Mostrando entradas con la etiqueta Felicidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Felicidad. Mostrar todas las entradas

lunes, 27 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Triste felicidad





Por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí, comenta en este primer A vuelapluma de la semana [La nueva felicidad y el tango de moda. El País, 24/7/2020] la escritora Nuria Labari.

“Nunca imaginé que en la felicidad hubiera tanta tristeza” -comienza dicendo Labari-. Yo debía de tener unos dieciséis años cuando me topé con esta frase leyendo a Mario Benedetti. La misma edad que tienen ahora las chicas de la playa que llevan el tanga de moda del verano para tomar el sol. Pandillas enteras uniformadas con brasileñas negras y la parte de arriba de otro color como única diferencia entre unas y otras. Pienso en el inmenso trabajo que habrá supuesto para ellas ir a la tienda, seleccionar la prenda, probársela con su mascarilla y con esos plásticos imposibles que llevan las bragas del biquini, mirarse en el espejo bajo la luz vertical del probador… También en las razones por las que han elegido esa prenda y no otra. Hay una visión del mundo detrás de cada uno de esos tangas, una ideología tan exigente como el rigor con que se exponen al sol. Por la tarde, cuando la playa se vacía, algunas de esas chicas salen corriendo al agua como las niñas que aún son mientras que algún chico (o chica) las persigue como las mujeres que están empezando a ser. Entonces recuerdo la frase de Benedetti que leí cuando tenía su edad.

A estas alturas, todos nos hemos dado cuenta de que este verano todo lo que antes nos parecía normal se ha cubierto con un velo de tristeza, todo tiene un sentido nuevo que además nos parece peor. Porque, de alguna manera, todos sentimos que ya no volveremos a ser felices, al menos no de la misma manera. Creo que es porque, hasta ahora, la felicidad la veníamos declinando en futuro, igual que el éxito. Así que era algo que estaba lejos y que estallaba de pronto en instantes de consecución de un logro o de un objetivo. Un momento de gloria que nos impulsaba hasta la siguiente meta. Pero la covid-19 nos ha dejado a todos desnudos, con o sin el tanga puesto, ante el futuro. Porque esta pandemia ha invertido la flecha del tiempo y ahora la felicidad ya no es algo que está por llegar sino aquello que nos pasó sin darnos cuenta. El paradigma ha cambiado: éramos felices y no lo sabíamos, recordamos ahora mientras estrenamos una felicidad que se declina en pasado.

Vivimos una vida sin pandemia y ni siquiera nos enteramos de nuestra fortuna. Fuimos tan libres que nunca imaginamos que pudiéramos vivir encerrados. La pregunta obligatoria es qué hicimos con aquella felicidad, a qué dedicamos nuestra vida y nuestros esfuerzos. “La vida mejor no es la más agradable”, me silba Séneca desde la tumba. Sin duda no supimos vivir la vida mejor. Cuando todo iba bien, nos hicimos expertos en anestesiar todo lo que estaba mal. Y ahora, atravesados por la flecha del tiempo, la felicidad nos parece algo que dejamos atrás y no tenemos ni idea de qué vamos a hacer con la vida que nos queda por delante. Las noticias hablan de primas de riesgo, de paro, de ERTE, de muertes, de Europa, cada vez menos de Siria o del hielo de los glaciares, aunque allí siguen. Y mientras tanto, nosotros intentamos ser felices incluso en el peor verano de nuestras vidas.

Quizás sea hora de recordar que antes de la covid-19, cuando las cosas nos iban mejor y éramos más felices de lo que ahora somos, la felicidad fue también una forma de domesticarnos, de aprobar exámenes, de conseguir trabajo, de ligar. De avanzar hacia lugares a los que no sabíamos si realmente queríamos ir. La ideología de la felicidad flotaba en el aire hasta volverlo asfixiante. Entonces los jóvenes nos parecían siempre más felices que los mayores, por más que lo estuvieran pasando fatal. Porque en la medida en que la felicidad se declinaba en futuro, los niños y los adolescentes se consideraban sin duda los seres más afortunados de la tierra. Y se daba por hecho que a los viejos les quedaba ya poca o ninguna plenitud por descubrir. Esto no se decía, claro, pero se sentía. Y se ha sentido mucho más duro con la gerontofobia de esta pandemia. Por lo demás, no puede haber una ideología más triste que aquella empeñada en que el avance de la propia vida está reñido con la esencia misma de la felicidad. ¿Quién no estaría triste en un mundo así?

A vivir y a morir hay que aprender toda la vida, decían los clásicos. Pero hace mucho que esa asignatura nos la quitaron del programa de estudios y hasta del vital. En su lugar nos dieron un currículo y un smartphone. Las redes sociales usaron tecnología punta para convertir la idea de felicidad en una mentira social monetizable. Y nosotros hicimos el resto. Pero aquí estamos, inaugurando juntos un tiempo nuevo. Porque, por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos (individuos y sociedades) quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

Es hora de asumir que aquella idea de felicidad que hoy añoramos, no nos trajo nada bueno. Nada tan bueno, desde luego. La mayoría de las veces no hizo que encontráramos nuestro sitio en el mundo ni que fuéramos capaces de conquistar el placer sin olvidarnos de todo lo que estaba mal. Y por tanto, en cierto sentido, fue inútil. Me gustaría que mi sociedad, mi ciudad y mi cultura no volvieran a olvidarse de todo lo que está mal. Que la felicidad deje de ser moneda de cambio y el placer un anestésico. Siento cómo empieza a soplar el viento de otra vida por vivir, como en la novela de Theodor Kallifatides. Y me digo que, con un poco de suerte, la felicidad nunca volverá a ser lo que fue".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







HArendt




Entrada núm. 6255
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 23 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Purificación



Un hombre se asoma a su balcón en Madrid. Foto de Kike Para


¿Cómo seremos después de la pandemia?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Enmienda. El País, 18/4/2020] el filósofo Fernando Savater: Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más, afirma.

"En mi adolescencia de colegio religioso -comienza diciendo Savater- solían llevarnos a ejercicios espirituales: tres días encerrados en una residencia, sin salidas ni visitas, escuchando homilías sobre las desventajas de morir en pecado y las incomodidades del infierno. Teníamos ratos dedicados a la meditación, a la que nunca he sido aficionado, que yo ocupaba con ocurrentes pensamientos impuros y prácticas nefandas. El objetivo del retiro espiritual era despertar el propósito de enmienda y cambiar —a mejor, claro— nuestras vidas. Conmigo nunca funcionó. En vez de recordar con santo rechazo mi pasada existencia pecaminosa, no veía el momento de salir de la clausura y volver al culpable paraíso.

Ahora vuelvo a estar en un encierro purificador similar: contra malicia, milicia, toca regenerarse. Tampoco creo que surta efecto. Predicadores de ambos sexos nos dicen cómo debemos limpiar nuestras costumbres, abandonar el consumismo, reconciliarnos con la naturaleza que tanto nos ama, renunciar a los caprichos del yo y entregarnos a los deberes del nosotros. Hablan en plural —“debemos cambiar, no podemos seguir...”—, pero es evidente que se refieren a los demás, porque ellos/ellas siempre estuvieron preparados para el santo advenimiento, listos para cuando la plaga les diese la razón. Entonan himnos a lo público, de cuya necesidad es difícil dudar con peste o sin ella, pero abominan de los empeños privados que precisamente ahora se están revelando como indispensables para la salvación social. Si son más tontos, nacen con asas. ¿Cómo seremos después de la pandemia, además de mucho más pobres? Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más. O como ha dicho Marta Sánchez, pensadora más aguda que Agamben y Zizek: “Espero que no tengamos miedo a ser los de antes”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5951
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 21 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Después de la felicidad



Fotograma de la película La gran belleza


"Un día, -comenta en el A vuelapluma de hoy viernes el escritor Manuel Jabois- Richard Wagner, entre sedas y terciopelos, le escribió a un amigo: “Desde hace tiempo, vuelvo a tener la manía del lujo: por la mañana, rodeado de esos fastos, me pongo a trabajar. Una mañana sin trabajar es un día en el infierno”. Concluye Thomas Mann: “No se sabe qué es más burgués, si el amor al lujo o que una mañana sin trabajar te resulte tan insoportable”. La correspondencia se incluye en el ensayo sobre Wagner que escribió Thomas Mann, Sufrimientos y grandeza de Richard Wagner (Endebate, 2013), un libro que le dio a Mann terribles dolores de cabeza por sus apasionados juicios sobre alguien a quien admiraba, Wagner.

Al contrario que Jep Gambardella (La grande bellezza, 2013) y su famosa frase, esa de que “el descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer”, siempre he pensado que es la juventud la que más se aproxima a ese privilegio. Y es la edad, y los compromisos que uno va adquiriendo con ella, la que no sólo te obliga a perder el tiempo en hacer cosas que no quieres hacer, sino en no considerarlo de ningún modo una pérdida de tiempo; siempre habrá alguien que lo esté ganando por ti. Ese lujo tan sofisticado de Wagner que implica viajar al infierno si no trabaja es un lujo antigambardelliano, una felicidad profundamente burguesa; el lujo de la juventud, sin embargo, es el lujo de poder hacer sólo lo que uno quiere sin pensar en lo que habrá después de la felicidad.

En Rewind (Anagrama, 2020), Juan Tallón se hace esa pregunta: qué hay después de la felicidad. La respuesta es incómoda porque a pesar de que el libro aparenta tener al principio un puntilloso sentido periodístico se convierte, a las pocas páginas, en un ejercicio literario impactante, la literatura que uno olvida que lo es. Y sin embargo no es un libro triste, sino un libro vivo. Curioso porque la premisa es el instante de felicidad supremo, un viernes de mayo de estudiantes en un piso compartido de Lyon; ni siquiera la fiesta, sino la víspera de la fiesta. El momento exacto en el que uno cree ser inmortal; esa noche y esa edad, los 20 años, en los que uno no piensa en el mañana porque no cree que exista. Hasta que un bombazo destruye el edificio y los familiares y amigos de los muertos, como los soldados del Ejército de la Noche, empiezan a hacerse pedacitos a miles de kilómetros de distancia. Qué hay después de eso, cuando aún hay vida pero ya no hay felicidad.

Dice Gambardella en un momento de su heroico presente que la nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro. De lo que supone la nostalgia para quien cree en el futuro, pero no lo tiene, no dice nada. Lo plantea la hermana de Luca, una de las víctimas del atentado que ocurre en Rewind: “Yo tenía desde 2008 la sensación de estar viviendo el mejor momento de mi carrera. Todos los días eran el día perfecto. Me ocurrían siempre cosas buenas, hasta el punto de que a veces me asustaba. ¿En qué momento la vida compensaría el exceso de felicidad?, me preguntaba”. No hay preguntas impertinentes, hay respuestas impertinentes".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt





Entrada núm. 5756
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 2 de octubre de 2017

[A vuelapluma] A pesar de todo





Hay una frase no muy citada de Hannah Arendt, aunque si lo hacen dos de sus mejores biógrafas, la francesa Laure Adler y la estadounidense Elizabeth Young-Bruhel, que siempre me ha resultado inspiradora: "La muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido", y que yo, a mi manera, he adoptado como despedida de cada una de las entradas del blog, aunque referida a la búsqueda de la felicidad aun bajo las peores circunstancias personales.

Algo parecido debe pensar la escritora checa Monika Zgustova, a la que Elvira Lindo reseña en una emotiva crónica en el diario El País, mi periódico de referencia: La poesía es necesaria como el pan de cada día, señala en ella. Si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos.

"El Gulag sigue existiendo de forma no oficial", comenta Zgustova. "¡Ay, si una aprendiera de lo que lee!", comienza diciendo Elvira Lindo sobre ella. Si una aprendiera de las tortuosas vidas, aquellas que, en principio y por fortuna, no habremos de vivir en carne propia, si una tuviera en cuenta en qué consiste la suerte de estar viva y poder contarlo; si después de cerrar las páginas que narran la vida de mujeres que padecieron años de trabajos forzados en el Gulag, si al leer fuéramos conscientes de que toda existencia contiene la posibilidad del horror, si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos y contribuiríamos a mantener un aceptable nivel de convivencia. Eso pienso, tras haber leído estos días conteniendo el aliento Vestidas para un baile en la nieve, de la escritora checa residente en Barcelona Monika Zgustova.

Una muchacha muy joven, Zayara Vesiólaya, vestida para ir a un baile, con trajecito de seda y tacones, es detenida una noche de 1949 por la policía, que irrumpe en su casa por sorpresa. Ahí comienza su viaje con destino al Gulag. ¿Y tú, por qué estás aquí?, le pregunta un compañero de desgracias. Ella responde casi con naturalidad: “Por mi padre; es enemigo del pueblo”. Ahí comienza la historia de Zayara, que se hará una mujer madura trabajando sin descanso, con fríos que no podemos calibrar cómo el cuerpo los soporta, bajo los insultos de los guardianes y cargando un peso que se diría imposible que sostuvieran los hombros de una mujer. Cuenta su historia en primera persona, porque Monika Zgustova, con enorme sensibilidad, no quiso interferir en el relato de unas mujeres que vivieron una experiencia de la que jamás podrían zafarse, por mucho que regresaran a la vida de las personas libres. Todo empezó cuando Zgustova asistió en 2008 a una reunión en Moscú de antiguos presos del Gulag; allí descubrió que las historias de las mujeres habían sido, como así suele ocurrir, menos contadas. Se propuso dar voz a estas supervivientes y las fue visitando en sus apartamentos de Moscú, Londres y París. Su escucha atenta le permitió apreciar la singularidad de cada historia pero también los elementos comunes que las unían. En muchos casos, las mujeres pagaban por los supuestos delitos de sus maridos o sus padres, dado que el estigma de una condena se contagiaba y toda una familia caía en desgracia.

Es complicado entender y explicar por qué este libro que recoge las voces de mujeres que pasaron los mejores años de su vida entregadas al trabajo esclavo e inútil (construían muros que debían derrumbar al día siguiente) es también una demostración de que el alimento intelectual puede a veces salvar a un ser humano cuando el cuerpo no se sostiene en pie. Estas presas políticas sin delito alguno eran cultas, amantes de la poesía y la música como solo puede serlo el pueblo ruso. Llevaban en su memoria poemas de Tsvetáieva, de Ajmátova o de Pasternak, y por las noches se los recitaban unas a otras. A menudo, los inventaban durante las horas de trabajo para compartirlos después, cuando rendidas por una jornada devastadora, su ponían a la tarea de reconstruir el espíritu. Aquellos años que la hija de la poeta Tsvetáieva definiera como un tiempo de “tristeza sin expectativas” marcaron hasta tal punto su manera de estar en el mundo que la vuelta a la libertad les resultó imposible. El espectáculo de la alegría mundana las ofendía, todo les resultaba banal, no podían comprender esas preocupaciones cotidianas a las que solemos conceder tanta importancia. ¿Esto era la vida?, se preguntaban. Buscaron la compañía de hombres que también hubieran padecido la experiencia de los campos de trabajo, porque aunque fueran desastrosos como pareja entendían cuál había sido el grado de humillación y maltrato, compartían el trauma de un pasado que no sabían contar. Pero la autora consiguió que las ancianas hablaran, pasó horas con ellas en sus cocinas, bebiendo té, rodeadas siempre de música y libros, porque la cultura fue para estas heroínas el único consuelo al que aferrarse. Algunas han muerto cuando este libro sale a la luz. A lo largo de nueve años, Zgustova fue visitándolas para ir reconstruyendo sus testimonios que aún hoy son menos conocidos que los de los supervivientes del Holocausto. Las dos mujeres que cierran el libro son Olga Ivínskaya, amante de Pasternak, y su hija Irina. Si el autor de Doctor Zhivago tuvo que renunciar al Nobel, a la mujer que inspiró el personaje de Lara y a su hija les arrebataron parte de su ser.

Por las noches, cuentan, planchaban la ropa con las manos, se quitaban el barro de las botas, se despiojaban unas a otras, compartían versos y música, soñaban con los hombres que habían dejado atrás. Dice una: “No puedo imaginarme mi vida sin los campos. Y más todavía: si tuviera que volver a vivir, no querría ahorrarme esta experiencia. Cuanto más espantosa era la existencia, más firme resultaba ser la amistad. En la vida normal, semejantes lazos no tienen cabida. Se requieren sentimientos y emociones extremas para que ese cariño y esa solidaridad sean posibles”.



Monika Zgustova



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt



HArendt






Entrada núm. 3881
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 1 de agosto de 2016

[A vuelapluma] Sobre la dignidad y la felicidad humanas





Retomo la rutina cotidiana del blog después del paréntesis de julio recurriendo de nuevo a los filósofos, esos personajes extraños y extraordinarios que a veces remueven nuestras conciencias con sus ocurrencias. De ellos, suelo decir yo que hay que escucharlos siempre aunque sea para llevarles después la contraria. 

Lo hago hoy lunes, primero de agosto, trayendo hasta ustedes un reciente artículo publicado por Javier Gomá Lanzón (1965), escritor, filósofo, jurista y filólogo español titulado "Qué es la dignidad"noción filosófica influyente y transformadora, dice, que sin embargo, carece de un filósofo a la altura de su importancia pues ni siquiera el impresionante Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, añade, le concede una entrada a lo largo de sus cuatro tomos.

La "dignidad" se usa con profusión en toda clase de contextos a guisa de fundamento teórico de tratados, organizaciones internacionales, Constituciones, declaraciones de derechos, leyes y resoluciones judiciales, sigue diciendo, pero invariablemente su esencia se presupone o su entendimiento se confía al buen sentido, quedando, por eso mismo, a la espalda y pendiente de definir. Incluso, ya en nuestro siglo, continúa, ha inspirado el movimiento social de los indignados sin que estos hayan sentido la necesidad de precisar antes, siquiera elementalmente, qué es aquello cuya ausencia enciende su ira y su protesta.

Kant distinguió, precisa, entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, en tanto que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad. Solo el hombre posee con pleno derecho, incondicionalmente, esa cualidad de incanjeable, fin en sí mismo y nunca medio, aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común: el principio con el que nos oponemos a la razón de Estado, protegemos a las minorías frente a la tiranía de la mayoría y negamos al utilitarismo su ley de la felicidad del mayor número.

La dignidad, dice más tarde, es idea de larga genealogía intelectual, pero solo en la Ilustración se configura como propiedad inmanente de lo humano, sin más fundamento que la humanidad misma, a la luz del convencimiento, expresado por Tocqueville, de que ahora “nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo”. Somos los hombres quienes nos reconocemos unos a otros la dignidad; es decir, mutuamente nos concedemos por convención un valor incondicional… no sujeto a convenciones, pero ese concepto ilustrado de dignidad experimenta una mutación extraordinaria en el siglo XX a consecuencia de su democratización, porque en Kant la dignidad todavía conserva resabios aristocráticos al presentarla dependiente de nuestra racionalidad moral, que excluye en la práctica muchos casos, mientras que el concepto democrático obra una especie de universalización de esa distinción aristocrática a todo sujeto existente creando una aristocracia de masas.

La dignidad democrática, dice, se recibe por nacimiento y otorga a su titular derechos sin mérito moral alguno por su parte, válidos incluso aunque desmienta esa dignidad de origen con una odiosa indignidad de vida. Es irrenunciable, imprescriptible, inviolable, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y coloca en cierto modo al resto de la humanidad en situación de deudora. Es única, universal, anónima y abstracta, por lo que prescinde de las determinaciones (cuna, sexo, patria, religión, cultura o raza) en las que se fundaban el surtido variado de las antiguas dignidades. Es, en fin, una dignidad cosmopolita, la misma por igual para todos los hombres y mujeres del planeta. Pues ahora nos parece una verdad evidente que nadie es más que nadie y que, como dijo Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. Pero aunque inviolable, la dignidad sigue siendo hoy violada mil veces cada día, añade. La diferencia con otros tiempos estriba en que ahora, en este estadio democrático de la cultura, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse. La repugnancia que nos inspiran los cotidianos atropellos nos despierta un sentimiento aún más vivo de nuestro propio valor. Y cuanto más seguros estamos de esa dignidad originaria, tanto más trágicamente tomamos conciencia de la mayor de las indignidades, la absoluta, esa que no es de naturaleza personal ni social, sino metafísica: la muerte. Qué paradójica condición la nuestra, dotada de dignidad de origen y abocada extrañamente a una indignidad de destino que afecta tanto al pobre como al rico, al ignorante como al sabio, al célebre como al anónimo, al afortunado tanto como al desventurado, todos igualmente agitados por este dramatismo universal de la doliente epopeya humana.

Demasiado conscientes de esta indignidad metafísica última, la felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para nosotros, los contemporáneos, concluye. Por encima de ser feliz está el ser individual. Siempre quedará a nuestro alcance, en cualquier circunstancia, por difícil que se presente, el obrar conforme a esa dignidad que ya hemos intuido y probado. Lo nuestro ya no es ser felices, sino ser dignos de ser felices, aunque de hecho no podamos serlo. Lo nuestro es dotar a nuestra vida individual de una forma insustituible, para que así nuestra muerte sea verdaderamente un atropello intolerable. Que resulte manifiesto para el mundo que nuestra muerte constituye una objetiva pérdida, una destrucción absurda y sin sentido, una visible injusticia. La máxima que debería guiar nuestras vidas a partir de ahora debería ser: “Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta”.



Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 2809
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 25 de diciembre de 2015

[Pensamiento] ¡Feliz Navidad!





PAZ 
EN 
LA
TIERRA
A
TODOS
LOS
HOMBRES 
DE
BUENA
VOLUNTAD

¡FELIZ NAVIDAD!

Que la paz y la felicidad reine en sus corazones; que no pierdan la esperanza en un mundo más justo y mejor; y que a pesar del cansancio, las zancadillas y las burlas de la vida, luchen sin descanso por él porque merece la pena. Un abrazo enorme de grande para todos ustedes. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2549
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)