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martes, 23 de junio de 2020

[ARCHIVO DE BLOG] Teodicea. Publicada el 24 de febrero de 2010



Pantocrator de la iglesia de San Clemente de Tahull (Cataluña)



Teodicea: Hermosa palabra tomada de las griegas "θεός" (dios) y "δίκη" (justicia), para pretender fundamentar la teología, la ciencia sobre Dios, sobre principios racionales. Con sinceridad, y sin ánimos de polemizar, no entiendo que tienen que ver la teología con la razón. Me parecen esferas incompatibles por naturaleza. Líneas paralelas que jamás llegarán a cruzarse por mucho que lo intentemos. No niego el profundo alivio y esperanza que la religión puede proporcionar. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Sobre la existencia de Dios, dice el intelectual norteamericano de origen judeo-francés George Steiner, Premio Príncipe de Asturias (2001) de Comunicación y Humanidades,  en su autobiografía "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1999), que hasta un ateo, como el pensador británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura (1950) y autor de un polémico libro titulado "Por qué no soy cristiano" (Edhasa, Barcelona, 1995), consideraba con asombro como impecables desde un punto de vista lógico las llamadas pruebas ontológicas formuladas por San Anselmo de Canterbury (1033-1119). Por el contrario, el gran filósofo alemán Emmanuel Kant, también citado por Steiner, definía las prueba de la razón con respecto a Dios como un callejón sin salida: "Qué sería Dios -dice- si Su Ser pudiera ser circunscrito, demostrado por la dialéctica y el raciocinio humanos?". Volveré más adelante sobre Steiner, cuyo libro leí por vez primera hace diez años y he vuelto a releer con especial fruición en estos días.

También terminé de releer ayer "César o nada", de Pío Baroja, escrita en 1910. Es la primera de las novelas de su célebre trilogía "Las ciudades" (Alianza, Madrid,1982), en la que se erige como protagonista un joven español, César Moncada, profundamente antiliberal pero de ideas progresistas, sobrino de un influyente cardenal de la Curia romana, que viaja a Roma en busca de relaciones y amistades que le permitan desarrollar una carrera política en España. La novela transcurre en los primeros años del pasado siglo, y está plagada de demoledoras críticas por parte del protagonista a la Iglesia Católica, y sobre todo a su jerarquía, reflejo del anticlericalismo de buena parte de los intelectuales españoles de la época. ¿Una anticipación por parte del autor de lo que poco más tarde sería definido como fascismo? Durante mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, a mí me sirvió como argumento para un trabajo de curso titulado: "Génesis del protofascismo español en la novela "César o nada", de Pío Baroja". La verdad es que me quedó muy bien, aunque no resulte elegante decirlo, pero no recuerdo la nota que le pusieron en la Facultad.

No me resisto a reproducir la escena que relata la visita a César, en el hotel romano en el que se hospeda, de un fraile enviado por su tío, el cardenal: "Al día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

-¿Quién es? -preguntó César.

-Es un fraile.

Salió César al salón, y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberle visto, pero no sabía dónde.

-¿Qué se le ofrece a usted? -preguntó César.

-Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

-Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

-Sería mejor que habláramos en su cuarto.

-No. Aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

-¡Gracias! -dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era, sin duda, uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

-Usted dirá -dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

-Su eminencia el Cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó César con calma.

-Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

-¿Intrigas? ¿Qué intrigas son ésas?

-Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohíbe seguir por ese camino.

-¿Qué me prohíbe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

-Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

-No es verdad.

-Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

-¿Y no lo soy? -preguntó César después de tomar un sorbo de café.

-Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

-¿Que yo me quiero valer del parentesco con el cardenal Fort? ¿Y por qué no?

-¿Lo confiesa usted?

-Sí, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esta idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es sólo un objeto de curiosidad de museo arqueológico...

César se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía una cometa que indicase un calamidad pública.

-¡Desgraciado! -murmuró el fraile-. No sabe usted lo que dice. Está blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

-¿Pero de veras cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? -preguntó César atendiendo más al pan tostado que a su interlocutor.

Y luego añadió:

-La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fulguraban.

-¡Desgraciado! -volvió a repetir el fraile-. Debería usted tener más respeto con aquello que es superior a usted.

César se levantó.

-Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café -dijo con finura, y tocó el timbre.

-¿Tenga usted cuidado! -exclamó el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

-No vuelva usted a tocarme -dijo César. desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes-, porque tengo aquí un revolver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

-Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

-¿Quiere algo el señor? -preguntó.

-Sí que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico, y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después. César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado, y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles advertidos para que no recibieran a César."

En el número de abril-mayo de 2013 de "Revista de Libros" hay un magnífico artículo de Justo Navarro: "Baroja descubre la acción sedentaria", que les recomiendo encarecidamente, lo pueden leer en el enlace anterior, en el que hace una admirable crítica del libro "Pío Baroja", escrito por José Carlos Mainer (Taurus, Madrid, 2012).

Retomo ahora a Steiner y su libro, una autobiografía más temática que cronológica de su peripecia vital, al que ya he dedicado al menos seis comentarios en mi blog en ocasiones anteriores. Sobre todo en relación con la búsqueda de la excelencia académica por parte de estudiantes y profesores, la misión de la universidad, o el papel civilizador de los estudios humanísticos. Hoy me detengo en concreto en el último capítulo del libro, dedicado a la reflexión sobre la existencia o inexistencia de Dios y el papel de las religiones.

Dice Steiner: "Sobre la base de la evidencia al alcance de la razón humana y de la investigación empírica no puede haber más que una respuesta honrada: la agnóstica del "no sé". Semejante agnosticismo, quebrado por el impulso de angustiada oración, de irracionales llamadas a "Dios", en los momentos de terror y de sufrimiento, es omnipresente en el Occidente posdarwiniano, posnietzscheano y posfreudiano. Consciente o inconscientemente, el agnosticismo es la Iglesia establecida de la modernidad. Es su tenue luz la que dirige las vidas inmanentes de los seres educados y racionales. Es preciso subrayar que agnosticismo no es ateísmo. El ateísmo, cuando se sostiene y se vive de manera consecuente, es una travesía completa, un disciplinado retorno a la nada."

Unas páginas antes, en respuesta a la pregunta de "Si Dios existe, ¿por qué tolera el horror y la injusticia de la condición humana?", ha respondido: "Desde tiempos inmemoriales, todo intentento de justificar su actitud hacia el hombre se ha inspirado en la cruel paradoja del libre albedrío. Los hombres y las mujeres deben ser libres para elegir y actuar, incluso para hacer daño a otros o hacerse daño a sí mismos. ¿Existirían de lo contrario el mérito y la responsabilidad? Hay fábulas de compensación: el sufrimiento injusto será recompensado en la eternidad. Ninguno de estos tres argumentos -el diabólico, el impotente, el compensatorio- se encomienda a la razón. A su manera, cada uno ofende a la inteligencia y a la moral. La respuesta que se da a la pregunta formulada mientras se torturaba y ahorcaba a un niño medio muerto de hambre en Auschwitz ("¿Dónde está Dios en este momento?", "Dios es ese niño.") es un bocado nauseabundo de patetismo antropomórfico." Lamento reconocer que también comparto esa sensación de náusea ante semejante respuesta.

Este comentario de hoy iba a ser parte de mi contrargumentación al artículo de mi amiga Inés en su Blog "Una astronauta en la isla de Lobos", pero me pareció excesivo y preferí crear, al final, dos entradas separadas y diferenciadas. Espero que las hayan encontrado interesantes. HArendt




El profesor George Steiner



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sábado, 22 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Entre el estigma y el dolor



Kirk Douglas y George Steiner (Getty Images)


"Cuando la semana pasada fallecieron el pensador George Steiner a los 90 años y el actor Kirk Douglas (Issur Danielovitch) a los 103 -escribe en el A vuelapluma de hoy sábado la socióloga Olivia Muñoz-Rojas-, sentí que con ellos morían dos de los últimos representantes de una generación de intelectuales y artistas euroatlánticos, marcados por algunos de los episodios más cruentos del siglo XX, como el Holocausto y la estigmatización ideológica durante la Guerra Fría.

Tuvieron infancias muy distintas, pero ambos procedían de familias migrantes centroeuropeas de origen judío y, si bien lograron posicionarse dentro del establishment cultural anglosajón, mantuvieron siempre cierta condición de outsiderism. Si Douglas se describía a sí mismo como “el hijo del trapero” en The Ragman’s Son (1988), su primera autobiografía, y explicaba las dificultades materiales en las que creció en el municipio neoyorquino de Ámsterdam; Steiner reconoció siempre el carácter acomodado y erudito que tuvo su infancia a pesar de que su familia tuvo que huir del nazismo, primero de Viena a París y de allí a Nueva York.

Mientras el niño Issy (diminutivo de Issur) vendía dulces para colaborar en el sustento de su hogar, el pequeño George aprendía a leer griego clásico con su padre. Cuando pudo, Issy salió corriendo de su entorno judío. Su familia, que hablaba yidis en casa, no veía con malos ojos que se formara como rabino, dadas sus aptitudes en la escuela. Pero Issy ya sabía que quería ser actor. Adoptó un nombre anglosajón, logró ingresar en la universidad y, después, en la American Academy of Dramatic Arts de Nueva York gracias a su talento, energía y determinación, demostrando, una vez más, que el sueño americano era posible.

Steiner no ocultó jamás su identidad hebrea, más bien al contrario. Sufría de algún modo del síndrome del superviviente. De los numerosos compañeros de clase judíos del liceo al que acudió en la capital francesa, parece, sólo sobrevivieron él y otro niño. ¿Por qué precisamente él?, se preguntaba. Dedicó parte de su vida intelectual a entender cómo pudo ser posible la Shoah en el seno de una cultura ilustrada como la europea y, concretamente, la alemana. Seguía en esto la línea trazada por Benjamin, Adorno y otros pensadores continentales, judíos como él, aunque no llegó necesariamente a las mismas conclusiones críticas. Su fe en la superioridad y el universalismo del proyecto ilustrado europeo permaneció intacta.

Steiner se consagró a mediados de los setenta con Después de Babel, una indagación en el “arte exacto” de la traducción. Era un bicho raro en una academia británica que en aquel momento se sentía ajena a su interés filosófico por el Holocausto y no se reconocía en la tradición hermenéutica continental. Douglas llevaba entonces más de 60 películas a sus espaldas. Entre ellas, El triunfador (1949) y El loco del pelo rojo (1956), que no sólo le consagraban como estrella, sino como una mente independiente y audaz en el Hollywood dorado más convencional. Su autonomía se hizo leyenda cuando logró romper la lista negra de McCarthy al colaborar abiertamente con el guionista Dalton Trumbo en Espartaco (1960).

Douglas y Steiner fueron hombres extraordinariamente prolíficos y versátiles, además de vanidosos. Steiner se consideraba a sí mismo un transmisor: el rabino que Douglas no quiso ser. Incidía en la diferencia entre este papel y el del creador o artista. Douglas cumplía con el prototipo de este último: intenso, físico, seductor, generoso, poseído de un extraordinario joie de vivre; podía llegar a ser un auténtico cretino, como él mismo admitía. Hacia el final de su vida, abrazó el judaísmo y se volvió, dicen sus allegados, una persona más afable y compasiva. Es probable que actores como él abrieran camino a una generación hollywoodense posterior que no sólo reconocía su identidad judía, sino que se enorgullecía y se inspiraba en ella. Douglas nunca logró un Oscar como actor, algo que se ha atribuido a su negativa a alinearse con el anticomunismo.

Steiner, por su parte, abandonó Estados Unidos, donde se había formado, y permaneció en el Reino Unido con un pie en Suiza. Obedecía a la voluntad de su padre, que consideraba que no regresar a Europa era una victoria para Hitler, que auguró que no quedaría nadie con nombre judío allí. La academia británica mantuvo siempre cierto escepticismo hacia su neorrenacentismo. Algunos le acusaron de querer abarcar demasiado conocimiento sin la debida profundidad. Sea como fuere, hace tiempo que los estudios del Holocausto son disciplina en las universidades británicas.

Ambos alcanzaron los albores de una nueva era en la que tanto la hegemonía masculina como el pensamiento eurocéntrico están en cuestión. Es probable que a Douglas le persiga la misma sombra de duda que a muchos de sus compañeros de Hollywood respecto de su comportamiento con las mujeres. Steiner reconocía en su entrevista póstuma que no supo calibrar la importancia del feminismo y el cuestionamiento de la razón ilustrada. Cabe preguntarse de qué manera florecería esta generación, histórica por su talento y sus excepcionales circunstancias, de nacer en este siglo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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sábado, 23 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] En busca de la excelencia. (Publicada el 30 de marzo de 2009)



 George Steiner


De George Steiner se pueden decir muchas cosas: por señalar únicamente dos, que es uno de los más importantes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, y que toda su obra viene caracterizada por una insaciable búsqueda de la "excelencia". Excelencia humanística, literaria, académica, y vital. No es extraño, pues, que el crítico literario Martín Schifino titule el comentario de su última obra: Los libros que nunca he escrito (Siruela, Madrid, 2008), como "Utopías de la excelencia", publicado en Revista de Libros, en el número de marzo de 2009.

Nacido en París, en 1929, en el seno de una familia judía austriaca emigrada por causa del nazismo, en 1940 se traslada a Estados Unidos obteniendo su licenciatura por la Universidad de Chicago, el MA (Master of Arts) por Harvard y el doctorado por Oxford Balliol College, del que sería Profesor Honorario en 1995. Ha enseñado en la Universidad de Princeton (1956-58), en Innsbruck (1958-59), en Cambridge (1961), en el que fue elegido Profesor Extraordinario en 1969. En 1974, aceptó el puesto de Profesor de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Ginebra, en la que estuvo hasta 1994, cuando se convirtió en Profesor Emérito al jubilarse. Desde entonces, ha sido nombrado Weidenfeld Professor de Literatura Comparada y Profesor del St Anne's College de Oxford, (1994-95), y Norton Professor de Poesía en Harvard (2001-02). En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

De él dice Martín Schifino en su artículo citado que aspira a considerar la totalidad de la cultura occidental, donde la palabra se expande hasta incluir no sólo las artes liberales y las humanidades, sino además las ciencias y su historia. Acusado de "todólogo", según SchifinoSteiner responderá que la especialización en las humanidades le parece "una catástrofe". Los campos vallados -dice- son para el ganado. También con motivo de la publicación de Los libros que nunca he escrito, el escritor y periodista canario, Juan Cruz, entrevistó a George Steiner. Fue una deliciosa y polémica entrevista, titulada "Yo intento fracasar mejor", que se publicó en El País el 24 de agosto del pasado año, y que levantó cierta polvareda en España por sus críticos y ácidos comentarios sobre las lenguas autonómicas, por las que Steiner pidió disculpas posteriormente clarificando su primera opinión..

Yo no había oído hablar de George Steiner hasta que, hará diez años, leí su magnífico Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro autobiográfico que me impresionó profundamente, al que llegué gracias a la lectura del comentario del escritor Ángel García Galiano titulado"El pensamiento como vocación", publicado en Revista de Libros en abril de 1999.

De mi emocionada lectura de Errata, recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."

Antes de eso, Steiner nos ha contado su experiencia personal como alumno universitario en los años 50. No me resisto a reproducir algunos de esos párrafos: " Ingresé en 1949 en la universidad de Yale. Pero, aunque larvado, allí también había antisemitismo: hasta el año anterior ningún judío se había licenciado en humanidades. Con el curso ya en marcha, me trasladé a la Universidad de Chicago, que resultó ser un lugar muy especial… La providencia –el curso ha había comenzado- puso en mi camino un artículo sobre la Universidad de Chicago y su legendario condottiere. Desdeñando el absurdo infantilismo y la banalidad dominantes en la mayía de los planes de estudio académicos, Robert Maynard Hutchins permitía a quienes lo solicitaban presentarse a los exámenes de cualquier asignatura. Si obtenían una puntuación adecuada, quedaban eximidos de cursar las asignaturas en cuestión. De este modo, y en casos excepcionales, los estudios universitarios podían reducirse a un año.

Siempre y cuando guardasen silencio, los estudiantes podían asistir a seminarios avanzados. Matricularse con Leo Strauss: “Damas y caballeros, buenos días. En esta clase, no se mencionará el nombre de …., que por supuesto es estrictamente incomparable. Ahora podemos ocuparnos de la República, de Platón”. “Que por supuesto es estrictamente incomparable”. Yo no logré captar el nombre en cuestión, pero aquel “por supuesto” me hizo sentir como si un rayo luminoso, frío, me recorriese la espina dorsal. Un amable posgraduado escribió el nombre para mí al terminar la clase: un tal Martin Heidegger. Corrí a la biblioteca. Esa noche, intenté hincarle el diente al primer párrafo de Ser y tiempo. Era incapaz de entender incluso la frase más breve y aparentemente directa. Pero el torbellino ya había comenzado a girar, el presentimiento radical de un mundo absolutamente nuevo para mí. Prometí intentarlo una vez más. Y otra.

Ésa es la cuestión. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento. La simplificación, la búsqueda del equilibrio, la moderación hoy predominantes en casi toda la educación privilegiada son mortales. Menoscaban de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. Los ataques al así llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: hacia todos aquellos a priori juzgados incapaces de cosas mejores. Tanto el pensamiento (conocimiento, Wissenschaft, e imaginación dotados de forma) como el amor, nos exigen demasiado. Nos humillan. Pero la humillación, incluso la desesperación ante la dificultad –uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación, descifrar la frase en griego-, pueden desvanecerse con la salida del sol."

¡Qué envidia!... Si encuentran algún parecido entre esa "experiencia" y la de nuestras masificadas universidades actuales, será por una excepcional casualidad. No la desaprovechen, porque es difícil que se repita... Espero que disfruten con estas lecturas que les propongo. Sean felices. HArendt





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sábado, 1 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] A vueltas con la educación





Siguiendo el hilo argumentativo de la profesora de filosofía de la universidad de Valencia, Adela Cortina, retomo el asunto de la educación. Dice la profesora Cortina en su artículo de ayer en El País, titulado "La educación como problema", que "los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está."

Dice más cosas, claro está, y muy graves, sobre el proceso de convergencia universitaria europea surgido de la Declaración de Bolonia. Yo no tengo nada claro si a largo plazo ese proceso es positivo para Europa y sus ciudadanos y para su desarrollo científico y humanístico futuro, No tengo "aptitudes ni competencias" para ello, pero leyendo su artículo he recordado unas frases del profesor e intelectual norteamericano, George Steiner, al que ya hice referencia hace unos días en este mismo blog. Dice el profesor Steiner en su autobiografía "Errata. El examen de una vida", (Siruela, Madrid, 1998), citando a Franz Kafka: "Un libro debe ser como un pico de alpinista que rompa el mar helado que tenemos dentro". Y sobre el papel civilizador del arte, las humanidades y la literatura, dice en otro momento: "La literatura tiene la función de civilizar, precisamente porque es el gran instrumento de subversión que pone a la sociedad en tela de juicio al representarla en sus hábitos, prejucios, ritos miedos más íntimos. ¿No será ese poder revulsivo de los libros (de las "biblias") -añade, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura (de las humanidades, del arte en general), -añado yo, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura para nuestra sociedad tecnificada y postdogmática?."

Porque ese el quid de la cuestión que denuncia la profesora Cortina: Las Humanidades "no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos." Y conviene saber lo que está en juego.



Adela Cortina


El problema número uno de cualquier país es la educación, dice Adela Cortina. Y en el nuestro, continúa, el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida. (El País, 28/05/08)



George Steiner



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Publicada originariamente el 29/5/2008
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lunes, 13 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] La misión de la universidad




Un aula universitaria


De una manera u otra he estado vinculado a la universidad durante cuarenta años de mi vida. Como alumno, como profesor particular preparando a otros alumnos para su ingreso en la universidad, y también en puestos de representación en Consejos de Departamento, Junta de Facultad, Consejo Social, Junta de Gobierno y Claustro universitarios, todo esto en la UNED, y mucho antes, a mediados de los 60, como estudiante en la Escuela Social de Madrid. Apartado definitivamente de toda actividad académica, la universidad sigue siendo para mi una institución entrañable que admiro y valoro y por la que siento una profunda preocupación, pues tengo la impresión, desde la modestia de mis apreciaciones, que anda bastante perdida ahora mismo sobre el verdadero alcance de la profunda crisis de identidad que padece y sobre los remedios para superarla.

Aunque cito de memoria, comparto con el pensador norteamericano de origen judío, George Steiner: "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998), su apreciación de que la "universidad" es, por esencia, una institución elitista. Y que solo se debería acceder a ella con la pretensión de "aprender", no para obtener un diploma con el que ganarse la vida... Lo que no significa en ningún caso que se impida llegar hasta ella a quién lo desee y lo merezca. Ya se que no es una postura compartida mayoritariamente, pero en fin...

Hace unos días encontré en ese fenomenal blog que es "El Boomeran(g)", un interesante artículo del profesor Ignacio Sotelo, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín, publicado originalmente en el número 181 de la revista Claves de Razón Práctica, con el sugerente título de "La universidad en la encrucijada".

Dice el profesor Sotelo que hoy en día las cuatro funciones básicas que a lo largo de la historia se ha asignado a las universidades: preparar buenos profesionales, enseñar a hacer ciencia, transmitir la cultura del tiempo en que se vive y promover un compromiso cívico-social que redunde en beneficio de la sociedad que la sostiene económicamente, no resultan compatibles entre sí. Y ello, añade, porque la crisis profunda por la que pasa la universidad tal vez consista en que se está obligado a elegir, forzosamente, entre esas cuatro funciones tradicionales asignadas a ella, y esa es una opción nada fácil en estos momentos.

Tras un detallado repaso sobre los distintos modelos que la institución universitaria ha ido adoptando históricamente, desde el modelo medieval nacido con la pretensión de "formar" al personal especializado (teólogos y canonistas) que la Iglesia necesitaba -y que se desploma con la ruptura de la unidad de la cristiandad occidental- hasta su paulatina sustitución en la Prusia de finales del siglo XVII, en un nuevo espacio de libertad religiosa -pasando del ámbito eclesiástico al ámbito estatal- por un nuevo modelo que busca sobre todo el desarrollo de las ciencias y que perdura hasta nuestros días, concluye el articulista con un interesante diagnóstico sobre la universidad española.

Dice Sotelo que no tiene mucho sentido extenderse en la crítica de los resabios medievales que perviven en la universidad española, porque de ellos, dice, son cada vez más conscientes tanto los universitarios como la sociedad que financia unos estudios que en buena parte desembocan en el paro, o en empleos con sueldos muy bajos, y aunque considera que la multiplicación del número de universidades en España forzosamente solo puede hacerse a costa de la calidad de la enseñanza universitaria, siempre será preferible -añade- tener malas universidades que no tenerlas.

Para el articulista, mejorar la universidad no es sólo, ni principalmente, una cuestión de dinero, como la comunidad académica repite sin parar, dice con ironía. Cierto que siempre se necesita mucho más dinero del que se dispone, añade, pero lo decisivo es saber en qué hay que emplearlo, como ha puesto de relieve el que no haya correspondencia entre el que se recibe y la calidad que se ofrece. Sin dinero no hay investigación que valga, concluye, pero sólo con dinero tampoco. Porque poco se consigue sin verdaderas "comunidades científicas", ausentes según él, en la práctica, en España; algo que queda de manifiesto, dice, en que no sólo nadie se prestigia, sino mucho peor, nadie se desprestigia por lo que publica...




Ignacio Sotelo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4894
Publicada originariamente el 9 de mayo de 2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 24 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Una universidad diferente





Yo no había oído hablar de George Steiner en mi vida hasta que, hace justamente veinte años, leí su libro Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Una excepcional autobiografía que me impresionó hasta la médula y a la que llegué, como tantas otras veces, desde Revista de Libros. De mi emocionada lectura de Errata recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. 

Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío".

¿Por qué es Berkeley, en California (Estados Unidos), una gran universidad?, se pregunta el profesor Javier Aranguren en el último número la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte. Y a desantrañarlo dedica un interesante artículo que subo con satisfacción al blog.  

Frederick Wiseman, comienza diciendo el profesor Aranguren, realizó en 2013 un milagro: el documental "At Berkeley" (pueden ver al final de la entrada un avance del mismo). Para realizarlo, permaneció con su equipo durante doce semanas en el campus de la universidad californiana. Como producto final presenta una película de cuatro horas de duración (absorbente, interesantísima) en la que logra dar cuenta de lo que es esa universidad.

Su estrategia narrativa es la de mantenerse al margen. Logra que reuniones, clases, seminarios, actuaciones teatrales, paseos, competiciones deportivas, resulten completamente naturales. Es como si unas cámaras secretas hubieran logrado entrar en la intimidad de las distintas actividades y nos hace partícipes como uno más de un consejo de gobierno, de la lectura comentada del Walden de Toureau, del debate sobre cómo tratar con la policía local la amenaza de manifestación y huelga que han anunciado unos estudiantes para reclamar una rebaja en las matrículas.

Berkeley es conocida por haber sido uno de los focos de la protesta del 68, en unas ya legendarias reivindicaciones en favor del free speech que todavía resuena entre algunos nostálgicos ajados en años que reivindican ese espíritu de la «universidad sin élite», de la universidad abierta a la diversidad. La diversidad se adivina por la apariencia de estudiantes y profesores (como en el minuto 205 en el que se ve a una manifestante musulmana con el velo puesto sobre su cara). La subrayan también los prejuicios antirrepublicanos que muestra en un momento dado el rector, o la pose populista de una manifestación estudiantil que trata de reivindicar el pasado de protesta de Berkeley pero se encuentra con una mayoría de estudiantes empeñados en atender a las redes sociales o a las solicitudes del amor sobre el cuidado césped del campus. Es una protesta naif, revenida, con esa estudiante que se ha dibujado la hoz y el martillo en la mejilla, las consignas populistas convertidas en lugares comunes y la abundancia de ordenadores Mac que nunca se hubieran visto en Moscú o en Rumanía.

Uno de los principales motivos de preocupación en Berkeley cuando se realizaba el documental era el presupuesto. Se comenta que apenas reciben 308 millones del estado de California, un 50% menos que pocos años antes y apenas el 16% del coste total. Y es que el presupuesto real del centro, con su multitud de facultades, másteres, premios Nobel o institutos de estudios avanzados, es de 1.900 millones de dólares ese año. Esto les plantea un serio problema de identidad: Berkeley se muestra orgullosa de su condición de centro público de educación superior (lo que no es ni Harvard, ni Yale, ni la vecina Stanford). ¿Cómo se puede seguir siendo tal si el estado no invierte?

Este dilema es uno de los hilos conductores de la obra de Wiseman, casi la «excusa dramática» que unifica las doce semanas de filmación: si no logran un precio razonable de matrícula, ¿podrán seguir admitiendo alumnos de clase media?, ¿podrán ayudarlos para evitar su endeudamiento por unos créditos que determinarán sus vidas profesionales? Durante una clase una profesora muestra a sus alumnos cómo si no logran esas rebajas los estudiantes deberán pagar tanto que nunca tendrán la posibilidad de dedicarse como profesionales al servicio público o a la educación. El alumno de Berkeley se verá forzado a ingresar en grandes multinacionales y de ese modo se hará muy difícil que su aprendizaje retorne a la comunidad. La Escila y Caribdis que recorre el documental es que la falta de inversión haga perder la excelencia, pero también que la lucha por la excelencia impida que siga siendo un centro de vocación pública a causa de sus precios prohibitivos.

En consecuencia la dirección se esfuerza por ahorrar. No en profesorado, aunque tampoco están dispuestos a competir con las millonarias universidades privadas de la Ivy League (Harvard, Yale), que son capaces de ofrecerles el doble de sueldo. ¿Cómo fidelizar a esos profesores? Mejorando las instalaciones, subrayando el prestigio de Berkeley, asegurándoles el orgullo de pertenencia de formar parte de un centro puntero.

El rector no duda en afirmar que lo más importante de esa universidad es the faculty, el cuerpo docente, pues sin eso no hay universidad posible. ¿Se entendería tal afirmación en el sistema universitario español? A lo largo del documental vemos a profesores dando clase, discutiendo un paper con una doctoranda, encabezando una indagación en ingeniería para ayudar a caminar a lesionados de médula, defendiendo la investigación aeronáutica con vocación de conocimiento público o cómo las pesquisas sobre el cáncer y los genes exigen «pensar fuera de la caja». Unos salen dando clases de formato tradicional (en Berkeley caben alumnos con cara de aburridos), otros dirigiendo un pequeño seminario en el que marcan la dirección de orquesta y el instrumento solista. Hay tiempo para leer poemas en una biblioteca, para realizar un número musical humorístico sobre la idea de amigo en Facebook o para asistir a un asombroso cuarteto de cuerdas.

Pregunta el rector: ¿cuál es la principal responsabilidad de un decano? Fichar y promover solo a gente fuera de lo común, y por lo tanto saber hacer criba para apartar a los que no den la talla. Pero, y esto sería hoy novedoso en cualquier universidad sometida al proceso de Bolonia, no solo se debe honrar a los grandes investigadores: ¡hacen falta grandes profesores, expertos en docencia, expertos en el arte de dominar el manejo del aula! Y es probable que estos no se encuentren en la cresta de las publicaciones científicas, pues muchas veces los investigadores académicos no saben enseñar ni se interesan en dicha tarea. Ahí se señala una de las grandes ambiciones en Berkeley: no son importantes solo los scholars, sino también los classroom teachers, porque, en el fondo, se valora a los alumnos y al proyecto formativo que dio origen al centro.

Resulta especialmente llamativa una reunión de asistentes académicos (alumnos de doctorado que sirven de apoyo a los profesores para seguir el progreso de los alumnos), en la que una chica muy joven les proporciona directrices para aumentar la eficacia en su tarea: que se aprendan los nombres de los alumnos, que eviten una relación tan personal que pueda dificultar la justicia en la corrección de trabajos, que se planteen qué es lo que quieren ellos que aprendan los alumnos, qué significa enseñar para cada uno de esos asistentes académicos. Y todo dicho con humor, dicho con cuidado. Se descubre pasión: deseo de aprender a enseñar.

Para lograr esas metas necesitan que todos los miembros del campus colaboren. Si racionalizan las compras llegarán a ahorrar 75 millones en suministros para no subir las matrículas un 13%; se ve al rector hablando con el personal no docente, que se queja de despidos, y el rector desvela cómo gracias a que los profesores se bajaron el sueldo los recortes pudieron ser menos traumáticos; discutirán sobre si es conveniente montar una guardería para los hijos del personal. Hay una voz disiente: ¿por qué dar subsidio solo a una elección particular de vida, la familia con niños? Y la discusión se abre, civilizadamente, con argumentos racionales.

Quizá eso es lo que ha querido señalar Wiseman de forma más insistente: el carácter racional de todo el proyecto. Lo defiende abiertamente uno de los vicerrectores: lo central de la academia es la discusión racional, dice, y poner en orden la evidencia. Invita a cultivar la pasión porque con pasión es más fácil comprometerse y ser enérgico, pero el discernimiento (distinguir lo que es de lo que no es, el cultivo de la verdad) tiene la misma importancia. Por eso la universidad no debería centrar sus esfuerzos en las relaciones públicas o en la adulación. La universidad debe centrarse en apoyar el trabajo serio, no el que realizan las cheerleading (las animadoras). ¡Queda este ideal tan lejos de las prácticas de tantos centros que se llaman universitarios y que se limitan a cumplir con unas clases, a invertir en folletos plagados con fotos de alumnas irreales y a invitar a predicadores de campanillas —habitualmente no académicos— a sus ceremonias de graduación y a sus doctorados honoris causa!

Esa racionalidad, y eso es lo que más puede asombrar al público mediterráneo, se aplica también durante la discusión en el aula. Primero, porque realmente hay discusión. Por supuesto, como ya he señalado, algunas clases siguen el esquema clásico (napoleónico) de profesor-busto-parlante. Sin duda eso es también lo adecuado cuando es necesario exponer contenidos. Pero se cultivan los debates, siempre en grupos pequeños. ¿Cómo no va a ser cara una universidad con clases para diez, quince personas? ¿Pero cuál es —aparte de este— el significado de la expresión educación superior? ¿Qué tiene de superior limitar la enseñanza a clases ante cientos de sujetos silenciosos y medio dormidos, o la rutinaria corrección de decenas de trabajitos mediocres que no han aportado nada al alumno y que solo aburren al docente?

Segundo, porque uno habla y el resto escucha. No hay interrupciones, sino que se deja tiempo para el argumento, se levanta la mano, se asiente, se espera el propio turno, y probablemente se niegue la mayor de lo dicho por el anterior participante sin mezclar la defensa de unas ideas con el ataque a unas personas. Se discute por qué se excluye a los estudiantes negros de los grupos de estudio; sobre el liberalismo, el individualismo y el papel de los impuestos; ilustran sus discusiones con multitud de lecturas, tal vez de los libros exigidos para la clase de esa semana; se reúnen para dar con soluciones a la subida de matrículas, y un profesor les plantea la necesidad de que sean creativos, que vean que los préstamos no son malos, que si la gente es capaz de pedirlos para comprar un coche que se devalúa en el momento que sale del concesionario, por qué van a tener ellos miedo de hacerlo para su educación que nunca pierde valor; o incluso se quejan de las manifestaciones estudiantiles que impidieron durante unas breves horas el uso de la biblioteca, la realización de un examen o que provocaron un desalojo porque los revoltosos hicieron sonar las alarmas contra incendios: ¿qué convivencia culta cabe esperar cuando hay grupos que imponen sus puntos de vista ejercitando ese tipo de violencia?

Y se escuchan unos a otros ordenadamente, con una actitud probablemente puritana —que nace del sentido del deber de escuchar—, presente también en ese campus con fama de revoltoso pero que en realidad está forma-do por ciudadanos norteamericanos, educados en la idea de tolerancia y en el educado deber moral. De ese modo el protagonismo no se encuentra solo en los que hablan, sino también en los que atienden. Ese es otro de los logros del documental: quien lo mira se ve envuelto en la conversación, a menudo querría participar, aprende a escuchar y espera a lo que tuviera que decir el siguiente alumno o el siguiente técnico del rectorado.

Las distintas escenas van intercaladas por momentos de la existencia cotidiana: paseantes en el campus, chicos jugando al frisbee, el envidiable y eterno buen tiempo californiano, un partido de American Football con las majorettes en un estadio inmenso, obras de mejora en el asfalto, el oso que identifica a Cal-Berkeley, mercadillos callejeros con los últimos hippies que parecen formar parte del atrezzo una exposición nostálgica, la danza en un teatro en la que las sombras de los bailarines pasan delante de una tela azul… Un mundo aparte de las necesidades cotidianas que convierte a ese campus cargado de excelencia en una suerte de utopía. 

La Universidad de California en Berkeley es una universidad pública estadounidense con sede en Berkeley (California). Es la institución insignia del sistema de la Universidad de California y está clasificada como una de las universidades más prestigiosas del mundo y la universidad pública número 1 en Estados Unidos. Fundada en 1868, ofrece aproximadamente 350 programas de pregrado y posgrado en un amplio número de disciplinas. En cuanto a los rankings, el Times Higher Education World University la ubica como la sexta mejor universidad del mundo en 2017, y U.S. News como la tercera mejor universidad del mundo en una clasificación efectuada en 2015 en más de 50 países, incluyendo a Estados Unidos. La Academic Ranking of World Universities ubica a Berkeley como la cuarta mejor universidad del mundo y la primera pública. Por departamentos se clasifica como la tercera mejor en ingeniería, cuarta en ciencias sociales y primera en matemáticas, física, química y ciencias de la vida. Entre sus docentes y alumnos hay 104 Premios Nobel, 9 Premios Wolf, 14 Medallas Fields, 25 Premios Turing, 45 Becas MacArthur, 20 Premios Oscar, y 11 Premios Pulitzer. Hasta la fecha, los científicos de Berkeley han descubierto 6 elementos químicos de la tabla periódica (californio, seaborgio, berkelio, einstenio, fermio, lawrencio). En colaboración con Berkeley Lab, investigadores de UC Berkeley han descubierto más de 16 elementos químicos en total – más que cualquier otra universidad en el mundo. La universidad administra tres laboratorios nacionales del Departamento de Energía Nacional de los Estados Unidos: el Laboratorio Nacional de Los Álamos, el Laboratorio Nacional de Lawrence Livermore y el Laboratorio Nacional de Lawrence Berkeley.

Desde este enlace pueden acceder, subtitulado en español, a un avance del afamado documental de Frederick Wiseman At Berkeley, un documental que cualquier persona apasionada por la excelencia universitaria agradecerá ver. La película completa, de pago, más de cuatro horas de grabación, puede verse desde este otro enlace.



Puerta de entrada al campus de la Universidad de Berkeley



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4665
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