El filósofo George Santayana
Del filósofo español George Santayana (1863-1952) solo he leído "Platonismo y vida intelectual" (Madrid, Trotta, 2006), hace ya catorce años, y confieso que a pesar de su corta extensión -no llega al centenar de páginas- se me hizo de difícil lectura. Hace unos días, curioseando por Internet, me encuentro con un interesante artículo del también filósofo y profesor Daniel Moreno [Revista de Libros, 29/5/2019] con el título del epígrafe, reseñando dos recientes publicaciones sobre ese notable, y casi desconocido para sus compatriotas, pensador español: "Democracia, islam, nacionalismo" (Madrid, Deliberar, 2018), de Ignacio Gómez de Liaño, y "Siete tipos de ateísmo" (Madrid, Sexto Piso, 2018), de John Gray.
"Sirvan estas notas -comienza diciendo Daniel Moreno- para destacar una curiosa coincidencia que acaso tenga carácter de síntoma: en el tráfago de las tan necesarias novedades editoriales, he aquí que dos de ellas dan notas de fondo que armonizan entre sí. Nada menos que dos insignes profesores ya jubilados –suficientemente conocidos y muy prolíficos ambos–, Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, coinciden en mostrar una de sus fuentes de inspiración, la del filósofo madrileño Jorge Santayana, más conocido quizá como George Santayana. Dado que seguramente los dos libros habrán merecido reseñas de forma independiente, me centraré en los puntos de contacto entre ellos, que van más allá del citado Santayana.
En efecto, en el contexto del ambicioso proyecto interpretativo sobre las distintas religiones políticas que Ignacio Gómez de Liaño lleva a cabo en Democracia, islam, nacionalismo, dos de sus capítulos están dedicados a don Jorge. En el primero de ellos, «La clave gnóstica del puritano», Gómez de Liaño da a conocer su lectura de la famosa novela de Santayana El último puritano (1935) –cuya reedición, por cierto, es muy necesaria– como ejemplo del planteamiento gnóstico llevado a sus últimas consecuencias y tan presente en el puritanismo calvinista de Estados Unidos. El segundo ensayo, «La clave poética del cristianismo», se centra en La idea de Cristo en los evangelios (1946) y, en general, en la lectura poética que Santayana hace del cristianismo y que le permite escapar de los dilemas de la interpretación literal protestante de la Biblia, tan alejada de la tradición católica, y centrarse en la experiencia de la autotrascendencia.
El último libro de John Gray, Seven Types of Atheism (2018), rápidamente traducido al español, por su parte, incluye a mister Santayana dentro del sexto tipo de ateísmo, «el ateísmo sin progreso», junto a Joseph Conrad. Es más, puede decirse que Santayana es el autor más influyente en este libro del profesor Gray. De hecho, afirma que «rechazo las cinco primeras variedades [del ateísmo] y me inclino por las dos últimas, que son las de aquellos ateísmos encantados de vivir en un mundo tal cual es, sin dioses o con un Dios innombrable» (p. 18); y precisamente, de estas dos últimas variedades de ateísmo, Santayana se encuentra en la sexta, y Gray incluye en la séptima a dos pensadores decididamente relacionados con Santayana: Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; además, Gray acepta la lectura de Spinoza que Santayana dio a conocer en su famoso texto «Religión última» (1932). Hay que añadir que, puesto que gran parte del libro está integrado por autores anglosajones, no podía faltar Bertrand Russell, en cuya exposición Gray recuerda también la decisiva influencia que tuvo en él la reseña santayaniana de sus Ensayos filosóficos («La filosofía de Mr. Bertrand Russell», de 1913). Puede decirse, por tanto, que Santayana sobrevuela el último libro de Gray. Una pena que no haga referencia al libro de Santayana La idea de Cristo en los evangelios (1946), algo que sí hace Gómez de Liaño, a quien acaso debería leer, dado que ambos comparten muchos presupuestos.
¿Y quién es ese Santayana, con nombre bilingüe, que así aflora a modo de punta de iceberg en estas dos novedades editoriales? Pues ya todo un clásico, como irá argumentándose, y como muestra el hecho ahora remarcado. Nacido en Madrid en 1863, es sabido que Santayana fue educado en Boston por razones familiares; que fue profesor en la Universidad de Harvard durante veinte años, completando sus estudios en Berlín y en Cambridge; que, en 1912, tras la muerte de su madre, abandonó la universidad y América para viajar por Europa mientras leía y escribía plácidamente, ajeno por completo a todo gueto filosófico y nacional; que visitó España regularmente hasta 1930 y que mantuvo siempre su pasaporte español; que la Primera Guerra Mundial lo atrapó en Oxford y la Segunda Guerra Mundial en Roma, donde había establecido su residencia preferente en 1925 y donde murió en 1952. Santayana mismo resumió su vida de este modo: «Tres son los lazos que ahogan la filosofía: la Iglesia, el tálamo y la cátedra. De la primera escapé en mi juventud; nunca entré en el segundo y, tan pronto como me fue posible, escapé de la tercera». En filosofía ocupa un lugar excéntrico, porque se mantuvo fiel a la tradición humanista y moderna, nada escolástica, y muy mundana. Su brillante y fluido estilo enlaza con el de John Locke y David Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Baruch Spinoza y Arthur Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la ciencia, aunque no sintió la necesidad, como otros, de refugiarse en lo irracional, en la metodología científica o en lo pseudocientífico a modo de autodefensa. También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza.
El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por Santayana desde dentro. Estos dos flancos son los que destacan en el acercamiento a él que llevan a cabo Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, respectivamente. Vuelven a Santayana como a un autor clásico, siempre sorprendente, siempre iluminador, el recorrido por las páginas que escribió nunca deja de aportar alguno de esos «átomos de luz» de los que Santayana habló en su póstumo «El testamento del poeta». Porque el filósofo, en efecto, arroja luz –o, mejor, lucidez– a una época que, a fuer de invocar la oscuridad, está volviéndose ciertamente tenebrosa.
Las casi quinientas páginas que componen Democracia, islam, nacionalismo son arriesgadas, a veces de trazo grueso, pero muy necesarias. Su hilo conductor es el concepto de religiones políticas, conjunto en el que Gómez de Liaño incluye el comunismo marxista, el fascismo de Mussolini, el nacionalsocialismo de Hitler y el islam. Su motivo conductor viene expuesto al final del Prólogo: «contribuir a poder llevar adelante nuestras vidas de la forma más civilizada posible» (p. 17). Tras analizar los tres primeros tipos de religiones políticas –interpretados, por cierto, de modo muy parecido al del profesor Gray–, el libro dedica sus más de doscientas páginas centrales a la que es su aportación más relevante, y la que entraña mayor riesgo: el islam, partiendo de un exhaustivo repaso a la vida de Mahoma, un acertado resumen del Corán –quizá una de las conclusiones a sacar sea la necesidad de volver a leer ese libro, nunca del todo ajeno a las culturas mediterráneas del norte– y la dificultad que supone en la actualidad ser apóstata en los países musulmanes, sin olvidar la llamativa conexión que establece entre el islam radical y la reforma luterana-filosofía alemana. De esta parte, me gustaría alabar la memoria de su autor cuando trae un recuerdo seguramente incómodo: la connivencia y el aplauso que el todavía presente en ciertos ámbitos Michel Foucault mostró con el ayatolá Jomeini cuando este instauró una república islámica en Irán. También afea al papa sus tibios comentarios, entendidos como condescendientes, en torno a los atentados terroristas perpetrados por islamistas radicales. Por mi parte, objetaría algo al presupuesto de Gómez de Liaño según el cual la historia del islam se encuentra in nuce en la personalidad de Mahoma. Creo, más bien, que el origen de los movimientos culturales no explica suficientemente por sí mismo su desarrollo posterior, alimentado habitualmente por otros múltiples y a menudo contradictorios arroyos.
Los capítulos quinto y sexto son los dedicados a Santayana, y concluyen que «la clave poética con que Santayana nos presenta al Jesucristo de los Evangelios tiene la virtud de desmontar la clave gnóstica que explica la génesis y esencia del cristianismo y con él la tradición luterano-calvinista a cuyos pechos se criara el puritanismo. Esa clave poética del cristianismo, que tanto honor hace a la libertad y la apertura de la imaginación, a la ecuación de imaginación-amor, tiene también la virtud de desarmar el militarismo, fatalismo y belicismo que impregna la ideología político-religiosa predicada por Mahoma» (p. 324). Tras el solaz santayaniano, el libro muestra su rostro más apegado a las discusiones políticas recientes al tratar el nacionalismo, especialmente el catalán, y la democracia, de la que Gómez de Liaño se declara partidario siempre que se reforme desde dentro (como se recordará, ya en el año 2008 publicó su libro Recuperar la democracia). Sin duda el lector se sentirá apelado por estas secciones, de estilo muchas veces periodístico, de un aroma sutilmente orteguiano. En la antropología que cierra el libro, destaco la referencia que aparece al libro La dignidad real y la educación del rey, de Juan de Mariana, referencia que no ha de extrañar, por otra parte, al conocedor del muy documentado, y valiente, libro anterior de nuestro autor: El Reino de las Luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo.
Cierto desapego, algo de indefinición y mucho de divertimento caracterizan la clasificación que John Gray lleva a cabo de los distintos tipos de ateísmo en su libro Siete tipos de ateísmo. No de otro modo puede abarcar un tema de suyo tan complejo y tan resbaladizo, teniendo en cuenta, además, que gran parte del texto está ocupada por anécdotas biográficas de los autores más relevantes, y que establece paralelismos históricos que, en coherencia con su crítica a la idea de progreso cultural lineal, descoyuntan literalmente los planteamientos usuales. Qué haya de entenderse por teísmo, qué por ateísmo, por teología, por religión, o religiones, se da a cada paso por sobreentendido, a pesar de los distintos matices presentes evidentemente en cada contexto.
Buena muestra de ello es la propia clasificación, nada intuitiva, que establece Gray, y los autores que incluye en cada uno de los siete tipos:
1) Como «nuevo ateísmo» entiende probablemente el de su compatriota Richard Dawkins y el del estadounidense Sam Harris (seguramente también el del francés Michel Onfray, del que habla en el capítulo segundo, el de los transhumanistas del capítulo tercero, y el de otros autores del siglo xx que cita aquí y allá), a los que les desvela que su posición es heredera del positivismo de Auguste Comte y que olvidan que el flanco realmente débil de la religión no es la ciencia, sino enfrentar el cristianismo con la personalidad histórica de Jesús, una tesis bastante cuestionable dado que, como en el caso de Mahoma, no todo lo que conocemos como cristianismo puede rastrearse hasta el Jesús histórico.
2) En el «humanismo secular» incluye Gray a quienes confían en el progreso de la humanidad, como John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche o Ayn Rand (muy clarificador todo lo que cuenta de esta última y de su influencia en Estados Unidos.
3) Bajo el epígrafe «fe en la ciencia» se encuadran el ateísmo de los naturalistas evolucionistas inspirados en Darwin (oportuna la insistencia en el carácter no finalista de la selección natural à la Darwin, dado que la naturaleza no es una diosa, y el cuidado con que Gray distingue a Darwin de sus seguidores racistas supuestamente científicos, otro ejemplo más de que el origen no agota el ser), ilustrados como David Hume o Voltaire, los seguidores de Franz Anton Mesmer, el materialismo dialéctico y el transhumanismo de Raymond Kurzweil o el superventas Yuval Noah Harari.
4) En el apartado de «religiones políticas» sitúa Gray, como Gómez de Liaño, al gnosticismo, a los anabaptistas que se hicieron fuertes en la ciudad alemana de Münster, los jacobinos, los bolcheviques, los nazis, los maoístas y los liberales colonialistas (muy interesado se muestra Gray en recordar la barbarie que los belgas sembraron en el Congo con el nombre de civilización).
5) Como «odio a Dios» califica al ateísmo del marqués de Sade, de Fiódor Dostoievski y de William Empson.
6) El «ateísmo sin progreso» correspondería al ateísmo de George Santayana y del novelista polaco Joseph Conrad. Para Santayana se centra sobre todo en Dominaciones y potestades, Platonismo y vida espiritual y Soliloquios en Inglaterra, obras todas ellas disponibles en castellano en ediciones recientes; afirma Gómez de Liaño, entre otras cosas, que «la combinación de una visión subjetiva del valor con un ideal contemplativo que propugnó Santayana es ciertamente excepcional. Casi todos los que han atribuido importancia a la contemplación lo han hecho porque creían (como Platón o el primer Russell) en una realidad superior a la que esa contemplación daría acceso. Santayana no tenía creencia alguna de ese tipo. Él valoraba la contemplación porque le permitía tener una visión lúcida del único mundo que existe: el mundo de la materia» (p. 177).
7) Finalmente, el «ateísmo del silencio» es el de Arturo Schopenhauer, el de Baruch Spinoza o el de Lev Shestov y su seguidor Benjamin Fondane, ya en el siglo xx.
Como se ve, son muchas, y llamativas, las coincidencias entre nuestros dos autores, aunque la más llamativa siga siendo su vuelta a Santayana como fuente de inspiración para entender nuestra época y sus raíces. Ambos aceptan el concepto de religiones políticas, si bien Gómez de Liaño se centra en el islam y Gray en el cristianismo; interpretan del mismo modo los totalitarismos del siglo pasado y tienen, por cierto, muy en cuenta el movimiento anabaptista alemán al que se enfrentó Lutero. Cada cual tiene también sus olvidos, pero no es cuestión de recordarlos ahora, ya que cada lector echará en falta los que él mismo considere relevantes. Gray no duda, sin embargo, en adscribirse al liberalismo, así como Gómez de Liaño se declara demócrata. Pero se trata de compañeros de viaje bastante incómodos, ya que critican desde dentro su propia corriente. Algo que el propio Santayana hizo con gran maestría: cercano a todos, buen interlocutor, insuperable intérprete, pero desasido y cruel como la misma verdad.
Dado el enfoque de gran angular que ambos pensadores, ya provectos (en 1946 nació Ignacio Gómez de Liaño, que ha ejercido la docencia en la Universidad Complutense; en 1948 nació John Gray, que ha dado clases en Oxford y en la London School of Economics), aplican en sus respectivos libros, y teniendo en cuenta que ellos mismos son conscientes de haber adoptado un estilo no estrictamente académico para deliberar con la palabra y con el argumento en la plaza pública, se recomienda a los lectores acaso ingenuos no caer en la fácil trampa de aislar ciertas frases del contexto y encontrar en ellas afirmaciones supuestamente falsas, tergiversaciones aparentemente obvias o fácilmente rebatibles. Lo que ambos autores tienen en mente es otra cosa: buscan similitudes allí donde no se esperan, por más sorprendentes que resulten. Las más comunes las dan por sabidas, y por eso las cuestionan. Muy santayaniana resulta también esa salida del ámbito académico y la adopción del papel de filósofos mundanos, función esta de larga tradición histórica, por más que quede en tercer plano en las historias habituales del pensamiento.
Finalizada la lectura de Democracia, islam, nacionalismo y de Siete tipos de ateísmo, se me viene a la mente la imagen de los dos autores situados cada uno en el extremo de un puente. Tantas cosas en común –generación, talante, profesión, ideas, Santayana–, tanto por hablar y por compartir. Basta animarlos a que caminen, se acerquen, se sienten y compartan una taza de té. Y nadie mejor para romper el hielo y dar comienzo al diálogo que Santayana, fuente filosófica común de ambos, en tanto que pensador clásico del pasado siglo. Precisamente el texto que propuse para la placa que recuerda el lugar donde nació en Madrid presenta a Santayana como lugar de diálogo; quien se acerque en Madrid a la calle Ancha de san Bernardo, número 67, podrá ver el rombo del Plan Memoria de Madrid y leer que «Aquí estuvo la casa donde nació en 1863 el filósofo, poeta y novelista Jorge Santayana, cuya vida y obra fueron un diálogo entre las culturas latina y anglosajona».
De hecho, a Santayana le encaja muy bien la metáfora de ser un puente que permite transitar a gente discreta de América y gente discreta de Europa, personas unidas por tener intereses excéntricos respecto a sus culturas de origen. Un lugar que permite no sólo cruzar de un lado al otro, sino pararse a conversar y a leer lo que escriben los demás. Nada de extraño tiene, por cierto, que ese puente pase por México y por Argentina, donde Santayana fue un pensador conocido y respetado durante décadas. Por eso me parecen muy santayanianos los antiguos puentes que la gente usaba no sólo para caminar sino para vivir: puentes con viviendas adosadas a ellos. Santayana sería, así, un puente filosófico entre Europa y Estados Unidos; en este caso, entre el español Ignacio Gómez de Liaño y el británico John Gray. El lugar de encuentro podría ser Roma, donde Santayana pasó sus últimos años, y ciudad única, donde se viaja ampliamente en el tiempo moviéndose ligeramente en el espacio. ¿De qué hablarían? De muchísimas cosas. El Brexit, Gibraltar, y quién sabe de qué más.
Me gustaría, con todo, no cerrar estas notas sin aludir a otra muestra de que Santayana es un clásico para nuestro tiempo. Animo al lector a que realice esta experiencia: leer el libro de Santayana que la meritoria editorial ovetense KRK ha rescatado en 2018, La tradición gentil en la filosofía americana (1911), como muestra del «fuego pálido» santayaniano del que Ramón del Castillo habló hace años en Revista de Libros. Y la premiada película Green Book (2018), de Peter Farrelly. Verá que un libro sobre las dos principales tendencias culturales norteamericanas puede explicar una película que enfrenta a los cultos sureños de Estados Unidos, que mantienen una tradición ya muerta, y al vivaz fruto del Bronx neoyorquino, savia nueva e híbrida para un país joven. Y que una película actual puede iluminar un libro escrito hace más de cien años, muy lejos, por tanto, de haber caducado".
El profesor Daniel Moreno
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