"Sabemos que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» [Filantropía, o la caridad bien entendida. Revista de Libros 1/7/2020], -escriben los economistas, y hermanos, Jose Antonio y Miguel Herce-. Nos lo han dicho muchas veces (ya tenemos una cierta edad) y hasta nosotros lo hemos dicho en más de una ocasión. Puede que hartos todos por los abusos de los «amigos del sable». Pero esto es todo lo que diremos sobre la caridad en esta entrada. Porque, de lo que queremos hablar es del amor a la humanidad. Entiéndasenos, amor desinteresado a nuestros semejantes, sin contrapartida, incluso en detrimento de uno mismo. Queremos hablar de la filantropía.
Piense el lector en el universo de posibilidades que traza la combinación dos a dos de estos cuatro elementos: (i) la iniciativa privada, (ii) la iniciativa pública, (iii) el bien privado y (iv) el bien público. En el par (i) – (iv) (iniciativa privada – bien público) es donde se sitúa la filantropía. La combinación de (i) y (iii) crea el ámbito de la empresa convencional o el del auto interés (eso de «la caridad bien entendida»). La combinación de (ii) – (iv) el de la acción del (buen) gobierno, con la provisión de «bienes públicos», mientras que la combinación de (ii) y (iii) nos remite a los (malos) gobiernos que favorecen el interés privado (grupos de presión, monopolios o, lisa y llanamente, corrupción). Esta última, no se crean, se da también en y con la iniciativa privada, no solo en la iniciativa pública.
No es fácil declararse un filántropo hoy en día. El imaginario colectivo está focalizado en los «grandes filántropos» («cienmillonarios» para arriba), y desconsidera la ingente tarea de los pequeños filántropos que llenan las asociaciones civiles de voluntarios. Para más inri, partes muy amplias del mismo imaginario colectivo aceptan dos hipótesis sin rechistar: la primera, que quienes donan cantidades masivas de dinero para el bien común lo hacen para lavar su mala conciencia por un «ellos-sabrán-qué» y, la segunda, que la acción pública es infinitamente superior a la acción privada para luchar contra la pobreza y la desigualdad. Lo segundo suele presuponer lo primero, a saber, que solo lo (exclusivamente) público está inspirado por criterios morales, creencia muy extendida en España.
Pero la filantropía es otra de las instituciones que caracterizan a una Buena Sociedad. Sus raíces son muy profundas y antiguas: nos da de ella noticia la mitología griega (de cuya lengua deriva la palabra), se reinventa en el bajo imperio romano y se moderniza en pleno renacimiento europeo.
En 1526, el humanista español Juan Luis Vives publicó en Brujas, donde vivía exiliado para huir de la Inquisición, un tratado sobre la lucha contra la pobreza que llevaba el elocuente título de De Subventione Pauperum (El socorro de los pobres), en el que ya avanzaba la novedosa idea de limitar (si no prohibir) la mendicidad mediante la ayuda organizada a los desfavorecidos por medio de las instituciones (municipales, en la época). Este tratado sentó las bases hasta el S. XIX, en los países más avanzados, de las posteriores (y no siempre afortunadas) «leyes de pobres». Todavía hoy se cita a Vives muy a menudo, y se reconoce su aportación a una visión moderna de la lucha contra la pobreza… en las sociedades anglosajonas.
En su obra Philanthropy Reconsidered (2009), George McCully, académico, inversor de impacto y divulgador de la cultura filantrópica, estableció una definición moderna y sintética de la filantropía: private initiatives for the public good, focusing on quality of life. Repárese ahora en la ubicación de esta definición en la taxonomía de agentes/objetivos propuesta en el párrafo segundo de esta entrada. Ahora, la filantropía es una institución que no solo tiene sentido en sí misma, sino que, lo que es más importante, da sentido a las restantes instituciones. Lo mismo que cada una de estas instituciones (sí, la corrupción también es una institución social, muy vieja, por cierto, ¿les suena eso de «hecha la ley, hecha la trampa»?) tiene sentido en sí misma y da sentido a las restantes. Como verán, la lista de «instituciones» (cada una distinta, no todas buenas) parece inagotable. Pero reparen en lo que sigue, puede que les intrigue.
La filantropía NO ES, ni el mercado, ni el estado, ni la corrupción. Y, fíjense hasta dónde podemos llegar, el estado NO ES el mercado, ni la filantropía ni la corrupción. El mercado NO ES el estado ni la filantropía, ni la corrupción. O, por fin, la corrupción (en el sentido amplio antes definida) NO ES el estado, ni el mercado ni, mucho menos, la filantropía.
¡Vaya hallazgo! Nos dirán ustedes. Y lo mismo decimos nosotros, ¿no, hermano? ¡Vaya hallazgo! Porque, resulta que mucha gente cree que el estado es la corrupción. Otros tantos creen que la corrupción es el mercado. Los hay, incluso, que creen que hasta la filantropía es la corrupción (será de las almas, digo yo). Quienes piensan que el estado, el mercado y hasta la filantropía, todo ello, es corrupción, parecen haberse extinguido hace tiempo.
La filantropía no consiste solo en donar dinero a una o más causas, también intervienen donaciones en especie, bien de tiempo dedicado a otros o de cualquier otro tipo de ayuda que no sea de las anteriores categorías («ayudar a otros» en lo que sigue). La filantropía de los «magnates», por otra parte, es enorme, pero la micro filantropía es increíblemente más masiva de lo que se piensa. Según la ONG Charities Aid Foundation, cuyo informe World Giving Index 2018 (datos de 2017) recoge datos muestrales (más de 160. 000 personas) de 146 países (más del 95% del PIB mundial), el 51,1% de la población mundial5 participa en actividades filantrópicas (ayudar a otros), el 29,1% dona dinero y el 21,1% dona su tiempo. Naturalmente, cualquier entrevistado puede reportar haber realizado varias de estas categorías de donación en el periodo captado en la encuesta (el mes precedente a la entrevista). Estas tasas son bastante estables en el tiempo, por cierto. La anatomía de estas donaciones es enormemente rica y variada, por género, edad, grado de desarrollo del país u otras características de la población. La micro filantropía es, pues, masiva en el mundo.
Como se mencionaba antes, los grandes filántropos constituyen la especie más mediáticamente destacada en este ecosistema. La UBS, un conglomerado bancario suizo, ha publicado recientemente el informe Global Philanthropy Report: Perspectives on the global foundation sector, elaborado por investigadores del Hauser Institute for Civil Society en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. En este informe se identifican más de 260 mil fundaciones en 39 países, tan solo una porción (se indica en el propio informe) del universo fundacional en el mundo. Entre estas fundaciones se encuentran todas las grandes fundaciones que normalmente se citan en los medios. Los activos totales de estas fundaciones, sobre cuya base se realizan sus donaciones y operaciones anuales, ascienden (en cifras redondas) a 1,5 billones de dólares USA (lo que equivale a 1,1 veces el PIB español) y el gasto anual de todas ellas puede estimarse en un 10%, es decir unos 150 mil millones de dólares (unos 135 mil millones de euros). Es sorprendente la variedad de tamaños de estas fundaciones, aunque solo el 1% de las tratadas en el informe superan los 100 millones de dólares de activos. Los EE. UU. y, bastante más atrás, Europa, dominan en la muestra analizada. No es posible decir a ciencia cierta qué porción del universo fundacional queda recogida en el informe.
Entre la macro filantropía, la de los «magnates», y la micro filantropía, la de los individuos anónimos, se encuentra pues un impresionante conjunto de actores capaces de mover voluntades y recursos de todo tipo. Muchos pensarán que el trabajo realizado por la filantropía de todo tipo nunca podría reemplazar al de los estados en su implementación de los grandes programas del bienestar: la sanidad, la educación, las pensiones, o la protección al empleo y el desempleo. Pero a nadie se le escapará, tampoco, que las actividades filantrópicas, esas «iniciativas privadas para el bien común», hacen que la vida de los menos favorecidos sea sensiblemente mejor de lo que sería en su ausencia. Pocos desearían que la filantropía no formase parte de la sociedad a la que aspiran.
La filantropía, desprovista del rebozo religioso que la ha acompañado durante muchos siglos, ha vuelto a entroncar con sus raíces civiles originarias gracias al humanismo. En el siglo XXI, leyendo a McCully y valorando la ya ingente evidencia sobre su función en la sociedad, debe reconsiderarse la filantropía como la pata civil e imprescindible de la Sociedad del Bienestar.
La filantropía, pues, para responder a la pregunta implícita que da título a esta entrada, no es la caridad. Menos aún es esa caridad-bien-entendida-que-empieza-por-uno-mismo. Ah y, si bucean en la literatura anglosajona, don’t get lost in translation, la voz inglesa charity no significa (salvo excepcionalmente) caridad".
El economista José Antonio Herce
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