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viernes, 10 de abril de 2020

[PENSAMIENTO] El Apocalipsis



El Bosco. Tríptico del Juicio Final (detalle). ca. 1505. 


"El British Museum, -comentaba en Revista de Libros en mayo de hace justamente veinte años el escritor y crítico literario Manuel Rodríguez Rivero, reseñando la aparición de tres recientes libros sobre el Apocalipsis bíblico- que está sufriendo un complicado proceso de remodelación desde que la British Library fue trasladada a su nueva sede, ha aprovechado las celebraciones del milenio para presentar una exposición verdaderamente singular: The Apocalypse and The Shape of Things to Come. Se trata de una muestra, sencilla pero bien seleccionada, de la iconografía directamente relacionada o inspirada por el último de los libros del canon de la Biblia desde la Edad Media hasta nuestros días.

Como se sabe, el Apocalipsis fue redactado hacia el año 96 de nuestra era, durante el imperio de Domiciano, por alguien para quien el griego –la lengua en la que fue escrito originariamente– no era su idioma materno. La tradición se lo atribuye a San Juan, que habría recibido la revelación en Patmos: algo difícil de mantener si se tiene en cuenta que, de ser así, el discípulo favorito de Cristo habría compuesto este libro vibrante de intensidad y emoción cuando era un anciano de más de 85 o 90 años.

El Apocalipsis tardó algunos siglos en establecerse como libro canónico, pero luego lo hizo con fuerza. La iconografía cristiana se nutre muy pronto de sus imágenes luminosas y rebosantes de energía: pocos libros –sagrados o no– han gozado de tanta ecfrasis, de un poder semejante para lograr que el ojo de la mente visualice descripciones creadas por la palabra. Desde el siglo IV la imaginería apocalíptica se hace sentir en el arte cristiano, pero son los Beatos altomedievales los que por vez primera ofrecen y fijan la panoplia completa de asuntos y motivos dispuestos en el libro.

La exposición del British Museum contempla precisamente la evolución de esa iconografía desde los manuscritos iluminados de la Europa carolingia hasta el arte del último tercio del siglo XX, incluyendo el cine. Se recoge de este modo el cambio semántico experimentado por la palabra «apocalipsis», que ha pasado de significar «revelación, desvelamiento» a designar algo cercano a «catástrofe». De ahí que la imaginería apocalíptica –presente, por ejemplo, en el Guernica de Picasso– haya interesado tanto a los artistas en épocas particularmente convulsas: desde las guerras de religión del XVI y XVII –cuando estaba muy cercano el magnífico «ciclo» de Durero– hasta los grandes conflictos del último siglo, pasando, claro está, por la utilización política que de ella se ha hecho durante las revoluciones: el Anticristo, la Bestia, la Prostituta de Babilonia, los tremendos castigos y plagas de los que habla el libro han sido motivos demasiado tentadores como para que conservadores y jacobinos de toda laya se abstuvieran de utilizarlos como arma propagandística. Las imágenes del libro de las Revelaciones han suministrado también materia a los artistas visionarios: de Blake y los simbolistas a los expresionistas (Meidner, Grosz, Dix, Beckmann) y surrealistas del primer tercio del siglo XX . En realidad, puede decirse que su tema y motivos han gozado de una sorprendente vitalidad en el arte occidental de las últimas quince o dieciséis centurias.

Las catástrofes vinculadas al fin de los tiempos cobran actualidad también en aquellos momentos –fines de año, de siglo, de milenio– en los que la humanidad da rienda suelta a sus esperanzas, temores y ansiedades más profundos. La «redondez» de la cronología, la sensación de fin y comienzo que esas unidades «completas» de tiempo histórico nos sugieren a todos, propician ritos de purificación más o menos conscientes, y su inminencia ominosa reviste especial relevancia para los espíritus más vulnerables, suscitando la creencia en visiones y utopías –con frecuencia distopías–, y alentando en ellos toda clase de manifestaciones apocalípticas relacionadas habitualmente con el milenarismo.

El mismo día que visité la exposición, la prensa británica se hacía eco del horrendo sacrificio de los seguidores de la secta Restauración de los Diez Mandamientos de Dios en Kanungu, Uganda, uno de los países más castigados por ese espeluznante conjunto de catástrofes que asolan de modo especial al África Oriental. También sabemos ya que esos ritos de autoinmolación –apoyados en el simple asesinato de los renuentes– no son privativos de los países pobres: recordemos a los seguidores de Jim Jones en la Guayana, a los davidianos de Waco (Texas), a la secta Heaven's Gate de California, a los socialmente bien situados devotos suizos y canadienses del Templo Solar.

Pero el Apocalipsis reviste formas diferentes. Espectaculares e inmediatas, unas, insidiosas, prolongadas, interminables las más. Entre nosotros, los privilegiados de la Tierra, África agoniza en el televisor, ante la mirada desganada de un mundo saciado e impotente. 12 millones –doce millones– de personas se encuentran ya por debajo de los límites del límite en Etiopía, Eritrea, Sudán, Yibuti, Somalia, Kenia, Uganda. Occidente-Supermán acudirá tarde con la limosna: sólo morirán algunos cientos de miles, quizás un millón, como en las hambrunas de hace quince años, cuando los conciertos de Bob Geldof y todo aquello. África. Es estúpido y desplazado, pero me acuerdo de unos versos hastiadamente apocalípticos de Los hombres huecos (1925), de T. S. Eliot: Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / No con una explosión sino con un gemido. El Apocalipsis, siempre.

Otra cosa. El correo electrónico como transmisor de pánicos. En los últimos tiempos, uno abre como cada mañana su buzón y se encuentra con una proliferación de avisos acerca del envío no deseado –por parte de alguien o algo indefinido, un ápeiron virtual– de enfermedades informáticas absolutamente letales para nuestro sistema. El vehículo es el temido virus. Si uno abre inadvertidamente uno de esos correos asesinos en serie –le avisan preocupados amigos– su disco duro se convertirá en papilla tecnológica. Y nuestros benefactores continúan enumerando algunos de los más peligrosos. Lean sus denominaciones: einstein.exe, girls.exe, kitty.exe, teletubb.exe. Como ven, contemplan el espectro de todos los usuarios posibles: desde el universitario curioso hasta el simplemente salido o vergonzantemente infantil. Y las infinitas combinaciones entre ellos. La lista de los perpetradores del desastre se prolonga: prettypark.exe, happy.exe, monday. exe. Esos nombres, ¡cuántas fantasías prometen, qué ocultos resortes excitan! Es bajo esas sugestivas etiquetas donde se esconden los virus, aguardando virtualmente impacientes el abretesésamo del incauto que le permita llevar a cabo su tarea. Hay, como en todo, antecedentes literarios (y cinematográficos): Drácula necesitaba ser previamente invitado por sus víctimas. Pero yo ya estoy mayor para colocar sobre el monitor de mi computadora una guirnalda de ajos. Qué peste.

Tras los avisos he empezado a mirar a mi pantalla con extrañeza. Otra renuncia más. Créanme: había conseguido establecer con el ordenador una relación adulta –basada, claro, en el reconocimiento de la diferencia y en la ausencia de recelo– y ahora me encuentro con que los ultracalvinistas virtuales han conseguido introducir la sospecha entre nosotros. No hay que fiarse de esos correos que uno se siente atraído a abrir: son los más dañinos. Con los tiempos que corren, no me extrañaría que los fantasmales y astutos delincuentes informáticos diseñaran nuevos virus con denominaciones aún más tentadoras: qué-pasa-en-la-izquierda.exe o cómo-se-sale-de-ésta.exe. Mas de uno picaría. Y todo se iría otra vez al traste".



El escritor Manuel Rodriguez Rivero



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 14 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Virus y libros



Fotograma de la película "Contagio" (2011)


"1. Contagios. A mí lo del Covid-19 —prefiero el nombre neutro— me pone un poco nervioso, qué quieren que les diga -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Sopa de murciélago". Babelia, 6/3/2020] el crítico cultural Manuel Rodríguez Rivero-. Ayer por la mañana, que me tocaba hacer la compra en el súper, me encontré con que las estanterías del arroz y de los garbanzos estaban sospechosamente desabastecidas, mientras los carros de algunos clientes parecían mastabas móviles; y por la tarde, mientras me dirigía tan ufano al cine, alguien tuvo un ataque de tos en medio del abarrotado autobús y casi volcamos, a cuenta del repentino desplazamiento de los aprensivos. El asunto no me preocupa aún demasiado —eso sería considerado de mal gusto, dadas las circunstancias y las tranquilizadoras palabras de políticos y conspicuos sanitarios—, pero sí me da mucho que pensar. Incluso, cuando me pongo ceniciento, se me ocurre que, si la infección sigue extendiéndose, la edición tampoco se va a ir de rositas. Ya se han cancelado o pospuesto ferias y eventos internacionales (ferias de Bolonia y de Leipzig, Salon du Livre, Salon du Manga et Sci-Fi de París, y hasta la de feria de Londres, que se iba a inaugurar el martes); algunas grandes compañías globalizadas, Simon & Schuster, Hachette, Amazon, Ingram, Editis o Macmillan, han excusado su presencia en cualquier evento libresco internacional, al igual que las editoriales japonesas o coreanas y bastantes agencias literarias. El miedo es libre, pero no me extrañaría que el celo profesional impeliera a algunos editores a ponerse el “traje de buzo”. Ayer mismo, uno de los asiduos a la (ahora cancelada) London Book Fair me decía que no solo no abrigaba ningún temor al contagio, sino que incluso estaba dispuesto a ir a cenar sopa de murciélago si la encontraba en algún restaurante del Soho. Tendrá que esperar: hay temor a que cualquier viajero propague la enfermedad, como aquel misterioso “paciente 31” de la Iglesia de Jesús Shincheonji, la secta surcoreana fundada por Lee Man-hee, un “profeta” que se presenta como encarnación de la parusía o segunda venida de Cristo, a quien se atribuye presuntamente la “importación” del virus en Wuhan. Y es que a lo peor resulta que todo es un castigo de Dios a los hombres (y mujeres, pero menos) que pecan. Conste que no son solo los vis-a-vis de editores —tan útiles para el negocio— los que están siendo suprimidos y sustituidos por frías videoconferencias; también sufren las consecuencias del miedo los procesos de impresión y encuadernación de muchos libros de editoriales europeas, confiados (por sus ventajas económicas) a imprentas chinas y coreanas. Pero, como me decía el temerario y un punto cínico editor de la sopa de murciélago, a todo esto hay que verle también el lado positivo: si las cosas se ponen peor, los eventos multitudinarios se cancelan y la población se queda en casa pasando la cuarentena, puede ocurrir que mejoren los hábitos de lectura, aun a costa de que Amazon se forre aún más. Ya ven, al parecer no hay virus que por bien no venga.

2. Dos. Cuando las obras de un autor importante pasan a derecho público, los editores se ponen las pilas, como ocurre en la rebajas. Acantilado, Alba, Alianza, por seguir el orden alfabético de los que ya las habían publicado, compiten ahora por conseguir más lectores para las obras de Joseph Roth (1894-1939) sin la pejiguera de los anticipos. La situación me trae a la memoria la célebre consigna de Mao Zedong: “Que se abran cien flores, que compitan cien escuelas de pensamiento”, con la que invitaba a los intelectuales a formular críticas contra la burocracia del Partido (luego los apiolaría). Alianza ha publicado, además de una nueva traducción (Isabel García Adánez) de la estupenda La marcha Radetzky, reediciones de La leyenda del Santo Bebedor y Job; y Cátedra, su compañera del grupo Anaya, La cripta de los capuchinos (edición y traducción de David Pérez Blázquez), en su estupenda colección de literatura del siglo XX. Antonio Machado, que también ha perdido el copyright, ya estaba muy presente en nuestra bibliografía, pero hoy recomiendo, para lectores a partir de nueve años, la cuidada edición de 12 poemas de Antonio Machado publicada por Kalandraka e ilustrada por Pablo Auladell. También ha pasado a derecho público el interesantísimo surrealista (y luego, por cierto, falangista, como su compañero literario Giménez Caballero) Agustín Espinosa, del que Siruela acaba de publicar (en edición de Alexis Ravelo) su novela “maldita” Crimen (1934), quizá la más acabada muestra de la narrativa surrealista española; no por casualidad Espinosa, a quien podría incluirse entre la aún olvidada facción nacionalista (que la hubo) de la generación del 27, nació en Canarias (Puerto de la Cruz, 1897-Los Realejos, 1939), uno de los territorios privilegiados del surrealismo internacional. Por último, también están libres las obras del búlgaro Jorge Dimitrov (1882-1949), que, entre otras cosas, estuvo al frente de la Internacional Comunista durante los años más terribles del estalinismo (1934-1943) y la época de los frentes populares; de su obra “teórica”, muy leída por los marxistas-leninistas españoles durante la Transición, destacan algunos de sus Escritos contra el fascismo (incluido su célebre discurso ante el tribunal nazi que le acusó del incendio del Reichstag), que fueron publicados por la editorial Akal en su época más roja (los setenta y ochenta) y hoy están más agotados que las mascarillas quirúrgicas para uso de hipocondríacos. Del prólogo de aquella edición, que mimetizaba la del Instituto del Libro cubano (que, a su vez, se apropió de las traducciones de la Academia de Ciencias de la URSS), extraigo un fragmento muy de aquella época militante: “Dirigente y educador de las masas que sembrara cuadros germinadores en el seno de la masa obrera, supo no solo fundirse junto [sic] al pueblo búlgaro, sino que su lenguaje palpitaba en el corazón de todos los pueblos”. Toma, Jeroma, pastillas de goma, como se decía en mi colegio cuando a uno le propinaban un capón (acepción 2 del DRAE)".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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miércoles, 27 de diciembre de 2017

[Pensamiento] Lasciate ogni speranza...





Recupero para el blog un antiguo artículo (mayo, 2001) en Revista de Libros escrito por Manuel Rodríguez Rivero, editor, escritor y comentarista cultural, que ejerció de editor en Cuadernos para el Diálogo, Alfaguara, Espasa Calpe y Punto de Lectura, entre otras publicaciones, que entiendo conserva todo su frescor y espero que les resulte tan interesante como a mí.

Si tienen ustedes ocasión no dejen de visitar, hasta principios de junio, la exposición que la Royal Academy londinense ha consagrado a los dibujos concebidos por Sandro Botticelli (1444-1510) para ilustrar La divina comedia de Dante (1265-1321), comienza diciendo. La muestra recoge 92 piezas en distintas fases de acabado, lo que permite hacerse una idea del modo de trabajar del artista. Están dibujadas con estilete, lápiz y tinta sobre pergamino de piel de oveja, y la textura animal del soporte les proporciona una cualidad vibrante incluso medio milenio después de que fueran realizadas.

De entre todos los dibujos los que más llaman la atención son los dedicados al Infierno, que el artista. siguiendo la pauta del poeta, interpreta como un gigantesco embudo, dividido en círculos, que se hunde en el centro de la Tierra. Y nos llaman la atención no porque sean más hermosos que los demás, sino porque, en general, todos preferimos la sección del texto de Dante en que se inspiran. De algún modo, también su representación plástica es más naturalista e imaginativa: las escenas del Purgatorio son menos espectaculares, y el Paraíso –Dios es irrepresentable y la felicidad también, sobre todo cuando posee ese paradójico toque de aburrimiento que le confiere la eternidad– requiere un grado de abstracción que Botticelli resuelve con el recurso a la geometría y al espacio en blanco, un truco empleado, por cierto, por algunos pintores del siglo XX para mostrar lo que no puede ser mostrado. Contempladas ahora, las escenas de los sucesivos círculos presentan una visión del Averno cristiano tan pintoresca como horrible: las serpientes, los diablos con alas de murciélago, los atormentados perpetuamente acosados por bestias terroríficas, los condenados a bañarse eternamente en lagunas de brea ardiente o en ríos de sangre hirviendo manifiestan cierta suave distancia renacentista con respecto al texto medieval. Al fin y al cabo, Botticelli trabajó sobre la Commedia casi doscientos años después de que fuera escrita: no es que no fuera creyente, pero se permitía cierto sentido del humor (negro) que puede apreciarse en el modo de enfrentarse a determinadas escenas o motivos. En cualquier caso, al parecer, el encargo de dibujar la obra de Dante se convirtió en una obsesión que le acompañó durante quince años y, en palabras de Vasari, «perdió mucho tiempo en ello, descuidando su trabajo y desbaratando su vida completamente».

Cada época tiene el Infierno que se merece. Y sus representaciones, sin duda. A lo largo del tiempo la mitología y la literatura se han hecho cargo de esos descensus ad inferos tan necesarios en el proceso de madurez y desarrollo del héroe, del hombre excepcional, del salvador o el guía de los pueblos. No hace falta rastrear su presencia en los textos fundacionales babilónicos o sumerios, ni en el Libro de los muertos egipcio. Ayax, Teseo, Hércules, Ulises y Eneas llevaron a cabo su catábasis al Hades, al Tártaro o al Averno antes de que el sentido de ese lugar en el que permanecen los muertos se transformara en el espacio de tortura y sufrimiento que el cristianismo reserva a los impíos. Los judíos distinguían entre el Seol, el Hades de su religión, y el Gehena, el ámbito de castigo eterno que Casiodoro de la Reina y Cipriano de Valera traducen precisamente como «infierno». Es el sitio en el que se halla la «vergüenza y confusión perpetua» (Daniel, 12:2), el lago de fuego del Apocalipsis (10:15), el lugar del «lloro y el batimiento de dientes» del que nos habla Mateo (22:13), donde, según Isaías (14:11), «gusanos serán tu cama, y gusanos te cubrirán».

Luego, cuando el hombre alcanza la psicología, el infierno se sofistica, se hace abstracto: quizás porque, liberados gracias a la Razón de la supersticiosa imaginería medieval, el infierno pasa a convertirse o bien en un ámbito interior (desde el romanticismo), o se hace demasiado real, humano y exterior por la crueldad de las guerras y las matanzas colectivas. El protagonista de Apuntes del subsuelo, de Dostoievski («soy un hombre enfermo... soy un hombre despechado»), lanza desde su mundo «subterráneo» su diatriba contra el progreso; Jean-Baptiste Clamence, el narrador de La caída, de Albert Camus, secuela literaria de la anterior, purga su culpa entre los círculos alegóricamente infernales de los canales de Amsterdam; los protagonistas del Huis-Clos sartreano toman conciencia de su infierno, que son los otros, en un salón Napoleón III sin llamas ni azufre. Buena parte del arte del siglo XX –desde los expresionistas a los hermanos Chapman, esos conspicuos representantes del New British Art que aprendieron estudiando Los desastres de la guerra goyescos– ha reflejado más o menos alegóricamente los infiernos de nuestro tiempo, que ha sido pródigo en ellos: el Holocausto, desencadenado porque los nazis –y muchos de cuantos les apoyaron– estaban convencidos de que los judíos eran la encarnación del mal absoluto, ha sido, sin duda, el peor de los nuestros.

El de Dante no es un infierno abstracto. En él cada pecado, cada pecador, obtiene su retribución, a menudo en forma de comentario irónico y moral sobre su vicio –una especie de versión ultraterrenal del «si quieres arroz, Catalina»–: los amantes adúlteros están cerca, pero no pueden tocarse; los glotones no alcanzan los frutos que colmarían su apetito; los cobardes huyen perseguidos por moscas y avispas, los orgullosos se inclinan bajo el peso del fardo que llevarán a su espalda mientras dure la eternidad.

Dante no reserva en el Infierno ningún lugar para los soberbios, a los que sí dedica, en cambio, toda la primera cornisa del Purgatorio: se conoce que para el genial florentino se trataba de un pecado menor, redimible tras un tiempo de sufrimiento esperanzado. He pensado en ello estos días, cuando todavía tenía frescos los dibujos de Botticelli y las noticias de la peligrosa crisis provocada por el avión espía norteamericano en el mar de China se superponían a las del escándalo general suscitado por el desprecio con el que George W. Bush ha venido a desmarcarse del Protocolo de Kioto, devolviendo de ese modo el favor a los grupos financieros del sector de la energía que habían financiado su campaña. Ese tipo es un peligro, créanme. Y ya sé que lo apoya buena parte de un electorado que, aunque cree que el calentamiento global es uno de nuestros más serios problemas, no está dispuesto a que se tomen medidas para reducirlo si implican que tiene que pagar más por la luz o por la gasolina. Los Estados Unidos están demasiado acostumbrados a identificar sus intereses con los del Planeta, y no al revés. Por ahora, Dante situaría al presidente de la (aún) más poderosa potencia del mundo en el Purgatorio, junto a los soberbios castigados a transportar un enorme peñasco que les obliga a humillar la cerviz. Ojalá que a lo largo de su mandato, cuyos inicios no parecen nada tranquilizadores, no dé motivos para ser incluido en el séptimo círculo del Infierno, donde los violentos purgan sus pecados sumergidos en un río de sangre. Ni a algunos de sus aliados, especialmente a Gran Bretaña, para figurar entre los aduladores y cortesanos, inmersos para toda la eternidad en un foso de excrementos.



Dibujo de Sandro Botticelli para la Divina Comedia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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