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lunes, 18 de junio de 2018

[PENSAMIENTO] Contra la Ilustración



La Escuela de Atenas (Rafael de Sanzio, 1512)


Como "Las contradicciones de un conservador heterodoxo", subtitulaba el profesor de la Universidad de Valencia, Mikel Arteta, doctor en Filosofía Política, su artículo en Revista de Libros en el que reseñaba el libro Ser conservador y otros ensayos escepticos (Madrid, Alianza, 2017) del filósofo británico Michael Oakeshott. Lo leí a finales de abril pasado y me pareció merecedor de subirlo al blog. Les animo a continuar su lectura.

Quizás Oakeshott, concluye su reseña el profesor Arteta, acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable? 

Es este uno de los libros más conocidos del gran filósofo británico Michael Oakeshott (1901-1990), señala Arteta, cuyo prestigio irá siempre ligado a una filosofía política de posguerra que arracimó a autores de la talla de Leo Strauss, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin o John Rawls. Si, para The Guardian, Oakeshott constituye «quizás el filósofo político más original de la centuria», para The Daily Telegraph fue «el mayor filósofo político en la tradición anglosajona desde Mill o incluso Burke». Justos o excesivos, estos elogios se refieren en buena medida a esta obra, que difícilmente dejará de reeditarse.

Michael Oakeshott fue educado en un colegio mixto donde se cultivaban a la par la responsabilidad social y el individualismo. Estudió Historia y Ciencia Política en Cambridge; y en 1925 se trasladó a Alemania para estudiar Teología. Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, y realizar un breve paso por Oxford, relevó a Harold Laski en su cátedra de Ciencia Política de la London School of Economics hasta 1968.

Hijo de su tiempo, su obra nos invita a huir de extremismos ideológicos; esos que hicieron empantanar a un mundo que, por más martillazos que le den, no encaja en rígidos esquemas. Y la tarea no es sencilla, pues, tal y como nos advierte, nuestra cultura está dominada por el racionalismo, maestro en rígidos esquemas, y en martillazos. Asumido esto sin fatalismos, pero precaviéndose, defenderá una política prudencial, es decir, del sentido común. Nos encontramos, en fin, ante un conservador, pero un conservador escéptico, liberal incluso. Heterodoxo, en cualquier caso. Un hombre de hábitos sencillos: cuentan que alguien dijo en su entierro que le habría gustado «porque no ha tenido nada de extraordinario».

Rationalism in Politics and Other Essays fue publicado por primera vez en 1962, y en él se recopilaban ya estos cuatro ensayos independientes pero bien avenidos, publicados previamente en revistas académicas. Oakeshott no es un filósofo sistemático, y aunque los ensayos están atravesados por un hilo reconocible, la lógica argumental no resulta siempre fácil de reconstruir. En cualquier caso, la secuencia expositiva del libro cobra sentido atendiendo a la intención del autor: el primer ensayo, cuyo objetivo es criticar «El racionalismo en la política», ofrece una exposición bastante exhaustiva de las tesis de Oakeshott. El segundo («La torre de Babel») y el tercer ensayo («La educación política») vienen a desarrollar algún punto tratado en el primero; colegir, en el último ensayo, que hay que «Ser conservador», cae por su propio peso. The Independent calificó todo esto como la más «elocuente y profunda defensa filosófica del conservadurismo que el presente siglo haya producido», y comparó a Oakeshott con Michel de Montaigne (uno de sus grandes admirados, junto a David Hume) por su «compostura, humor, discreción y moderación».

Comienza el libro perfilando al racionalista: «un enemigo de la autoridad y del prejuicio» (p. 34), receloso del hábito (esa acción irreflexiva que desde temprano canaliza nuestras interacciones), y tan empeñado en reflexionar sobre la adecuación de cada una de sus acciones a los ideales morales, que acaba segando la hierba bajo sus pies.

Cada generación, de hecho, cada administración, debería ver desplegada ante sí la sábana blanca de la posibilidad infinita. Y si por algún casual esta tabula rasa hubiera sido pintarrajeada por los irracionales garabatos de los ancestros guiados por la tradición, entonces la primera tarea del racionalista debe ser la de dejarla bien limpia; como destacó Voltaire, la única manera de tener buenas leyes es quemar todas las existentes y empezar de nuevo (p. 39).

Este adanismo se consagró con el giro copernicano abierto por Descartes y Bacon. Buscando esquivar los errores a que nos condena la «razón natural», ambos emprenden una «purga de la mente». Edifican un método, una técnica de investigación con reglas aplicables mecánica y universalmente (pp. 54-55 y 57).

Desde entonces, el racionalista persiste en filtrar toda sustancia de la tradición por el tribunal de la razón. Tanto menosprecia la práctica que ha intentado reducir cada arte a principios y reglas formales contenidas en un libro virtual. Concretamente, el arte político quedará reducido a rácanas ideologías: «una reducción formalizada del supuesto substrato de verdad racional contenido en la tradición» (p. 38).

Hoy, en todas partes, una administración racional (pp. 35-37) planifica y gestiona aplicando las técnicas de su propio libro a rajatabla. Pero, como denuncia con tino el autor, los ideales (y las reglas derivadas) plasmados en el libro no conforman una teoría que antecede a la práctica, sino que son producto de la práctica humana: el pensamiento reflexivo infiere regularidades y realiza abstracciones desde la práctica (p. 111). Por eso, insistir sólo en la técnica, perdiendo de vista que la experiencia (política en este caso) es su condición de posibilidad, supone literalmente descabezar la tradición y torpedear la reflexión.

No es que el racionalismo elimine los hábitos (consustanciales a toda «vida moral»), sino que, al repudiarlos, alumbra una «forma de vida moral» que nos genera un perpetuo desgarro y nos impide pensar, practicar y disfrutar convenientemente de dichos hábitos (p. 115). Esa forma de vida, tan celebrada, es, en realidad, «una desgracia» que condena a cualquier sociedad a la anomia. Pero es una desgracia con la que habremos de lidiar, pues arraiga en lo hondo de nuestra tradición: ya en el mundo grecorromano fueron perdiendo vitalidad los antiguos hábitos y la cristiandad dejó de ser una forma de vivir para pasar a abrazar ideales morales. ¿Por qué? Por la «necesidad de traducir el modo de vida cristiano a una forma que pudiera ser apreciada por quienes, teniendo que aprender el cristianismo como una lengua extranjera, tenían necesidad de una gramática» (pp. 119-122).

Profundizando en este chispazo analítico, se atreve con algunas abstracciones interesantes sobre la necesidad histórica del racionalismo político (pp. 67-74). Resulta que, en tres ámbitos distintos, se requirió impartir educación política ad hoc a quienes no habían sido educados en la práctica política (durante las dos generaciones que hacen falta para manejar bien cualquier arte). Ofreciendo reglas, Maquiavelo pudo atender a gobernantes sin tradición de serlo. En otro orden, las clases sociales necesitaron una guía que paliase su falta de educación. Oakeshott ve con buenos ojos ofrecerles un resumen de la tradición política, algo insuficiente pero necesario (p. 139). Entre dichos resúmenes destaca el Segundo Tratado del Gobierno Civil, de John Locke; pero otros, como los de Jeremy Bentham y William Godwin, serían pura secta racionalista deseosa de encubrir «todo rastro de hábito político y tradición en su sociedad con una idea puramente especulativa». En tercer lugar, cabría pensar en toda una sociedad, como la estadounidense, que fue llamada a ejercer la iniciativa política por su cuenta y sin previo aviso, dando paso al alumbramiento de una civilización de hombres hechos a sí mismos de manera autoconsciente, racionalistas por circunstancia y no por reflexión, que no necesitan persuadirse de que el conocimiento se inicia con una tabula rasa y que ni siquiera consideran la mente libre como el resultado de alguna purga artificial cartesiana, sino como el regalo de Dios Todopoderoso, como dijo Jefferson (p. 72).

En conclusión, la sociedad, el político o el gobierno racionalista es el que solamente pone su empeño en una «política empírica», desnutrida de toda práctica. Esta es, paradójicamente, una política de la fe, aferrada a la «perfección» y a la «uniformidad»: el racionalista cree que «no puede haber lugar para preferencias que no sean racionales, y [que] todas las preferencias racionales coinciden necesariamente» (p. 41). Por eso está más ilusionado por crear nuevos acuerdos, cincelando a la sociedad a imagen de los principios, que por cuidar de los ya existentes. Y, en este sentido, incluso Caminos de servidumbre, de Friedrich Hayek, sería pura ideología racionalista: un «plan para resistir toda planificación puede ser mejor que lo contrario, pero pertenece al mismo estilo de política» (p. 64).

En su lugar, Michael Oakeshott abraza una política del escepticismo: conservador será quien, sin mayores anhelos, se ocupe de los acuerdos políticos que constituyeron su sociedad. Conocerá al detalle, a fuer de leer buenos resúmenes de la tradición y de la práctica, los recursos que ofrece su tradición; pero no intentará usarlos para construir una sociedad armónica y se conformará con parchear los conflictos que nunca dejarán de ir surgiendo. Gobernar, para él, será «arbitrar» o «moderar» (pp. 192-193).

Con un pensar alegre y una prosa que huele a británica desde la primera página, se nos invita a una narración que prescinde de determinaciones y categorías rígidas, con afirmaciones que vuelven sobre sus pasos no pocas veces, ofreciéndonos contornos reconocibles pero flexibles, frente a los cuales se puede entrar a discutir sin cavar trincheras. Hagámoslo.

Primero. Advertiremos que entre los dos tipos puros de política que acabamos de exponer hay un continuum, un necesario mestizaje desde el cual se tiende más a una o a otra. Pero, en beneficio de su argumentación, Oakeshott trata de ocultarlo muchas veces para así hacer del racionalista un «muñeco de paja», esto es, una caricatura cuyo racionalismo no se compadece con las sucesivas críticas a la razón que cualquier racionalista, si de verdad profesa amor a la razón, debería haber hecho suyas. Desaparecido queda ese racionalista que, según Karl Popper, es «alguien para quien es más importante aprender que tener razón; alguien dispuesto a aprender de los demás, no sólo asumiendo las opiniones de los otros, sino dejando con gusto que otros critiquen sus ideas mientras él critica con gusto las ideas ajenas. El énfasis recae aquí en la noción de crítica, o, para ser más precisos, discusión crítica».

Segundo. Oakeshott apunta con tino y gracia a un síndrome de época, un racionalismo sociológico, por llamarlo de algún modo, que ha terminarlo por fagocitarlo todo:

Lo que en el siglo XVII era L’Art de penser hoy se ha convertido en Tu mente y cómo usarla, un plan de expertos mundialmente famosos para el desarrollo de una mente instruida por una parte del precio habitual. Lo que era el Arte de vivir se ha convertido en la Técnica del éxito, y las iniciales y más modestas incursiones de la soberanía de la técnica en la educación han florecido en el Pelmanismo (p. 59).

Difícilmente podríamos reprochar su crítica de un fenómeno que eleva al paroxismo el conocimiento técnico. Pero, sibilinamente, se excede al identificar una dinámica «racionalizadora», que en buena medida nos trasciende (y que ya fue denunciada por Max Weber y, a su modo, todavía antes, por Karl Marx, el mayor demonio ideológico/racionalista), con las pretensiones del racionalista. Se diría que intenta desacreditar al racionalismo para allanarse el camino y darnos pinceladas de su propia ideología liberal: el gobierno conservador no debe dirigir la acción de los ciudadanos ni soñar con un punto final (racional) del conflicto político. Parece que unas ideologías le disgustan más que otras porque, a despecho de lo que afirma, su propuesta no queda tan lejos de la de Hayek.

A la hora de la verdad, nuestro heterodoxo conservador flirtea con un liberalismo individualista y descarnado. Partiendo de un individuo que no está obligado a justificar sus preferencias («no somos niños en statu pupillari», p. 193), Oakeshott defenderá un Estado mínimo («árbitro») que, para gobernar con «neutralidad», rehúye generalidades como el «bien público» o la «justicia social» (p. 198).

Tercero. Aferrado a este raro individualismo, asegura que «ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde con uno mismo y a sus circunstancias» (p. 165). Pero lo que en el ámbito de la vida buena de cada cual (ética) podría asociarse con un carácter virtuoso, da lugar en política a una concepción descorazonadora. Siguiendo esta lógica, Oakeshott se niega a concebir la política como «la sombra que arroja la economía», realza la importancia de la «institución de la propiedad privada» y considera que «la principal (quizás la única) actividad específicamente económica apropiada para el gobierno es el mantenimiento de una moneda estable» (p. 199). Se entiende, por la época en que escribe, su recelo ante el gran Estado. Pero si esta es la única tarea económica que el conservador reservaría al Gobierno (hoy delegada normalmente en bancos centrales para evitar estropicios del pasado), cabe preguntarse dónde queda el resto de la política económica: promoción de exportaciones, protección puntual de la competencia en sectores estratégicos, reconversiones, regulación del mercado de trabajo, fiscalidad, financiación y redistribución, así como otras medidas que, por cierto, ponen coto al alcance de la propiedad privada. Reducir tanto la dimensión económica de la política parece, más que una postura «neutral», una forma de no cuestionar la legitimidad del poder político (la justicia de la ley) y de fiar su legitimación al vínculo tradicional, no siempre exento de injusticias.

Cuarto. Nuestro filósofo puede alcanzar muchas de sus conclusiones gracias a un presupuesto previo, que aflora tras apuntillar a René Descartes y Francis Bacon: «la formulación precisa de normas de investigación pone en peligro el éxito de la investigación al exagerar la importancia del método» (p. 62). Cabría replicar que un racionalista no caricaturizado ya sabe que la reflexión sin tradición es «vacía»; y, puesto que no hay teoría que no brote de la práctica, tal racionalista nunca menospreciará dicha práctica (ni ignorará la costumbre, ni pretenderá prescindir de ¿nuevas? convenciones) para elaborar métodos que le permitan conocer mejor lo investigado con el fin de investigar mejor. Pero, como también sabe o sospecha que la tradición sin reflexión es «ciega», ese racionalista dudará, por ejemplo, de que lo moral (lo que todos tenemos por justo) esté mucho más cerca del hábito puro que de la reflexión. Asumiendo que la tradición navega a la deriva, el racionalista intentará dar con criterios y erigir métodos no sólo para descubrir verdades (falsables) que nos quedaban ocultas, sino también para moverse procedimentalmente hacia lo justo (revisable) desde una tradición cualquiera, pues en un grado u otro todas las verdades albergan puntos ciegos. En otras palabras, nadie puede guiarse en la vida sólo por medio de un romo método, pero resultaría peligroso desprendernos de procedimientos con los que filtrar nuestros sesgos y tomar distancia reflexiva frente a lo cotidiano. Al final se trata de dónde queramos poner el acento.

Quizás Oakeshott acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






Entrada núm. 4482
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 15 de diciembre de 2017

[Pensamiento] La edad de la ira





¿Está en pensamiento de la Ilustración en el origen del fenómeno yihadista? Mikel Arteta, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, reseñaba hace unos días en Revista de Libros la más reciente obra del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, La edad de la ira (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017), y llega a la conclusión de que la opinión del autor de que en cierto modo el pensamiento ilustrado está en la base de gran parte de la violencia yihadista actual y de los totalitarismos del pasado siglo, es pasarse, como se dice coloquialmente, dos pueblos...

Pankaj Mishra, colaborador de The New Yorker, The New York Review of Books o The New York Times Review, experto en nuevas realidades de países asiáticos, comienza diciendo el profesor Arteta, nos guía por las raíces del pensamiento de los siglos XVIII, XIX y XX con la intención de mostrar la lógica que rige, desde hace dos siglos, los episodios contemporáneos más sangrientos. En síntesis: lo que hoy se nos aparece como violencia irracional de perturbados o fanáticos con quienes no cabe entendimiento, obedecería en realidad a reacciones desquiciadas por el desarraigo y la angustia que la modernidad va propagando allí donde toma sitio. Filósofos, novelistas, poetas, activistas o políticos le brindan material interesante para defender esta tesis. Innumerables citas y contextualizaciones biográficas confeccionan una trenzada historia de las ideas, donde, más que las propias ideas, importa su relación –y esto es lo novedoso– con la subjetividad y circunstancias socioeconómicas de quienes las han sostenido originalmente y de quienes las han acogido y difundido en otros tiempos y lugares.

Lo que hace más bien [este libro] es explorar un particular clima de ideas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva, desde la época de Rousseau hasta nuestra propia edad de la ira (p. 33).

El autor tratará de persuadirnos de que el resentimiento es un mal endémico de la modernidad; y de que, en plena era global (no hay sociedad que no haya mimetizado estructuras, postulados y anhelos insatisfechos de democracia, libertad, igualdad, autonomía, autorrealización, etc.) dicho resentimiento, mutado a veces en ira y ésta en violencia, es la mayor amenaza a que nuestras sociedades han de hacer frente. La promesa de libertad tiene doble filo.

A lo largo del libro se intentará demostrar que el patrón propuesto explica incluso la peor –y aparentemente más irracional– de las violencias contemporáneas, la del Daesh. Incluso la ira que alimenta a yihadistas sólo podría germinar, según el autor, entre los desgarros y resentimientos de la modernidad. Tesis como las del choque civilizacional y su derivada violencia irracional surgen de «haber empañado los costes del “progreso” occidental», lo que «ha minado seriamente la posibilidad de explicar la proliferación de las políticas de violencia e histeria del mundo actual» (p. 51). Entre los costes del universal intento de copiar el progreso occidental se cuentan los totalitarismos y sus violentos preludios. Sin embargo, como habríamos optado por explicarlos como mera aberración patológica («empañando» la causa real), hoy somos incapaces de entender que no hay gran diferencia entre el terrorismo yihadista y otras manifestaciones más familiares de odio, exclusión del «otro» y violencia masiva (p. 47).

Dialéctica de la Ilustración: Voltaire contra Rousseau

El Perú empezó a joderse con los philosophes. La fe, arrastrada del siglo anterior, en la razón y el progreso laico, animó a los philosophes a intentar dominar científicamente fenómenos ajenos al mundo natural, como gobierno, economía, ética, derecho o vida interior. Con Adam Smith, la «mano invisible» inducía a confiar en un mercado autorregulado gracias al egoísmo y la envidia; la meritocracia era lo propiamente «racional». Según Montesquieu, el comercio podía «curar prejuicios destructivos» y promover «la comunicación entre pueblos». Diderot elogiaba al intelectual cosmopolita como elegante hombre de mundo. Y Voltaire, que murió, según Mishra, siendo un «hombre muy rico, con una fortuna amasada a base de derechos de autor, mecenazgo real, propiedad inmobiliaria, especulación financiera, apuestas de lotería, préstamos monetarios a príncipes y fabricación de relojes» (p. 82), defendía fervientemente la Bolsa porque «allí el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma fe, y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota» (p. 90).

Los filósofos ilustrados, que a comienzos del siglo XVIII vivían retirados, pasaron a ganar relevancia social y a disfrutar del mecenazgo de Federico de Prusia o Catalina de Rusia. Y de ahí que el racionalismo fuera «a menudo agresivamente interesado, además de imperialista; estaba pensado para beneficiar principalmente a una clase emergente de hombres cultos y ambiciosos» (p. 62). Tras la defensa ilustrada de la libertad «latían viejas luchas en torno al poder y la eminencia. Porque [...] las particulares circunstancias de los filósofos franceses perfilaban su ideología» (p. 57).

Reacio siempre a diseccionar ideas, y abusando aquí del cui prodest, el autor raya la falacia post hoc ergo propter hoc: al parecer, los philosophes no ganaron prestigio por el valor y utilidad de sus revelaciones, sino que bien defendieron sus tesis para ganar relevancia, bien ganaron relevancia sólo porque previamente se acercaron al poderoso (lo que no explica por qué los poderosos requirieron sus servicios antes de que trascendiera la calidad de estos). Una segunda falacia, ahora ad hominem, consiste en atacar la posición socioeconómica del ilustrado (aprovechando, dicho sea de paso, un marco cognitivo –recordemos a George Lakoff− que hoy rechaza de raíz todo lo que suene a finanzas) en lugar de enfrentarse a sus ideas.

Para ilustrar su tesis, que, pese a todo, nos penetra hondo, se acoge a Rousseau. Rara excepción: marcado por infancia y juventud duras y de privaciones materiales, siempre señaló las injusticias ocultas tras la igualdad formal y denunció que los «sistemas financieros hacen almas venales». Fue el primero en describir la «experiencia quintaesencial de la modernidad», correspondiente al «desarraigado extraño a las metrópolis comerciales que aspira a un lugar en ellas y se debate con complejos sentimientos de envidia, fascinación, revulsión y rechazo» (p. 85). Advertía que el amor propio, un impulso por lograr reconocimiento por encima de los demás, inclina al odio y al autoaborrecimiento; y sabía que las escasas recompensas del mérito individual y la competencia no compensan sus altos costes psíquicos. Por eso, como fuente del contrato social, anhelaba –Esparta en mente– una persecución virtuosa del bien común que limitara la individualidad (pp. 86-90). Dada su influencia en los jacobinos, la ruptura con el Ancien Régime se logró con la apelación a una fraternidad y una igualdad tan radicalizadas que difícilmente podrían haberlas firmado ni previsto sus morigerados colegas. Aupó, así, la «cuestión social» que más tarde inquietaría al pensamiento socialista y que, según Hannah Arendt, ya entonces distinguió a la Revolución Francesa de la americana, más pendiente de la libertad política.

En fin, mientras Voltaire y los suyos eran «modernizadores desde arriba» y celebraban la occidentalización de Rusia, Rousseau denunciaba que dicho proceso condenó a los rusos a un doloroso desgarro: debían convertirse en alemanes e ingleses sin poder llegar a serlo, pero sin ser tampoco lo que «estaban llamados a ser» (pp. 92-93).

[Nietzsche] parecía estar reflexionando en torno a este contraste cuando dijo considerar la batalla entre Voltaire y Rousseau como «el problema inconcluso de la civilización» (p. 89).

1789-1848. La reacción idealista: del nacionalismo cultural al nacionalismo político

Del terror retributivo de jacobinos moralistas pasamos al nacionalismo económico y cultural de los románticos alemanes. Como sucedió con Rusia, el impulso cultural del idealismo provino de un querer seguir los pasos de la Revolución Francesa y no poder. Su denuncia de la agresiva búsqueda de riqueza material y poder a expensas de las dimensiones estéticas y espirituales de la vida humana no procedía tanto de una repulsa de los ideales ilustrados como del «resentimiento y el desdén defensivo de los aislados intelectuales alemanes, a los cuales justificó y fortaleció la retórica de Rousseau» (p. 148).
Romanticismo e idealismo opusieron, «a los ideales cosmopolitas de comercio, lujo y urbanidad metropolitana», la Kultur, que siendo dominio de los «humildes pero profundamente alemanes, habitantes de pequeñas ciudades, sacerdotes y profesores, era un logro superior a la Zivilisation francesa levantada en torno a la sociedad cortesana». Entre los despechados por no ser dignos del prestigio francés destaca Herder y su «búsqueda nativista»: «cada nación habla de acuerdo con la forma en que piensa, y piensa de acuerdo con la forma en que habla» (pp. 149-152).

Fichte, menos tentado que Herder de darle a su nacionalismo una pátina universalista, compuso su nacionalismo étnico transponiendo lealtades religiosas a lealtades políticas. Este paso de nacionalismo cultural a uno político fue respaldado por el sentimiento de humillación tras las derrotas en Jena y Auerstadt. La admiración por Napoleón, espíritu de la historia hecho hombre, mutó en resentimiento e ira. Esto sirvió para apretar las filas en la retaguardia alemana, donde el movimiento nacionalista ya esparcía su trascendental pegamento contra el disolvente moderno: servían recicladas ideas cristianas, como la resurrección, volcada ahora en un renacer glorioso de los pueblos, tras su declive y decadencia.

Con estos mimbres, y tras el fracaso de las expectativas socialistas en 1848, el culto al Volk se prolongó incluso durante la industrialización promovida por Bismarck. Consecuentemente, cuando Alemania alcanzó la altura industrial de Francia e Inglaterra, las identidades forjadas contra la modernidad quedaron súbitamente negadas, desgarradas; muchos fueron señalados por la degeneración moral occidental. Se iba prendiendo la mecha.

1848-1918. Desarrollo comercial y radicalización del desgarro: entre nacionalismo étnico y nihilismo

En Rusia, afrancesada largo tiempo, perduraron las ilusiones. Lo ilustra el Crystal Palace de la novela ¿Qué hacer? (1863), de Nikolái Chernyshevski: éste encarna la defensa de «un futuro utópico, construido sobre principios racionales, de trabajo gozoso, vida comunal, igualdad de género y amor libre» (p. 67). Una utopía paradigmática que no dejaron de hacer suya fascistas o estalinistas. Anhelo, mimetización y reacción de los perdedores de la primera gran globalización en el siglo XIX –redes ferroviarias, puertos, canales, barcos de vapor, líneas de telégrafo, servicios financieros y catorce millones de emigrantes italianos hacia América desde 1870 a 1914– desembocarían en violencias totalitarias y anarquistas.

Por una parte, entre los que prendieron en Alemania la mecha idealista contra los sueños de racionalización emancipadora prometida por el Crystal Palace se encuentra Wagner, que «despreciaba los parlamentos y deseaba que la revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder» (p. 181). El anhelo mimético de un Napoléon guiando al pueblo seguía –y sigue− ahí, agazapado entre los iracundos. Y formas de canalizarlo había muchas: desde el nacionalismo «universalista» del italiano Giuseppe Mazzini al conservadurismo de Georges Sorel: harto de «la humillación de las arrogantes democracias burguesas, hoy tan cínicamente triunfantes», y pertrechado de léxico religioso con referencias al honor, la gloria, el heroísmo, la vitalidad o la virilidad, el filósofo francés influyó tanto en Gramsci como en Mussolini, en Ernst Jünger como en Hitler.

Entre los devotos de Mazzini, defendieron sus particulares vías tradicionales hacia la modernidad Lala Lajpat Rai, en India, o Liang Qichao, en China. Sin embargo, al chocar contra la falta de condiciones materiales de posibilidad, los anhelos de modernización frustraban las expectativas de generaciones posteriores: el indio Vinaiak Dámodar Savarkar apostó entonces por fortalecer la identidad del yo hindú por oposición al no-yo musulmán, alejándose de la vía –más ajustada al universalismo mazziniano– escrutada por Mahatma Gandhi. La radicalización del nacionalismo político nació en Alemania, pero pronto saltó a escala mundial.

Por otra parte, otra extendida reacción contra la visión idealizada de la europeización fue abanderada por Fiódor Dostoievski, que en 1864 publicó Memorias del subsuelo, repudiando la visión del progreso de Chernyshevski y aclarando que el interés propio racional es mala base para la acción por lo placenteramente que es desobedecido. Si ligamos la nihilista reacción rusa con Alemania, epicentro de las mechas que se prendieron en el siglo XIX para explotar en el XX y el XXI, encontraremos el mismo talante «debilitador» en la resignación recetada por Schopenhauer ante la ilusión de libertad. Pero mucha más enjundia tiene el giro vitalista (activo) que le imprimió Nietzsche, influido por Dostoievski. Crítico de las abstracciones ilustradas, pero más aún de las ciegas y torpes reacciones nacionalistas, tenía claro que tras la muerte de Dios, no asumida todavía, «ninguno de nosotros es ya material para una sociedad». Convencido de que el nihilismo es condición necesaria para «una raza de espíritus libres», de superhombres que despunten sobre la felicidad bovina, fue quien mejor comprendió el potencial tóxico del resentimiento: del débil brotará odio, agresividad, contra una elite inaccesible.

Una de las más explosivas plasmaciones políticas del nihilismo activo fue el anarquismo de Mijaíl Bakunin. Arrestado y exiliado en Siberia durante más de una década, crítico del idealismo, el nacionalismo y el socialismo, sus tesis calaron hondo en países pobres, desiguales y agrarios como Italia o España. Su defensa de una libertad individual irrestricta anunciaba barricadas callejeras que facilitarían el tránsito de la jaula autoritaria a la arcadia de libertades. Varios atentados anarquistas, incluido el asesinato de un presidente francés, coronaron el siglo XIX. Según Eric Voegelin, con Bakunin se concentra «la existencia en la voluntad espiritual de destruir, sin la guía de una voluntad espiritual de orden» (p. 268)

Una manifestación explosiva, a caballo entre nihilismo y nacionalismo, fue el «darwinismo social» de Herbert Spencer. Logró conjugarse el racismo de los peores nacionalistas con las interpretaciones más burdas de Nietzsche para vaticinar «que una raza de superhombres surgiría después de que la sociedad industrial hubiera cumplido su tarea de deshacerse de los menos aptos» (p. 204). De este poso surgió la vida y obra del poeta italiano Gabriele d’Annunzio, cautivado por la idea nietzscheana del superhombre. Caído en desgracia literaria a causa de deudas y revivido gracias a canciones de guerra, desengañado de la democracia liberal, apóstata del socialismo, afirmaba que «la palabra, dirigida oralmente y de modo directo a la multitud, debe tener como único fin la acción, la acción violenta si fuera necesario» (p. 199). El líder italiano de la Primera Guerra Mundial suministró un modelo para enardecer a las masas por medio de discursos pseudorreligiosos que encandilaron a los jóvenes Mussolini y Hitler.

1950 hasta hoy: de la renovación de la fe moderna al terrorismo

En la estela de la «filosofía de la sospecha» nietzscheana, no han sido pocos quienes, como Heidegger o Foucault, han tratado de denunciar las idealistas abstracciones de la ilustración y las devastadoras consecuencias de un proceso de racionalización burocrática y mercantil que amenaza siempre con regir todo tipo de relaciones interpersonales, amenazando con convertir confianza y solidaridad –sin las cuales no cabe imaginar una sociedad democrática– en moneda de tráfico mercantil.

El consenso internacional apostaba por expandir el «modelo occidental» para ayudar a los países «subdesarrollados». Tras la estela de Walt Whitman Rostow (Las etapas del crecimiento económico) o Samuel P. Huntington (El orden político en sociedades en cambio), la propia ONU bendijo las políticas desarrollistas:

En cierto sentido, un rápido progreso económico es imposible sin ajustes dolorosos. Hay que borrar filosofías ancestrales; desintegrar antiguas instituciones sociales; romper lazos de casta, credo y raza; y frustrar las expectativas de una vida confortable de un gran número de personas que no pueden mantenerse al ritmo del progreso (ONU, 1951).

En uno de esos golpes más efectistas que efectivos, recuerda Mishra la historia de un desarraigado de clase baja de El Cairo, que escribía su tesina sobre planificación urbana, leída luego en Hamburgo. Denunciaba el expolio en una barriada de Alepo por autopistas y altos edificios modernos, y pedía demolerlos y reconstruir sobre modelos tradicionales. Era Mohammed Atta, pocos meses antes de ser informado de que iba a destruir las Torres Gemelas (p. 108).

Resulta interesante la narración de reacciones violentas que se han llevado a cabo fuera de Occidente contra la apisonadora del Progreso. Reacción islamista de Erdogan en Turquía tras las reformas modernizadoras de Ataturk; reacción en la India de Modi tras la reformas modernizadoras de Nehru; reacción en el Irán de Jomeini tras las reformas del sha Yalal Al-e-Ahmad. Reacciones como las descritas en el libro muestran que el fracaso de los sucesivos intentos de «modernización desde arriba» se debe a que ninguna sociedad hace tabula rasa. En todos los casos asistimos al deseo «mimético» de grandes hombres (desde Herder hasta Gandhi, pasando por Yalal Al-e-Ahmad) de acomodarse a las exigencias modernizadoras, seguido de un desengaño: «Gandhi intentó convertirse en un gentleman inglés antes de dedicarse a escribir Hind Swaraj (1909), donde señalaba los peligros de que los hombres cultos de los territorios colonizados imitaran absurdamente las costumbres de sus jefes colonizadores» (p. 127). Todos pasaron a ser conscientes de sus debilidades, pero, pese a todo, muchos de ellos (y sobre todo sus radicalizados sucesores en el cargo) recondujeron su resentimiento con vistas a liderar una nueva intelligentsia, imponiendo remedos como vías propias hacia la modernidad.

Los distintos regímenes conformaron malas copias de Occidente (del cual quedaban más separados por el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que por cualquier otra cosa) y acabaron imponiendo a sus súbditos (como en el caso de Jomeini) proyectos «radicalmente modernos». Por supuesto, estas afirmaciones sólo son inteligibles si se ignora el desarrollo democrático y se reduce la evolución social a las maquiavélicas orquestaciones de aspirantes a filósofos-reyes, anhelo, por cierto, que lógicamente puede rastrearse al menos hasta el no muy moderno Platón. Sea como fuere, se colige, como veníamos avisando, que ahora sufren allí los desgarros que ya sufrimos en Europa desde el siglo XIX.

Por lo demás, cuando no es la «mistificación» nacionalista la que demoniza al «otro» (hasta aniquilarlo incluso) y oculta el verdadero origen del sufrimiento con la promesa de hacer al país «otra vez grande», serán las explosiones de terrorismo nihilista en el corazón de Europa las que nos recuerden el potencial venenoso del resentido. Esta segunda vía la inauguró, por cierto, Timothy McVeigh en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, asesinando a 168 personas y mostrándonos la existencia –luego confirmada– de un submundo de rabia política, teorías conspirativas y paranoia a punto de estallar. A raíz de sus confesiones, su transición del nihilismo pasivo al nihilismo activo quedaría explicada por frustradas promesas de autonomía y autosuficiencia.

Un islam moderno e irascible

A estas alturas quedaría confirmada la hipótesis de partida. Dada la inmersión de los jóvenes musulmanes en el mundo moderno (muchos socializados en Occidente), su absoluto desconocimiento del islam (como el caso de Abu Musab al Zarqaui), el uso del marketing y las vías de captación, el discurso empleado para legitimarse, etc., el islamismo yihadista no sería más que una prolongación del mismo fenómeno patológico, equivocado y macabro, de huida equivocada de una modernidad asfixiante.

Es indicativo que, desde 2006, Osama Bin Laden pasara a hablar no tanto de la política exterior estadounidense como del calentamiento global y la incapacidad de las democracias occidentales para hacerle frente. Anwar al-Awlaki, influyente predicador yihadista con acento estadounidense, pregonaba que «una cultura global» ha seducido «a los musulmanes, y sobre todo a los musulmanes que viven en Occidente». Tras expandir su mensaje por redes sociales, abandonó Estados Unidos y se lanzó al yihadismo para no ser denunciado por frecuentar prostitutas cuando clamaba contra la fornicación. Abu Musab al Zarqaui, arquitecto del Daesh, huía de un pasado de proxenetismo, tráfico de drogas y alcohol. Omar Mateen era habitual del club gay donde masacró a cuarenta y nueve personas.

Los fanáticos no dejan de sentirse amenazados por un Crystal Palace mundial y sus reacciones «son reflejo o parodia [...] de sus supuestos enemigos, pero a un ritmo acelerado: obedecen a una lógica de reciprocidad y escalada de violencia mimética antes que a cualquier imperativo escritural» (p. 248). Por eso el Daesh, que sería la reacción a la Operación Justicia Infinita y Libertad Duradera, viste a sus víctimas con monos de presos de Guantánamo. Y ello pese a que la privatización de la violencia tenga más visos de destruir el paraíso que de alumbrarlo.

Muchas son las razones por las que este ensayo merece ser leído y atendido. Con buena letra –que ya es una razón–, apunta con tino a la angustia desgarrada de tantos que viven con miedo por un futuro incierto y con falta de autoestima por la impúdica exposición del éxito (¡casi siempre impostado!) de los pares. En una estela benjaminiana («Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia»), señala inadaptaciones que, sin duda, han causado y causarán reacciones patológicas y peligrosas. Resulta, además, atractivo bucear por la vida de los grandes hombres; y tiene gracia, pese a todo, comprobar que cuanto más aliviado económicamente se vive, más fácil es confiar en el progreso. Un sesgo fácil de anticipar introspectivamente. Y poco que objetar a la asociación de yihadismo y modernidad: es un error mirar al fenómeno con ojos marcianos que rechacen entablar comunicación (¡incluso la violencia es comunicación!) y se empeñen en una guerra moralista contra los bárbaros (desligada del imperio de la ley, cuya pena o sanción es comunicación). Una estrategia así sólo alimentará las filas de quienes saben cómo apuntarse al victimismo y manejar el marketing como estrategia de captación.

Respecto a las carencias argumentales, el propio autor anticipa algo tímidamente: «seguirán siendo indispensables los análisis materialistas [...], pero nuestra unidad de análisis debe ser también el ser humano irreductible, sus temores, deseos y resentimientos» (p. 39). Vale, pero cabrá contestarle que, puesto que las emociones son en buena medida indesligables de las ideas que nos hacemos del mundo, no podremos evaluar esos «temores, deseos y resentimientos» al margen de los «análisis materialistas» postergados. Que la humillación sea injusta y dispare luchas por el reconocimiento como iguales políticos (democracia), y que el victimismo sea venenosamente autoalimentado y genere odio y exterminio, no constituyen situaciones comparables ni por justificables igual, por más que ambos proyectos se alimenten de resentidos. Deudora de la estrategia del  mismo continuum la reacción romántica y las masacres del Daesh.

Los análisis no están, pero los juicios del autor sí se infieren. Viene aquí al pelo aquel dictum de que «explicarlo todo es justificarlo todo»: uno va ligando cabo tras cabo y, cuando quiere darse cuenta, está reconviniendo a Voltaire porque Al-Zarqaui ha fundado el Daesh. No deja de desconcertarnos durante todo el libro el relativismo de unas premisas que hacen pagar el pato de la falta de democracia precisamente al autogobierno (democracia) y a la autonomía (libertad): los odios, exclusiones y violencias se derivan del intento moderno de institucionalización de un poder que, al carecer necesariamente de refrendo de una autoridad trascendente, y ser «concebido como poder sobre otros individuos», es «inherentemente inestable» y condena a los hombres a un «resentimiento y desazón permanentes» (p. 276).

Radicalizada –y vulgarizada− la dialéctica de la Ilustración, el autor se enroca en la negación del legado occidental, omitiendo sus éxitos, como la reducción de la miseria y la violencia. Lo cierto es que la mayoría de los críticos occidentales pretendían darle la vuelta al predominio cartesiano-kantiano de la razón abstracta y solipsista. ¿Alternativa? Aprehender el mundo (natural y social) desde una razón sumergida en una lengua, encarnada y por eso impura, pero intersubjetiva, aunque escéptica, en todo caso, respecto de una fe en el progreso lineal e indefinido. Pero el maniqueo enfoque que nos ocupa ensalza a dichos críticos al tiempo que los cataloga en las antípodas de la modernidad, allí donde se niega la posibilidad intersubjetiva del punto de vista común, transcultural, universal. Y, por esa pendiente, se corre el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia del baño. Más valdría interpretarlos como profundizadores del proyecto ilustrado −siempre crítico, dialéctico e inacabado; pero siempre preocupado por lo universal−, sin necesidad de arrinconarlos en el irracionalismo6, éste sí, único cierre seguro –y desencadenante de violencias− de la modernidad.

Al menospreciar la modernidad, el autor acaba exculpando a sus enemigos, lo quiera o no; sobre todo si no asoman fórmulas para contener las peligrosas reacciones antimodernas. Y aquí, cuando asoma alguna, se toma pie para afirmar, en un registro un poco cursi, que «la guerra global es también un hecho profundamente íntimo; su línea Maginot discurre por los corazones y almas individuales. Tenemos que examinar nuestro propio papel en una cultura que alienta la vanidad insaciable y un narcisismo vacío» (p. 277). Concluyéndose, de modo algo fatuo, que «el fracaso a la hora de contener la expansión y la atracción de una banda como el Daesh no es sólo militar, sino también intelectual y moral» (p. 290). Sí, claro. ¿Les contendrá mejor la moral feudal?



Milicias yihadistas en Siria



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4102
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 24 de octubre de 2013

Utopía e Ilustración


En la presentación de este blog dice su autor que se declara hijo de la Ilustración, monárquico y socialdemócrata. Supongo que para algunos les sonará anticuado, caduco... Creo que se equivocan, pero dejémoslo así de momento.

Tenía pensado desde hace un tiempo dedicar una entrada a reflexionar sobre lo que el pensamiento ilustrado tuvo de relación con lo utópico, un tema, este, que me apasiona. Y lo que son las casualidades, justamente esta mañana, mientras voy en la guagua en busca de mi nieto más pequeño para acompañarlo al colegio con mi hija, llego al capítulo X del libro que estoy leyendo en estos momentos: la "Historia crítica del pensamiento español. Tomo 4", de José Luis Abellán (Círculo de Lectores, Barcelona, 1993) y me encuentro con que lleva casi el mismo título: "Ilustración y utopía", que pensada dar a la entrada de hoy.

Tengo claro que mis posibles reflexiones no estarán nunca a la altura de las del profesor Abellán así que voy a seguir algunas de las pautas que da este y dejar las que yo tenía pensadas para otra ocasión. En todo caso, y sobre "utopías", un asunto que ya he tratado anteriormente en el blog, les remito a mi entrada de noviembre del pasado año: "Sobre utopías y otras cosas...", que creo les resultará interesante.

La comenzaba con este párrafo que resume bastante bien mi pensamiento al respecto: "Utopía: palabra griega que significa "lugar que no existe"... Una buena amiga de muchos años con la que he compartido vida académica, estudios, intimidades, complicidades y muchas otras cosas, tenía la palabra "utopía" grabada a fuego en su corazón. Yo, no; me resulta imposible después de ver lo que las dos grandes utopías del pasado siglo, el fascismo y el comunismo le han hecho a la humanidad. A pesar de ello, pienso, como mi amiga, que no se puede vivir sin ella".

Efectivamente, no podemos vivir sin pensamiento utópico, pero tampoco podemos obviar el daño que cifrarlo todo a un futuro y un lugar que, posiblemente no existan y al que nunca vamos a llegar puede provocar. Así pues, un poco de sano escepticismo crítico ante la avalancha de utopismo desaforado que últimamente parece haberse apoderado de los españoles (secesiones territoriales, cambios de régimen político, abolición de sistemas socioeconómicos y felicidad a golpe de revoluciones varias) como panecea universal, creo que no viene mal. 

Cita el profesor Abellán en su libro una carta del ilustrado español por antonomasia, Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) -a cuyo pensamiento y obras principales pueden acceder desde este enlace de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes- a otro ilustrado británico contemporáneo suyo, que pienso refleja bastante bien lo que quiero decir: "Jamás concurriré a sacrificar la generación presente por mejorar las futuras.  Usted -dice a su interlocutor- aprueba el espíritu de rebelión; yo no: le desapruebo abiertamente, y estoy muy lejos de creer que lleve consigo el sello del mérito... Creo que una nación que se ilustra puede hacer grandes reformas sin sangre, y creo que para ilustrarse tampoco sea necesario la rebelión".

Dice Abellán al inicio del citado capítulo X: "Los ilustrados más típicos se hallaban todos animados por un profundo deseo de cambio, que es lo que originó el giro copernicano que desde entonces va a dar la cultura española. Ahora bien -dice-, un impulso de cambio total supone una meta ideal a la cual se aspira, y que en siglo XVIII no puede dejar de tener un carácter utópico". Y sigue diciendo: "El XVIII es el siglo de las utopías, y así aparece en Francia, donde el pensamiento ilustrado y enciclopedista se canaliza por vías utópicas: la entronización de la diosa Razón, la recuperación del estado de naturaleza, el mito del buen salvaje... Algunos de ellos -añade- tenían un olvidado origen español, como ocurría con el último citado; de ahí que España no pudiese permanecer al margen de semejante movimiento, si bien en nuestro país no culminó en un proceso revolucionario, como ocurrió en el vecino".

Unas páginas antes ha definido nuestro autor lo que significaba el término ilustrado a finales del siglo XVIII: "hombre que busca el progreso y la transformación de la sociedad, con una serie de rasgos muy típicos: tolerancia religiosa, sentido crítico respecto al pasado, optimismo frente al futuro, confianza en el poder de la razón, oposición a la autoridad eclesiástica y al poder tradicional de la Iglesia, interés por los problemas sociales y el desarrollo técnico de la sociedad, impulso hacia lo natural y valoración positiva de la experiencia, exaltación del progreso y del conocimiento...".

Termino la entrada con un poema de Jovellanos en el que se refleja muy claramente el contenido utópico y "presocialista" del pensamiento ilustrado y su profunda fé en una humanidad futura mejor, poema que figura en su "Respuesta a la epístola de Moratín":


El fatal nombre
de propiedad, primero detestado,
será por fin desconocido. ¡Infame,
funesto nombre, fuente y sola causa
de tanto mal! Tú solo desterraste,
con la concordia de los siglos de oro,
sus inocentes y serenos días.

Nueva generación desde aquel punto
la tierra cubrirá, entrambos mares;
al franco, al negro etíope, al britano
hermanos llamará, y el industrioso
chino dará, sin dolo ni interese,
al transido lapón sus ricos dones.

Un solo pueblo entonces, una sola
y gran familia, unida por un solo
común idioma, habitará contento
los indivisos términos del mundo.

No más los campos de inocente sangre
regados se verán, ni con horrendo
bramido, llamas y feroz tumulto
por la ambición frenética turbados.

Todo será común; que ni la tierra
con su sudor ablandara el colono
para un ingrato y orgulloso dueño.

Todo será común; será el trabajo
pensión sagrada para todos; todos
su dulce fruto partirán contentos.

Una razón común, un solo, un mutuo
amor los atarán con dulce lazos.

Una sola moral, un culto solo,
en santa unión y caridad fundados,
el nudo estrecharán, y en un solo himno,
del Austro a los Triones resonando,
la voz del hombre llevará hasta el cielo
la adoración del universo, a la alta
fuente de amor, al solo Autor de todo.


Explicado, espero, el por qué de "hijo de la Ilustración"; dejo lo de monárquico y socialdemócrata, quizá, para otro momento. Todo muy antiguo, sí; será la edad...

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



Entrada núm. 1988
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)