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domingo, 28 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Xenia



La Acrópolis, Atenas, Grecia


Anne Carson, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2020, poetisa canadiense en lengua inglesa, ensayista, traductora y profesora de literatura clásica y comparada en la Universidad de Míchigan, considerada por la crítica literaria como la poeta viva más importante de las letras anglosajonas, busca en la Grecia antigua el origen de la relación entre literatura y economía, y lo hace en el Especial dominical de hoy [Poesía, dones y dinero. El País, 20/6/20], en un artículo que forma parte de su ensayo "Economía de lo que no se pierde. De Simónides de Ceos a Paul Celan",  que publicará la editorial barcelonesa Vaso Roto en octubre de este año.

"Existe un modo de intercambio de dones -comienza diciendo Carson- que los antiguos griegos llamaban xenia. Generalmente traducido como “hospitalidad” “amistad para con los invitados” o “amistad ritual”, la institución de la xenia permea las interacciones socioeconómicas de los periodos homérico, arcaico y clásico. Gabriel Herman define la xenia como “un vínculo de solidaridad que se manifiesta en un intercambio de bienes y servicios entre individuos procedentes de unidades sociales distintas”. Las características de la xenia, a saber, su base de reciprocidad y su perpetuidad supuesta, parecen haber tejido una textura de alianzas personales que mantuvo unido al mundo antiguo. 

En espíritu, la xenia es enfáticamente no mercantil: los bienes no se miden, la ganancia no es la finalidad. De hecho, la finalidad es contraer una deuda. El fin de la economía de dones es la acumulación con fines de desacumulación; la economía de dones es ante todo una economía de deuda, cuyos actores buscan maximizar las salidas. El sistema puede describirse como un “desequilibrio alternado”, cuyo fin nunca es “saldar” sus deudas sino preservar una situación de endeudamiento personal.

Porque, mientras el dinero busca modificar el statu quo, los dones buscan mantenerlo. El profundo conservadurismo de una economía de dones asegura su propia continuidad y su prestigio moral de dos formas. Primero, por derogación de todo lo que no es don. Una marcada desconfianza respecto al dinero, los beneficios, el comercio y los comerciantes permea las actitudes socioeconómicas de Grecia desde los tiempos de Homero hasta la época de Aristóteles. “El intercambio de mercancías no era una actividad aceptable para un griego”, concluye un historiador del mundo antiguo.

La riqueza es buena de tener, pero no de perseguir. Al mismo tiempo, Mauss sugiere que la economía de dones disfruta proyectando sus funciones sobre el cosmos, como si las reglas de la xenia representaran simplemente el modo en que suceden las cosas para los dioses y los hombres. El intercambio de dones perdura al pasar por alto el hecho de que sólo es un sistema económico entre otros. Solón, un político que vivió en un periodo de economía floreciente y basó su carrera sobre la denuncia del dinero, habla como un típico aristócrata del siglo VI cuando dice: “Perfectamente feliz es el hombre que tiene niños encantadores y caballos con fuertes pezuñas y perros de caza y un xenos en el extranjero”.

Los poetas de la Antigüedad participaban en la economía de dones de sus comunidades como xenoi de la gente que disfrutaba de su poesía. Homero nos presenta a Demódoco y Femio como bardos permanentes de la corte que intercambiaban sus cantos por la hospitalidad de la casa, y al propio Odiseo trocando su historia por comida y hospedaje. En el momento en que Odiseo, en la sala de banquetes de Alcínoo, corta un trozo caliente de su porción de carne de puerco y la ofrece en agradecimiento al bardo Demódoco “para que él pueda comer y pueda yo tenerlo junto a mí”, observamos la economía imbricada en su estado ideal.

En el transcurso de los siglos posteriores, poetas como Estesícoro, Jenófanes, Íbico, Anacreonte, Simónides, Esquilo, Píndaro y Baquílides viajaron a las ciudades de sus patronos y vivieron en sus hogares mientras producían poesía para ellos. Al describir semejante relación entre el tirano Polícrates y el poeta Anacreonte, Estrabón dice: “El poeta lírico Anacreonte vivió con este hombre y su poesía está llena de su recuerdo”. Se reconoce la estructura externa de una relación de xenia aristocrática, en la que hombres conscientes de un vínculo mutuo y ritual intercambian dones de poesía por sustento. Sólo podemos imaginar su delicado funcionamiento interno.

El dinero lo cambió todo. “El dinero, dice Marx, es la externalización de todas las capacidades de la humanidad”. Y Simónides es considerado el responsable de este cambio. De acuerdo con un escoliador antiguo, “Simónides fue el primer poeta que introdujo un cálculo meticuloso de precio en su composición de cantos y poemas”. De este hecho derivan elaboradas imágenes que representan a Simónides como un tacaño, un gruñón y un sórdido avaro. “Nadie podría negar que a Simónides le encantaba el dinero”, afirma escuetamente su biógrafo, Ailian. El poeta Jenófanes, contemporáneo suyo, califica a Simónides de kimbix (“tacaño”).

Menos de 50 años después de su muerte, Simónides aparece como arquetipo de la avaricia en los escenarios cómicos. Un personaje de Aristófanes comenta: «¡Ese Simónides se haría a la mar en una alfombrilla de baño con tal de ganar dinero!». Aristóteles usa a Simónides de forma similar, como ejemplo arquetípico de aneleutheria (“avaricia”). En otros testimonios se tiene registro de que Simónides exigía enormes honorarios por sus versos, acumulaba dinero en ánforas en su casa, recorría el mundo en busca de adinerados patronos, denunciaba a quienes no le pagaban lo suficiente y pronunciaba sermones sobre los placeres del lucro. Resultaría plausible considerar estos relatos, de acuerdo a la tendencia caracterológica de los antiguos biógrafos, como tropo por el simple hecho de que Simónides profesionalizara la poesía. Pero tratemos de entender ese simple hecho de forma más precisa.

El que Simónides fuera el primero en profesionalizar la poesía no es improbable. Alguien tuvo que hacerlo y las creencias actuales acerca de la fecha de circulación de las monedas coinciden con la época en que vivió.

Que Simónides ganara mucho dinero no es imposible. Disponemos de información pertinente sobre los salarios de principios del siglo V donde se sugiere que las artes verbales eran bien remuneradas en comparación con el resto. El escultor Fidias, por ejemplo, trabajó la estatua criselefantina de la diosa Atenea en Atenas por 5.000 dracmas anuales, de los cuales tuvo que desembolsar, personalmente, el costo de sus trabajadores y el de producción. Y Heródoto nos habla de un bien cotizado médico cuyo sueldo anual era de 6.000 dracmas mientras vivió en la isla de Egina, 12.000 dracmas mientras vivió en Samos y 10.000 dracmas mientras lo hizo en Atenas. El mismo monto, 10.000 dracmas, fue lo que solicitó Píndaro por un solo ditirambo compuesto en honor de los atenienses. Mientras tanto, el sofista Gorgias pedía a cada uno de sus estudiantes un pago de 10.000 dracmas por un solo curso de retórica y ganó suficiente dinero como para mandar erigir una estatua en oro macizo de sí mismo en el templo de Apolo en Delfos. Sócrates afirma que Gorgias y Pródico “obtuvieron más ganancias por su sabiduría que cualquier otro artesano gracias a su destreza”. Se estima que 10.000 dracmas equivalían a aproximadamente 28 años de trabajo para un jornalero remunerado a razón de un dracma per diem.

El que Simónides dedicara su existencia a la avaricia resulta difícil de comprobar o descartar, ya que, pese a siglos de habladurías unánimes acerca de su codicia, ninguna fuente conserva relato o cuenta real alguna que sugiera cuán tacaño era, cuán rico se hizo o qué precios cobraba. Claramente, la codicia de Simónides era más objeto de rencillas en su esencia que en sus detalles. Su esencia era la mercantilización de una actividad previamente recíproca y ritual, el intercambio de dones entre amigos.

La mercantilización marca un momento crucial en la historia de la cultura. Las personas que utilizan dinero parecen desarrollar relaciones entre sí y con los objetos diferentes a aquellas que no lo usan. Marx llamó “alienación” a esta diferencia. Marx pensaba que el dinero convierte los objetos que usamos en cosas ajenas y a las personas con las que los intercambiamos en personas ajenas. “El dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y sus medios de vida. Pero lo que media mi vida, también media para mí la existencia de otras personas. El dinero se convierte en el Otro”. Cuando Marx describe el complejo proceso mediante el cual la mercantilización altera a las personas, se refiere a la sociedad burguesa y a economías capitalistas modernas, no al siglo V a. de C. Pero los términos de su descripción pueden ayudarnos a ver con mayor claridad la situación de Simónides. Pues Marx siempre se refiere también a la más fundamental ética de loa objetos y su intercambio.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público

Dediquemos un momento a considerar la vida de los objetos. En una economía de don, como hemos visto, los objetos intercambiados forman una suerte de tejido conectivo entre dador y receptor. El carácter recíproco de esta conexión queda implícito en su terminología reversible: en griego, la palabra xenos puede significar tanto huésped como anfitrión; y xenia, regalos entregados o regalos recibidos. “Considerado como acto de comunicación”, dice Pierre Bourdieu, “el don se define por el contra-don que lo consagra y lo dota de su sentido”. Semejante objeto lleva la historia del dador a la vida del receptor y allí la prolonga. Ya que valoraban esta continuidad, los griegos crearon un admirable símbolo concreto de ésta, empleado como signo de obligación mutua entre amigos, un objeto llamado symbolon: la gente que entablaba relaciones de xenia solía cortar un trozo de hueso en dos, conservar una parte y entregar la otra a sus socios, para que, en caso de que ellos, sus amigos o parientes tuvieran oportunidad de visitarlos o viceversa, llevaran su parte consigo y renovaran la xenia.

Los symbola no eran una característica convencional de las relaciones de xenia, pero su concepto sugiere la vida no objetiva de los objetos en estos intercambios. Un don no es una mera pieza arrancada de la vida interior del dador que se pierde en el intercambio, más bien es una extensión del interior del dador, tanto en espacio como en tiempo, hacia el interior del receptor. El dinero niega semejante extensión, fractura la continuidad e inmoviliza los objetos dentro de sus propios límites. Abstraídos del espacio y del tiempo como trozos de valor comercializable, se transforman en mercancías y pierden su vida de objetos.

Pues una mercancía no es un objeto; es una cantidad de valor que puede ser comparada o sustituida por otras cantidades equivalentes. La mercantilización extingue sus propiedades originarias. Extinto queda también su poder de vincular a las personas que dan y reciben: ellas mismas se convierten en mercancía, trozos de valor en espera de precio y venta. Adoptan una “forma mercantil”.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público. En estos términos describe Marx el efecto de la mercantilización sobre los ciudadanos de la Europa burguesa. Me gusta pensar en Simónides como el representante de una forma temprana y severa de alienación económica y el “doble carácter” que la acompaña. Habiendo nacido en una sociedad cuyas tradiciones de intercambio de dones coexistían con el comercio mercantil y una floreciente economía monetaria, equilibrándose sobre el límite de dos sistemas económicos e inserto en la desintegrada conciencia de su época, observó fríamente las cosas. Abrió los ojos en ambas direcciones".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 




La poetisa y profesora Anne Carson



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 10 de mayo de 2018

[PENSAMIENTO] Sobre el mito de la caverna





En el otoño de 1982 el profesor Emilio Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), impartió en el centro asociado de la misma en Las Palmas de Gran Canaria un Seminario de cinco días sobre algunos de los textos de Platón, Aristóteles y San Agustín. Los privilegiados alumnos del mismo no pasábamos de una docena. 

Ya he relatado anteriormente lo que dice el pensador George Steiner en Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) sobre el encuentro con la excelencia universitaria, esa aura inmaterial que marca al alumno para toda la vida, cuando tropieza con un maestro excepcional. Me pasó a mí es ese Seminario del profesor Lledó. Fue, sin duda, la experiencia más inolvidable de toda mi larga vida universitaria, y me dejó un imborrable recuerdo y admiración por él y una pasión sin límites por la cultura y la filosofía de la antigua Grecia. 

Lo he rememorado estos días leyendo dos libros, Idealismo y barbarie (Trotta, 2018), del profesor italiano Diego Fusaro, y Sobre la educación (Taurus, 2018), del profesor Lledó, en los que ambos filósofos hablan del famoso Mito de la Caverna expuesto por Platón al comienzo del libro VII de su República.

La metáfora de la caverna, dice Fusaro, es la imagen por antonomasia de la emancipación del género humano. En ella verdad y libertad, contemplación y acción van indisolublemente unidas, pues la conversión al cielo de las ideas implica la exigencia política de que el filósofo baje otra vez a la caverna para liberar a sus conciudadanos. La actitud filosófica es así la propuesta de una alteridad dignificadora que denuncia la injusticia del estado de cosas existente con miras a su transformación, construyendo una razón utópica capaz de vencer a la ideología que entroniza lo existente, esto es, el mercado global transfigurado en jaula de hierro. 

Desde otra óptica, no muy diferente, pero que comparto en mayor grado que la de Fusaro, y también más "poética", el profesor Lledó comenta el mito en uno de los capítulos de su libro citado, básicamente en los mismos términos en los que nos lo relató a sus alumnos en aquel lejano Seminario del curso 1982-1983:  

El mito cuenta, comienza diciendo el profesor Lledó, que estaban atados por las piernas y por el cuello. Y desde niños. No te­nían posibilidad de mirar a otro sitio que al iluminado fondo de la cueva. Iluminado por un fuego que, a mitad del camino entre la posible, leja­nísima, salida y los prisione­ros, estrellaba, ante sus ojos, las sombras de unos objetos alzados sobre las cabezas de misteriosos porteadores. Los prisioneros no podían ver sino esas sombras, porque tras sus espaldas y ante los porteadores se alzaba un muro tan alto como estos per­sonajes, y que impedía descu­brir la totalidad de la tra­moya.

En la implacable noria de esos silenciosos caminantes del otro lado del muro habría al­guno que comentaría lo pesado de la carga, lo duro y aburrido del camino que, como Sísifos de sombra, estaban condenados a hacer. Y los prisioneros oirían los ecos de esas voces, es­cucharían palabras, e imagina­rían que, en su larga pantalla de sombras, eran esas sombras las que hablaban. Incluso fami­liarizados ya con esa procesión, acabarían acostumbrándose a ella, queriéndola y hasta con­cursando por ver quién era el más sabio en oscuridades, y cuál de las sombras volvería a aparecer, de nuevo, en su mi­rada.

El mito no cuenta quién ati­zaba el fuego, quién había idea­do el muro, quién dirigía, ocul­to, a esos porteadores resigna­dos, prisioneros también, y abotargados en su engañoso oficio. Sólo dos clases de figu­rantes aparecen en la gran far­sa: los cautivos sentados ante la última pared de la caverna, in­capaces de mirar otras cosas, de añorar otra cosa que las sombras, y esos porteadores que, aunque aparentemente li­bres, ya se habían sometido al empleo de mediadores de la ti­niebla. Probablemente pensa­rían que su destino era conso­lar la soledad de los cada vez más felices, entretenidos, vi­dentes. Quizá nacieron agarro­tados también, como los pri­sioneros; pero el señor del muro y del fuego, el señor de las imágenes y el camino, los había liberado de ser única­mente ojos sin luz, para que, al menos, pudieran tener pasos ­por la estrecha senda amurallada, o para que pudieran ser comparsa de sus maquina­ciones. Tal vez no era preciso suponer señor alguno, y un decidido promotor de espec­tros, soñador de otras cavernas, fue el pri­mero que empezó a abrir la ruta desde la que, vorazmente, se consumían más imáge­nes porque seguía creciendo la tropa de los inertes y ofuscados prisioneros.

Esa ofuscación animaba las entrañas de los contempladores. Vivir de imágenes sos­tenidas tan sólo por un pequeño corazón de sombra era un alimento suave para ojos que nunca habrían de levantarse hacia la luz. El señor, si lo había, o, en su defecto, algunos de los porteadores cavilaron que era mejor para sus clientes, atenazados por las piernas y el cuello que, por su bien, creyesen que las inertes cosas que veían estaban sólo allí, al fondo de sus ojos, y nacían de la fantasma­górica pared. Esta ignorancia les liberaba del sufrimiento que da saberse víctimas in­defensas del camino, del fuego, del muro. El alimento de imágenes, enlazadas por el mí­sero discurso de los porteadores, acababa por disolver a aquellos mirones de la oscuridad. Mirar sólo en lo oscuro ahuyenta el horizonte de cualquier camino, desfonda el ánimo para cualquier huida, para desear algo que no sea seguir percibiendo el cons­tante chisporroteo de la turbia luz.

Enseñados a hablar por las imágenes, los prisioneros querrían incorporarse a ese con­solador discurso que les muestra lo que hay que ver y que les facilita la forma de verlo. Serían capaces de gritar pidiendo más som­bras, de reclamar más visiones, de condenar o absolver, según el juicio que les fue insi­nuado al otro lado del muro que nunca vieron. Personajes irreales del mundo de la irrealidad flotarían, como espectros, sobre sus ligaduras, dictando al señor de la hogue­ra las secuencias que desean ver, las que quieren eliminar.

Pero el mito cuenta, además, el proceso de una verdadera liberación. Hay un prisio­nero que escapa. Alguien -no se dice quién- le desató, le obligó a levantarse y le puso en camino hacia la luz. No hacia la luz del solitario fuego que arde en el centro de la caverna, sino hacia la salida, hacia el sol. Es verdad que el camino, cuesta arriba, es penoso, y que los ojos, hechos a la oscuri­dad, sufren a medida que tienen que irse abriendo a otros resplandores. Es verdad que, a ratos, se tienen ganas de volver al si­llón donde nos atenazó la costumbre; pero donde nos acarició la oscuridad. Porque duelen los ojos de ir atisbando cosas reales y, sobre todo, de descubrir el ridículo mon­taje del muro y de sus pálidos servidores. Duele la rabia de haber creído que todo era eso; la dura nostalgia de los días perdidos. Un lejano senti­miento de culpa se levanta, además, por haber colaborado, aunque sólo fuera como pasivo partícipe, en la ideología de la nada.

Libre, al fin, de la caverna, el prisionero necesita un largo aprendizaje para resistir la nue­va luz; para no añorar dema­siado la tranquila, cómoda, ti­niebla que le circundaba. Una tiniebla entre la que apenas pudo vislumbrar los objetos que el telón de cueva le ofrecía, a pesar de la incansable llama­rada de la hoguera. Por ello nunca supo tocarlos, nunca pudo llegar a conocerlos, al no haber aprendido la diferencia entre lo concreto y lo abstrac­to, entre lo real y los esperpentos, entre la verdad y el engaño. Un mundo mezclado y turbio había sido el suyo. Tan distinto de éste que ahora miraba, y donde la luz de sus ojos, her­mana de la del sol, bañaba, sin confusión, todas las cosas.

Probablemente entonces, al descubrir el prisionero todo lo que alcanza la mirada, y hecho como estaba a utilizar la vista, aunque fuese entre tinieblas, pensó que aquella maquinaria del mirar, en la que había creci­do, podría revolucionarse, con tal de que tuviese otra luz distinta por mensajera. Una luz que diese vida y saber a la mirada, y a la que acompañasen palabras más firmes que aque­llas en las que, como aplasta­dos ecos, le educaron. No sabe­mos tampoco si, en un momen­to de desesperación, pensó que era imposible transformar esa fábrica de un ver en el que se agotaba la pasión por sentir, por crear, por vivir.

El mito no habla ya de pro­yectos; pero sí nos narra el mo­mento más dramático de esta historia. Ese prisionero feliz por haber conocido la posibili­dad de otro mundo distinto, por haber gozado de la visión alentada de sabiduría, roza, por ello, la infelicidad. Una in­felicidad provocada por la ne­cesidad de compartir su ver­dad. Y en ese momento recuer­da a sus ensombrecidos com­pañeros, y aprende la suprema lección de que nada vale ser so­litario gozador de la luz. Aunque le cuesta más esfuerzo que aquella primera escapada, desciende, de nuevo, a la caverna.

En este momento, el mito de la liberación se convierte en tragedia. Cuando el prisionero vuelve a ocupar su viejo asiento, sus antiguos com­pañeros se ríen de él. Ha olvidado la forma de mirar aquellas imágenes que tan bien le sentaban; no sabe confundir las voces y los ecos que se aplastan al fondo de la cueva; no le sosiega el adormecedor murmullo de la oscuridad. La risa, sin embargo, acaba convirtiéndose en el crispado rito de la muerte, cuando el prisionero intenta, como con él hicieron, liberar, animar, empujar ha­cia otra luz. Lo único verdaderamente real en ese fantasmagórico universo es, al final, la muerte.

Lo contó con más detalle, más bellamen­te, Platón, hace 24 siglos, al comienzo del libro séptimo de la República: “¡Qué extra­ña escena describes, dijo Glaucón, y qué ex­traños prisioneros!”. “Iguales que nosotros -dije-“.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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