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domingo, 28 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Xenia



La Acrópolis, Atenas, Grecia


Anne Carson, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2020, poetisa canadiense en lengua inglesa, ensayista, traductora y profesora de literatura clásica y comparada en la Universidad de Míchigan, considerada por la crítica literaria como la poeta viva más importante de las letras anglosajonas, busca en la Grecia antigua el origen de la relación entre literatura y economía, y lo hace en el Especial dominical de hoy [Poesía, dones y dinero. El País, 20/6/20], en un artículo que forma parte de su ensayo "Economía de lo que no se pierde. De Simónides de Ceos a Paul Celan",  que publicará la editorial barcelonesa Vaso Roto en octubre de este año.

"Existe un modo de intercambio de dones -comienza diciendo Carson- que los antiguos griegos llamaban xenia. Generalmente traducido como “hospitalidad” “amistad para con los invitados” o “amistad ritual”, la institución de la xenia permea las interacciones socioeconómicas de los periodos homérico, arcaico y clásico. Gabriel Herman define la xenia como “un vínculo de solidaridad que se manifiesta en un intercambio de bienes y servicios entre individuos procedentes de unidades sociales distintas”. Las características de la xenia, a saber, su base de reciprocidad y su perpetuidad supuesta, parecen haber tejido una textura de alianzas personales que mantuvo unido al mundo antiguo. 

En espíritu, la xenia es enfáticamente no mercantil: los bienes no se miden, la ganancia no es la finalidad. De hecho, la finalidad es contraer una deuda. El fin de la economía de dones es la acumulación con fines de desacumulación; la economía de dones es ante todo una economía de deuda, cuyos actores buscan maximizar las salidas. El sistema puede describirse como un “desequilibrio alternado”, cuyo fin nunca es “saldar” sus deudas sino preservar una situación de endeudamiento personal.

Porque, mientras el dinero busca modificar el statu quo, los dones buscan mantenerlo. El profundo conservadurismo de una economía de dones asegura su propia continuidad y su prestigio moral de dos formas. Primero, por derogación de todo lo que no es don. Una marcada desconfianza respecto al dinero, los beneficios, el comercio y los comerciantes permea las actitudes socioeconómicas de Grecia desde los tiempos de Homero hasta la época de Aristóteles. “El intercambio de mercancías no era una actividad aceptable para un griego”, concluye un historiador del mundo antiguo.

La riqueza es buena de tener, pero no de perseguir. Al mismo tiempo, Mauss sugiere que la economía de dones disfruta proyectando sus funciones sobre el cosmos, como si las reglas de la xenia representaran simplemente el modo en que suceden las cosas para los dioses y los hombres. El intercambio de dones perdura al pasar por alto el hecho de que sólo es un sistema económico entre otros. Solón, un político que vivió en un periodo de economía floreciente y basó su carrera sobre la denuncia del dinero, habla como un típico aristócrata del siglo VI cuando dice: “Perfectamente feliz es el hombre que tiene niños encantadores y caballos con fuertes pezuñas y perros de caza y un xenos en el extranjero”.

Los poetas de la Antigüedad participaban en la economía de dones de sus comunidades como xenoi de la gente que disfrutaba de su poesía. Homero nos presenta a Demódoco y Femio como bardos permanentes de la corte que intercambiaban sus cantos por la hospitalidad de la casa, y al propio Odiseo trocando su historia por comida y hospedaje. En el momento en que Odiseo, en la sala de banquetes de Alcínoo, corta un trozo caliente de su porción de carne de puerco y la ofrece en agradecimiento al bardo Demódoco “para que él pueda comer y pueda yo tenerlo junto a mí”, observamos la economía imbricada en su estado ideal.

En el transcurso de los siglos posteriores, poetas como Estesícoro, Jenófanes, Íbico, Anacreonte, Simónides, Esquilo, Píndaro y Baquílides viajaron a las ciudades de sus patronos y vivieron en sus hogares mientras producían poesía para ellos. Al describir semejante relación entre el tirano Polícrates y el poeta Anacreonte, Estrabón dice: “El poeta lírico Anacreonte vivió con este hombre y su poesía está llena de su recuerdo”. Se reconoce la estructura externa de una relación de xenia aristocrática, en la que hombres conscientes de un vínculo mutuo y ritual intercambian dones de poesía por sustento. Sólo podemos imaginar su delicado funcionamiento interno.

El dinero lo cambió todo. “El dinero, dice Marx, es la externalización de todas las capacidades de la humanidad”. Y Simónides es considerado el responsable de este cambio. De acuerdo con un escoliador antiguo, “Simónides fue el primer poeta que introdujo un cálculo meticuloso de precio en su composición de cantos y poemas”. De este hecho derivan elaboradas imágenes que representan a Simónides como un tacaño, un gruñón y un sórdido avaro. “Nadie podría negar que a Simónides le encantaba el dinero”, afirma escuetamente su biógrafo, Ailian. El poeta Jenófanes, contemporáneo suyo, califica a Simónides de kimbix (“tacaño”).

Menos de 50 años después de su muerte, Simónides aparece como arquetipo de la avaricia en los escenarios cómicos. Un personaje de Aristófanes comenta: «¡Ese Simónides se haría a la mar en una alfombrilla de baño con tal de ganar dinero!». Aristóteles usa a Simónides de forma similar, como ejemplo arquetípico de aneleutheria (“avaricia”). En otros testimonios se tiene registro de que Simónides exigía enormes honorarios por sus versos, acumulaba dinero en ánforas en su casa, recorría el mundo en busca de adinerados patronos, denunciaba a quienes no le pagaban lo suficiente y pronunciaba sermones sobre los placeres del lucro. Resultaría plausible considerar estos relatos, de acuerdo a la tendencia caracterológica de los antiguos biógrafos, como tropo por el simple hecho de que Simónides profesionalizara la poesía. Pero tratemos de entender ese simple hecho de forma más precisa.

El que Simónides fuera el primero en profesionalizar la poesía no es improbable. Alguien tuvo que hacerlo y las creencias actuales acerca de la fecha de circulación de las monedas coinciden con la época en que vivió.

Que Simónides ganara mucho dinero no es imposible. Disponemos de información pertinente sobre los salarios de principios del siglo V donde se sugiere que las artes verbales eran bien remuneradas en comparación con el resto. El escultor Fidias, por ejemplo, trabajó la estatua criselefantina de la diosa Atenea en Atenas por 5.000 dracmas anuales, de los cuales tuvo que desembolsar, personalmente, el costo de sus trabajadores y el de producción. Y Heródoto nos habla de un bien cotizado médico cuyo sueldo anual era de 6.000 dracmas mientras vivió en la isla de Egina, 12.000 dracmas mientras vivió en Samos y 10.000 dracmas mientras lo hizo en Atenas. El mismo monto, 10.000 dracmas, fue lo que solicitó Píndaro por un solo ditirambo compuesto en honor de los atenienses. Mientras tanto, el sofista Gorgias pedía a cada uno de sus estudiantes un pago de 10.000 dracmas por un solo curso de retórica y ganó suficiente dinero como para mandar erigir una estatua en oro macizo de sí mismo en el templo de Apolo en Delfos. Sócrates afirma que Gorgias y Pródico “obtuvieron más ganancias por su sabiduría que cualquier otro artesano gracias a su destreza”. Se estima que 10.000 dracmas equivalían a aproximadamente 28 años de trabajo para un jornalero remunerado a razón de un dracma per diem.

El que Simónides dedicara su existencia a la avaricia resulta difícil de comprobar o descartar, ya que, pese a siglos de habladurías unánimes acerca de su codicia, ninguna fuente conserva relato o cuenta real alguna que sugiera cuán tacaño era, cuán rico se hizo o qué precios cobraba. Claramente, la codicia de Simónides era más objeto de rencillas en su esencia que en sus detalles. Su esencia era la mercantilización de una actividad previamente recíproca y ritual, el intercambio de dones entre amigos.

La mercantilización marca un momento crucial en la historia de la cultura. Las personas que utilizan dinero parecen desarrollar relaciones entre sí y con los objetos diferentes a aquellas que no lo usan. Marx llamó “alienación” a esta diferencia. Marx pensaba que el dinero convierte los objetos que usamos en cosas ajenas y a las personas con las que los intercambiamos en personas ajenas. “El dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y sus medios de vida. Pero lo que media mi vida, también media para mí la existencia de otras personas. El dinero se convierte en el Otro”. Cuando Marx describe el complejo proceso mediante el cual la mercantilización altera a las personas, se refiere a la sociedad burguesa y a economías capitalistas modernas, no al siglo V a. de C. Pero los términos de su descripción pueden ayudarnos a ver con mayor claridad la situación de Simónides. Pues Marx siempre se refiere también a la más fundamental ética de loa objetos y su intercambio.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público

Dediquemos un momento a considerar la vida de los objetos. En una economía de don, como hemos visto, los objetos intercambiados forman una suerte de tejido conectivo entre dador y receptor. El carácter recíproco de esta conexión queda implícito en su terminología reversible: en griego, la palabra xenos puede significar tanto huésped como anfitrión; y xenia, regalos entregados o regalos recibidos. “Considerado como acto de comunicación”, dice Pierre Bourdieu, “el don se define por el contra-don que lo consagra y lo dota de su sentido”. Semejante objeto lleva la historia del dador a la vida del receptor y allí la prolonga. Ya que valoraban esta continuidad, los griegos crearon un admirable símbolo concreto de ésta, empleado como signo de obligación mutua entre amigos, un objeto llamado symbolon: la gente que entablaba relaciones de xenia solía cortar un trozo de hueso en dos, conservar una parte y entregar la otra a sus socios, para que, en caso de que ellos, sus amigos o parientes tuvieran oportunidad de visitarlos o viceversa, llevaran su parte consigo y renovaran la xenia.

Los symbola no eran una característica convencional de las relaciones de xenia, pero su concepto sugiere la vida no objetiva de los objetos en estos intercambios. Un don no es una mera pieza arrancada de la vida interior del dador que se pierde en el intercambio, más bien es una extensión del interior del dador, tanto en espacio como en tiempo, hacia el interior del receptor. El dinero niega semejante extensión, fractura la continuidad e inmoviliza los objetos dentro de sus propios límites. Abstraídos del espacio y del tiempo como trozos de valor comercializable, se transforman en mercancías y pierden su vida de objetos.

Pues una mercancía no es un objeto; es una cantidad de valor que puede ser comparada o sustituida por otras cantidades equivalentes. La mercantilización extingue sus propiedades originarias. Extinto queda también su poder de vincular a las personas que dan y reciben: ellas mismas se convierten en mercancía, trozos de valor en espera de precio y venta. Adoptan una “forma mercantil”.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público. En estos términos describe Marx el efecto de la mercantilización sobre los ciudadanos de la Europa burguesa. Me gusta pensar en Simónides como el representante de una forma temprana y severa de alienación económica y el “doble carácter” que la acompaña. Habiendo nacido en una sociedad cuyas tradiciones de intercambio de dones coexistían con el comercio mercantil y una floreciente economía monetaria, equilibrándose sobre el límite de dos sistemas económicos e inserto en la desintegrada conciencia de su época, observó fríamente las cosas. Abrió los ojos en ambas direcciones".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 




La poetisa y profesora Anne Carson



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 21 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Morir y vivir con dignidad. (Publicada el 23 de junio de 2009)







No creo que haya muertes dignas o indignas. La vida es la que tiene que vivirse con dignidad. Y cuando esa dignidad desaparece, desaparece todo sentido de vida. Un amigo y compañero de afanes universitarios, filósofo, historiador y abogado, Julio Santamaría, me escribe hace unos días enviándome un texto emocionado y emocionante sobre la experiencia que ha supuesto para él la muerte de un familiar muy cercano. Supongo que muchos de ustedes, todos más o menos tarde, han pasado por ese trance, y la experiencia personal de cada uno es intransferible. Mi amigo ha titulado su texto ¿El suicidio como proyecto vital?, y es una crítica de la legislación española y canaria sobre la muerte digna, llámese ésta testamento vital, tratamientos paliativos o eutanasia. Me ha parecido muy interesante y digno de reprodicirlo en el blog. HArendt 






¿EL SUICIDIO COMO PROYECTO VITAL?", por J.S.

1.- No hay contradicción en el título de estas reflexiones. Está así redactado premeditadamente. Las circunstancias y experiencias sociales y personales delimitan y definen la trayectoria del ser humano. En otros términos: de la misma forma, modo y decisión con que proyectamos nuestra vida de joven hacia el futuro, igual ha de ser la proyección a la muerte. Una y otra elección son los actos más trágicos, de mayor responsabilidad, y de creación del ser personal, o profesional y/o de su despedida de este mundo. No me refiero a la eutanasia en su plenitud de significación, sino al hecho mismo de morir. Hume, filósofo Inglés del Empirismo en su Ensayo, el Suicidio, dejó ya escrito que el ser humano, cuando en su deterioro se convierte y llega a ser carga para sí y para la sociedad, su destino es claro: la muerte voluntaria: “Que el suicidio puede a menudo ser consistente con el interés, y el deber para con nosotros mismos es algo que nadie puede cuestionar, una vez que se admite que la edad, la enfermedad, o la desgracia pueden convertir la vida en carga, y hacer de ella algo peor que la aniquilación”“Ningún un hombre ha renunciado a la vida, si ésta merecía conservarse”.”Tal es nuestro horror a la muerte, que motivos triviales nunca tendrán fuerza suficiente para hacer de ella algo deseable,”-, incluso dejando a parte la religión y el código penal de las sociedades. “Si se admite  que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía nos puede empujarnos a cometerlo. Pero si no es un crimen,-y los códigos penales no pueden definirlo,-“sólo la prudencia y el valor podían llevarnos a deshacernos de la existencia, cuando ésta ha llegado a ser una carga.”, “Es este el único modo en que podemos ser útiles a la sociedad y preservaría para cada uno su oportunidad de ser feliz en la vida, y lo libraría eficazmente de todo peligro y sufrimiento.”

Hipócrita, patana y engañosamente a ese camino no van dirigidas la Ley nacional del testamento vital, ni la norma regional. Ni el parlamento español, ni el canario han entrado a legislar vitalmente sobre la eutanasia. Han servido legislación descafeinada del mismo color. Muerte o su aproximación. Pero sucede que, en ese camino del ser humano hacia su destino final, se le puede endulzar y racionalizar el sufrimiento. Y a esa permisión vergonzante se le llama testamento vital. Manifestación documental del que ha de morir, realizada en plena advertencia y conciencia ante presencia notarial, sobre su voluntad de tratamiento al perder la capacidad de obrar. Nada más. Y sin embargo las situaciones vitales que todos los seres humanos hemos de vivir, y de quienes han desaparecido de este  paraíso “infernal” exigen más. Exigen algo más que orientaciones psicológicas a enfermo y familia, y profesionales médicos, que convierten esos días, meses, o años de deterioro general, y situación amenazante, difícil y cambiante: la concienciación de la persona, y de la sociedad, que la muerte debe y puede elegirse como solución, y meta final.Y ello como se elige una profesión en el recorrido de la vida. La equivocación en la elección profesional crea o puede crear, desorientación, angustia e improductividad personal, familiar y social del apocado, permanentemente equivocado y carente de voluntad.

2.- A nuestro criterio sólo con una preparación para la muerte antes de la enfermedad, la inseguridad física y personal del enfermo, y su temor, se transforma o debe transformarse en tranquilo vivir para morir. La capacidad de verbalización del hombre le ha servido para desempeñar muchas facetas en su  camino evolutivo; en su evolución cognitiva, para la resolución de sus problemas, planificación de sus objetivos, y el control de sus eventos fundamentales de su vivir. La misma capacidad con la que ha creado y elaborado el conjunto de sus creencias. En la realidad y en el contexto de la certeza de la muerte próxima, ser verbal significa tener la habilidad de traer al presente cosas totalmente desconocidas, y que aún no han sucedido: el deterioro trágico del su salud, lo que puede ocurrir después de su desaparición; las imágenes de futuros cargados de gran dolor, y las comparaciones seguras de lo que podía, y pudo hacer antes de su situación límite de salud, y sentir lo que no puede hacer en el instante mismo de de su grave enfermedad.

Los pensadores existencialistas fueron los primeros predicadores de la construcción del hombre. El hombre ante la tragedia de la elección de su ser. La posibilidad de error ante la elección de su trayectoria vital provoca y obliga a sentir en el hombre el sentimiento aquel o estado anímico de asco, tragedia, nausea, y temor por las consecuencias de la equivocación. Los existencialistas sembraron gratis la verdad y la necesidad del obrar libre y conscientemente en la construcción del ser del hombre. Toda elección equivocada en su profesión, esclaviza al ser, o ciudadano concreto a un continúo vaivén de acciones y proyecciones cuyo final es el fracaso y la despersonalización. El hombre sin meta electiva y programada orilla la nausea perenne de su existencia. La ineficacia en la acción, y la despersonalización constante traducida en presente y permanente desesperación. Hoy, y ayer es la tragedia de la falta de formación. La equivocación constante y no percibida coloca al hombre en situaciones límites, en las que la cobardía y el miedo a la vida le impiden consumar lo que desea y rechaza culturalmente su sociedad, el suicidio. Se hermanan, pues, el fracaso ante la vida, como es la vida personal desarticulada, con el desastre final de la vida como degeneración de su salud, y la carga innata para si mismo, y la sociedad. Filippo Strozzi, rico comerciante de Florencia, (1488-1538) que fue capturado tras el fracaso de la rebelión que había planeado contra Cósimo de Médicis, fue encontrado muerto en su celda. Junto a él, una nota en la que se decía:”hasta ahora no he sabido cómo vivir; sabré ahora cómo morir”.

Sería fácil probar que el suicidio es tan legítimo dentro de la doctrina cristiana como lo fue para los paganos. Esa grande e infatigable norma de fe y de costumbres que debe dar dirección a toda razonamiento humano, nos ha dejado en completa libertad en lo que se refiere a este punto. La resignación a la Providencia se nos recomienda, ciertamente, en la Escritura, pero eso implica solamente sumisión a males que pueden remediarse con el ejercicio de la prudencia o de la fortaleza, pero no a los males que son inevitables como la muerte por degeneración y destrozo lentamente del cuerpo con inseparabilidad del dolor más atroz. No matarás es, evidente, un mandamiento que prohíbe matar a los demás, sobre cuya vida no tenemos autoridad., Que este precepto, como la mayoría de los preceptos de la Escritura, debe ser modificado mediante la razón y el sentido común, queda de manifiesto en la práctica del derecho penal, en la que los Magistrados, aún hoy, castigan a criminales con la penal capital, a pesar de lo que dice la letra de la Ley, y la norma penal. Pero si ese mandamiento se refiriera también al suicidio, ahora no tendría autoridad, porque toda ley de Moisés ha sido abolida, excepto en aquellos puntos, que se basan en la ley natural. Pero el suicidio no está prohibido por esa ley, la natural. Y el caso es que cristianos, y paganos han participado del mismo fundamento. Catón y Bruto, Arrea y Porcia actuaron heroicamente. Quienes ahora imitan su ejemplo deberían recibir las mismas alabanzas de la posteridad. Algo así como la admiración que despierta Sócrates que consumó el suicidio con la cicuta.

3.- Insinuado ya el pensamiento de Plinio debería terminar traduciendo textualmente sus palabras de su Historia Natural, II ,5: Dios aún cuando quisiera no puede darse muerte, y ejercitar es privilegio que concedió al hombre en medio de tantos sufrimientos. He ahí por qué bautice al testamento vital como falacia ante la necesidad del enfermo terminal. En el caso del individuo enfermo, sin capacidad de aseverar, conocer o casi respirar por los retortijones del dolor,

¿ El profesional de la medicina, y familiares pueden, y se deben acoger, y respetar literalmente al testamento descafeinado vital de nuestras leyes, o aplicar de forma progresiva la sedación, como práctica racional paliativa del bienestar del enfermo y su paz final, tal y como personalmente haya dejado escrito aunque suene a suicidio ?.La razón y el sentido común me obligan, y me obligaron a desear ese tratamiento hace unos días para un familiar. Suicidio testamentario o desgarramiento final. Pero…en esa Comunidad donde se produjo la muerte la terapia paliativa se confunde con el homicidio. Por desgracia, también, se dan homicidios culturales. -¿No lo siente así el lector?"




La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David, 1787





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miércoles, 13 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la mala hierba



Dibujo de Ed para La Voz de Galicia


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy: un hermoso y nostálgico relato del escritor Miguel-Anxo Murado sobre la Galicia rural, la fuerza de la naturaleza y  la finitud de la existencia. Les dejo con él.

"Como bisnieto de campesinos -¿y quién en Galicia no lo es?- no debería tener ninguna simpatía por la mala hierba -comienza diciendo Murado-. Y, sin embargo, la admiro, que es uno de los grandes ejemplos de coraje y perseverancia, de tenacidad y adaptación al medio que nos ofrece la naturaleza. La mala hierba es mala para nosotros, pero buena para sí misma. Frente a las herbáceas domesticadas, el dócil trigo o la cebada simplona, que se han rendido a nosotros sin apenas oponer resistencia, la mala hierba continúa siendo el espíritu rebelde de su especie, el desafío a la corrección política del campo sembrado en hileras regulares e incuestionables, un ser que preserva su libertad a base de hacerse indigerible para las demás especies, incluida la nuestra. No soy un botánico ni siquiera aficionado, pero cada vez me fijo más en la naturaleza, quizás por el motivo opuesto al de tanta gente: en mi caso, al menos, es porque me recuerda a la sociedad humana, porque, como esta, es a la vez un mundo de belleza y dolor, un espejo de nuestros dilemas más que una víctima de ellos. Pienso, por ejemplo, en el trébol, esa mala hierba con buena fama; tan buena que hasta es uno de los símbolos oficiales de un país, Irlanda. El trébol es como la sombra de nuestros pasos, crece allí donde los animales y las personas hoyamos el suelo con frecuencia. En un prado, señala el camino invisible que elige el paisano para ir a recoger las vacas; en el parque de una ciudad, el lugar donde los niños suelen jugar al más al fútbol, y más concretamente el punto donde se colocan los porteros. Pienso en la hierba de las cucarachas, que sigue el camino de los caminos areneros que van de las playas a las fábricas, o el de los vehículos de obras públicas que echan sal en la carretera cuando nieva en invierno -siempre hay más hierba en las curvas donde se echa más sal, he observado-. O pienso en la hierba de Santiago, que se encuentra a menudo en las vías del tren, entre el granito gris machacado de Ávila que la Renfe usó como balasto el siglo pasado -tiene a veces las manchas rojizas de la catedral abulense, que está hecha en parte del mismo material-. Me fijo siempre en esta hierba de amarillo intenso cuando voy en tren y mi ventanilla mira al sur, donde es más abundante porque es donde da más el sol. De hecho, la hierba de Santiago se vale de los trenes para propagarse. Desde la construcción del ferrocarril en España en la segunda mitad del siglo XIX ha ido colonizando pacientemente buena parte de la Península, siguiendo el trazado de la red ferroviaria. A veces, mientras espero, las veo incluso en las vías de alguna estación, erguidas y desafiantes, supervivientes del Alvia.

Las malas hierbas, en fin, parecen tener interés por nosotros. Nos señalan con el dedo tumbas, casas en ruinas, fosas comunes, campos de batalla -por estas fechas, en Gran Bretaña conmemoran a una de ellas, la amapola, que crece en los escenarios de la Primera Guerra Mundial-. Algo nos quiere decir la mala hierba. Eso fue lo que se me ocurrió el Día de Difuntos de esta semana, viendo la que crecía en los márgenes de un cementerio parroquial. Primero pensé que quizás se entretiene recordándonos nuestra finitud, como aquel esclavo que llevaban los generales romanos a su lado en la carroza triunfal, para que les repitiese al oído «recuerda que eres mortal». Pero luego pensé que no, que a lo mejor tiene para nosotros un mensaje de esperanza, incluso para los que no creemos. Porque no es cierto que la mal llamada mala hierba nunca muere. Más bien lo que ocurre es que, contra todo pronóstico y a pesar de todo, resucita". 







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miércoles, 15 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Oh, vida, los que vamos a morir te saludamos





Una vez le preguntaron a David Hume (1711-1776) si no sentía preocupación por lo que pudiera haber después de la muerte. La respuesta del filósofo, que cito de memoria, fue que "si nunca le había preocupado saber donde estaba antes de nacer, porqué iba a preocuparle saber donde iba a estar después de morir"... Esta entrada no va dirigida a los jóvenes, al menos no de momento, pero sí a los que estamos ya jugando el último cuarto del partido, esa etapa de nuestra vida en la que, como dice el filósofo Fernando Savater, "la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador". 

El profesor Aurelio Arteta, autor de A fin de cuentas. Nuevo cuaderno de la vejez (Taurus, Madrid, 2018), catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, escribe en El País que tener presente la muerte es la mejor forma de tomar en serio nuestra existencia. A quienes ya somos viejos, comienza diciendo, y aún no hemos perdido del todo la cabeza ni las ilusiones, nos toca pensar a fondo la vejez. Eso significa no quedarnos en sus estereotipos o engañifas habituales, como tampoco en los parciales enfoques sociológicos, económicos o de autoayuda acostumbrados. Más todavía, tras examinar los rasgos de esta edad postrera, habremos de atrevernos a mirar de frente a lo que inmediata y definitivamente la sigue: la muerte. ¿Acaso no le tengo miedo? Imagino que como cualquiera. Pero uno supone que, antes de ser despojado de todo lo mío, deberé hacer el esfuerzo de recuperarme a mí mismo. En vísperas de que me vaya, tendré que aprender a despedirme.

Todo lo que empieza tiene que acabar, de acuerdo. Pero admitiremos que, una vez que todo ha comenzado para nosotros (la vida), en cuanto alcanzamos alguna madurez el problema decisivo pasa a ser su final (la vejez y la muerte). No fuimos sujetos de nuestro comienzo, pero sí podemos serlo de su término. Lejos de merecer tildarlo de enfermizo, será incluso un signo de buena salud. Por más que intentemos mirar para otro lado (o sea, di-vertirnos), llegará un momento en que ya no será fácil hacerlo. Esta es la cuestión: si ese recordatorio nos amargará cada instante del último periodo o, por el contrario, le concederá todo su valor.

Seguramente el requisito adecuado para meditar y hablar de la vejez con cierta solvencia sea prestar atención al propio envejecimiento. Nadie ignora que cada día nos morimos un poco, aunque la convención reinante prefiere creer que sólo los mayores envejecen y mueren. Pero habrá que distinguir —lo que olvidó Epicuro en su famoso argumento— entre el proceso de morir y el momento de la muerte: mientras yo estoy, mi muerte no está presente, es verdad, pero me estoy muriendo. Ese envejecimiento puede llamarse “el otoño de la vida”, aunque sería más justo compararlo con su invierno, siempre que se acepte que esta vez no le seguirá ninguna radiante primavera.

Parece como si la vejez nos llegara sin advertencia previa, por más síntomas que nos hayan anunciado su acercamiento. Al final, brotará la sorpresa del ah, ¿pero la vida era esto? ¿Y quién discutirá que a la vejez le gusta ocultarse? Mientras le sea posible, el ya anciano tratará de esconder su vergüenza ante el propio deterioro, encubrir su condena y retrasar en lo posible su seguro cumplimiento. Por eso mismo es un tiempo de eufemismos y disimulos. En lugar de llamarle anciano o viejo, preferimos denominarle una persona de edad o de cierta edad, como si todas las demás no lo fueran también. Los entrenamientos del cuerpo —hoy tan en boga— invitan al qué joven te veo, pero nos ahorramos el masaje de las menos visibles arrugas del alma.

A poco que el anciano mire dentro de sí, no habrá dolor o tristeza de los otros que le sean ajenos. Para él sus compañeros de generación conforman esa gran comunidad de morituri, o sea, de los que van a morir y requieren su cuidado recíproco. Pero a esa misma añada pertenecen también los viejos amargados que optan por encerrarse en su rincón y desentenderse de todos y de todo. Hasta de los muertos que los precedieron, de quienes son sus deudores. Se diría que, ante la amenaza que los aguarda, el máximo riesgo de muchos mayores es el de convertir su vida restante en un periodo de espera desconsolada, en un tiempo vacío…

Antes de abandonar este valle de sonrisas y lágrimas, uno está dispuesto a mantener que lo más decisivo en nuestra vida se aprende al hacernos mayores. Por eso no le asusta demasiado que, en mitad de una reunión de coetáneos, le cuelguen el sambenito de aguafiestas como se le ocurra introducir a la muerte en mitad de la charla. Replicará enseguida que siempre la llevamos con nosotros y nada hacemos sin contar con ella. Será una nueva ocasión de escapar de la mediocridad del montón, de la entrega a los prejuicios de la mayoría. Al fin y al cabo, bien sabemos que cada cual se muere solo y no en grupo…

La muerte relativiza todo cuanto se compare con ella o se contemple desde ella. El hombre mismo se ha definido como un ser relativo a la muerte, el ser que siempre vive en relación con ella. La muerte es su trasfondo y su horizonte; ella pone a cada uno en su sitio. La muerte nos hace pequeños y grandes a un tiempo. Pequeños, porque es la prueba incontestable de que nuestro destino inevitable es la nada. Sólo ante ella palpamos nuestra limitación esencial y la de nuestros proyectos más entusiastas. Pero también nos hace grandes al mismo tiempo. Y es que esta guerra perpetua acabará para cada cual en su propia derrota, pero tras unas cuantas victorias parciales que nos honran. Somos lo que llegamos a ser contra la muerte y por su mediación; a fin de cuentas, gracias a ella.

Así las cosas, ¿no será la reflexión sobre nuestra finitud —al contrario de lo que predica el tópico— un considerable estímulo de la vida? ¿O no es su anticipación mental el acicate negativo de cuanto hacemos y aspiramos? La conciencia del límite que conlleva infunde urgencia a nuestros quehaceres y clasifica nuestros proyectos en más o menos importantes para mejor distribuir ese tiempo tan escaso que se nos ha otorgado. Sólo la previsión y meditación de nuestra fugacidad puede dotarla de su debido espesor; la muerte se encargará al final de encumbrar nuestra vida… o de certificar su pobreza. André Gide lo comprendió a fondo: “Por no pensar lo suficiente en la muerte, ni el más breve instante de tu vida ha sido lo suficientemente valioso”.

En definitiva, dar su justo valor al presente requiere vivir la vida desde ese futuro. Hay que tomar nuestra existencia en serio precisamente porque acaba, porque ya no podemos llegar a más ni van a ofrecernos otra nueva oportunidad de ser. Por eso mismo puede proclamarse con toda certeza que la muerte no está al final, sino en el centro mismo de la vida, según constata Ramón Andrés. Y repetir con Fernando Savater que “la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador”.



"Vida y muerte", de Gustav Klimt (1862-1918)



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Entrada núm. 4550
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)