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martes, 23 de junio de 2020

[ARCHIVO DE BLOG] Teodicea. Publicada el 24 de febrero de 2010



Pantocrator de la iglesia de San Clemente de Tahull (Cataluña)



Teodicea: Hermosa palabra tomada de las griegas "θεός" (dios) y "δίκη" (justicia), para pretender fundamentar la teología, la ciencia sobre Dios, sobre principios racionales. Con sinceridad, y sin ánimos de polemizar, no entiendo que tienen que ver la teología con la razón. Me parecen esferas incompatibles por naturaleza. Líneas paralelas que jamás llegarán a cruzarse por mucho que lo intentemos. No niego el profundo alivio y esperanza que la religión puede proporcionar. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Sobre la existencia de Dios, dice el intelectual norteamericano de origen judeo-francés George Steiner, Premio Príncipe de Asturias (2001) de Comunicación y Humanidades,  en su autobiografía "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1999), que hasta un ateo, como el pensador británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura (1950) y autor de un polémico libro titulado "Por qué no soy cristiano" (Edhasa, Barcelona, 1995), consideraba con asombro como impecables desde un punto de vista lógico las llamadas pruebas ontológicas formuladas por San Anselmo de Canterbury (1033-1119). Por el contrario, el gran filósofo alemán Emmanuel Kant, también citado por Steiner, definía las prueba de la razón con respecto a Dios como un callejón sin salida: "Qué sería Dios -dice- si Su Ser pudiera ser circunscrito, demostrado por la dialéctica y el raciocinio humanos?". Volveré más adelante sobre Steiner, cuyo libro leí por vez primera hace diez años y he vuelto a releer con especial fruición en estos días.

También terminé de releer ayer "César o nada", de Pío Baroja, escrita en 1910. Es la primera de las novelas de su célebre trilogía "Las ciudades" (Alianza, Madrid,1982), en la que se erige como protagonista un joven español, César Moncada, profundamente antiliberal pero de ideas progresistas, sobrino de un influyente cardenal de la Curia romana, que viaja a Roma en busca de relaciones y amistades que le permitan desarrollar una carrera política en España. La novela transcurre en los primeros años del pasado siglo, y está plagada de demoledoras críticas por parte del protagonista a la Iglesia Católica, y sobre todo a su jerarquía, reflejo del anticlericalismo de buena parte de los intelectuales españoles de la época. ¿Una anticipación por parte del autor de lo que poco más tarde sería definido como fascismo? Durante mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, a mí me sirvió como argumento para un trabajo de curso titulado: "Génesis del protofascismo español en la novela "César o nada", de Pío Baroja". La verdad es que me quedó muy bien, aunque no resulte elegante decirlo, pero no recuerdo la nota que le pusieron en la Facultad.

No me resisto a reproducir la escena que relata la visita a César, en el hotel romano en el que se hospeda, de un fraile enviado por su tío, el cardenal: "Al día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

-¿Quién es? -preguntó César.

-Es un fraile.

Salió César al salón, y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberle visto, pero no sabía dónde.

-¿Qué se le ofrece a usted? -preguntó César.

-Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

-Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

-Sería mejor que habláramos en su cuarto.

-No. Aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

-¡Gracias! -dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era, sin duda, uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

-Usted dirá -dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

-Su eminencia el Cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó César con calma.

-Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

-¿Intrigas? ¿Qué intrigas son ésas?

-Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohíbe seguir por ese camino.

-¿Qué me prohíbe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

-Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

-No es verdad.

-Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

-¿Y no lo soy? -preguntó César después de tomar un sorbo de café.

-Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

-¿Que yo me quiero valer del parentesco con el cardenal Fort? ¿Y por qué no?

-¿Lo confiesa usted?

-Sí, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esta idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es sólo un objeto de curiosidad de museo arqueológico...

César se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía una cometa que indicase un calamidad pública.

-¡Desgraciado! -murmuró el fraile-. No sabe usted lo que dice. Está blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

-¿Pero de veras cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? -preguntó César atendiendo más al pan tostado que a su interlocutor.

Y luego añadió:

-La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fulguraban.

-¡Desgraciado! -volvió a repetir el fraile-. Debería usted tener más respeto con aquello que es superior a usted.

César se levantó.

-Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café -dijo con finura, y tocó el timbre.

-¿Tenga usted cuidado! -exclamó el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

-No vuelva usted a tocarme -dijo César. desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes-, porque tengo aquí un revolver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

-Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

-¿Quiere algo el señor? -preguntó.

-Sí que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico, y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después. César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado, y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles advertidos para que no recibieran a César."

En el número de abril-mayo de 2013 de "Revista de Libros" hay un magnífico artículo de Justo Navarro: "Baroja descubre la acción sedentaria", que les recomiendo encarecidamente, lo pueden leer en el enlace anterior, en el que hace una admirable crítica del libro "Pío Baroja", escrito por José Carlos Mainer (Taurus, Madrid, 2012).

Retomo ahora a Steiner y su libro, una autobiografía más temática que cronológica de su peripecia vital, al que ya he dedicado al menos seis comentarios en mi blog en ocasiones anteriores. Sobre todo en relación con la búsqueda de la excelencia académica por parte de estudiantes y profesores, la misión de la universidad, o el papel civilizador de los estudios humanísticos. Hoy me detengo en concreto en el último capítulo del libro, dedicado a la reflexión sobre la existencia o inexistencia de Dios y el papel de las religiones.

Dice Steiner: "Sobre la base de la evidencia al alcance de la razón humana y de la investigación empírica no puede haber más que una respuesta honrada: la agnóstica del "no sé". Semejante agnosticismo, quebrado por el impulso de angustiada oración, de irracionales llamadas a "Dios", en los momentos de terror y de sufrimiento, es omnipresente en el Occidente posdarwiniano, posnietzscheano y posfreudiano. Consciente o inconscientemente, el agnosticismo es la Iglesia establecida de la modernidad. Es su tenue luz la que dirige las vidas inmanentes de los seres educados y racionales. Es preciso subrayar que agnosticismo no es ateísmo. El ateísmo, cuando se sostiene y se vive de manera consecuente, es una travesía completa, un disciplinado retorno a la nada."

Unas páginas antes, en respuesta a la pregunta de "Si Dios existe, ¿por qué tolera el horror y la injusticia de la condición humana?", ha respondido: "Desde tiempos inmemoriales, todo intentento de justificar su actitud hacia el hombre se ha inspirado en la cruel paradoja del libre albedrío. Los hombres y las mujeres deben ser libres para elegir y actuar, incluso para hacer daño a otros o hacerse daño a sí mismos. ¿Existirían de lo contrario el mérito y la responsabilidad? Hay fábulas de compensación: el sufrimiento injusto será recompensado en la eternidad. Ninguno de estos tres argumentos -el diabólico, el impotente, el compensatorio- se encomienda a la razón. A su manera, cada uno ofende a la inteligencia y a la moral. La respuesta que se da a la pregunta formulada mientras se torturaba y ahorcaba a un niño medio muerto de hambre en Auschwitz ("¿Dónde está Dios en este momento?", "Dios es ese niño.") es un bocado nauseabundo de patetismo antropomórfico." Lamento reconocer que también comparto esa sensación de náusea ante semejante respuesta.

Este comentario de hoy iba a ser parte de mi contrargumentación al artículo de mi amiga Inés en su Blog "Una astronauta en la isla de Lobos", pero me pareció excesivo y preferí crear, al final, dos entradas separadas y diferenciadas. Espero que las hayan encontrado interesantes. HArendt




El profesor George Steiner



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 6142
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 25 de octubre de 2017

[Pensamiento] Joyce, el obsceno





Kevin Birmingham, comenta el editor y crítico literario Justo Navarro en Revista de Libros, ha querido escribir en El libro más peligroso (Madrid, Es Pop, 2016) la biografía de un libro»: Ulises, de James Joyce, desde su vaga concepción en 1904 a su conversión en un volumen de más de setecientas páginas condenadas a vérselas, hasta 1936, con censores, aduaneros, policías y jueces. Pero Ulises, que para Gran Bretaña y los Estados Unidos de América constituía un delito, para Valery Larbaud demostraba en 1922 que su autor, James Joyce, poseía una trascendencia similar a la de Sigmund Freud o Albert Einstein. T. S. Eliot, por su parte y por las mismas fechas, otorgó al método mítico-narrativo joyceano la «importancia de un descubrimiento científico».

Birmingham cuenta la historia de Ulises y la de su ambiente, los años en torno a la Primera Guerra Mundial, catástrofe que, según Birmingham, habría aportado a Joyce lo mismo que a dadaístas y a anarquistas, a Lenin y a Freud: la sensación de que la quiebra de Europa entrañaba un «presagio de algo revolucionario». El libro más peligroso narra las aventuras de la modernidad literaria, de las vanguardias de entreguerras: «Lo que llamamos modernismo [modernidad, diría yo] fue una colección dispersa de pequeñas insurgencias culturales impulsadas por un sentimiento general –en ocasiones indefinido‒ de descontento con la civilización occidental». La incomodidad de la época era moral, es decir, política, económica y estética, y Joyce fue muy de aquel tiempo de mapas en recomposición, «cuando se desmoronaban imperios y millones de personas cruzaban fronteras para intercambiar ideas nuevas y estilos radicales».

Irlandés errante desde 1904, exiliado por voluntad propia, vivió el resto de su vida entre Trieste, Roma, Zúrich y París: «Biblia de los desterrados» denominó un enemigo a Ulises. Antes de escribir ese monumental «museo de estilos» (así lo llama Birmingham) que iba a incitar la piromanía bibliofóbica en Europa y América, Joyce ya había reconocido su incapacidad de escribir sin ofender a nadie. Para los cuentos de Dublineses encontró en 1909, después de tres años de búsqueda, un editor que tardó tres años más en decidir que no publicaba un libro ultrajante para los dublineses de bien. El libro, ya impreso, fue enviado a la guillotina el 11 de septiembre de 1912. Salvo un ejemplar que dieron al autor, nunca salió de la imprenta. En Gran Bretaña, pero también en Estados Unidos, el gobierno no siempre tenía que mandar a la policía a secuestrar y quemar libros: bastaba con intimidar a literatos, editores e impresores. Los propios cajistas actuaban como censores: eliminaban palabras, o se negaban a componer el libro por miedo a terminar en la cárcel.

Y existían en uno y otro país sociedades privadas que tenían como objetivo la supresión del vicio. En Estados Unidos, la lucha contra la obscenidad era armada, en cumplimiento de la Ley Comstock, de 1873, que prohibía todo «libro, panfleto, imagen, periódico y grabado obsceno, o cualquier otra publicación de carácter indecente». A finales de los años veinte del siglo pasado, Ezra Pound, en una carta al presidente del Tribunal Supremo de su país, arremetía contra una ley «aprobada por una asamblea de babuinos e imbéciles», pero, gracias a la Ley Comstock, Ulises se consagró como icono de la indecencia, abominable o adorable, depende de quien lo mirara. Sobre Ulises pesaba además la ley contra la importación de material obsceno y subversivo. Publicado en París en 1922 por Shakespeare and Company, la librería de Sylvia Beach, Ulises se convirtió en material de contrabando transatlántico. La novela, tan codiciada como el alcohol, enriqueció su historial criminal cuando empezaron a aparecer en América falsificaciones de la edición parisiense.

Cuatro mujeres decidieron la suerte literaria de Joyce mientras las autoridades, para «proteger la sensibilidad femenina», entre otras cosas, se preocupaban de destruir su obra. Sylvia Beach editó heroicamente Ulises, y las responsables de las revistas The Egoist, en Londres, y The Little Review, en Nueva York, Dora Marsden y Harriet Shaw Weaver, y Margaret Anderson y Jane Heap (en los dos casos por recomendación de Ezra Pound), publicaron por entregas Retrato del artista adolescente (terminó la publicación en 1915), y medio Ulises (1918-1920), respectivamente. ¿Cómo eran estas revistas? Dora Marsden tenía clara la función de una revista radical: revolucionar «todos los aspectos de las relaciones humanas, intelectuales, sexuales, domésticas, económicas, legales y políticas». Margaret Anderson –con quien coeditaba Pound, en Londres, como Foreign Editor‒ compartía desde Nueva York simpatías anarquistas cuando fundó The Little Review en 1914. Junto con Jane Heap, entendió el arte como insumisión y acogió su revista al lema «Sin concesiones al gusto del público». Anderson y Heap acabaron ante los tribunales por James Joyce en 1917 y 1921. Una benefactora se hizo cargo de la multa que no podían pagar y les libró de la cárcel. Harriet Shaw Weaver no sólo editó a Joyce: financió desde 1914 a la familia Joyce y, en 1941, corrió con los gastos del entierro del genio.

A los problemas con los pirómanos obsesos de lo obsceno se unieron en enero de 1920 alusiones políticas de poco gusto. Llamar a la reina Victoria «the flatulent old bitch that’s dead» («la vieja zorra flatulenta que ya se ha muerto», episodio 12 de Ulises) sumaba la palabrota, bitch, a la blasfemia regia y provocó la reacción de las autoridades estadounidenses: The Little Review se vio perseguida por el servicio de Correos, vigilante, temeroso de que se le colara pornografía y subversión en las sacas de reparto. Anderson, Heap y Pound pidieron moderación a Joyce, que desobedeció todas las recomendaciones de prudencia. Anderson y Heap se quejaban en 1920: «Han quemado entera nuestra tirada de mayo». Los censores pirómanos disfrutaban además de colaboración ciudadana espontánea. Cuando el marido de la mecanógrafa encargada de transcribir el episodio de Ulises dedicado a Circe descubrió los papeles con que trabajaba su mujer, los tiró a la chimenea.

Aunque lo acusaran esencialmente de ser pornográfico, a Joyce lo manchaba también una sombra política. Adam Thirlwell, en su reseña de El libro más peligroso, ha destacado el vínculo entre ansiedad sexual y ansiedad política característico de 1920, cuando el miedo a lo obsceno se confundía con el miedo a lo subversivo. En Nueva York eran días de rebelión y represión, redadas policiales y bombas anarquistas, y seguía vigente la Ley de Espionaje, de 1917, propia de tiempos de guerra, contra cualquier irreverencia que discutiera la forma de gobierno de Estados Unidos. Cientos de miles de funcionarios de Correos vigilaban la distribución de opiniones peligrosas y pornografía. El máximo funcionario del control de la correspondencia entendía como peligrosa cualquier palabra rara, extravagante o difícil de entender. En 1918 concretó las únicas tres cosas que perseguía: el progermanismo, el pacifismo y el elitismo cultural.

El caso es que los comentarios sobre Ulises parecen cargados de alusiones políticas. Por ejemplo, Cyril Connolly, citado por Birmingham, comentaría en Enemigos de la promesa (1938) que «los Ulises se apilaban como dinamita en un sótano revolucionario» mientras esperaban en París su distribución de contrabando: el torbellino de la Primera Guerra Mundial había revuelto, mezclándolas, la estética y la política revolucionarias. Virginia Woolf, poco después de 1920, consideraba Ulises un libro de clase baja, sin cultura, propio de un obrero autodidacta («an illiterate underbred book; the book of an illiterate self-taught working man»). Woolf se negó a imprimir tal cosa en su editorial, Hogarth Press.

Más etiquetas infamantes le pegaron a Ulises en los mejores periódicos, firmadas por plumas de primera: blasfemia espantosa, bolchevismo literario. La prestigiosa The Quarterly Review definió la novela de Joyce como bomba feniana –es decir, nacionalista irlandesa, separatista‒ que hacía saltar por los aires el castillo de la literatura inglesa. Paul Claudel, embajador de Francia en Estados Unidos, realzó en 1931 el matiz religioso de las quejas: Ulises unía las «repugnantes blasfemias» de un apóstata cargado de odio a una «falta de talento diabólica». No podía faltar el ojo clínico, el vislumbre de lo patológico: en 1932, Carl Jung (que trataría poco después a Lucia, la hija esquizofrénica de Joyce) reseñó Ulises en la Europäische Revue y, entre el elogio obnubilado y el vilipendio puro, lo declaró «un caso de pensamiento visceral con severas restricciones cerebrales». Joyce agradeció mucho la atención del psiquiatra.

Pero Kevin Birmingham no recoge la frase de Jung en El libro más peligroso, excelente muestra del arte de la cita invisible, mosaico de citas sin que se noten los puntos de unión entre las piezas. Su «biografía» de Ulises es una hagiografía, una oportuna celebración de la obra maestra de James Joyce cuando, muchos años después, ha perdido su halo de heroicidad. Gesto histórico «de audacia estética, filosófica y sexual», Ulises, como todo «acto de rebelión» provocó adhesiones y repulsiones inquebrantables: su carácter herético, de clandestinidad o semiclandestinidad orgullosa, aumentaba la devoción de los fieles y la inquina de los enemigos. Hoy, en un momento en que modalidades nuevas y vergonzantes de censura empiezan a recuperar el prestigio de la censura de toda la vida, el halo de heroicidad suele atribuirse a las criaturas intrépidas que se atreven a intentar leer Ulises.

Pero «Ulises no sólo cambió el curso de la literatura, sino la propia definición de literatura a ojos de la ley», como dice Kevin Birmingham. El eje épico de El libro más peligroso son las batallas legales para conseguir la difusión libre de la novela de Joyce, primero por entregas en The Little Review y luego, a partir de 1922 y hasta 1936, en libro, empezando en Estados Unidos y acabando en Gran Bretaña. Tal como cuenta Birmingham, los defensores de la circulación libre de Ulises presentaban a Joyce no como representante del movimiento moderno, sino como héroe de las artes frente a la autoridad que quiere controlarlas y ponerlas a su servicio a costa de la libertad de expresión. El arte, por definición, no es obsceno, decían. En 1933, en Nueva York, el juez John M. Woolsey les dio la razón y Random House publicó Ulises el 25 de enero de 1934.

En esas fechas, cuando los nazis empezaban a ser los campeones de las hogueras dedicadas a reducir bibliotecas a cenizas, la quema de libros ya había perdido algo de su aura estético-religiosa. La sentencia de Woolsey sobre Ulises parecía marcar a la literatura como reveladora de lo que puede y no puede decirse, de los límites de lo permisible, de lo perseguible: la deslindaba como territorio de excepción donde no rigen los parámetros de lo obsceno. Esto quizá sea un recordatorio de la relación de la literatura de ficción con la realidad: lo que presenta la ficción no es real del todo, luego no es realmente perseguible, es decir, digno de ser tomado en serio. En este sentido, la literatura ocuparía en nuestro tiempo el lugar del antiguo bufón.

Como el bufón, no respetaría las convenciones estilísticas vigentes. Es lo que vio Arnold Bennett cuando se encontró, hace casi un siglo, con el mundo de Joyce: «Joyce lo expresa todo… ¡todo! El código ha quedado hecho añicos». Birmingham lo explica así: «Un velo de decoro separaba el mundo real de los mundos de ficción [...]. Nadie tenía el valor de escribir cómo era realmente la vida en Dublín» hacia 1900. A mí la manera joyceana de acercarse a lo real con el propósito de arrumbar todas las fantasías románticas, siempre fatalmente malogradas a fuerza de irrealidad, y de atenerse a los hechos materiales me recuerda la educación jesuítica de James Joyce. «Mi novela es la epopeya del cuerpo humano», decía, y yo pienso en la carnalidad de los ejercicios espirituales de San Ignacio.

Para perseverar en su ejercicio corporal-espiritual, Joyce hubo de imponerse a los censores gubernamentales, y eso es lo que cuenta, persuasivo, El libro más peligroso: la historia de una época en la que «redactar una crónica exhaustiva y veraz de nuestras vidas con intención de distribuirla era ilegal [...]. Una época en la que los novelistas ponían a prueba los límites de la ley». En aquel tiempo había novelas tan peligrosas que las echaban a la hoguera, recuerda Kevin Birmingham, quien dedica el libro «a mi padre, que me enseñó lo que es la libertad de expresión». Una pregunta: ¿han sido sustituidas las hogueras por hogueras virtuales?, concluye diciendo Navarro.

    



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 24 de febrero de 2010

Teodicea



El pensador norteamericano George Steiner




Teodicea: Una hermosa palabra tomada de las griegas "θεός" (dios) y "δίκη" (justicia), para pretender fundamentar la teología, la ciencia sobre Dios, sobre principios racionales. Con sinceridad, y sin ánimos de polemizar, no entiendo que tienen que ver la teología con la razón. Me parecen esferas incompatibles por naturaleza. Líneas paralelas que jamás llegarán a cruzarse por mucho que lo intentemos. No niego el profundo alivio y esperanza que la religión puede proporcionar. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Sobre la existencia de Dios, dice el intelectual norteamericano de origen judeo-francés, Premio Príncipe de Asturias (2001) de Comunicación y Humanidades, George Steiner, en "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1999), que hasta un ateo, como el pensador británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura (1950) y autor de un polémico libro titulado "Por qué no soy cristiano" (Edhasa, Barcelona, 1995), consideraba con asombro como impecables desde un punto de vista lógico las llamadas pruebas ontológicas formuladas por San Alselmo de Canterbury (1033-1119). Por el contrario, el gran filósofo alemán Emmanuel Kant, también citado por Steiner, definía las prueba de la razón con respecto a Dios como un callejón sin salida: "Qué sería Dios -dice- si Su Ser pudiera ser circunscrito, demostrado por la dialéctica y el raciocinio humanos?". Volveré más adelante sobre Steiner, cuyo libro leí por vez primera hace diez años y he vuelto a releer con especial fruición en estos días.

También terminé de releer ayer "César o nada", de Pío Baroja, escrita en 1910. Es la primera de las novelas de su célebre trilogía "Las ciudades" (Alianza, Madrid,1982), en la que se erige como protagonista un joven español, César Moncada, profundamente antiliberal pero de ideas progresistas, sobrino de un influyente cardenal de la Curia romana, que viaja a Roma en busca de relaciones y amistades que le permitan desarrollar una carrera política en España. La novela transcurre en los primeros años del pasado siglo, y está plagada de demoledoras críticas por parte del protagonista a la Iglesia Católica, y sobre todo a su jerarquía, reflejo del anticlericalismo de buena parte de los intelectuales españoles de la época. ¿Una anticipación por parte del autor de lo que poco más tarde sería definido como fascismo? Durante mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, a mí me sirvió como argumento para un trabajo titulado: "Génesis del protofascismo español en la novela "César o nada", de Pío Baroja". La verdad es que me quedó muy bien, aunque no resulte elegante decirlo.

No me resisto a reproducir la escena que relata la visita a César, en el hotel romano en el que se hospeda, de un fraile enviado por su tío, el cardenal:

"Al día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

-¿Quién es? -preguntó César.

-Es un fraile.

Salió César al salón, y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberle visto, pero no sabía dónde.

-¿Qué se le ofrece a usted? -preguntó César.

-Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

-Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

-Sería mejor que habláramos en su cuarto.

-No. Aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

-¡Gracias! -dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era, sin duda, uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

-Usted dirá -dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

-Su eminencia el Cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó César con calma.

-Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

-¿Intrigas? ¿Qué intrigas son ésas?

-Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohibe seguir por ese camino.

-¿Qué me prohibe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

-Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

-No es verdad.

-Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

-¿Y no lo soy? -preguntó César después de tomar un sorbo de café.

-Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

-¿Que yo me quiero valer del parentesco con el cardenal Fort? ¿Y por qué no?

-¿Lo confiesa usted?

-Si, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esta idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es sólo un objeto de curiosidad de museo arqueológico...

Cesar se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía una cometa que indicase un calamidad pública.

-¡Desgraciado! -murmuró el fraile-. No sabe usted lo que dice. Está blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

-¿Pero de verás cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? -preguntó César atendiendo más al pan tostado que a su interlocutor.

Y luego añadió:

-La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fuluguraban.

-¡Desgraciado! -volvió a repetir el fraile-. Debería usted tener más respeto con aquello que es superior a usted.

César se levantó.

-Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café -dijo con finura, y tocó el timbre.

-¿Tenga usted cuidado! -exclamó el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

-No vuelva usted a tocarme -dijo César. desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes-, porque tengo aquí un revolver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

-Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

-¿Quiere algo el señor? -preguntó.

-Sí que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico, y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después. César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado, y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles advertidos para que no recibieran a César."

En el número de abril-mayo de 2013 de "Revista de Libros" hay un magnífico artículo de Justo Navarro: "Baroja descubre la acción sedentaria", que les recomiendo encarecidamente, en el que hace una admirable crítica del libro "Pio Baroja", escrito por José Carlos Mainer (Taurus, Madrid, 2012).

Retomo ahora a Steiner y su libro, una autobiografía más temática que cronológica de su peripecia vital, al que ya he dedicado al menos seis comentarios en mi blog en ocasiones anteriores. Sobre todo en relación con la búsqueda de la excelencia académica por parte de estudiantes y profesores, la misión de la universidad, o el papel civilizador de los estudios humanísticos. Hoy me detengo en concreto en el último capítulo del libro, dedicado a la reflexión sobre la existencia o inexistencia de Dios y el papel de las religiones.

Dice Steiner: "Sobre la base de la evidencia al alcance la razón humana y de la investigación empírica no puede haber más que una respuesta honrada: la agnóstica del "no sé". Semejante agnosticismo, quebrado por el impulso de angustiada oración, de irracionales llamadas a "Dios", en los momentos de terror y de sufrimiento, es omnipresente en el Occidente posdarwiniano, posnietzscheano y posfreudiano. Consciente o inconscientemente, el agnosticismo es la Iglesia establecida de la modernidad. Es su tenue luz la que dirige las vidas inmanentes de los seres educados y racionales. Es preciso subrayar que agnosticismo no es ateísmo. El ateísmo, cuando se sostiene y se vive de manera consecuente, es una travesía completa, un disciplinado retorno a la nada."

Unas páginas antes en respuesta a la pregunta "si Dios existe, ¿por qué tolera el horror y la injusticia de la condición humana?, ha respondido: "Desde tiempos inmemoriales, todo intentento de "justificar Su actitud hacia el hombre" se ha inspirado en la cruel paradoja del libre albedrío. Los hombres y las mujeres deben ser libres para elegir y actuar, incluso para hacer daño a otros o hacerse daño a sí mismos. ¿Existirían de lo contrario el mérito y la responsabilidad? Hay fábulas de compensación: el sufrimiento injusto será recompensado en la eternidad. Ninguno de estos tres argumentos -el diabólico, el impotente, el compensatorio- se encomienda a la razón. A su manera, cada uno ofende a la inteligencia y a la moral. La respuesta que se da a la pregunta formulada mientras se torturaba y ahorcaba a un niño medio muerto de hambre en Auschwitz ("¿Dónde está Dios en este momento?" "Dios es ese niño.") es un bocado nauseabundo de patetismo antropomófico." Lamento reconocer que yo también comparto esa sensación de nausea ante semejante respuesta.

Este comentario de hoy iba a ser parte de mi contrargumentación al artículo de mi amiga Inés en su Blog "Una astronauta en la isla de Lobos". Lo titulé "Polvo de estrellas", y pueden leerlo ustedes más abajo. Me pareció excesivo y preferí crear, al final, dos entradas separadas y diferenciadas. Espero que las hayan encontrado interesantes.

En la Sección "Vìdeos", en la columna de la derecha, puede verse uno de Pío Baroja, intepretándose a sí mismo en la película "Zalacaín el aventurero", de 1955, y una serie de tres, en francés, en que se entrevista a George Steiner. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




El escritor español Pío Baroja




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Entrada núm. 1281 -
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)