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martes, 23 de junio de 2020

[ARCHIVO DE BLOG] Teodicea. Publicada el 24 de febrero de 2010



Pantocrator de la iglesia de San Clemente de Tahull (Cataluña)



Teodicea: Hermosa palabra tomada de las griegas "θεός" (dios) y "δίκη" (justicia), para pretender fundamentar la teología, la ciencia sobre Dios, sobre principios racionales. Con sinceridad, y sin ánimos de polemizar, no entiendo que tienen que ver la teología con la razón. Me parecen esferas incompatibles por naturaleza. Líneas paralelas que jamás llegarán a cruzarse por mucho que lo intentemos. No niego el profundo alivio y esperanza que la religión puede proporcionar. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Sobre la existencia de Dios, dice el intelectual norteamericano de origen judeo-francés George Steiner, Premio Príncipe de Asturias (2001) de Comunicación y Humanidades,  en su autobiografía "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1999), que hasta un ateo, como el pensador británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura (1950) y autor de un polémico libro titulado "Por qué no soy cristiano" (Edhasa, Barcelona, 1995), consideraba con asombro como impecables desde un punto de vista lógico las llamadas pruebas ontológicas formuladas por San Anselmo de Canterbury (1033-1119). Por el contrario, el gran filósofo alemán Emmanuel Kant, también citado por Steiner, definía las prueba de la razón con respecto a Dios como un callejón sin salida: "Qué sería Dios -dice- si Su Ser pudiera ser circunscrito, demostrado por la dialéctica y el raciocinio humanos?". Volveré más adelante sobre Steiner, cuyo libro leí por vez primera hace diez años y he vuelto a releer con especial fruición en estos días.

También terminé de releer ayer "César o nada", de Pío Baroja, escrita en 1910. Es la primera de las novelas de su célebre trilogía "Las ciudades" (Alianza, Madrid,1982), en la que se erige como protagonista un joven español, César Moncada, profundamente antiliberal pero de ideas progresistas, sobrino de un influyente cardenal de la Curia romana, que viaja a Roma en busca de relaciones y amistades que le permitan desarrollar una carrera política en España. La novela transcurre en los primeros años del pasado siglo, y está plagada de demoledoras críticas por parte del protagonista a la Iglesia Católica, y sobre todo a su jerarquía, reflejo del anticlericalismo de buena parte de los intelectuales españoles de la época. ¿Una anticipación por parte del autor de lo que poco más tarde sería definido como fascismo? Durante mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, a mí me sirvió como argumento para un trabajo de curso titulado: "Génesis del protofascismo español en la novela "César o nada", de Pío Baroja". La verdad es que me quedó muy bien, aunque no resulte elegante decirlo, pero no recuerdo la nota que le pusieron en la Facultad.

No me resisto a reproducir la escena que relata la visita a César, en el hotel romano en el que se hospeda, de un fraile enviado por su tío, el cardenal: "Al día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

-¿Quién es? -preguntó César.

-Es un fraile.

Salió César al salón, y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberle visto, pero no sabía dónde.

-¿Qué se le ofrece a usted? -preguntó César.

-Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

-Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

-Sería mejor que habláramos en su cuarto.

-No. Aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

-¡Gracias! -dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era, sin duda, uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

-Usted dirá -dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

-Su eminencia el Cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó César con calma.

-Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

-¿Intrigas? ¿Qué intrigas son ésas?

-Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohíbe seguir por ese camino.

-¿Qué me prohíbe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

-Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

-No es verdad.

-Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

-¿Y no lo soy? -preguntó César después de tomar un sorbo de café.

-Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

-¿Que yo me quiero valer del parentesco con el cardenal Fort? ¿Y por qué no?

-¿Lo confiesa usted?

-Sí, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esta idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es sólo un objeto de curiosidad de museo arqueológico...

César se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía una cometa que indicase un calamidad pública.

-¡Desgraciado! -murmuró el fraile-. No sabe usted lo que dice. Está blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

-¿Pero de veras cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? -preguntó César atendiendo más al pan tostado que a su interlocutor.

Y luego añadió:

-La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fulguraban.

-¡Desgraciado! -volvió a repetir el fraile-. Debería usted tener más respeto con aquello que es superior a usted.

César se levantó.

-Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café -dijo con finura, y tocó el timbre.

-¿Tenga usted cuidado! -exclamó el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

-No vuelva usted a tocarme -dijo César. desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes-, porque tengo aquí un revolver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

-Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

-¿Quiere algo el señor? -preguntó.

-Sí que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico, y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después. César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado, y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles advertidos para que no recibieran a César."

En el número de abril-mayo de 2013 de "Revista de Libros" hay un magnífico artículo de Justo Navarro: "Baroja descubre la acción sedentaria", que les recomiendo encarecidamente, lo pueden leer en el enlace anterior, en el que hace una admirable crítica del libro "Pío Baroja", escrito por José Carlos Mainer (Taurus, Madrid, 2012).

Retomo ahora a Steiner y su libro, una autobiografía más temática que cronológica de su peripecia vital, al que ya he dedicado al menos seis comentarios en mi blog en ocasiones anteriores. Sobre todo en relación con la búsqueda de la excelencia académica por parte de estudiantes y profesores, la misión de la universidad, o el papel civilizador de los estudios humanísticos. Hoy me detengo en concreto en el último capítulo del libro, dedicado a la reflexión sobre la existencia o inexistencia de Dios y el papel de las religiones.

Dice Steiner: "Sobre la base de la evidencia al alcance de la razón humana y de la investigación empírica no puede haber más que una respuesta honrada: la agnóstica del "no sé". Semejante agnosticismo, quebrado por el impulso de angustiada oración, de irracionales llamadas a "Dios", en los momentos de terror y de sufrimiento, es omnipresente en el Occidente posdarwiniano, posnietzscheano y posfreudiano. Consciente o inconscientemente, el agnosticismo es la Iglesia establecida de la modernidad. Es su tenue luz la que dirige las vidas inmanentes de los seres educados y racionales. Es preciso subrayar que agnosticismo no es ateísmo. El ateísmo, cuando se sostiene y se vive de manera consecuente, es una travesía completa, un disciplinado retorno a la nada."

Unas páginas antes, en respuesta a la pregunta de "Si Dios existe, ¿por qué tolera el horror y la injusticia de la condición humana?", ha respondido: "Desde tiempos inmemoriales, todo intentento de justificar su actitud hacia el hombre se ha inspirado en la cruel paradoja del libre albedrío. Los hombres y las mujeres deben ser libres para elegir y actuar, incluso para hacer daño a otros o hacerse daño a sí mismos. ¿Existirían de lo contrario el mérito y la responsabilidad? Hay fábulas de compensación: el sufrimiento injusto será recompensado en la eternidad. Ninguno de estos tres argumentos -el diabólico, el impotente, el compensatorio- se encomienda a la razón. A su manera, cada uno ofende a la inteligencia y a la moral. La respuesta que se da a la pregunta formulada mientras se torturaba y ahorcaba a un niño medio muerto de hambre en Auschwitz ("¿Dónde está Dios en este momento?", "Dios es ese niño.") es un bocado nauseabundo de patetismo antropomórfico." Lamento reconocer que también comparto esa sensación de náusea ante semejante respuesta.

Este comentario de hoy iba a ser parte de mi contrargumentación al artículo de mi amiga Inés en su Blog "Una astronauta en la isla de Lobos", pero me pareció excesivo y preferí crear, al final, dos entradas separadas y diferenciadas. Espero que las hayan encontrado interesantes. HArendt




El profesor George Steiner



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 27 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Protestantes



Fotografía de un centro comercial en Estocolmo, Suecia. (Reuters)


La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero, escribe en el A vuelapluma de hoy [Confinar o confiar. El País, 18/7/2020] el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente.

"La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero -comienza diciendo Lapuente-, por no haber predicado aquí hace 500 años. Y es que, dentro de Europa, la filosofía de las políticas contra la pandemia obedece a la tradición religiosa de los países. En los protestantes, los Gobiernos confían en sus ciudadanos; en los católicos, los confinan.

Las naciones más protestantes recomiendan qué hacer (como en Suecia) o imponen restricciones, pero dejando un cierto margen de libertad a los individuos en la aplicación (como en Alemania). Confían en la autorregulación: que a los padres no se les ocurrirá sacar a sus hijos en hora punta por la calle más concurrida; y que los deportistas intentarán guardar distancia al correr.

Por el contrario, España sigue siendo el país más católico. El Gobierno cree poco en la autogestión social. Controla más que en otros lugares quién puede salir de casa, cómo y para qué. Los adultos son tratados como niños inconscientes y los niños, como adultos peligrosos, recluyéndolos severamente en casa.

Se han publicado más de 200 normas excepcionales, que desbordan a juristas y empresarios. Las regulaciones han sido redactadas sin apenas consultar a los agentes sociales y a otras Administraciones. Y, como son muy precisas, las normas requieren continuas rectificaciones, causando inseguridad jurídica y alimentando nuestro sempiterno problema político: la desconfianza en las instituciones.

La divergencia entre los países protestantes y los católicos no estriba en que allí la gente sea de fiar, como nos gusta autoflagelarnos. Justificamos nuestra hiperregulación con el tópico “ya, pero es que aquí, si dejaran libertad, no veas tú cómo se aprovecharía la gente”. No es verdad. Si estamos concienciados sobre un problema, los españoles actuamos con responsabilidad. Ve a una avenida, parque o supermercado del norte de Europa y no verás más disciplina que aquí. La diferencia es que sus Gobiernos tienen fe en sus ciudadanos. Porque confiar en una persona exige depositar fe en ella. Nunca tienes todas las certezas, pero, si eres valiente, confías.

El protestantismo tiene mala fama en España: la derecha católica recela del hereje Lutero, y la izquierda atea, de la austeridad luterana. Pero posee una característica —la fe en los demás— que no es divina, sino la más humana de las virtudes. En eso, todos podemos ser protestantes". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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jueves, 23 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Purificación



Un hombre se asoma a su balcón en Madrid. Foto de Kike Para


¿Cómo seremos después de la pandemia?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Enmienda. El País, 18/4/2020] el filósofo Fernando Savater: Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más, afirma.

"En mi adolescencia de colegio religioso -comienza diciendo Savater- solían llevarnos a ejercicios espirituales: tres días encerrados en una residencia, sin salidas ni visitas, escuchando homilías sobre las desventajas de morir en pecado y las incomodidades del infierno. Teníamos ratos dedicados a la meditación, a la que nunca he sido aficionado, que yo ocupaba con ocurrentes pensamientos impuros y prácticas nefandas. El objetivo del retiro espiritual era despertar el propósito de enmienda y cambiar —a mejor, claro— nuestras vidas. Conmigo nunca funcionó. En vez de recordar con santo rechazo mi pasada existencia pecaminosa, no veía el momento de salir de la clausura y volver al culpable paraíso.

Ahora vuelvo a estar en un encierro purificador similar: contra malicia, milicia, toca regenerarse. Tampoco creo que surta efecto. Predicadores de ambos sexos nos dicen cómo debemos limpiar nuestras costumbres, abandonar el consumismo, reconciliarnos con la naturaleza que tanto nos ama, renunciar a los caprichos del yo y entregarnos a los deberes del nosotros. Hablan en plural —“debemos cambiar, no podemos seguir...”—, pero es evidente que se refieren a los demás, porque ellos/ellas siempre estuvieron preparados para el santo advenimiento, listos para cuando la plaga les diese la razón. Entonan himnos a lo público, de cuya necesidad es difícil dudar con peste o sin ella, pero abominan de los empeños privados que precisamente ahora se están revelando como indispensables para la salvación social. Si son más tontos, nacen con asas. ¿Cómo seremos después de la pandemia, además de mucho más pobres? Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más. O como ha dicho Marta Sánchez, pensadora más aguda que Agamben y Zizek: “Espero que no tengamos miedo a ser los de antes”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 10 de abril de 2020

[PENSAMIENTO] El Apocalipsis



El Bosco. Tríptico del Juicio Final (detalle). ca. 1505. 


"El British Museum, -comentaba en Revista de Libros en mayo de hace justamente veinte años el escritor y crítico literario Manuel Rodríguez Rivero, reseñando la aparición de tres recientes libros sobre el Apocalipsis bíblico- que está sufriendo un complicado proceso de remodelación desde que la British Library fue trasladada a su nueva sede, ha aprovechado las celebraciones del milenio para presentar una exposición verdaderamente singular: The Apocalypse and The Shape of Things to Come. Se trata de una muestra, sencilla pero bien seleccionada, de la iconografía directamente relacionada o inspirada por el último de los libros del canon de la Biblia desde la Edad Media hasta nuestros días.

Como se sabe, el Apocalipsis fue redactado hacia el año 96 de nuestra era, durante el imperio de Domiciano, por alguien para quien el griego –la lengua en la que fue escrito originariamente– no era su idioma materno. La tradición se lo atribuye a San Juan, que habría recibido la revelación en Patmos: algo difícil de mantener si se tiene en cuenta que, de ser así, el discípulo favorito de Cristo habría compuesto este libro vibrante de intensidad y emoción cuando era un anciano de más de 85 o 90 años.

El Apocalipsis tardó algunos siglos en establecerse como libro canónico, pero luego lo hizo con fuerza. La iconografía cristiana se nutre muy pronto de sus imágenes luminosas y rebosantes de energía: pocos libros –sagrados o no– han gozado de tanta ecfrasis, de un poder semejante para lograr que el ojo de la mente visualice descripciones creadas por la palabra. Desde el siglo IV la imaginería apocalíptica se hace sentir en el arte cristiano, pero son los Beatos altomedievales los que por vez primera ofrecen y fijan la panoplia completa de asuntos y motivos dispuestos en el libro.

La exposición del British Museum contempla precisamente la evolución de esa iconografía desde los manuscritos iluminados de la Europa carolingia hasta el arte del último tercio del siglo XX, incluyendo el cine. Se recoge de este modo el cambio semántico experimentado por la palabra «apocalipsis», que ha pasado de significar «revelación, desvelamiento» a designar algo cercano a «catástrofe». De ahí que la imaginería apocalíptica –presente, por ejemplo, en el Guernica de Picasso– haya interesado tanto a los artistas en épocas particularmente convulsas: desde las guerras de religión del XVI y XVII –cuando estaba muy cercano el magnífico «ciclo» de Durero– hasta los grandes conflictos del último siglo, pasando, claro está, por la utilización política que de ella se ha hecho durante las revoluciones: el Anticristo, la Bestia, la Prostituta de Babilonia, los tremendos castigos y plagas de los que habla el libro han sido motivos demasiado tentadores como para que conservadores y jacobinos de toda laya se abstuvieran de utilizarlos como arma propagandística. Las imágenes del libro de las Revelaciones han suministrado también materia a los artistas visionarios: de Blake y los simbolistas a los expresionistas (Meidner, Grosz, Dix, Beckmann) y surrealistas del primer tercio del siglo XX . En realidad, puede decirse que su tema y motivos han gozado de una sorprendente vitalidad en el arte occidental de las últimas quince o dieciséis centurias.

Las catástrofes vinculadas al fin de los tiempos cobran actualidad también en aquellos momentos –fines de año, de siglo, de milenio– en los que la humanidad da rienda suelta a sus esperanzas, temores y ansiedades más profundos. La «redondez» de la cronología, la sensación de fin y comienzo que esas unidades «completas» de tiempo histórico nos sugieren a todos, propician ritos de purificación más o menos conscientes, y su inminencia ominosa reviste especial relevancia para los espíritus más vulnerables, suscitando la creencia en visiones y utopías –con frecuencia distopías–, y alentando en ellos toda clase de manifestaciones apocalípticas relacionadas habitualmente con el milenarismo.

El mismo día que visité la exposición, la prensa británica se hacía eco del horrendo sacrificio de los seguidores de la secta Restauración de los Diez Mandamientos de Dios en Kanungu, Uganda, uno de los países más castigados por ese espeluznante conjunto de catástrofes que asolan de modo especial al África Oriental. También sabemos ya que esos ritos de autoinmolación –apoyados en el simple asesinato de los renuentes– no son privativos de los países pobres: recordemos a los seguidores de Jim Jones en la Guayana, a los davidianos de Waco (Texas), a la secta Heaven's Gate de California, a los socialmente bien situados devotos suizos y canadienses del Templo Solar.

Pero el Apocalipsis reviste formas diferentes. Espectaculares e inmediatas, unas, insidiosas, prolongadas, interminables las más. Entre nosotros, los privilegiados de la Tierra, África agoniza en el televisor, ante la mirada desganada de un mundo saciado e impotente. 12 millones –doce millones– de personas se encuentran ya por debajo de los límites del límite en Etiopía, Eritrea, Sudán, Yibuti, Somalia, Kenia, Uganda. Occidente-Supermán acudirá tarde con la limosna: sólo morirán algunos cientos de miles, quizás un millón, como en las hambrunas de hace quince años, cuando los conciertos de Bob Geldof y todo aquello. África. Es estúpido y desplazado, pero me acuerdo de unos versos hastiadamente apocalípticos de Los hombres huecos (1925), de T. S. Eliot: Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / No con una explosión sino con un gemido. El Apocalipsis, siempre.

Otra cosa. El correo electrónico como transmisor de pánicos. En los últimos tiempos, uno abre como cada mañana su buzón y se encuentra con una proliferación de avisos acerca del envío no deseado –por parte de alguien o algo indefinido, un ápeiron virtual– de enfermedades informáticas absolutamente letales para nuestro sistema. El vehículo es el temido virus. Si uno abre inadvertidamente uno de esos correos asesinos en serie –le avisan preocupados amigos– su disco duro se convertirá en papilla tecnológica. Y nuestros benefactores continúan enumerando algunos de los más peligrosos. Lean sus denominaciones: einstein.exe, girls.exe, kitty.exe, teletubb.exe. Como ven, contemplan el espectro de todos los usuarios posibles: desde el universitario curioso hasta el simplemente salido o vergonzantemente infantil. Y las infinitas combinaciones entre ellos. La lista de los perpetradores del desastre se prolonga: prettypark.exe, happy.exe, monday. exe. Esos nombres, ¡cuántas fantasías prometen, qué ocultos resortes excitan! Es bajo esas sugestivas etiquetas donde se esconden los virus, aguardando virtualmente impacientes el abretesésamo del incauto que le permita llevar a cabo su tarea. Hay, como en todo, antecedentes literarios (y cinematográficos): Drácula necesitaba ser previamente invitado por sus víctimas. Pero yo ya estoy mayor para colocar sobre el monitor de mi computadora una guirnalda de ajos. Qué peste.

Tras los avisos he empezado a mirar a mi pantalla con extrañeza. Otra renuncia más. Créanme: había conseguido establecer con el ordenador una relación adulta –basada, claro, en el reconocimiento de la diferencia y en la ausencia de recelo– y ahora me encuentro con que los ultracalvinistas virtuales han conseguido introducir la sospecha entre nosotros. No hay que fiarse de esos correos que uno se siente atraído a abrir: son los más dañinos. Con los tiempos que corren, no me extrañaría que los fantasmales y astutos delincuentes informáticos diseñaran nuevos virus con denominaciones aún más tentadoras: qué-pasa-en-la-izquierda.exe o cómo-se-sale-de-ésta.exe. Mas de uno picaría. Y todo se iría otra vez al traste".



El escritor Manuel Rodriguez Rivero



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domingo, 22 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Metafísica



"¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?". Gauguin, 1897


"¿Para qué sirve -se pregunta ["Hijos de Dios o monos con suerte". ABC, 16/3/2020] el filósofo y profesor de ética de la Universidad Autónoma de Barcelona, Arash Arjomandi- seguir haciéndonos las tres principales preguntas filosóficas perennes, plasmadas gráfica y alegóricamente en el célebre cuadro de Gauguin "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?" cuando las ciencias parecen estar respondiendo con solvencia a esas tres interrogaciones? ¿Para qué convertir ese tema en problema? ¿Tiene sentido hoy seguir teniendo al hombre por argumento?

El hecho de que se haya acabado de reeditar un libro de los años 80 que lleva por título precisamente El hombre como argumento (Editorial Universidad de Granada) responde, por sí mismo, en sentido afirmativo a esta cuestión. Sobre todo, por ser un libro que durante las últimas cuatro décadas ha constituido en España el texto literariamente mejor escrito y estilísticamente más cuidado de entre los que sintetizan las principales teorías modernas sobre la naturaleza humana. En efecto, su reedición por parte de una universidad pública, a pesar de los arrolladores avances que ha habido en las ciencias fácticas y en la tecnología desde su primera versión, indica que el hombre puede y debe seguir planteándose como materia de debate filosófico. La disciplina tiene un nombre: Antropología filosófica (a no confundir con la Antropología cultural, social o Etnología).

Esta rama fundamental de la Filosofía tiene por objeto descifrar el sentido de lo humano precisamente basándose en los conocimientos que sobre nosotros van descubriendo las ciencias. Su propósito es formular una posible idea unitaria del hombre; en caracterizar la esencia del único ser dotado de lenguaje.

Para tomar conciencia de cuán fundamental puede ser para nuestras vidas conocer estas teorías filosóficas acerca del hecho humano, y qué poco superfluo o baladí es seguir hablando y pensando acerca de nosotros mismos usando las peculiares reglas del discurso filosófico, hay que leer este precioso texto, escrito por uno de los pensadores y ensayistas españoles más impactantes de las últimas décadas: Miguel Morey, catedrático emérito de esta disciplina por la UB. Pensador querido y admirado por varias generaciones de estudiantes y lectores en nuestro país, por haber expuesto y enseñado, aquí, con enorme atractivo y poder de seducción la fundamental e influyente French Theory.

Con John Searle, podemos afirmar que el problema filosófico capital de nuestra era reside en hacer consistente el conjunto de creencias que tenemos sobre nosotros mismos (la creencia de que que somos seres racionales, lingüísticos, sociales, estéticos, etc.) con nuestros conocimientos acerca del mundo empírico. En efecto, tenemos una concepción del universo que se deriva de la física y química atómicas, y de la biología evolutiva; esta concepción nos aporta el conocimiento de un universo de partículas sin sentido articuladas en campos de fuerza. Empero ¿cómo hacer consistente esto con nuestra consciencia, racionalidad, carácter social, vida ética y política; y con nuestra naturaleza lingüística y vocación estética? ¿Cómo encajar la realidad humana, que es consciente, mental y lingüística, en un mundo de partículas físicas sin sentido? ¿Cómo derivar de los protones y electrones la intencionalidad? ¿Cómo vincular al hombre como objeto científico de conocimiento a nosotros mismos como sujetos de reconocimiento? ¿Cómo trazar un hilo de continuidad y coherencia entre la pregunta «qué es el hombre» y el imperativo «conócete a ti mismo»?

La Antropología filosófica es una de las disciplinas que contribuyen a esclarecer estos enigmas, por cuanto busca modos de encajar la concepción del mundo que arroja la ciencia y la técnica en lo que Eugenio Trías –uno de los mentores de Morey en su juventud– denomina «los grandes misterios que cercan nuestra existencia: el nacimiento, la sexualidad, el erotismo, la violencia, la crueldad, la injusticia, el duelo, la melancolía, la muerte, la agonía, el sufrimiento, la enfermedad, la expectativa de otra vida, el anhelo de eternidad».

El antihumanismo que imperaba cuando Morey escribió la primera versión del libro ha dado paso al actual poshumanismo. Éste nace de tres posibilidades que la técnica prevé lograr; a saber: modificar nuestro cuerpo por medio de la ingeniería biológica o genética, cambiando los embriones de tal forma que el ser humano nazca ya superhumano. Modificar, por otro lado, nuestra mente por medio de la ingeniería cyborg para darnos superdestrezas (conectándonos la mente a extremidades biónicas o directamente a un ordenador para otorgarnos destrezas de memoria, de imaginación o de comunicación que hoy son ciencia-ficción). Y crear mente (inteligencia artificial) por medio de la cibernética para producir seres naturales de nueva creación.

Y, sin embargo, hoy es más vigente –que cuando salió su primera versión– la principal tesis de este libro: «Es falso decir que el enunciado ‘el hombre es un mono que ha tenido éxito’ es una verdad positiva, o que es un enunciado de la biología. Tanto ‘hombre, hijo de Dios’ como ‘hombre, mono con suerte’ son enunciados antropológicos, pero de los cuales no puede afirmarse que uno esté mejor fundado que otro en cuanto a su pretensión de verdad; porque ni uno ni otro tienen nada que ver con la verdad positiva y sí con el sentido: son, frente a frente, dos Ideas de hombre: dos modos de interpretarse uno mismo, de interpretar eso que nos pasa en un ámbito de sentido».

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El filósofo Miguel Morey


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lunes, 16 de marzo de 2020

[PENSAMIENTO] Santayana, rescatado



El filósofo George Santayana


Del filósofo español George Santayana (1863-1952) solo he leído "Platonismo y vida intelectual" (Madrid, Trotta, 2006), hace ya catorce años, y confieso que a pesar de su corta extensión -no llega al centenar de páginas- se me hizo de difícil lectura. Hace unos días, curioseando por Internet, me encuentro con un interesante artículo del también filósofo y profesor Daniel Moreno [Revista de Libros, 29/5/2019] con el título del epígrafe, reseñando dos recientes publicaciones sobre ese notable, y casi desconocido para sus compatriotas, pensador español: "Democracia, islam, nacionalismo" (Madrid, Deliberar, 2018), de Ignacio Gómez de Liaño, y "Siete tipos de ateísmo" (Madrid, Sexto Piso, 2018), de John Gray. 

"Sirvan estas notas -comienza diciendo Daniel Moreno- para destacar una curiosa coincidencia que acaso tenga carácter de síntoma: en el tráfago de las tan necesarias novedades editoriales, he aquí que dos de ellas dan notas de fondo que armonizan entre sí. Nada menos que dos insignes profesores ya jubilados –suficientemente conocidos y muy prolíficos ambos–, Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, coinciden en mostrar una de sus fuentes de inspiración, la del filósofo madrileño Jorge Santayana, más conocido quizá como George Santayana. Dado que seguramente los dos libros habrán merecido reseñas de forma independiente, me centraré en los puntos de contacto entre ellos, que van más allá del citado Santayana.

En efecto, en el contexto del ambicioso proyecto interpretativo sobre las distintas religiones políticas que Ignacio Gómez de Liaño lleva a cabo en Democracia, islam, nacionalismo, dos de sus capítulos están dedicados a don Jorge. En el primero de ellos, «La clave gnóstica del puritano», Gómez de Liaño da a conocer su lectura de la famosa novela de Santayana El último puritano (1935) –cuya reedición, por cierto, es muy necesaria– como ejemplo del planteamiento gnóstico llevado a sus últimas consecuencias y tan presente en el puritanismo calvinista de Estados Unidos. El segundo ensayo, «La clave poética del cristianismo», se centra en La idea de Cristo en los evangelios (1946) y, en general, en la lectura poética que Santayana hace del cristianismo y que le permite escapar de los dilemas de la interpretación literal protestante de la Biblia, tan alejada de la tradición católica, y centrarse en la experiencia de la autotrascendencia.

El último libro de John Gray, Seven Types of Atheism (2018), rápidamente traducido al español, por su parte, incluye a mister Santayana dentro del sexto tipo de ateísmo, «el ateísmo sin progreso», junto a Joseph Conrad. Es más, puede decirse que Santayana es el autor más influyente en este libro del profesor Gray. De hecho, afirma que «rechazo las cinco primeras variedades [del ateísmo] y me inclino por las dos últimas, que son las de aquellos ateísmos encantados de vivir en un mundo tal cual es, sin dioses o con un Dios innombrable» (p. 18); y precisamente, de estas dos últimas variedades de ateísmo, Santayana se encuentra en la sexta, y Gray incluye en la séptima a dos pensadores decididamente relacionados con Santayana: Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; además, Gray acepta la lectura de Spinoza que Santayana dio a conocer en su famoso texto «Religión última» (1932). Hay que añadir que, puesto que gran parte del libro está integrado por autores anglosajones, no podía faltar Bertrand Russell, en cuya exposición Gray recuerda también la decisiva influencia que tuvo en él la reseña santayaniana de sus Ensayos filosóficos («La filosofía de Mr. Bertrand Russell», de 1913). Puede decirse, por tanto, que Santayana sobrevuela el último libro de Gray. Una pena que no haga referencia al libro de Santayana La idea de Cristo en los evangelios (1946), algo que sí hace Gómez de Liaño, a quien acaso debería leer, dado que ambos comparten muchos presupuestos.

¿Y quién es ese Santayana, con nombre bilingüe, que así aflora a modo de punta de iceberg en estas dos novedades editoriales? Pues ya todo un clásico, como irá argumentándose, y como muestra el hecho ahora remarcado. Nacido en Madrid en 1863, es sabido que Santayana fue educado en Boston por razones familiares; que fue profesor en la Universidad de Harvard durante veinte años, completando sus estudios en Berlín y en Cambridge; que, en 1912, tras la muerte de su madre, abandonó la universidad y América para viajar por Europa mientras leía y escribía plácidamente, ajeno por completo a todo gueto filosófico y nacional; que visitó España regularmente hasta 1930 y que mantuvo siempre su pasaporte español; que la Primera Guerra Mundial lo atrapó en Oxford y la Segunda Guerra Mundial en Roma, donde había establecido su residencia preferente en 1925 y donde murió en 1952. Santayana mismo resumió su vida de este modo: «Tres son los lazos que ahogan la filosofía: la Iglesia, el tálamo y la cátedra. De la primera escapé en mi juventud; nunca entré en el segundo y, tan pronto como me fue posible, escapé de la tercera». En filosofía ocupa un lugar excéntrico, porque se mantuvo fiel a la tradición humanista y moderna, nada escolástica, y muy mundana. Su brillante y fluido estilo enlaza con el de John Locke y David Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Baruch Spinoza y Arthur Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la ciencia, aunque no sintió la necesidad, como otros, de refugiarse en lo irracional, en la metodología científica o en lo pseudocientífico a modo de autodefensa. También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza.

El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por Santayana desde dentro. Estos dos flancos son los que destacan en el acercamiento a él que llevan a cabo Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, respectivamente. Vuelven a Santayana como a un autor clásico, siempre sorprendente, siempre iluminador, el recorrido por las páginas que escribió nunca deja de aportar alguno de esos «átomos de luz» de los que Santayana habló en su póstumo «El testamento del poeta». Porque el filósofo, en efecto, arroja luz –o, mejor, lucidez– a una época que, a fuer de invocar la oscuridad, está volviéndose ciertamente tenebrosa.

Las casi quinientas páginas que componen Democracia, islam, nacionalismo son arriesgadas, a veces de trazo grueso, pero muy necesarias. Su hilo conductor es el concepto de religiones políticas, conjunto en el que Gómez de Liaño incluye el comunismo marxista, el fascismo de Mussolini, el nacionalsocialismo de Hitler y el islam. Su motivo conductor viene expuesto al final del Prólogo: «contribuir a poder llevar adelante nuestras vidas de la forma más civilizada posible» (p. 17). Tras analizar los tres primeros tipos de religiones políticas –interpretados, por cierto, de modo muy parecido al del profesor Gray–, el libro dedica sus más de doscientas páginas centrales a la que es su aportación más relevante, y la que entraña mayor riesgo: el islam, partiendo de un exhaustivo repaso a la vida de Mahoma, un acertado resumen del Corán –quizá una de las conclusiones a sacar sea la necesidad de volver a leer ese libro, nunca del todo ajeno a las culturas mediterráneas del norte– y la dificultad que supone en la actualidad ser apóstata en los países musulmanes, sin olvidar la llamativa conexión que establece entre el islam radical y la reforma luterana-filosofía alemana. De esta parte, me gustaría alabar la memoria de su autor cuando trae un recuerdo seguramente incómodo: la connivencia y el aplauso que el todavía presente en ciertos ámbitos Michel Foucault mostró con el ayatolá Jomeini cuando este instauró una república islámica en Irán. También afea al papa sus tibios comentarios, entendidos como condescendientes, en torno a los atentados terroristas perpetrados por islamistas radicales. Por mi parte, objetaría algo al presupuesto de Gómez de Liaño según el cual la historia del islam se encuentra in nuce en la personalidad de Mahoma. Creo, más bien, que el origen de los movimientos culturales no explica suficientemente por sí mismo su desarrollo posterior, alimentado habitualmente por otros múltiples y a menudo contradictorios arroyos.

Los capítulos quinto y sexto son los dedicados a Santayana, y concluyen que «la clave poética con que Santayana nos presenta al Jesucristo de los Evangelios tiene la virtud de desmontar la clave gnóstica que explica la génesis y esencia del cristianismo y con él la tradición luterano-calvinista a cuyos pechos se criara el puritanismo. Esa clave poética del cristianismo, que tanto honor hace a la libertad y la apertura de la imaginación, a la ecuación de imaginación-amor, tiene también la virtud de desarmar el militarismo, fatalismo y belicismo que impregna la ideología político-religiosa predicada por Mahoma» (p. 324). Tras el solaz santayaniano, el libro muestra su rostro más apegado a las discusiones políticas recientes al tratar el nacionalismo, especialmente el catalán, y la democracia, de la que Gómez de Liaño se declara partidario siempre que se reforme desde dentro (como se recordará, ya en el año 2008 publicó su libro Recuperar la democracia). Sin duda el lector se sentirá apelado por estas secciones, de estilo muchas veces periodístico, de un aroma sutilmente orteguiano. En la antropología que cierra el libro, destaco la referencia que aparece al libro La dignidad real y la educación del rey, de Juan de Mariana, referencia que no ha de extrañar, por otra parte, al conocedor del muy documentado, y valiente, libro anterior de nuestro autor: El Reino de las Luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo.

Cierto desapego, algo de indefinición y mucho de divertimento caracterizan la clasificación que John Gray lleva a cabo de los distintos tipos de ateísmo en su libro Siete tipos de ateísmo. No de otro modo puede abarcar un tema de suyo tan complejo y tan resbaladizo, teniendo en cuenta, además, que gran parte del texto está ocupada por anécdotas biográficas de los autores más relevantes, y que establece paralelismos históricos que, en coherencia con su crítica a la idea de progreso cultural lineal, descoyuntan literalmente los planteamientos usuales. Qué haya de entenderse por teísmo, qué por ateísmo, por teología, por religión, o religiones, se da a cada paso por sobreentendido, a pesar de los distintos matices presentes evidentemente en cada contexto.

Buena muestra de ello es la propia clasificación, nada intuitiva, que establece Gray, y los autores que incluye en cada uno de los siete tipos: 

1) Como «nuevo ateísmo» entiende probablemente el de su compatriota Richard Dawkins y el del estadounidense Sam Harris (seguramente también el del francés Michel Onfray, del que habla en el capítulo segundo, el de los transhumanistas del capítulo tercero, y el de otros autores del siglo xx que cita aquí y allá), a los que les desvela que su posición es heredera del positivismo de Auguste Comte y que olvidan que el flanco realmente débil de la religión no es la ciencia, sino enfrentar el cristianismo con la personalidad histórica de Jesús, una tesis bastante cuestionable dado que, como en el caso de Mahoma, no todo lo que conocemos como cristianismo puede rastrearse hasta el Jesús histórico.

2) En el «humanismo secular» incluye Gray a quienes confían en el progreso de la humanidad, como John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche o Ayn Rand (muy clarificador todo lo que cuenta de esta última y de su influencia en Estados Unidos.

3) Bajo el epígrafe «fe en la ciencia» se encuadran el ateísmo de los naturalistas evolucionistas inspirados en Darwin (oportuna la insistencia en el carácter no finalista de la selección natural à la Darwin, dado que la naturaleza no es una diosa, y el cuidado con que Gray distingue a Darwin de sus seguidores racistas supuestamente científicos, otro ejemplo más de que el origen no agota el ser), ilustrados como David Hume o Voltaire, los seguidores de Franz Anton Mesmer, el materialismo dialéctico y el transhumanismo de Raymond Kurzweil o el superventas Yuval Noah Harari.

4) En el apartado de «religiones políticas» sitúa Gray, como Gómez de Liaño, al gnosticismo, a los anabaptistas que se hicieron fuertes en la ciudad alemana de Münster, los jacobinos, los bolcheviques, los nazis, los maoístas y los liberales colonialistas (muy interesado se muestra Gray en recordar la barbarie que los belgas sembraron en el Congo con el nombre de civilización).

5) Como «odio a Dios» califica al ateísmo del marqués de Sade, de Fiódor Dostoievski y de William Empson.

6) El «ateísmo sin progreso» correspondería al ateísmo de George Santayana y del novelista polaco Joseph Conrad. Para Santayana se centra sobre todo en Dominaciones y potestades, Platonismo y vida espiritual y Soliloquios en Inglaterra, obras todas ellas disponibles en castellano en ediciones recientes; afirma Gómez de Liaño, entre otras cosas, que «la combinación de una visión subjetiva del valor con un ideal contemplativo que propugnó Santayana es ciertamente excepcional. Casi todos los que han atribuido importancia a la contemplación lo han hecho porque creían (como Platón o el primer Russell) en una realidad superior a la que esa contemplación daría acceso. Santayana no tenía creencia alguna de ese tipo. Él valoraba la contemplación porque le permitía tener una visión lúcida del único mundo que existe: el mundo de la materia» (p. 177).

7) Finalmente, el «ateísmo del silencio» es el de Arturo Schopenhauer, el de Baruch Spinoza o el de Lev Shestov y su seguidor Benjamin Fondane, ya en el siglo xx.

Como se ve, son muchas, y llamativas, las coincidencias entre nuestros dos autores, aunque la más llamativa siga siendo su vuelta a Santayana como fuente de inspiración para entender nuestra época y sus raíces. Ambos aceptan el concepto de religiones políticas, si bien Gómez de Liaño se centra en el islam y Gray en el cristianismo; interpretan del mismo modo los totalitarismos del siglo pasado y tienen, por cierto, muy en cuenta el movimiento anabaptista alemán al que se enfrentó Lutero. Cada cual tiene también sus olvidos, pero no es cuestión de recordarlos ahora, ya que cada lector echará en falta los que él mismo considere relevantes. Gray no duda, sin embargo, en adscribirse al liberalismo, así como Gómez de Liaño se declara demócrata. Pero se trata de compañeros de viaje bastante incómodos, ya que critican desde dentro su propia corriente. Algo que el propio Santayana hizo con gran maestría: cercano a todos, buen interlocutor, insuperable intérprete, pero desasido y cruel como la misma verdad.

Dado el enfoque de gran angular que ambos pensadores, ya provectos (en 1946 nació Ignacio Gómez de Liaño, que ha ejercido la docencia en la Universidad Complutense; en 1948 nació John Gray, que ha dado clases en Oxford y en la London School of Economics), aplican en sus respectivos libros, y teniendo en cuenta que ellos mismos son conscientes de haber adoptado un estilo no estrictamente académico para deliberar con la palabra y con el argumento en la plaza pública, se recomienda a los lectores acaso ingenuos no caer en la fácil trampa de aislar ciertas frases del contexto y encontrar en ellas afirmaciones supuestamente falsas, tergiversaciones aparentemente obvias o fácilmente rebatibles. Lo que ambos autores tienen en mente es otra cosa: buscan similitudes allí donde no se esperan, por más sorprendentes que resulten. Las más comunes las dan por sabidas, y por eso las cuestionan. Muy santayaniana resulta también esa salida del ámbito académico y la adopción del papel de filósofos mundanos, función esta de larga tradición histórica, por más que quede en tercer plano en las historias habituales del pensamiento.

Finalizada la lectura de Democracia, islam, nacionalismo y de Siete tipos de ateísmo, se me viene a la mente la imagen de los dos autores situados cada uno en el extremo de un puente. Tantas cosas en común –generación, talante, profesión, ideas, Santayana–, tanto por hablar y por compartir. Basta animarlos a que caminen, se acerquen, se sienten y compartan una taza de té. Y nadie mejor para romper el hielo y dar comienzo al diálogo que Santayana, fuente filosófica común de ambos, en tanto que pensador clásico del pasado siglo. Precisamente el texto que propuse para la placa que recuerda el lugar donde nació en Madrid presenta a Santayana como lugar de diálogo; quien se acerque en Madrid a la calle Ancha de san Bernardo, número 67, podrá ver el rombo del Plan Memoria de Madrid y leer que «Aquí estuvo la casa donde nació en 1863 el filósofo, poeta y novelista Jorge Santayana, cuya vida y obra fueron un diálogo entre las culturas latina y anglosajona».

De hecho, a Santayana le encaja muy bien la metáfora de ser un puente que permite transitar a gente discreta de América y gente discreta de Europa, personas unidas por tener intereses excéntricos respecto a sus culturas de origen. Un lugar que permite no sólo cruzar de un lado al otro, sino pararse a conversar y a leer lo que escriben los demás. Nada de extraño tiene, por cierto, que ese puente pase por México y por Argentina, donde Santayana fue un pensador conocido y respetado durante décadas. Por eso me parecen muy santayanianos los antiguos puentes que la gente usaba no sólo para caminar sino para vivir: puentes con viviendas adosadas a ellos. Santayana sería, así, un puente filosófico entre Europa y Estados Unidos; en este caso, entre el español Ignacio Gómez de Liaño y el británico John Gray. El lugar de encuentro podría ser Roma, donde Santayana pasó sus últimos años, y ciudad única, donde se viaja ampliamente en el tiempo moviéndose ligeramente en el espacio. ¿De qué hablarían? De muchísimas cosas. El Brexit, Gibraltar, y quién sabe de qué más.

Me gustaría, con todo, no cerrar estas notas sin aludir a otra muestra de que Santayana es un clásico para nuestro tiempo. Animo al lector a que realice esta experiencia: leer el libro de Santayana que la meritoria editorial ovetense KRK ha rescatado en 2018, La tradición gentil en la filosofía americana (1911), como muestra del «fuego pálido» santayaniano del que Ramón del Castillo habló hace años en Revista de Libros. Y la premiada película Green Book (2018), de Peter Farrelly. Verá que un libro sobre las dos principales tendencias culturales norteamericanas puede explicar una película que enfrenta a los cultos sureños de Estados Unidos, que mantienen una tradición ya muerta, y al vivaz fruto del Bronx neoyorquino, savia nueva e híbrida para un país joven. Y que una película actual puede iluminar un libro escrito hace más de cien años, muy lejos, por tanto, de haber caducado".



El profesor Daniel Moreno



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