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martes, 28 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] La lengua de Europa



Terraza en Barcelona. Foto de Albert García para El País


En España debería practicarse la estima, sin excepción, por todas las lenguas, afirma en el A vuelapluma de hoy martes [La necesidad de traducir(nos). El País, 25/7/2020] la escritora y traductora Marta Rebón.

"Leo en un artículo de La Repubblica -comienza diciendo Rebón- que, según un estudio de Oxford, el 45% de los ingleses cree que el coronavirus es un arma biológica elaborada en China para destruir Occidente. En periodos de crisis —no es novedad— suelen surgir ideas conspirativas basadas en el repudio a lo extranjero.

Si algo he entendido al estudiar idiomas es que las identidades y los conceptos no son monolíticos, sino mutables. Lo que en una lengua parece una verdad indiscutible en otra requiere matizaciones. Al cambiar de código lingüístico nos bañamos en las aguas de otro río. Y eso inocula un sano escepticismo consustancial a la razón plurilingüe. Exponerse a un idioma distinto al propio —antídoto contra la banalidad de la simplificación— es un recordatorio de que el tuyo no es sino uno más entre muchos. El miope “yo” monolingüe ensancha así sus miras hacia un “nosotros” más complejo. Paul Auster admitió, sobre una antología de poesía francesa que editó en 1984, que traducir supuso para él “el primer paso para liberarme de los grilletes de mí mismo, de doblegar mi ignorancia”. En el esfuerzo por comprender otra cultura, se obra un cambio interior que representa un acto de resistencia contra el pensamiento único. Es una quimera concebir una lengua autosuficiente, capaz de plasmar por sí sola todos los matices de una realidad en perpetuo cambio. Lo mismo sucede con cualquier postura intelectual o política. Dice el pensador camerunés Achille Mbembe que es esencial formular un contraimaginario que se oponga a esa demente fantasía de una sociedad sin extranjeros. El elemento “foráneo” no debería quedar reducido a una nota exótica, sino ser visto como un medidor de salud democrática. Basta recordar que, en diferentes momentos de la historia, las mayores explosiones artísticas han coincidido con olas de emigrados que promovieron ricos intercambios en ciudades como París, Berlín o Nueva York. Que fue mano de obra extranjera la que ayudó a levantarlas y convertirlas en capitales del mundo.

Las épocas lúgubres coinciden con la censura de obras extranjeras. En busca del tiempo perdido se tradujo al chino íntegramente por primera vez hace tres décadas con un título de eco fluvial. “Perdido” se transformó en “como agua”, lo cual creó nuevas evocaciones: la definición confuciana del “tiempo” como “agua” o la asociación taoísta entre “agua” y “virtud”. El progreso de la literatura no se entiende sin esta lógica de vasos comunicantes. Fijémonos en la lengua literaria rusa: maduró con traducciones del francés y el alemán. Luego el ruso devolvió el favor cuando se pasaron a otras lenguas obras de Tolstói, Dostoievski o Chéjov. Gracias a ellos, los modernistas británicos descubrieron una nueva forma de plasmar la psique. Virginia Woolf se animó a aprender ruso y a firmar traducciones junto con un emigrado ucraniano. En época soviética, cuando Hemingway o Faulkner se tradujeron a la lengua de Pushkin, revolucionaron la generación de escritores de los años sesenta, etcétera. Viajes de ida y vuelta en el tiempo y el espacio que expanden los horizontes mentales de los territorios.

La lengua de Europa es la traducción, decía Eco. Una manera concisa de expresar que hay multitud de idiomas y que, cuando se traducen entre sí, se crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. En un mundo cada vez más distraído, traducir exige una escucha atenta. O, por lo menos, intentarlo. Hoy, cuando es normal silenciar la opinión contraria con un clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente.

Las lenguas se tutean con menos complejos que sus respectivos hablantes. Es la naturaleza viva de los idiomas: desoír imposiciones, cruzar fronteras, contaminarse. Y la traducción, como privilegiado puente de enlace, es una lección de convivencia. “Dos culturas, dos lenguas, dos países se traducen —se integran, discrepan, se mezclan— en esa traducción ideal permanente, que constituye la realidad de su relación”, afirma Claudio Magris. Hace poco la consellera de Cultura de la Generalitat declaró que en el Parlament se habla demasiado castellano. El diablo está en los detalles, y ese “demasiado” suyo me sorprendió, a 2.300 kilómetros de distancia, leyendo un pasaje de Leo Spitzer. Filólogo como la consellera, en 1933 tuvo que emigrar de Colonia, donde perdió su plaza de profesor universitario. Exiliado en Estambul, escribió sobre la desterritorialización de las lenguas: “Cualquier idioma es humano antes que nacional: las lenguas turca, francesa y alemana pertenecen primero a la humanidad y, luego, a los turcos, a los franceses y a los alemanes”. Demostrar estima por todas las lenguas sin excepción es algo que se espera primero de un filólogo y luego de un alto cargo de cultura. Se debería practicar siempre, también en el resto de España".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 16 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tierra quemada



Fotograma de la película 'O que arde'


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la traductora y escritora Marta Rebón, sobre la película de Oliver Laxe, "Lo que arde", de la que ya hablé hace unos días en uno de mis Tribuna de prensa diarios, sobre la necesidad de cuidar y respetar la vida y el paisaje que nos rodea. Desgraciadamente, en Galicia y en Canarias, mi tierra, sabemos mucho sobre ello. Les dejo con él.

"Las películas, si son muy buenas, -comienza diciendo Rebón- se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. Días después de asistir al pase de prensa del último filme de Oliver Laxe —una historia de resistencia íntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pirómano, Amador, en la Galicia rural— me asalta una secuencia de O que arde. Podría ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantación masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un árbol maldito. Afirman sus detractores que expande, allí donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas —un falso disfraz de exuberancia— la vida se apaga. En una de las regiones con mayor índice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presión económica, que la convierten en un polvorín.

Las raíces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa maraña que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabiduría instintiva, le replica: “Si hacen sufrir, es porque sufren”, comprensiva con los árboles forasteros a los que nadie preguntó si querían ser trasplantados allí. Y, cómo no, la razón que subyace es económica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de América del Sur y África retroceden ante los monocultivos expansivos de este árbol. ¿Qué queda, hoy, de la explosión de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y así sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo cálculo. Nos lo advirtió Hans Jonas, el filósofo que elaboró hace cuatro décadas el principio ético de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicción, valoración y juicio, y que, por otra, los líderes políticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, más que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, añadía Jonas, no hacen falta soñadores, sino vigías.

Pero la escena de O que arde a la que me refería al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un árbol autóctono, y espera. Da la impresión de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pródigo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnación de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad —la bondad particular, sin testigos, minúscula, carente de ideología, intuitiva— es la más humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega —o, mejor aún, que la haya tenido, como yo— reconocerá el acogimiento caluroso que, nada más ver a Amador, recién llegado de la cárcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: “Tes fame?” (¿Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de leña. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensiblería habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparición de su universo: eucaliptos y aserradoras por aquí, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya jóvenes para llenar su ausencia.

A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los científicos, no se disipa el griterío de otra clase de pirómanos. No titubean siquiera antes de prender fuego también al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una política de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontación y de la más burda frivolidad. Un día condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos dañinos de la contaminación; otro día tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detrás de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, océanos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte debía pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean".







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miércoles, 21 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Los papeles de Kafka



Kafka en Praga


Los escritos de Kafka prefiguraron no solo las pesadilla del siglo pasado sino también las de este, escribe la  traductora, eslavista y crítica literaria española Marta Rebón. Después de casi un siglo de testamentos traicionados, conflicto de intereses entre países, debates académicos y dramas (o vodeviles) judiciales, hace 11 días se exhibieron los últimos papeles en disputa de Kafka, recién llegados a Jerusalén, comienza diciendo Rebón. Ha sido la culminación de más de una década de litigios entre la Biblioteca Nacional de Israel, que los reclamaba como “bien cultural del pueblo judío”, y el Archivo Literario de Marbach, que defendía su derecho a conservarlos por ser el escritor de Praga un autor en lengua alemana. Es irónico que en esa batalla legal, como reflexionó Judith Butler en ¿A quién pertenece Kafka?, los manuscritos de un literato que ahondó en la condición del excluido hayan pasado a ser un icono de pertenencia nacional. ¿De quién es Kafka, pues? ¿De Chequia, en cuya capital nació, donde se ha convertido en un potente reclamo turístico, a pesar de la aversión del autor al exhibicionismo? ¿Del país en cuyo idioma creó su obra, aunque durante el nazismo prohibieran sus libros y aniquilaran a buena parte de sus allegados? ¿De Jerusalén, el lugar adonde fantaseó con mudarse junto a su última pareja para montar un restaurante, él sirviendo mesas y ella como cocinera?

En Venecia, en la terraza de un histórico hotel con vistas a la laguna, descubro un “Kafka estuvo aquí”. En la placa se lee que allí, en 1913, escribió una carta de amor a Felice Bauer. ¿De amor? Tal vez, si es que se puede calificar así una misiva rematada con un “tenemos que decirnos adiós”. Mejor publicitar a un escritor enamorado, pensarían los dueños del hotel, que a uno en fuga de su prometida. Kafka, que necesitaba una soledad extrema para crear, le dijo una vez a su sufrida novia: “Uno nunca puede rodearse de bastante silencio cuando escribe. La noche incluso resulta poco nocturna”. Abundan los escritores que, con el tiempo, pasan a convertirse en prescriptores accidentales de viajeros en busca de experiencias: “He aquí las vistas que Jane Austen admiraba”, “he aquí la avenida por la que Proust paseó...”. No faltan turistas, mojito en mano, que pasan por caja de buena gana para disfrutar de su “momento Hemingway”. Kafka, que viajó solo a Italia —obligado a soportar su propia compañía—, no apuntó nada en su diario, así que no existe una ruta con su nombre en esta ciudad-isla definida por algunos como el primer parque temático de Europa. Debemos contentarnos con imaginar su inconfundible figura inmersa en el laberinto flotante de Venecia, suspendida entre dos orillas en alguno de sus más de cuatrocientos puentes.

Cuando le diagnosticaron tuberculosis, Kafka se convirtió en un turista de sanatorios. Al visitar algunos lugares de Europa durante los primeros compases del turismo de masas, había soñado con hacerse rico publicando guías para viajar con poco dinero. Dos años antes de morir se alojó en un balneario de la Montaña de los Gigantes, un paisaje nevado que se convirtió en la localización innombrada de su última novela. El protagonista de El castillo intenta acceder (en vano) a la fortaleza. ¿Por qué? La posadera se lo aclara: “No es usted del pueblo. Es un forastero, alguien que está de sobra. Alguien por quien se sufren continuamente molestias, cuyas intenciones se desconocen”. Haciendo gala de unas maneras similares, Salvini, con una cruz orgullosamente colgada al cuello, enarbola su doctrina de puertos cerrados para mantener como rehenes en el mar, a merced de las olas, a más de un centenar de migrantes. Los quiere fuera del castillo. Kafka prefiguró las pesadillas del siglo pasado, pero también las de este.






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