Mostrando entradas con la etiqueta Ateísmo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ateísmo. Mostrar todas las entradas

lunes, 16 de marzo de 2020

[PENSAMIENTO] Santayana, rescatado



El filósofo George Santayana


Del filósofo español George Santayana (1863-1952) solo he leído "Platonismo y vida intelectual" (Madrid, Trotta, 2006), hace ya catorce años, y confieso que a pesar de su corta extensión -no llega al centenar de páginas- se me hizo de difícil lectura. Hace unos días, curioseando por Internet, me encuentro con un interesante artículo del también filósofo y profesor Daniel Moreno [Revista de Libros, 29/5/2019] con el título del epígrafe, reseñando dos recientes publicaciones sobre ese notable, y casi desconocido para sus compatriotas, pensador español: "Democracia, islam, nacionalismo" (Madrid, Deliberar, 2018), de Ignacio Gómez de Liaño, y "Siete tipos de ateísmo" (Madrid, Sexto Piso, 2018), de John Gray. 

"Sirvan estas notas -comienza diciendo Daniel Moreno- para destacar una curiosa coincidencia que acaso tenga carácter de síntoma: en el tráfago de las tan necesarias novedades editoriales, he aquí que dos de ellas dan notas de fondo que armonizan entre sí. Nada menos que dos insignes profesores ya jubilados –suficientemente conocidos y muy prolíficos ambos–, Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, coinciden en mostrar una de sus fuentes de inspiración, la del filósofo madrileño Jorge Santayana, más conocido quizá como George Santayana. Dado que seguramente los dos libros habrán merecido reseñas de forma independiente, me centraré en los puntos de contacto entre ellos, que van más allá del citado Santayana.

En efecto, en el contexto del ambicioso proyecto interpretativo sobre las distintas religiones políticas que Ignacio Gómez de Liaño lleva a cabo en Democracia, islam, nacionalismo, dos de sus capítulos están dedicados a don Jorge. En el primero de ellos, «La clave gnóstica del puritano», Gómez de Liaño da a conocer su lectura de la famosa novela de Santayana El último puritano (1935) –cuya reedición, por cierto, es muy necesaria– como ejemplo del planteamiento gnóstico llevado a sus últimas consecuencias y tan presente en el puritanismo calvinista de Estados Unidos. El segundo ensayo, «La clave poética del cristianismo», se centra en La idea de Cristo en los evangelios (1946) y, en general, en la lectura poética que Santayana hace del cristianismo y que le permite escapar de los dilemas de la interpretación literal protestante de la Biblia, tan alejada de la tradición católica, y centrarse en la experiencia de la autotrascendencia.

El último libro de John Gray, Seven Types of Atheism (2018), rápidamente traducido al español, por su parte, incluye a mister Santayana dentro del sexto tipo de ateísmo, «el ateísmo sin progreso», junto a Joseph Conrad. Es más, puede decirse que Santayana es el autor más influyente en este libro del profesor Gray. De hecho, afirma que «rechazo las cinco primeras variedades [del ateísmo] y me inclino por las dos últimas, que son las de aquellos ateísmos encantados de vivir en un mundo tal cual es, sin dioses o con un Dios innombrable» (p. 18); y precisamente, de estas dos últimas variedades de ateísmo, Santayana se encuentra en la sexta, y Gray incluye en la séptima a dos pensadores decididamente relacionados con Santayana: Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; además, Gray acepta la lectura de Spinoza que Santayana dio a conocer en su famoso texto «Religión última» (1932). Hay que añadir que, puesto que gran parte del libro está integrado por autores anglosajones, no podía faltar Bertrand Russell, en cuya exposición Gray recuerda también la decisiva influencia que tuvo en él la reseña santayaniana de sus Ensayos filosóficos («La filosofía de Mr. Bertrand Russell», de 1913). Puede decirse, por tanto, que Santayana sobrevuela el último libro de Gray. Una pena que no haga referencia al libro de Santayana La idea de Cristo en los evangelios (1946), algo que sí hace Gómez de Liaño, a quien acaso debería leer, dado que ambos comparten muchos presupuestos.

¿Y quién es ese Santayana, con nombre bilingüe, que así aflora a modo de punta de iceberg en estas dos novedades editoriales? Pues ya todo un clásico, como irá argumentándose, y como muestra el hecho ahora remarcado. Nacido en Madrid en 1863, es sabido que Santayana fue educado en Boston por razones familiares; que fue profesor en la Universidad de Harvard durante veinte años, completando sus estudios en Berlín y en Cambridge; que, en 1912, tras la muerte de su madre, abandonó la universidad y América para viajar por Europa mientras leía y escribía plácidamente, ajeno por completo a todo gueto filosófico y nacional; que visitó España regularmente hasta 1930 y que mantuvo siempre su pasaporte español; que la Primera Guerra Mundial lo atrapó en Oxford y la Segunda Guerra Mundial en Roma, donde había establecido su residencia preferente en 1925 y donde murió en 1952. Santayana mismo resumió su vida de este modo: «Tres son los lazos que ahogan la filosofía: la Iglesia, el tálamo y la cátedra. De la primera escapé en mi juventud; nunca entré en el segundo y, tan pronto como me fue posible, escapé de la tercera». En filosofía ocupa un lugar excéntrico, porque se mantuvo fiel a la tradición humanista y moderna, nada escolástica, y muy mundana. Su brillante y fluido estilo enlaza con el de John Locke y David Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Baruch Spinoza y Arthur Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la ciencia, aunque no sintió la necesidad, como otros, de refugiarse en lo irracional, en la metodología científica o en lo pseudocientífico a modo de autodefensa. También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza.

El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por Santayana desde dentro. Estos dos flancos son los que destacan en el acercamiento a él que llevan a cabo Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, respectivamente. Vuelven a Santayana como a un autor clásico, siempre sorprendente, siempre iluminador, el recorrido por las páginas que escribió nunca deja de aportar alguno de esos «átomos de luz» de los que Santayana habló en su póstumo «El testamento del poeta». Porque el filósofo, en efecto, arroja luz –o, mejor, lucidez– a una época que, a fuer de invocar la oscuridad, está volviéndose ciertamente tenebrosa.

Las casi quinientas páginas que componen Democracia, islam, nacionalismo son arriesgadas, a veces de trazo grueso, pero muy necesarias. Su hilo conductor es el concepto de religiones políticas, conjunto en el que Gómez de Liaño incluye el comunismo marxista, el fascismo de Mussolini, el nacionalsocialismo de Hitler y el islam. Su motivo conductor viene expuesto al final del Prólogo: «contribuir a poder llevar adelante nuestras vidas de la forma más civilizada posible» (p. 17). Tras analizar los tres primeros tipos de religiones políticas –interpretados, por cierto, de modo muy parecido al del profesor Gray–, el libro dedica sus más de doscientas páginas centrales a la que es su aportación más relevante, y la que entraña mayor riesgo: el islam, partiendo de un exhaustivo repaso a la vida de Mahoma, un acertado resumen del Corán –quizá una de las conclusiones a sacar sea la necesidad de volver a leer ese libro, nunca del todo ajeno a las culturas mediterráneas del norte– y la dificultad que supone en la actualidad ser apóstata en los países musulmanes, sin olvidar la llamativa conexión que establece entre el islam radical y la reforma luterana-filosofía alemana. De esta parte, me gustaría alabar la memoria de su autor cuando trae un recuerdo seguramente incómodo: la connivencia y el aplauso que el todavía presente en ciertos ámbitos Michel Foucault mostró con el ayatolá Jomeini cuando este instauró una república islámica en Irán. También afea al papa sus tibios comentarios, entendidos como condescendientes, en torno a los atentados terroristas perpetrados por islamistas radicales. Por mi parte, objetaría algo al presupuesto de Gómez de Liaño según el cual la historia del islam se encuentra in nuce en la personalidad de Mahoma. Creo, más bien, que el origen de los movimientos culturales no explica suficientemente por sí mismo su desarrollo posterior, alimentado habitualmente por otros múltiples y a menudo contradictorios arroyos.

Los capítulos quinto y sexto son los dedicados a Santayana, y concluyen que «la clave poética con que Santayana nos presenta al Jesucristo de los Evangelios tiene la virtud de desmontar la clave gnóstica que explica la génesis y esencia del cristianismo y con él la tradición luterano-calvinista a cuyos pechos se criara el puritanismo. Esa clave poética del cristianismo, que tanto honor hace a la libertad y la apertura de la imaginación, a la ecuación de imaginación-amor, tiene también la virtud de desarmar el militarismo, fatalismo y belicismo que impregna la ideología político-religiosa predicada por Mahoma» (p. 324). Tras el solaz santayaniano, el libro muestra su rostro más apegado a las discusiones políticas recientes al tratar el nacionalismo, especialmente el catalán, y la democracia, de la que Gómez de Liaño se declara partidario siempre que se reforme desde dentro (como se recordará, ya en el año 2008 publicó su libro Recuperar la democracia). Sin duda el lector se sentirá apelado por estas secciones, de estilo muchas veces periodístico, de un aroma sutilmente orteguiano. En la antropología que cierra el libro, destaco la referencia que aparece al libro La dignidad real y la educación del rey, de Juan de Mariana, referencia que no ha de extrañar, por otra parte, al conocedor del muy documentado, y valiente, libro anterior de nuestro autor: El Reino de las Luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo.

Cierto desapego, algo de indefinición y mucho de divertimento caracterizan la clasificación que John Gray lleva a cabo de los distintos tipos de ateísmo en su libro Siete tipos de ateísmo. No de otro modo puede abarcar un tema de suyo tan complejo y tan resbaladizo, teniendo en cuenta, además, que gran parte del texto está ocupada por anécdotas biográficas de los autores más relevantes, y que establece paralelismos históricos que, en coherencia con su crítica a la idea de progreso cultural lineal, descoyuntan literalmente los planteamientos usuales. Qué haya de entenderse por teísmo, qué por ateísmo, por teología, por religión, o religiones, se da a cada paso por sobreentendido, a pesar de los distintos matices presentes evidentemente en cada contexto.

Buena muestra de ello es la propia clasificación, nada intuitiva, que establece Gray, y los autores que incluye en cada uno de los siete tipos: 

1) Como «nuevo ateísmo» entiende probablemente el de su compatriota Richard Dawkins y el del estadounidense Sam Harris (seguramente también el del francés Michel Onfray, del que habla en el capítulo segundo, el de los transhumanistas del capítulo tercero, y el de otros autores del siglo xx que cita aquí y allá), a los que les desvela que su posición es heredera del positivismo de Auguste Comte y que olvidan que el flanco realmente débil de la religión no es la ciencia, sino enfrentar el cristianismo con la personalidad histórica de Jesús, una tesis bastante cuestionable dado que, como en el caso de Mahoma, no todo lo que conocemos como cristianismo puede rastrearse hasta el Jesús histórico.

2) En el «humanismo secular» incluye Gray a quienes confían en el progreso de la humanidad, como John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche o Ayn Rand (muy clarificador todo lo que cuenta de esta última y de su influencia en Estados Unidos.

3) Bajo el epígrafe «fe en la ciencia» se encuadran el ateísmo de los naturalistas evolucionistas inspirados en Darwin (oportuna la insistencia en el carácter no finalista de la selección natural à la Darwin, dado que la naturaleza no es una diosa, y el cuidado con que Gray distingue a Darwin de sus seguidores racistas supuestamente científicos, otro ejemplo más de que el origen no agota el ser), ilustrados como David Hume o Voltaire, los seguidores de Franz Anton Mesmer, el materialismo dialéctico y el transhumanismo de Raymond Kurzweil o el superventas Yuval Noah Harari.

4) En el apartado de «religiones políticas» sitúa Gray, como Gómez de Liaño, al gnosticismo, a los anabaptistas que se hicieron fuertes en la ciudad alemana de Münster, los jacobinos, los bolcheviques, los nazis, los maoístas y los liberales colonialistas (muy interesado se muestra Gray en recordar la barbarie que los belgas sembraron en el Congo con el nombre de civilización).

5) Como «odio a Dios» califica al ateísmo del marqués de Sade, de Fiódor Dostoievski y de William Empson.

6) El «ateísmo sin progreso» correspondería al ateísmo de George Santayana y del novelista polaco Joseph Conrad. Para Santayana se centra sobre todo en Dominaciones y potestades, Platonismo y vida espiritual y Soliloquios en Inglaterra, obras todas ellas disponibles en castellano en ediciones recientes; afirma Gómez de Liaño, entre otras cosas, que «la combinación de una visión subjetiva del valor con un ideal contemplativo que propugnó Santayana es ciertamente excepcional. Casi todos los que han atribuido importancia a la contemplación lo han hecho porque creían (como Platón o el primer Russell) en una realidad superior a la que esa contemplación daría acceso. Santayana no tenía creencia alguna de ese tipo. Él valoraba la contemplación porque le permitía tener una visión lúcida del único mundo que existe: el mundo de la materia» (p. 177).

7) Finalmente, el «ateísmo del silencio» es el de Arturo Schopenhauer, el de Baruch Spinoza o el de Lev Shestov y su seguidor Benjamin Fondane, ya en el siglo xx.

Como se ve, son muchas, y llamativas, las coincidencias entre nuestros dos autores, aunque la más llamativa siga siendo su vuelta a Santayana como fuente de inspiración para entender nuestra época y sus raíces. Ambos aceptan el concepto de religiones políticas, si bien Gómez de Liaño se centra en el islam y Gray en el cristianismo; interpretan del mismo modo los totalitarismos del siglo pasado y tienen, por cierto, muy en cuenta el movimiento anabaptista alemán al que se enfrentó Lutero. Cada cual tiene también sus olvidos, pero no es cuestión de recordarlos ahora, ya que cada lector echará en falta los que él mismo considere relevantes. Gray no duda, sin embargo, en adscribirse al liberalismo, así como Gómez de Liaño se declara demócrata. Pero se trata de compañeros de viaje bastante incómodos, ya que critican desde dentro su propia corriente. Algo que el propio Santayana hizo con gran maestría: cercano a todos, buen interlocutor, insuperable intérprete, pero desasido y cruel como la misma verdad.

Dado el enfoque de gran angular que ambos pensadores, ya provectos (en 1946 nació Ignacio Gómez de Liaño, que ha ejercido la docencia en la Universidad Complutense; en 1948 nació John Gray, que ha dado clases en Oxford y en la London School of Economics), aplican en sus respectivos libros, y teniendo en cuenta que ellos mismos son conscientes de haber adoptado un estilo no estrictamente académico para deliberar con la palabra y con el argumento en la plaza pública, se recomienda a los lectores acaso ingenuos no caer en la fácil trampa de aislar ciertas frases del contexto y encontrar en ellas afirmaciones supuestamente falsas, tergiversaciones aparentemente obvias o fácilmente rebatibles. Lo que ambos autores tienen en mente es otra cosa: buscan similitudes allí donde no se esperan, por más sorprendentes que resulten. Las más comunes las dan por sabidas, y por eso las cuestionan. Muy santayaniana resulta también esa salida del ámbito académico y la adopción del papel de filósofos mundanos, función esta de larga tradición histórica, por más que quede en tercer plano en las historias habituales del pensamiento.

Finalizada la lectura de Democracia, islam, nacionalismo y de Siete tipos de ateísmo, se me viene a la mente la imagen de los dos autores situados cada uno en el extremo de un puente. Tantas cosas en común –generación, talante, profesión, ideas, Santayana–, tanto por hablar y por compartir. Basta animarlos a que caminen, se acerquen, se sienten y compartan una taza de té. Y nadie mejor para romper el hielo y dar comienzo al diálogo que Santayana, fuente filosófica común de ambos, en tanto que pensador clásico del pasado siglo. Precisamente el texto que propuse para la placa que recuerda el lugar donde nació en Madrid presenta a Santayana como lugar de diálogo; quien se acerque en Madrid a la calle Ancha de san Bernardo, número 67, podrá ver el rombo del Plan Memoria de Madrid y leer que «Aquí estuvo la casa donde nació en 1863 el filósofo, poeta y novelista Jorge Santayana, cuya vida y obra fueron un diálogo entre las culturas latina y anglosajona».

De hecho, a Santayana le encaja muy bien la metáfora de ser un puente que permite transitar a gente discreta de América y gente discreta de Europa, personas unidas por tener intereses excéntricos respecto a sus culturas de origen. Un lugar que permite no sólo cruzar de un lado al otro, sino pararse a conversar y a leer lo que escriben los demás. Nada de extraño tiene, por cierto, que ese puente pase por México y por Argentina, donde Santayana fue un pensador conocido y respetado durante décadas. Por eso me parecen muy santayanianos los antiguos puentes que la gente usaba no sólo para caminar sino para vivir: puentes con viviendas adosadas a ellos. Santayana sería, así, un puente filosófico entre Europa y Estados Unidos; en este caso, entre el español Ignacio Gómez de Liaño y el británico John Gray. El lugar de encuentro podría ser Roma, donde Santayana pasó sus últimos años, y ciudad única, donde se viaja ampliamente en el tiempo moviéndose ligeramente en el espacio. ¿De qué hablarían? De muchísimas cosas. El Brexit, Gibraltar, y quién sabe de qué más.

Me gustaría, con todo, no cerrar estas notas sin aludir a otra muestra de que Santayana es un clásico para nuestro tiempo. Animo al lector a que realice esta experiencia: leer el libro de Santayana que la meritoria editorial ovetense KRK ha rescatado en 2018, La tradición gentil en la filosofía americana (1911), como muestra del «fuego pálido» santayaniano del que Ramón del Castillo habló hace años en Revista de Libros. Y la premiada película Green Book (2018), de Peter Farrelly. Verá que un libro sobre las dos principales tendencias culturales norteamericanas puede explicar una película que enfrenta a los cultos sureños de Estados Unidos, que mantienen una tradición ya muerta, y al vivaz fruto del Bronx neoyorquino, savia nueva e híbrida para un país joven. Y que una película actual puede iluminar un libro escrito hace más de cien años, muy lejos, por tanto, de haber caducado".



El profesor Daniel Moreno



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 5831
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 12 de agosto de 2017

[Pensamiento] Ateísmo en el islam





Vuelvo a comentar un nuevo artículo de la profesora Ana Soage, doctora en Estudios Semíticos, profesora en Ciencias Políticas en la Universidad de Suffolk y analista senior en la consultoría estratégica internacional Wikistrat. De ella comenté también hace pocos días otro interesantísimo artículo sobre el feminismo en el mundo islámico. En el artículo de hoy, Ana Soage reseña un reciente libro del profesor canadiense de origen paquistaní, Ali Rizvi, titulado El musulmán ateo. Un viaje de la religión a la Razón (St. Martin’s Press, Nueva York, 2016), que trata del crecimiento del ateísmo en el mundo musulmán de hoy, algo que la profesora Soage no comparte del todo.

El ateísmo crece en las comunidades islámicas o, cuando menos, se hace más visible, comienza diciendo la profesora Soage. En la última década han aparecido organizaciones de exmusulmanes no sólo en países occidentales (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Estados Unidos, Nueva Zelanda), sino también en otros de mayoría musulmana, como Marruecos, Argelia, Pakistán, Irán y Arabia Saudí. Sin embargo, muchos ateos prefieren mantener un perfil bajo para evitar el rechazo de su familia y de la sociedad, la violencia de integristas justicieros y, con frecuencia, la persecución de las autoridades. En efecto, los apóstatas pueden ser condenados a muerte en varios países (Arabia Saudí, Irán, Afganistán, Sudán), y en casi todos los demás existen leyes que castigan la blasfemia con multas y penas de cárcel. Incluso Estados supuestamente moderados como Marruecos, Egipto e Indonesia encarcelan a los críticos del islam.

Además, los activistas exmusulmanes son acusados de formar parte de una conspiración «cruzado-sionista» para destruir el islam, o denigrados como «tíos Tom» u «Oreos» (marrones por fuera, blancos por dentro). En estas circunstancias, no es sorprendente que muchos de los que se han convertido en personalidades mediáticas −como el egipcio Hamed Abdel Samad, el palestino Waleed al-Husseini, el iraquí Faisal Saeed al-Mutar, o el autor que nos ocupa, Ali Rizvi− vivan en países occidentales. Ni que se sientan atraídos por el controvertido y militante «nuevo ateísmo» de Richard Dawkins, Sam Harris, Daniel Dennett o el ya desaparecido Christopher Hitchens. Su principal arma son los medios sociales, que les han permitido difundir su crítica del islam, crear redes de apoyo para otros apóstatas y organizar campañas de concienciación como #ExMuslimBecause, que se hizo viral tras su lanzamiento en noviembre de 2015: en dos semanas, la etiqueta fue utilizada más de cien mil veces.

Con más de 43.600 seguidores en Twitter, Ali Rizvi es una figura prominente del colectivo exmusulmán. Nacido en el seno de una familia pakistaní de clase media en la década de los setenta, pasó varios años de su infancia en Libia y Arabia Saudí, donde sus padres trabajaban como médicos. Él mismo estudió Medicina en Canadá, su país de adopción, pero en los últimos años se ha orientado hacia la escritura, siendo un colaborador habitual de la edición internacional de The Huffington Post. The Atheist Muslim. A Journey from Religion to Reason (El musulmán ateo. Un viaje de la religión a la razón) es su primer libro, y tiene varias lecturas. En primer lugar, es una narración de la experiencia personal del autor, que pretende ser la voz de quienes no pueden hacerse oír. Es, asimismo, un ataque contra la religión desde la perspectiva del «nuevo ateísmo». Finalmente, es un alegato contra dos posturas dominantes en el debate sobre el islam en Occidente tras el 11-S: la xenófoba y la apologista.

Rizvi repasa los episodios que marcaron su periplo «de la religión al ateísmo». Recuerda una visita a familiares en Londres para despedirse de su prima de tres años, que se moría de leucemia, y su cólera infantil contra ese Dios supuestamente «clemente y misericordioso» por someter a la niña a semejante suplicio. Evoca una inspección de la escuela para hijos de expatriados en que estudiaba en Riad, durante la cual un funcionario advirtió que los copos de nieve de papel que habían hecho los pequeños para las decoraciones de Navidad tenían seis puntas (¡como la estrella de David!) y procedió a cortar una de las puntas de cada uno de ellos. Y señala que sus padres intentaron convencerlo de que los aspectos más inaceptables del islam saudí son costumbres locales, pero no tardó en descubrir que el Corán los sanciona, imponiendo castigos como la decapitación de los infieles (8:12-13) y la amputación de la mano del ladrón (5:38), autorizando la violencia doméstica (4:34), aconsejando evitar la amistad de cristianos y judíos (5:51) y un largo etcétera.

El joven Rivzi decidió que son los musulmanes moderados, y no los extremistas, quienes interpretan la religión de manera selectiva. Observó que, desde la perspectiva extremista, las ambigüedades y contradicciones desaparecen, puesto que el islam predica la solidaridad hacia otros musulmanes y la hostilidad hacia los no musulmanes. Y llegó a la conclusión de que su familia y amigos no son buenas personas debido a su fe, sino a pesar de ella, puesto que en la práctica adaptan los textos sagrados a su sentido moral, y no al revés. Por otra parte, su interés por la ciencia lo llevó a ver en la religión un vestigio del pasado y un obstáculo al progreso. Por fin, abandonó el islam «por honestidad intelectual», y tras el 11-S decidió que denunciarlo se ha convertido en una necesidad apremiante porque, en su opinión, el terrorismo es una consecuencia «inevitable» de seguir sus mandatos.

The Atheist Muslim presenta una crítica acertada, aunque no demasiado original, de la religión en general y del islam en particular, desmintiendo ciertos mitos que difunden los apologistas. Revela, por ejemplo, sus manipulaciones de los textos, como la aleya «Quien matara a una persona es como si hubiese matado a toda la humanidad» (5:32), que se cita a menudo para ilustrar la naturaleza pacífica del islam. La misma aleya puntualiza «a menos que [esa persona] hubiera matado o sembrado la corrupción en la tierra», mientras que la siguiente proclama: «La retribución a quienes hacen la guerra a Dios y a Su enviado y siembran la corrupción en la tierra es que sean muertos, o crucificados, o amputados de manos y pies opuestos, o desterrados del país» (5:33). Rizvi afirma que esta y otras muchas aleyas explican las acciones de los terroristas. Reconoce que la fe no es el único factor que los empuja a la violencia, pero la juzga fundamental.

No obstante, el autor concede que la inmensa mayoría de los musulmanes no practican ni apoyan el terrorismo, y en su día a día consiguen compatibilizar el islam con su realidad cotidiana dondequiera que vivan. Para ello, realizan una lectura selectiva de sus fuentes y justifican sus mandatos más controvertidos como apropiados para una época determinada que ha quedado en el pasado. El proceso es similar al que se produjo dentro del judaísmo y el cristianismo, cuyos textos sagrados no tienen nada que envidiar del Corán en términos de violencia, misoginia e intolerancia. La tendencia global hacia el individualismo, que no excluye al mundo musulmán, convierte la religión en un asunto privado y opcional que muchos retienen como fuente de inspiración o consuelo. ¿Qué inconveniente tiene esta acomodación a nuevas realidades y valores? Rizvi opina que tal «disociación cognitiva» es insostenible, aunque tenga su utilidad porque representa una admisión tácita de que existe un problema con el islam.

En cualquier caso, Rizvi mantiene que la solución de ese problema no es la reforma, que no sería posible debido a los dos dogmas centrales de la religión musulmana: el Corán es considerado divino e infalible, y el profeta Muhammad, el ser humano más perfecto que jamás haya vivido. Para ilustrar este último punto, relata que en Arabia Saudí no puede argumentarse a favor de una edad de consentimiento sexual que proteja a las menores, porque ello implicaría una crítica del profeta, que se casó con Aisha cuando esta tenía seis años y consumó el matrimonio cuando tenía nueve. Olvida mencionar que la mayoría de los países musulmanes han establecido edades de consentimiento sexual comparables a las de los países occidentales1y que, además, no implementan los castigos corporales que ordena el Corán (azotes, amputaciones, crucifixiones, etc.). Eso los hace menos literalistas, pero, ¿son menos musulmanes? ¿Debemos entender el islam como algo rígido e inmutable?

El principal reproche que puede hacerse a The Atheist Muslim es precisamente que reduce la religión musulmana a su versión más literalista, conservadora e intolerante, y pasa a declararla incompatible con los valores del mundo moderno. Aunque no debemos juzgar a Rizvi demasiado duramente: en las últimas décadas se han difundido interpretaciones islamistas y salafistas del islam que Estados como Arabia Saudí o Qatar han visto en su interés promocionar, y que se caracterizan por el literalismo, el conservadurismo y la intolerancia. Pero también han aparecido lecturas alternativas, especialmente entre los musulmanes asentados en Occidente, que no deben responder ante las autoridades religiosas y políticas que dificultan el cambio en países de mayoría musulmana. Así, por ejemplo, utilizan la exégesis para realizar interpretaciones del islam compatibles con la igualdad entre los sexos. Quizás el enfoque de Rizvi nos parezca más honesto, pero, ¿es más productivo? ¿Acaso podemos pretender que todos los musulmanes lo imiten y abandonen su fe?

Rizvi recurre a una metáfora médica para responder a esta cuestión: su objetivo, explica, no es hacer que los fumadores dejen el tabaco, sino prevenir que los jóvenes adquieran el hábito. En otro punto, afirma que el mundo musulmán vive un Siglo de las Luces y compara a aquellos que defienden la libertad de expresión, desafían a las autoridades religiosas y desmontan los dogmas del pasado con los revolucionarios de la Europa del siglo XVIII que se alzaron contra la teocracia, la irracionalidad y la superstición. Y es indudable que está produciéndose un gran cambio debido a la globalización y las nuevas tecnologías, que exponen a los musulmanes a más información y nuevas ideas. Como consecuencia, muchos aspiran a obtener los derechos y las libertades que se disfrutan en los países occidentales y, en ocasiones, adoptan una actitud más crítica hacia la religión. Sin embargo, la experiencia de Occidente muestra que el ateísmo no es un prerrequisito para el cambio social, ni resulta automáticamente del mismo.

En relación con el debate sobre el islam en Occidente, Rizvi rechaza las dos posturas que considera dominantes. La xenofobia de la derecha populista es éticamente repugnante, puesto que culpa a toda una comunidad de los crímenes de una pequeña minoría y amenaza a cualquiera cuyo aspecto físico se asocia con los países musulmanes. En el otro extremo está la postura apologista de ciertos sectores de la izquierda, que se basa en otro populismo: el de atribuir todos los males del mundo al imperialismo occidental y ver a los terroristas musulmanes como víctimas que reaccionan al mismo. La denominada «izquierda regresiva» apoya incluso a grupos o regímenes islamistas que tienen un discurso antioccidental, a pesar de sus posiciones contrarias a valores fundamentales de la izquierda como la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la igualdad entre los sexos. Rizvi denuncia, asimismo, a quienes utilizan el término «islamofobia» como arma arrojadiza para acallar cualquier crítica del islam, por legítima que sea, y defiende una postura laica y liberal que permita practicar el islam libremente, pero también atacarlo.

The Atheist Muslim da voz a un colectivo a menudo desconocido, y no es difícil simpatizar con su autor, aplaudir su trayectoria intelectual y creer en sus buenas intenciones, concluye diciendo la profesora Soage. Pese a ello, podemos cuestionar su lectura reduccionista del islam, que no refleja la práctica de la mayoría de los musulmanes, y su insistencia de que la religión musulmana es irreformable. La apertura del mundo musulmán a los debates contemporáneos ha provocado tensiones y conflictos, pero es bastante improbable que se produzca un abandono masivo de la fe. Si la cuestión principal es la promoción de los derechos universales, ¿por qué desdeñar los esfuerzos de quienes los buscan en los textos religiosos, por muy poco convincentes que nos parezcan sus argumentos? Por otro lado, Rizvi señala con acierto que proteger a los musulmanes del racismo no significa que no deban criticarse ciertos aspectos del islam. Y un grupo de lectores, los jóvenes de origen musulmán que se plantean preguntas sobre la religión, encontrarán en la lectura de la obra aliento y guía.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



Harendt





Entrada núm. 3723
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)