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jueves, 9 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Escepticismo



Pamplona. Abril, 2020. Foto de Eduardo Sanz


Ni más fuertes, ni más unidos, ni mejores. De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos. El A vuelapluma de hoy [Ni más fuertes, ni más unidos, ni mejores. El País, 8/4/2020] del escritor Manuel Jabois, rezuma escepticismo por todos los poros. Como el de este humilde escribidor de este humilde blog; no me pregunten por qué, pero es así: mi optimismo de días pasados se ha disipado, como la calima que azotaba las islas, ahora con un cielo azul resplandeciente que no consigue levantarme el ánimo. Sigo siendo escéptico respecto a lo que ha de venir, o lo que es lo mismo: soy un optimista chamuscado por la realidad previsible.

"De vez en cuando escribo en Google News “saldremos más fuertes” para intentar saber por qué -comienza escribiendo Jabois-. No encuentro más argumentos que los puramente homeopáticos. Y, como la homeopatía y como la religión, entiendo que la oración funciona para sentirse mejor, y no estamos para tirar nada. Todo lo que ayude, aunque sólo parezca que ayude, está bien. De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos. También es seguro que viviremos peor, que habrá más paro, que tendremos que convivir con una nueva y violenta brecha política y que, basándonos en anteriores experiencias, las desigualdades sociales se incrementarán. ¿Se refiere la frase a que seremos mejores personas, nos ayudaremos más los unos a los otros, tendremos más empatía por los demás? Eso ya lo éramos antes, pero ahora lo seremos más débiles. Fuertes, desde luego, no.

Ortega llamó a este país “sugestivo proyecto de vida en común”, una definición asombrosa de la que Juan Pedro Quiñonero subrayó “proyecto”, o sea algo todavía por construir, y Laín Entralgo la “sugestión” de una vinculación histórica entre todos que definitivamente no se encuentra. Para entender la dificultad del reto orteguiano hay que hacer notar que el único momento en que nuestra generación vio un “sugestivo proyecto de vida en común” fue un Mundial de fútbol, para lo cual hubo que pasar de cuartos de final. Las últimas grandes tragedias nacionales, los muertos de ETA, del 11-M y ahora la pandemia no sólo no han servido nunca para unir nada, si acaso las pocas horas de unas manifestaciones (no todas), o el espejismo del espíritu de Ermua, sino que se han usado para, una vez dinamitados los cuerpos, dinamitar la convivencia mediante facturas escandalosas. Ni la corrupción, el hecho juzgado y sentenciado de un grupo de ladrones actuando, nos ha hecho más fuertes, más unidos y mejores, sino más pobres y divididos entre quienes creen que hay atracos malos y menos malos.

Y sin embargo hay esperanza. El primer día del confinamiento muchos de nosotros, los que no estábamos muriendo y curando, reaccionamos desde nuestras casas apelando al espíritu de resistencia, colgando poemas y textos épicos, escribiendo a todo el mundo para desearnos fuerza y valor en este terrible contratiempo histórico mientras se nos caían las lágrimas pensando en el grave sacrificio que exigía la nación: un sábado sin salir. Parecía que llevábamos dos meses en el gueto de Varsovia. No tengo ninguna duda de que una generación así volverá a disfrutar como disfrutaba antes, a relacionarse como se relacionaba antes y retomará el mundo que se quedó interrumpido hace un mes. Lo bueno de estos días desaparecerá y lo malo permanecerá, como siempre ocurre, pero se conseguirá la manera desgraciada y precaria de hacerlo llevadero. Políticamente no vamos a aprender nada y casi mejor así, porque cada vez que aprendemos algo encontramos la manera de usarlo al revés. Bien es verdad que cuando mejor le va a este país es cuando los votantes de los partidos encuentran por su cuenta los espacios en común que se afanan en aniquilar sus representantes, como está ocurriendo ahora.

No, no vamos a salir más fuertes de una pandemia a la que llegamos tan débiles. Es como pretender salir seco de un tsunami que te pilla en la ducha. Pero algo de optimismo tengo, porque si bien España es un país peligroso cuando entiende la "unión" como juntar filas a un lado y el contrario del río, tentado festivamente a que la única convivencia posible sea la de una mitad aplastando a otra, la misma España, a las ocho de la tarde, lo desmiente".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 29 de julio de 2017

[A vuelapluma] Sobre pertenencias, claridades y sanos escepticismos





No es la primera vez que algún amable lector de Desde el trópico de Cáncer me pregunta el por qué no expreso más a menudo mi opinión sobre los textos que subo al blog. Agradezco la intención de la pregunta pero creo que ya la he respondido en ocasiones anteriores: mi opinión no es relevante en la mayoría de los casos. No es falsa modestia, sino la pura verdad. Lo importante es lo que traslucen los textos que traigo hasta el blog, no lo que yo piense de ellos. Y creo, sinceramente, que de esos escritos, que al fin y al cabo no dejan de ser una selección subjetiva por mi parte, se desprende con bastante claridad cual es la "posición ideológica", si es que eso existe, del autor del blog. 

Yo la resumiría como un sano ejercicio de escepticismo (del lat. mod. scepticismus, der. del lat. mediev. scepticus 'escéptico': desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo, o doctrina de ciertos filósofos antiguos y modernos que consiste en afirmar que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla). O lo que es lo mismo, de un optimismo impenitente constantemente chamuscado por la realidad.

Me da la impresión de que esa es también la postura que defiende John Carlin (1956), escritor y periodista británico, hijo de padre escocés y madre española, cuya actividad profesional se ha centrado preferentemente en los campos de la política y el deporte, en un reciente artículo en El País, con el que colabora de manera habitual. Su libro Playing the Enemy (en español titulado El factor humano), publicado en 2008, tuvo gran aceptación entre el público y la crítica literaria, e inspiró la afamada película Invictus, estrenada en 2009. Pasó los tres primeros años de vida en el norte de Londres, para trasladarse posteriormente a Buenos Aires (Argentina), ya que su padre fue destinado a la Embajada Británica en dicho país. De regreso a Inglaterra fue educado en un internado de Ludlow (Shropshire), cursando posteriormente estudios de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford. 

El artículo de Carlin, que no tengo reparo alguno en reconocer que comparto plenamente en cuanto a los juicios que expresa sobre política, religión, pertenencias, afinidades, claridades y escepticismos, comienza con una famosa cita que viene al pelo: "¿Quién me puede decir quién soy?” (Rey Lear, Shakespeare). Quién lo tenga claro y quiera responder a Lear, por mí, adelante. Esta página permanece abierta.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español, dice Carlin. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.

El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido, termina diciendo. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos. Buena suerte y buen verano, termina diciendo John Carlin. Pues eso, les deseo lo mismo.



Manifestación del grupo neonazi húngaro Jobbik



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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