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sábado, 22 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Entre el estigma y el dolor



Kirk Douglas y George Steiner (Getty Images)


"Cuando la semana pasada fallecieron el pensador George Steiner a los 90 años y el actor Kirk Douglas (Issur Danielovitch) a los 103 -escribe en el A vuelapluma de hoy sábado la socióloga Olivia Muñoz-Rojas-, sentí que con ellos morían dos de los últimos representantes de una generación de intelectuales y artistas euroatlánticos, marcados por algunos de los episodios más cruentos del siglo XX, como el Holocausto y la estigmatización ideológica durante la Guerra Fría.

Tuvieron infancias muy distintas, pero ambos procedían de familias migrantes centroeuropeas de origen judío y, si bien lograron posicionarse dentro del establishment cultural anglosajón, mantuvieron siempre cierta condición de outsiderism. Si Douglas se describía a sí mismo como “el hijo del trapero” en The Ragman’s Son (1988), su primera autobiografía, y explicaba las dificultades materiales en las que creció en el municipio neoyorquino de Ámsterdam; Steiner reconoció siempre el carácter acomodado y erudito que tuvo su infancia a pesar de que su familia tuvo que huir del nazismo, primero de Viena a París y de allí a Nueva York.

Mientras el niño Issy (diminutivo de Issur) vendía dulces para colaborar en el sustento de su hogar, el pequeño George aprendía a leer griego clásico con su padre. Cuando pudo, Issy salió corriendo de su entorno judío. Su familia, que hablaba yidis en casa, no veía con malos ojos que se formara como rabino, dadas sus aptitudes en la escuela. Pero Issy ya sabía que quería ser actor. Adoptó un nombre anglosajón, logró ingresar en la universidad y, después, en la American Academy of Dramatic Arts de Nueva York gracias a su talento, energía y determinación, demostrando, una vez más, que el sueño americano era posible.

Steiner no ocultó jamás su identidad hebrea, más bien al contrario. Sufría de algún modo del síndrome del superviviente. De los numerosos compañeros de clase judíos del liceo al que acudió en la capital francesa, parece, sólo sobrevivieron él y otro niño. ¿Por qué precisamente él?, se preguntaba. Dedicó parte de su vida intelectual a entender cómo pudo ser posible la Shoah en el seno de una cultura ilustrada como la europea y, concretamente, la alemana. Seguía en esto la línea trazada por Benjamin, Adorno y otros pensadores continentales, judíos como él, aunque no llegó necesariamente a las mismas conclusiones críticas. Su fe en la superioridad y el universalismo del proyecto ilustrado europeo permaneció intacta.

Steiner se consagró a mediados de los setenta con Después de Babel, una indagación en el “arte exacto” de la traducción. Era un bicho raro en una academia británica que en aquel momento se sentía ajena a su interés filosófico por el Holocausto y no se reconocía en la tradición hermenéutica continental. Douglas llevaba entonces más de 60 películas a sus espaldas. Entre ellas, El triunfador (1949) y El loco del pelo rojo (1956), que no sólo le consagraban como estrella, sino como una mente independiente y audaz en el Hollywood dorado más convencional. Su autonomía se hizo leyenda cuando logró romper la lista negra de McCarthy al colaborar abiertamente con el guionista Dalton Trumbo en Espartaco (1960).

Douglas y Steiner fueron hombres extraordinariamente prolíficos y versátiles, además de vanidosos. Steiner se consideraba a sí mismo un transmisor: el rabino que Douglas no quiso ser. Incidía en la diferencia entre este papel y el del creador o artista. Douglas cumplía con el prototipo de este último: intenso, físico, seductor, generoso, poseído de un extraordinario joie de vivre; podía llegar a ser un auténtico cretino, como él mismo admitía. Hacia el final de su vida, abrazó el judaísmo y se volvió, dicen sus allegados, una persona más afable y compasiva. Es probable que actores como él abrieran camino a una generación hollywoodense posterior que no sólo reconocía su identidad judía, sino que se enorgullecía y se inspiraba en ella. Douglas nunca logró un Oscar como actor, algo que se ha atribuido a su negativa a alinearse con el anticomunismo.

Steiner, por su parte, abandonó Estados Unidos, donde se había formado, y permaneció en el Reino Unido con un pie en Suiza. Obedecía a la voluntad de su padre, que consideraba que no regresar a Europa era una victoria para Hitler, que auguró que no quedaría nadie con nombre judío allí. La academia británica mantuvo siempre cierto escepticismo hacia su neorrenacentismo. Algunos le acusaron de querer abarcar demasiado conocimiento sin la debida profundidad. Sea como fuere, hace tiempo que los estudios del Holocausto son disciplina en las universidades británicas.

Ambos alcanzaron los albores de una nueva era en la que tanto la hegemonía masculina como el pensamiento eurocéntrico están en cuestión. Es probable que a Douglas le persiga la misma sombra de duda que a muchos de sus compañeros de Hollywood respecto de su comportamiento con las mujeres. Steiner reconocía en su entrevista póstuma que no supo calibrar la importancia del feminismo y el cuestionamiento de la razón ilustrada. Cabe preguntarse de qué manera florecería esta generación, histórica por su talento y sus excepcionales circunstancias, de nacer en este siglo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 29 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Desconectar



Dibujo de Diego Mir para El País


Con la llegada del teléfono inteligente, escribe la ensayista Olivia Muñoz-Rojas, no basta con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. 

¿Desde cuándo utilizamos la palabra desconectar para referirnos al acto de abandonar momentáneamente nuestra rutina doméstica y laboral?, se pregunta Muñoz-Rojas. La RAE no reconoce este significado coloquial de la palabra; quizá porque se desprende ya de su segunda acepción: “interrumpir la conexión entre dos o más cosas”. En este caso, entre nuestra mente y nuestros problemas y preocupaciones cotidianas. En su tercera acepción, desconectar equivale a “interrumpir el enlace… entre aparatos y personas para que cese el flujo entre ellos”. Esto sucede cuando apagamos nuestro ordenador o nuestro móvil. Aunque, cuando lo hacemos, también desconectamos, en ese otro sentido figurado, nuestra mente de estas potenciales fuentes de inquietud. El solapamiento de ambos sentidos, literal y figurado, es quizá la razón por la que, en la actualidad, se ha impuesto el uso de desconectar como sinónimo de descansar, reposar, darse una pausa.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la posibilidad para el grueso de la población de desconectar fue muy reducida. En casi todas las culturas, los días de asueto estaban destinados a atender obligaciones religiosas. Los meses de interrupción entre ciclos escolares que disfrutan los estudiantes estaban motivados, originalmente, por la necesidad de que ayudaran en la cosecha. No es hasta bien entrado el siglo XX cuando se institucionalizan las vacaciones. Según algunas fuentes, los primeros días pagados de descanso los negocian los sindicatos alemanes en 1905, extendiéndose este logro social en las décadas siguientes a otros países europeos, incluido el nuestro a principios de los años 1930. Las vacaciones de verano se convierten así en el periodo de desconexión por excelencia en nuestro continente: millones de personas cambian su escenario de vida habitual por otro, generalmente, más propicio al bienestar físico y la evasión de la mente. Pero con la llegada de las tecnologías de la información y la comunicación y, más concretamente, el teléfono inteligente, no basta con cambiar de escenario, con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. Hoy es necesario, además, desconectar literalmente de esos aparatos que llevamos con nosotros a todas partes y que, si bien nos conectan con el mundo y son fundamentales para organizar nuestro ocio, también nos llenan de desasosiego. Pero, me interpela un amigo, ¿qué hacen aquellos a quienes les produce vértigo perder ese refugio virtual de un entorno inmediato que, incluso en vacaciones y lejos de casa, les resulta opresivo?







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viernes, 3 de mayo de 2019

[EUROPA] España, sola en el mundo





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

No sabemos qué piensan nuestros candidatos de las diferentes tendencias que se palpan en Europa en cuanto al futuro de la Unión Europea, escribe Olivia Muñoz-Rojas, investigadora independiente, doctora en Sociología por la London School of Economics, máster en Humanidades y Pensamiento Social por la New York University y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense. 

Mientras el futuro de Europa forma parte del debate nacional en muchos otros países europeos, comienza diciendo, en el nuestro, su ausencia en esta campaña —y, concretamente, en los dos principales debates electorales— asombra. Podría pensarse que es porque las elecciones europeas están a la vuelta de la esquina y existe una preferencia por reservar el tema europeo para esa campaña. O que no es relevante porque ninguno de los principales partidos promueve la salida de la Unión Europea (ni tan siquiera Vox). O que tenemos preocupaciones internas demasiado serias, como el conflicto territorial, que requieren nuestra atención plena. O que las encuestas sociológicas indican que la política exterior no es una prioridad para los ciudadanos. Sea como fuere, cualquiera que observara nuestra campaña desde fuera, podría llegar a la conclusión de que España está sola en el mundo. ¿Cuál es el papel de nuestro país en el Mediterráneo? ¿Cuál en la Unión Europea? ¿Qué papel puede jugar en tanto puente entre Europa y América Latina?

Salvo por la cuestión de la inmigración, es difícil saber la postura de cada partido respecto de las transformaciones políticas que se están viviendo en el mundo árabe, por ejemplo, y sus consecuencias para nuestro país y Europa en su conjunto. Tampoco sabemos qué piensan nuestros candidatos de las diferentes tendencias que se palpan en Europa en cuanto al futuro de la Unión, fundamentalmente, la tensión entre reforzar la soberanía nacional que defiende el Grupo de Visegrado, mantener el statu quo o avanzar hacia un modelo crecientemente federal. Es un asunto que, en la actual estructura de la UE —con un Ejecutivo (la Comisión) formado por representantes designados por los gobiernos de cada país y con mayores prerrogativas que el Parlamento Europeo— no se dirime sólo en las elecciones a este último, sino, e incluso más, en las elecciones generales de cada país.

Con alguna excepción y más allá de las referencias ideológicas a Venezuela —y México, tras la famosa carta de AMLO— ningún partido parece interesado en explicar cómo podría aprovechar mejor España su posición como interlocutor privilegiado entre Europa y más de la mitad del continente americano en un incierto mapa geopolítico y económico mundial.

Se trata de temas trascendentes que elevarían el nivel de nuestro debate, sin restarle importancia a las cuestiones internas, pues, al fin y al cabo, muy poco de lo que hoy nos sucede puede entenderse fuera de un contexto europeo y global. Se puede, como sucede en nuestro país vecino, debatir la crisis de los chalecos amarillos —asunto interno no menor— a la vez que se discute el papel de Francia en Europa y su proyección en otros continentes. Convendría que aquellos que defienden España como uno de los mejores países del mundo y se enorgullecen de su historia milenaria universal les recuerden también a los votantes que España no vive en una burbuja.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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lunes, 21 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Levantar puentes, tender muros





En etapas expansivas se valora la apertura y el intercambio; en horas bajas surgen actitudes defensivas que buscan proteger el statu quo. En la última década, el afán por unir ha sido desplazado por la exaltación de vallas y fronteras mentales, comenta la profesora Olivia Muñoz-Rojas, doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

Los puentes entre Europa y sus aliados históricos están rotos, concluía una decepcionada Angela Merkel tras la última cumbre del G7, comienza diciendo. En este caso, el sentido metafórico de la expresión tiene una dimensión material: muros, vallas, puentes, túneles y canales dibujan el paisaje geopolítico de cada época. Hay épocas en las que se tiende a conectar y otras en las que se busca separar. Aunque como escribía el sociólogo alemán Georg Simmel, solo se puede unir aquello que previamente se percibe como separado y separar aquello que se percibe como unido. En Europa (y Occidente, en general) vemos como el entusiasmo por unir a través de puentes y túneles ha sido desplazado desde hace algo más de una década por la exaltación de la separación en la forma de vallas, muros y fronteras mentales.

Al derribo del muro de Berlín en 1989 y el comienzo de una Europa reunificada siguieron otros hitos destinados a reforzar la articulación física del viejo continente y facilitar las cuatro libertades de movimiento. En 1994 se inauguraba el Eurotúnel bajo el Canal de la Mancha, conectando por primera vez en la historia el continente con las islas Británicas. Un año más tarde, comenzaban los trabajos para levantar el puente de Øresund que, a partir del año 2000, uniría también por primera vez el continente con la península escandinava. Un flujo creciente de mercancías, vehículos y pasajeros cruzarían desde entonces diariamente por debajo de las aguas del Canal y por encima de las del estrecho que separa Dinamarca de Suecia merced a estas impresionantes infraestructuras, impensables sin la cooperación entre los socios europeos. Gracias al tren de alta velocidad Eurostar que conecta París, Bruselas y Londres muchos ciudadanos han podido realizar el sueño cosmopolita de residir en una de las capitales y trabajar en otra. Se calcula que 300.000 personas reparten su vida entre Londres y París. Algo similar sucede con los habitantes de las regiones de Selandia y Escania: entre 2001 y 2009, el número de personas que se desplaza entre Dinamarca y Suecia para trabajar aumentó en más de un 300%.

La guerra en los Balcanes parecía el último escollo a la integración europea en una década, los años noventa, de optimismo y apertura. La lenta y minuciosa reconstrucción del emblemático puente de Mostar, una vez superado el conflicto en 1995, reflejaba, al mismo tiempo, el arduo camino hacia la paz y la reconciliación. Paradójicamente, con su inauguración en 2005, Europa comienza a transitar nuevamente hacia una época de enclaustramiento. Ese año se produjo el primer salto masivo de migrantes subsaharianos en la valla de Melilla. Para evitar futuras tentativas, se dobló la altura de la valla de tres a seis metros. El mar Mediterráneo, límite natural del continente hacia el sur, se ha ido convirtiendo poco a poco en un enorme foso defensivo en el que han perdido la vida miles de personas en su intento por llegar a Europa. En los últimos dos años hemos visto erigirse, asimismo, cercas y barreras en Europa central y oriental para impedir el paso a los refugiados de Oriente Próximo. La barrera húngara es quizá la más conocida por la retórica abiertamente xenófoba del Gobierno de Viktor Orbán, pero los Gobiernos de Eslovenia, Croacia, Austria, Serbia, Bulgaria y Macedonia han hecho lo suyo.

Se ha comparado la fortificación de Europa con la de EE UU y el famoso muro que Trump quiere terminar de construir a lo largo de la frontera con México. Los amantes de las series policiacas que hayan visto la versión sueco-danesa y la estadounidense de El puente (Bron/The Bridge, 2011) reconocerán las enormes diferencias, pero también los paralelismos entre dos fronteras aparentemente tan distintas como las que separan Dinamarca de Suecia y México de Estados Unidos. La serie se desarrolla a partir de la aparición de un cadáver en la línea fronteriza entre los dos países, esto es, en medio del puente de Øresund, respectivamente, el puente Río Bravo que une Ciudad Juárez con El Paso. Pone de manifiesto la inevitable ósmosis que se produce en las fronteras, sean abiertas como entre Dinamarca y Suecia o estén valladas y sometidas a estrictos controles como entre México y EE UU. Cuando es legal, este intenso canje entre personas y de bienes y servicios se enmarca dentro de la cooperación transfronteriza. Cuando no lo es, hablamos de actividades ilícitas o clandestinas, las cuales adquieren tintes especialmente sórdidos cuando se producen entre vecinos tan asimétricos como México y EE UU.

A uno y otro lado del Atlántico se reafirma la voluntad de excluir, desunir y separar. Conviene recordar que la libre circulación que permite a los protagonistas de la versión escandinava de El puente cruzar este a su antojo fue suspendida a principios de 2016. Suecia reinstauró entonces controles fronterizos para evitar la entrada libre de refugiados. A esta y otras suspensiones parciales del acuerdo de Schengen destinadas a frenar el ingreso de ciudadanos extracomunitarios, siguió el Brexit, que ha instalado a los residentes comunitarios de Reino Unido en una suerte de limbo legal y enorme incertidumbre sobre su futuro.

La construcción de vallas y muros es sintomática de la debilidad de un imperio (léase, civilización), concluye el sociólogo Mohammad Chaichian en su libro Walls and Empires (2014). Podría decirse que en etapas expansivas se valora la apertura y el intercambio, mientras que en horas bajas surgen actitudes defensivas que buscan proteger el statu quo. Como ejemplos representativos, Chaichian cita la Gran Muralla China y el Muro de Adriano que el emperador hizo construir en la frontera norte del Imperio Romano (en el actual Reino Unido) —ninguna de las construcciones logró frenar la caída de estos grandes imperios. Las fronteras se alimentan de los muros mentales que se construyen ladrillo a ladrillo, como en la mítica canción The Wall de Pink Floyd, a partir de traumas y temores individuales que se proyectan sobre determinados colectivos. Adquieren relevancia social cuando se plasman en eslóganes y programas electorales y encuentran eco en la ignorancia y el temor (hasta cierto punto, comprensible) de muchos ciudadanos a un mundo hiperconectado, sin vallas, sin fronteras.

Quizá una de las acciones que pase a la historia como especialmente simbólica de este nuevo paisaje euroatlántico de cerramientos sea la decisión de rodear la Torre Eiffel de una valla protectora antibalas. En un momento en que Europa deposita su última esperanza en el nuevo presidente francés, la controvertida medida ilustra bien el reto al que se enfrenta Macron: defender una Europa abierta, inclusiva y conectada para desactivar la amenaza yihadista en el medio y largo plazo a la par que defenderse de esta en el corto.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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