrastar las consecuencias de sus actos con la realidad. Cita estudios psicológicos que demostrarían que el apego afectivo genera individuos con mayor autoestima, más disciplinados, reflexivos y vivos, mientras que el castigo severo puede crear seres agresivos y con dificultades para tomar decisiones ante las adversidades. Y recurre a la ciencia cognitiva para demostrar que la moral del Padre Estricto contradice los mecanismos de la mente humana: para que el modelo autoritario sea efectivo, no debería quedar resquicio de duda acerca del significado de los mandatos/reglas a cumplir y la sanción debería mostrarse efectiva como móvil del acatamiento. Pero, por las impurezas y sesgos de la comunicación, esto rara vez sucede; sin ulteriores explicaciones, el castigo se percibirá recurrentemente como arbitrario y carecerá del efecto deseado.

Desgraciadamente, sigue diciendo, dado el alcance teórico conferido a los marcos discursivos que encorsetan el razonamiento metafórico, estos últimos argumentos no parecen pasar de metaargumentos que, como mucho, habría de tener en cuenta el liberal que aspira todavía a convencerse para luego persuadir. No sirven directamente para convencer. Pura paradoja. Por eso, pese a su mejor fundamento, el liberalismo quedaría en desventaja por su fe ilustrada:

La mayoría de liberales, afirma, da por hecho que las metáforas no son más que palabras y retórica, que podrían empañar los asuntos debatidos o que son la pasta de que estaría hecha la neolengua orwelliana [...]. Esta idea es falsa, empíricamente falsa, y si los liberales se ciñen a ella les será muy complicado construir un discurso que presente una poderosa respuesta moral al discurso conservador (p. 410).

Pese al exceso pesimista, concluye el profesor Arteta su artículo, (lejos de derribar muros de incomunicación con argumentos, el emisor sólo podría sortearlos moldeando sus mensajes a la medida del receptor: lo ha ensayado con éxito Steve Bannon, miembro de Cambridge Analytica y jefe de campaña de Donald Trump, aplicando el Big Data a determinados perfiles de votantes para personalizar las estrategias de captación de voto), son muchas las apreciables aportaciones de un ensayo que no ha podido encontrar mejor momento para ser reeditado. ¡Algo tiene que explicar el triunfo de Donald Trump! Como nos aclaró Clint Eastwood en campaña, había que enderezar a esta «generación de nenazas». Y así, mientras el flamante presidente intenta que «Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez» rompiendo compromisos internacionales, va quedando claro el desprecio al inmigrante, al musulmán, a la mujer y a la naturaleza, de la que no dudaría en explotar la minería del «hermoso carbón». Falta hacía para muchos un Padre Estricto que reapuntalara el Orden Moral. ¿Cómo convencerles de lo contrario?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3608
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)