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miércoles, 3 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Vulnerables



Imagen del montaje de King Lear, de Aribert Reimann, para la Opera de París


La cultura dominante hoy, basada en que escribimos nuestro destino, nos paraliza en momentos de crisis, comenta en el A vuelapluma de hoy [El guion de tu vida. El País, 24/5/2020] el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente. 

"Llamas al médico y te dice que tienes un virus mortal -comienza diciendo Lapuente-. Un virus más letal que la covid-19, porque mata al 100% de los infectados. Y más inteligente, porque te provocará la muerte cuando y como él quiera: mediante una afección cardiorrespiratoria repentina, camuflado bajo un cáncer lento, o de cualquier manera caprichosa. 

Si esto te sucediera, querrías replantearte tu vida. Pues ya deberías haberlo hecho, porque todos llevamos ese virus —el de la muerte— dentro. Este experimento mental fue usado hace años por un pensador iconoclasta, Sam Harris, para poner de relieve el distanciamiento de nuestras sociedades hacia la muerte. Hoy, otro virus, este real, nos ha puesto a todos de golpe frente al espejo de nuestra vulnerabilidad. Un horrible experimento a escala planetaria.

Hemos construido nuestro mundo moderno en un lugar alejado de la muerte. No la discutimos en la sobremesa. No llevamos a los niños a los entierros. Mantenemos nuestra atención embriagada con una sucesión perpetua de entretenimientos: series de televisión, videojuegos, deporte, pilates. Ejercitamos todos nuestros músculos, menos los que nos preparan para el combate final. No para ganarlo, eso es imposible; sino para aceptarlo.

Hablamos mucho sobre cómo la crisis del coronavirus reivindicará el papel de la ciencia en nuestra sociedad, pero también deberíamos aspirar a que revitalice la filosofía y literatura clásicas. No solo porque son fuente de conocimiento eterno, sino por puros motivos empíricos: la pandemia, algo excepcional para nosotros, era, antaño, lo normal. El emperador Marco Aurelio escribió sus meditaciones estoicas en un periodo repleto de pestes y guerras. Shakespeare, quien esquivó varias plagas en su infancia, dio forma a dramas como el Rey Lear en cuarentena por la peste bubónica.

Estos pensadores nos dan lecciones muy útiles, empezando por la premisa de Epicteto de que somos actores en un guion escrito por otros. Y, por eso, debemos luchar. La cultura dominante hoy, basada en que escribimos nuestro destino, nos paraliza en momentos de crisis. Entender que la vida es incierta nos da fuerzas. Como señala la psicóloga Brené Brown, solo es valiente quien se expone, quien es vulnerable: el soldado que sabe que puede morir, la estudiante que puede suspender. No escribimos el guion de nuestra vida, pero podemos interpretarlo con coraje". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 27 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Protestantes



Fotografía de un centro comercial en Estocolmo, Suecia. (Reuters)


La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero, escribe en el A vuelapluma de hoy [Confinar o confiar. El País, 18/7/2020] el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente.

"La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero -comienza diciendo Lapuente-, por no haber predicado aquí hace 500 años. Y es que, dentro de Europa, la filosofía de las políticas contra la pandemia obedece a la tradición religiosa de los países. En los protestantes, los Gobiernos confían en sus ciudadanos; en los católicos, los confinan.

Las naciones más protestantes recomiendan qué hacer (como en Suecia) o imponen restricciones, pero dejando un cierto margen de libertad a los individuos en la aplicación (como en Alemania). Confían en la autorregulación: que a los padres no se les ocurrirá sacar a sus hijos en hora punta por la calle más concurrida; y que los deportistas intentarán guardar distancia al correr.

Por el contrario, España sigue siendo el país más católico. El Gobierno cree poco en la autogestión social. Controla más que en otros lugares quién puede salir de casa, cómo y para qué. Los adultos son tratados como niños inconscientes y los niños, como adultos peligrosos, recluyéndolos severamente en casa.

Se han publicado más de 200 normas excepcionales, que desbordan a juristas y empresarios. Las regulaciones han sido redactadas sin apenas consultar a los agentes sociales y a otras Administraciones. Y, como son muy precisas, las normas requieren continuas rectificaciones, causando inseguridad jurídica y alimentando nuestro sempiterno problema político: la desconfianza en las instituciones.

La divergencia entre los países protestantes y los católicos no estriba en que allí la gente sea de fiar, como nos gusta autoflagelarnos. Justificamos nuestra hiperregulación con el tópico “ya, pero es que aquí, si dejaran libertad, no veas tú cómo se aprovecharía la gente”. No es verdad. Si estamos concienciados sobre un problema, los españoles actuamos con responsabilidad. Ve a una avenida, parque o supermercado del norte de Europa y no verás más disciplina que aquí. La diferencia es que sus Gobiernos tienen fe en sus ciudadanos. Porque confiar en una persona exige depositar fe en ella. Nunca tienes todas las certezas, pero, si eres valiente, confías.

El protestantismo tiene mala fama en España: la derecha católica recela del hereje Lutero, y la izquierda atea, de la austeridad luterana. Pero posee una característica —la fe en los demás— que no es divina, sino la más humana de las virtudes. En eso, todos podemos ser protestantes". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 17 de mayo de 2019

[EUROPA] La UE y las largatijas





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

La Unión es un sistema, como el capitalismo. Ambos se hacen más fuertes tras sufrir una crisis. Son como las lagartijas, escribe  Víctor Lapuente, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford y actualmente profesor en la Universidad de Gotemburgo.

Hace millones de años, una hecatombe extinguió a todos los dinosaurios, comienza diciendo. Pero muchas lagartijas sobrevivieron. Los reptiles más pequeños son más flexibles. Se adaptan mejor a los shocks. Los animales grandes fascinan. Los pequeños funcionan.

Lo mismo pasa con las instituciones políticas. Los intelectuales de la vanguardia eurófila sueñan, y los populistas de la retaguardia eurófoba tienen pesadillas, con una Europa gigantesca: económica, política, social y cultural. Una recreación secular de la Iglesia católica, apostólica y romana. Pero tan difícil es erigir una mega-UE como desmantelar la actual UE, un entramado de instituciones en red, con pocos puntos de contacto y, por tanto, pocos talones de Aquiles. Los productos de la UE (de la eurozona y el espacio Schengen a la PAC y los fondos de cohesión, pasando por las multas a Google) son el resultado de organismos distintos legitimados por coaliciones distintas de actores.

La UE es lo opuesto a la Estrella de la Muerte de Star Wars: un mole imponente, pero, si atacas su núcleo, salta por los aires. La UE no tiene centro. No tiene cabeza, por lo que no se le puede cortar el cuello.

La UE es un sistema, como el capitalismo. Ambos se hacen más fuertes tras sufrir una crisis. El capitalismo y la UE están tan enraizados en las realidades cotidianas de ciudadanos, empresas, grupos de interés y políticos que salen reforzados de cada traspiés. Los anticapitalistas y euroescépticos agitan ruidosamente sus banderas de vez en cuando. Pero sus gritos son señal de su impotencia. Los nacionalpopulistas pueden obtener unos excelentes resultados en estas elecciones europeas. Pero, más allá de darle un tono folclórico al Parlamento Europeo, que nadie espere una impronta populista en el futuro corpus legislativo de la UE. Los intereses creados en torno al mercado y las políticas comunitarias son tan poderosos que ni tan siquiera los políticos con las lenguas más viperinas podrán desmontarlos.

Uno de los padres fundadores de la UE, Jean Monnet, lo predijo hace décadas. La integración europea no avanzará mediante grandes consensos, sino a golpe de grandes crisis. Porque lo que une a los humanos no son los ideales nobles, sino los miedos mundanos a perder bienestar.

Dejemos pues de tener sueños y pesadillas con la UE. Porque, cuando despertemos, la lagartija todavía estará allí.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 3 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Nosotros somos los patriotas



Dibujo de Enrique Flores


Cataluña es mestiza y reivindicamos también la España mestiza; estamos hartos de exaltaciones como las de la plaza de Colón. No queremos más redentores ni destructores de la patria o “salteadores de la nación”, escribe el profesor español Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los que no acudimos a la concentración de Colón queremos manifestarnos. Hablo en mi nombre, pero creo que comparto la opinión de cientos de miles de catalanes, y de otros muchos españoles, que no nos sentimos identificados ni con la deriva soberanista ni con el nacionalismo de golpes en el pecho que vimos el domingo en Madrid. Se nos acusa de permanecer silenciosos, pero nos sentimos silenciados. Si vives en Sevilla, Burgos o la Huesca de mi infancia, sacar la rojigualda al balcón no tiene costes. Si eres un empresario de Vic, un funcionario de Barcelona o un empleado de Tarragona, te juegas el negocio, las posibilidades de promoción o la estima de tus colegas y amigos. Unas perspectivas de vida amenazadas por la posibilidad, pequeña y lejana en el tiempo, de secesión de Cataluña, y por la probabilidad, grande y cercana, de conflicto social en esta hermosa tierra.

Nuestra voz no está representada por ningún partido político. Y está manipulada por casi todos. No, no somos equidistantes entre los dos nacionalismos. Somos españoles, porque lo dicen el DNI y todos los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales, habidos y por haber. Y nos sentimos españoles, porque compartimos lazos afectivos y de sangre con el resto de españoles. Y no es porque los apellidos más frecuentes en Cataluña sean todos de origen español —a diferencia de lo que ocurre en Noruega, cuya independencia de Suecia es un ejemplo para los independentistas catalanes, y donde los apellidos eran y son… noruegos—, sino porque compartimos la misma cotidianidad y maneras de vivir. Nos compungimos con las mismas tragedias, como el accidente de Utrera, y nos elevamos con las mismas heroicidades, como tener el sistema de donación de órganos más alabado del mundo. O el gol de Iniesta, que culés y periquitos celebramos con idéntica pasión.

También en Cataluña vemos Dónde estabas..., el programa de La Sexta. No vemos Où étiez-vous... en la televisión francesa o Where were you... en la inglesa. Nuestro marco de referencia es España. Cada jueves noche, españoles de dentro y fuera de Cataluña compartimos la melancolía de los veranos en los que bailábamos las mismas canciones, el orgullo de los avances en el reconocimiento de las minorías sexuales o la vergüenza por el tratamiento mediático del crimen de Alcàsser. Y recordamos, con estupefacción, cómo, desde la llegada de la democracia, hemos pasado de la retaguardia a la vanguardia del mundo avanzado en casi cualquier indicador de calidad de vida.

Pero también nos sentimos catalanes. De una Cataluña que es parte de España. Una parte mestiza, no pura. Los catalanes queremos que niños y niñas aprendan catalán, la historia de España y la propia de Cataluña, que conozcan las canciones de Serrat, pero también las de Llach. Muchos vivimos en Barcelona, una de las urbes más cosmopolitas, y uno de los destinos turísticos más deseados, del planeta. Pero disfrutamos también de la Cataluña rural, ascendemos sus montañas mágicas y honramos sus tradiciones, de los castellers al derecho matrimonial catalán, nos casemos en Montserrat o en un juzgado de El Prat. Cataluña es mestiza. Y, defendiendo ese mestizaje, reivindicamos también la España mestiza.

No somos equidistantes. Somos patriotas. Y ser patriota no es una aséptica adhesión a la Constitución, sino una emoción. Pero una emoción que busca la unión, no la confrontación. Y, en estos momentos, en el debate público español tenemos demasiados salvadores de la patria y pocos patriotas. Si algo aprendimos en el siglo XX es que los salvadores de la patria son quienes destruyen las patrias. No queremos más redentores ni tampoco destructores de la patria o “salteadores de la nación”, como llamó Alfonso Guerra a los independentistas. Estamos empachados de ambos.

Estamos hartos de que los independentistas hayan utilizado el procés para poner bajo la alfombra los problemas reales de los catalanes, de una sanidad pública que exige reformas inaplazables a una política de movilidad urbana que, de momento, ha dejado la ciudad organizadora del Mobile World Congress sin Uber ni Cabify. Un ejemplo palmario de negligencia es la escasa discusión sobre el modelo educativo, más allá, claro está, de los aspavientos de unos y otros sobre el “adoctrinamiento” o la “nostra llengua”.

En estos momentos se está produciendo un debate académico interesante sobre los efectos de la inmersión lingüística sobre lo que de verdad importa a los padres y madres catalanas: ¿cuánto aprenden sus hijos? Y lo que debería importar a políticos y analistas: ¿tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades de todos los niños, o beneficia a quienes tienen más recursos o hablan un determinado idioma en casa? Empieza a haber estudios empíricos, unos mostrando los efectos negativos, y otros los positivos, de la inmersión lingüística. Son estos datos, y la necesidad de elaborar más, y más rigurosos, estudios, lo que debería hacer pivotar la discusión política.

Y estamos hartos de exaltaciones nacionalistas como las de la plaza de Colón. Quienes, en Girona, Barcelona, Lleida o Tarragona, padecemos el desgobierno en Cataluña, quienes somos acusados de traidores y botiflers, quienes vivimos en una burbuja donde tienes que vigilar tus palabras en cada conversación, trivial o profesional, quienes sufrimos en nuestras carnes lo que otros observan desde fuera con la comodidad de los espectadores de un evento deportivo (y la irresponsabilidad de los hooligans), sabemos que manifestaciones como la del domingo, que inevitablemente desatan las pasiones más rancias, son el mejor combustible para el independentismo.

La evidencia está ahí. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut hubo desaprensivos que, a preguntas de periodistas, contestaban algo del tipo “estoy aquí para firmar contra los catalanes”. Y estas expresiones fueron, y siguen siendo, instrumentalizadas por los independentistas: “¿Veis? No nos quieren en España. Tenemos que irnos”. La base del argumentario independentista reposa, en el fondo, sobre la premisa de que los españoles son catalanófobos.

La intención de quienes convocaron la manifestación, y de muchos de los que, con buen espíritu, acudieron a la llamada, no era desatar la catalanofobia. Pero en política no cuentan las intenciones, sino los resultados, que serán los mismos que los de la infausta recogida de firmas contra el Estatut: azuzar el fuego independentista.

Espero que cuando en 2039 veamos ¿Dónde estabas en 2019? nos avergoncemos de la locura nacionalista de unos y otros. Los patriotas debemos rebelarnos.




El profesor Víctor Lapuente Giné



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domingo, 17 de febrero de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Adolescentes de Estado



Fotografía de Carlos Rosillo


Casado, Rivera, Valls han hecho lo contrario de lo que deberían, escribe en El País el profesor Víctor Lapuente, doctor en Ciencias Politicas por la Universidad de Oxford y profesor e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia.

Cuenta la leyenda, comienza diciendo el profesor Lapuente,  que cuando Fujimori engañaba con falsas promesas a los peruanos en la campaña electoral que lo catapultó a la presidencia, sus asesores le reprocharon que se comportara como un político oportunista y no como un hombre de Estado. Y Fujimori contestó que, para ser un hombre de Estado, antes tenía que ser un político.

Quizás eso explique el comportamiento adolescente de los políticos que asistieron a la manifestación del domingo en Madrid. Casado, Rivera, Valls, aspirantes todos a hombres de Estado, de autonomía o de ciudad global, han hecho lo contrario de lo que deberían. Una persona de Estado combina serenidad con firmeza. Como Felipe González, quien criticó rotundamente la propuesta de un relator o mediador en el conflicto catalán. En una democracia, los inventos institucionales no surgen de la chistera, sino de los cauces legales apropiados y, aunque la figura del relator discutida ahora no tuviera un valor práctico relevante, sí tendría un significado jurídico y político en el ámbito internacional que a nadie se le escapa. Y, desde la tranquilidad, González le dio un tirón de orejas a Sánchez, como también hizo con la gestión de la crisis venezolana, pidiendo un reconocimiento inmediato del presidente encargado Guaidó.

Porque una persona con sentido de Estado se enfrenta a los suyos cuando toca. Es lo que distingue a González de Aznar. El día que Aznar presione a su partido para que se acerque al PSOE en algunas materias, alcanzará la categoría de hombre de Estado. De momento, hace lo opuesto, alejando al PP de los perniciosos socialistas en todo lo que puede.

Una persona con sentido de Estado modera a los radicales. Casado intenta radicalizar a los moderados, como a Núñez Feijóo o Juanma Moreno, que no mostraban un gran interés inicial por acudir a la manifestación. Porque ellos quieren gobernar Galicia y Andalucía, no descabalgar a un Gobierno con gritos y aspavientos.

No es un problema exclusivo de España. En toda Europa, las fuerzas políticas de centro, que solían buscar el consenso, están crecientemente en manos de adolescentes de Estado que, en sus ansias por llegar al poder, se queman jugando con fuego. Porque cada vez que liberales y conservadores europeos recurren a la política de banderas, son devorados por los populistas. Parece que no lo entienden. Claro, es que son adolescentes.



El expresidente del Gobierno, Felipe González



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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