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lunes, 6 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La victoria del arte sobre la Revolución





Una de las muchas consecuencias trágicas de la revolución fue la aniquilación del mundo cultural ruso. Quienes no abrazaron el movimiento fueron perseguidos, encarcelados o deportados, pero su obra permanece y sigue conmoviendo al mundo, comenta en El País la escritora y traductora checo-española Monika Zgustova. 

En los años sesenta y setenta, en mi Praga natal, capital entonces de la Checoslovaquia comunista, comienza diciendo, los alumnos de primaria estábamos obligados a asistir a la conmemoración de la revolución rusa. Entre canciones revolucionarias cantadas por los coros de la juventud comunista, los maestros peroraban sobre la importancia mundial de esta revolución que según ellos aportó por primera vez en la historia la paz y la igualdad. Los niños escuchábamos estas palabras seductoras y las saboreábamos como si fueran caramelos de frambuesa. Cuando al llegar a casa contaba el discurso, mis padres replicaban que la revolución rusa, si bien se hizo en nombre de la paz y la igualdad, cuando Lenin y los bolcheviques y luego Stalin se hicieron con el poder convirtieron el sueño de construir un mundo nuevo en un mecanismo totalitario que generó sufrimiento y muerte. Crecí entre dos puntos de vista y me tocó buscar mi (complejo) camino entre dos afirmaciones opuestas. Al final aprendí a funcionar encontrando mi (compleja) verdad.

Tuve que practicar el deporte de buscar mi propio camino también en España. El país, recién salido de una dictadura de derechas en el que me instalé a mediados de los ochenta, disfrutaba de su libertad y tenía ganas de admirar las izquierdas; la revolución bolchevique era un objeto del deseo. Desde entonces han transcurrido tres décadas y hoy en día quedan pocos españoles que pondrían en duda la violencia de la revolución y la crueldad del régimen que la siguió.

Sabemos que, al implantar su nuevo régimen, Lenin estableció la Checa para que vigilara estrictamente a los ciudadanos, sabemos que Stalin envió a millones de personas al Gulag. También es un hecho, sin embargo, que Stalin convirtió su país en una potencia mundial y que ayudó a ganar la II Guerra Mundial. De ahí que amplios sectores de la sociedad y del poder rusos de nuestros días defiendan su legado.

Una de las muchas consecuencias trágicas de la revolución fue la aniquilación del mundo cultural ruso. La intelligentsia anhelaba una revolución desde hacía décadas. Dicho sea como ejemplo que al publicarse en 1872 Los demonios, novela sobre unos revolucionarios que no tenían miramientos con las vidas humanas, Rusia no supo valorar la clarividencia de Dostoievski. La intelligentsia, en su mayoría liberal, consideraba al grupo del terrorista Necháyev, en el que se había inspirado el escritor, como una trágica excepción entre los nobles sublevados y creía firmemente en el futuro revolucionario ruso. Mijáilovski, influyente crítico de la época, dijo que el libro, “esa horrible caricatura de la juventud revolucionaria”, no era digno del talento de Dostoievski. La Rusia que tanto ansiaba un cambio revolucionario rechazó Los demonios.

Durante los años que precedieron a 1917, los artistas vivieron en una efervescencia febril porque, según decían, percibían un cataclismo en el aire y lo plasmaron en sus obras. Eran años de gran creatividad. Aunque Petersburgo, la novela de Andréi Biely que en 1912 anticipó a Ulises de Joyce, se basó en la revolución de 1905, predijo al mismo tiempo lo que sucedería un lustro más tarde. También la revolución de 1917 sirvió de inspiración a muchos creadores. El poeta Aleksandr Blok, que la apoyó plenamente despreocupado ante sus excesos, escribió su largo poema Los doce sobre un grupo de guardias rojos que, como apóstoles guiados por Jesucristo, cruzan un Petersburgo vacío por el furor de la revolución. Sin embargo, a Trotski no le gustó que los guardias del poema mataran a su antojo y hubiera preferido a Lenin como guía. El resultado fue que el poeta murió en la miseria a los 41 años.

Y no fue el único. El teórico literario Roman Jakobson habló de “una generación que malogró a sus poetas”: durante la primera década tras la revolución murió a los 36 años el gran futurista Jlébnikov; el crítico literario Shklovski dijo a la muerte del poeta: “Perdónanos por todos los que aún mataremos; los gobernantes no responden por la muerte de las personas; en la época de Jesucristo no entendían el arameo y en general no entienden el idioma humano”. Al poeta acmeista Gumiliov lo ejecutaron; Marina Tsvetáieva y el entonces poeta Vladímir Nabokov se vieron obligados a marchar al exilio; a Anna Akhmátova se le prohibió publicar; Ósip Mandelstam murió en el Gulag, y Mayakovski y Esenin se suicidaron.

También los novelistas se sumaron a la revolución. Yevgueni Zamiátin escribió en 1922 Nosotros, novela que precedía las grandes obras utópicas como Un mundo feliz o 1984. Se trata de una metáfora del mundo opresivo e implacable que se estableció después de la revolución; por eso mientras duró la URSS, la censura no dejó que el libro se publicara íntegramente. A finales de los años veinte Zamiátin fue denunciado por haber publicado su novela en el extranjero; como consecuencia se le prohibió publicar. Entonces el novelista escribió una carta a Stalin en la que dijo: “Se ha hecho todo lo posible para cerrarme los caminos para poder seguir trabajando. Se ha llegado a prohibir que se vendieran mis libros en las librerías. Para mí, como escritor, el estar privado de la oportunidad de escribir no es menos que una condena a muerte”. Gracias a la intervención de Gorki, bien visto por el régimen, a Zamiátin se le concedió el permiso para trasladarse temporalmente a París, donde murió incapaz de vivir fuera de su país.

En los años veinte y aun más en los treinta y en las décadas posteriores, el poder estatal persiguió a todos los escritores, pintores, cineastas y músicos que se negaron a seguir el modelo prescrito por el realismo socialista que consistía en relatar (o filmar, retratar, componer) una historia optimista sobre la construcción del comunismo. Aquellos que se negaron a poner su arte al servicio del régimen sufrieron las consecuencias: murieron en la cárcel o en el Gulag —los escritores Babel y Mandelstam—; atravesaron tempestuosas persecuciones —el escritor Bulgakov, los compositores Prokófiev y Shostakovich, el cineasta Eisenstein—; o acabaron suicidándose; Marina Tsvetáieva.

Hace décadas que a Occidente no le deslumbra la revolución rusa porque considera la violencia y la represión como inaceptables. Sin embargo, de aquellos días han quedado admirables obras de arte. Casi todas ellas nos hablan del individuo enfrentado a la maquinaria estatal que le pisotea y le aplasta; este tema se convirtió en uno de los centrales del siglo XX: por eso las obras que se crearon después de la revolución resultan ser proféticas. Aunque muchos de los artistas murieron en condiciones trágicas, su obra permanece y sigue conmoviendo a millones de personas en todo el mundo. La Rusia de hoy, en cambio, y, menos aún, el mundo, poco tiene que ver con la revolución.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 3987
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 2 de octubre de 2017

[A vuelapluma] A pesar de todo





Hay una frase no muy citada de Hannah Arendt, aunque si lo hacen dos de sus mejores biógrafas, la francesa Laure Adler y la estadounidense Elizabeth Young-Bruhel, que siempre me ha resultado inspiradora: "La muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido", y que yo, a mi manera, he adoptado como despedida de cada una de las entradas del blog, aunque referida a la búsqueda de la felicidad aun bajo las peores circunstancias personales.

Algo parecido debe pensar la escritora checa Monika Zgustova, a la que Elvira Lindo reseña en una emotiva crónica en el diario El País, mi periódico de referencia: La poesía es necesaria como el pan de cada día, señala en ella. Si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos.

"El Gulag sigue existiendo de forma no oficial", comenta Zgustova. "¡Ay, si una aprendiera de lo que lee!", comienza diciendo Elvira Lindo sobre ella. Si una aprendiera de las tortuosas vidas, aquellas que, en principio y por fortuna, no habremos de vivir en carne propia, si una tuviera en cuenta en qué consiste la suerte de estar viva y poder contarlo; si después de cerrar las páginas que narran la vida de mujeres que padecieron años de trabajos forzados en el Gulag, si al leer fuéramos conscientes de que toda existencia contiene la posibilidad del horror, si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos y contribuiríamos a mantener un aceptable nivel de convivencia. Eso pienso, tras haber leído estos días conteniendo el aliento Vestidas para un baile en la nieve, de la escritora checa residente en Barcelona Monika Zgustova.

Una muchacha muy joven, Zayara Vesiólaya, vestida para ir a un baile, con trajecito de seda y tacones, es detenida una noche de 1949 por la policía, que irrumpe en su casa por sorpresa. Ahí comienza su viaje con destino al Gulag. ¿Y tú, por qué estás aquí?, le pregunta un compañero de desgracias. Ella responde casi con naturalidad: “Por mi padre; es enemigo del pueblo”. Ahí comienza la historia de Zayara, que se hará una mujer madura trabajando sin descanso, con fríos que no podemos calibrar cómo el cuerpo los soporta, bajo los insultos de los guardianes y cargando un peso que se diría imposible que sostuvieran los hombros de una mujer. Cuenta su historia en primera persona, porque Monika Zgustova, con enorme sensibilidad, no quiso interferir en el relato de unas mujeres que vivieron una experiencia de la que jamás podrían zafarse, por mucho que regresaran a la vida de las personas libres. Todo empezó cuando Zgustova asistió en 2008 a una reunión en Moscú de antiguos presos del Gulag; allí descubrió que las historias de las mujeres habían sido, como así suele ocurrir, menos contadas. Se propuso dar voz a estas supervivientes y las fue visitando en sus apartamentos de Moscú, Londres y París. Su escucha atenta le permitió apreciar la singularidad de cada historia pero también los elementos comunes que las unían. En muchos casos, las mujeres pagaban por los supuestos delitos de sus maridos o sus padres, dado que el estigma de una condena se contagiaba y toda una familia caía en desgracia.

Es complicado entender y explicar por qué este libro que recoge las voces de mujeres que pasaron los mejores años de su vida entregadas al trabajo esclavo e inútil (construían muros que debían derrumbar al día siguiente) es también una demostración de que el alimento intelectual puede a veces salvar a un ser humano cuando el cuerpo no se sostiene en pie. Estas presas políticas sin delito alguno eran cultas, amantes de la poesía y la música como solo puede serlo el pueblo ruso. Llevaban en su memoria poemas de Tsvetáieva, de Ajmátova o de Pasternak, y por las noches se los recitaban unas a otras. A menudo, los inventaban durante las horas de trabajo para compartirlos después, cuando rendidas por una jornada devastadora, su ponían a la tarea de reconstruir el espíritu. Aquellos años que la hija de la poeta Tsvetáieva definiera como un tiempo de “tristeza sin expectativas” marcaron hasta tal punto su manera de estar en el mundo que la vuelta a la libertad les resultó imposible. El espectáculo de la alegría mundana las ofendía, todo les resultaba banal, no podían comprender esas preocupaciones cotidianas a las que solemos conceder tanta importancia. ¿Esto era la vida?, se preguntaban. Buscaron la compañía de hombres que también hubieran padecido la experiencia de los campos de trabajo, porque aunque fueran desastrosos como pareja entendían cuál había sido el grado de humillación y maltrato, compartían el trauma de un pasado que no sabían contar. Pero la autora consiguió que las ancianas hablaran, pasó horas con ellas en sus cocinas, bebiendo té, rodeadas siempre de música y libros, porque la cultura fue para estas heroínas el único consuelo al que aferrarse. Algunas han muerto cuando este libro sale a la luz. A lo largo de nueve años, Zgustova fue visitándolas para ir reconstruyendo sus testimonios que aún hoy son menos conocidos que los de los supervivientes del Holocausto. Las dos mujeres que cierran el libro son Olga Ivínskaya, amante de Pasternak, y su hija Irina. Si el autor de Doctor Zhivago tuvo que renunciar al Nobel, a la mujer que inspiró el personaje de Lara y a su hija les arrebataron parte de su ser.

Por las noches, cuentan, planchaban la ropa con las manos, se quitaban el barro de las botas, se despiojaban unas a otras, compartían versos y música, soñaban con los hombres que habían dejado atrás. Dice una: “No puedo imaginarme mi vida sin los campos. Y más todavía: si tuviera que volver a vivir, no querría ahorrarme esta experiencia. Cuanto más espantosa era la existencia, más firme resultaba ser la amistad. En la vida normal, semejantes lazos no tienen cabida. Se requieren sentimientos y emociones extremas para que ese cariño y esa solidaridad sean posibles”.



Monika Zgustova



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt



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Entrada núm. 3881
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