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domingo, 5 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Nuestra hora más gloriosa



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Estamos ante una crisis de proporciones históricas, -escribe en el Especial dominical de hoy [Nuestra hora más gloriosa. El País, 30/3/2020] Javier Solana, Distinguished fellow en la Brookings Institution, presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE, político, físico, embajador y profesor español-, que solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras.

"Como algunos lectores ya sabrán, -comienza diciendo Solana- actualmente me hallo ingresado en un hospital madrileño, tras haber dado positivo en la Covid-19. Mi recuperación está siendo lenta, pero las perspectivas son alentadoras. Aunque encontrarme físicamente aislado de los míos no resulta agradable, el consuelo es que en pleno siglo XXI no faltan recursos para permanecer socialmente conectados. Además, siempre nos quedará deleitarnos con los pasatiempos culturales de toda la vida, como escuchar música, leer y, sí, también escribir.

Durante largas horas he recurrido a un ilustre acompañante para sobrellevar el confinamiento: sir Winston Churchill. La figura del primer ministro británico siempre me ha fascinado, y estos días he podido descubrir nuevos detalles sobre su vida gracias a una extraordinaria biografía escrita por el historiador británico Andrew Roberts. El afán de resistencia del que hizo gala Churchill durante la II Guerra Mundial supone una fuente inagotable de inspiración, particularmente valiosa para los tiempos que corren. Su carácter y su historial —sin duda, complejos— nos recuerdan que el heroísmo no está reñido con las imperfecciones, que la clarividencia no está reñida con las contradicciones y que el coraje no está reñido con las indecisiones. Personajes como el de Churchill merecen ser reivindicados, sin que ello implique mitificarlos.

En la guerra personal que muchos estamos librando ya contra el coronavirus, y por la que desgraciadamente muchos otros habrán de pasar, es seguro que nos tocará poner la sangre, el esfuerzo, las lágrimas y el sudor que en su día prometió Churchill. Pero también deberemos tratar de emular su entereza de ánimo. El virus tal vez consiga entumecer nuestros sentidos del olfato y del gusto, pero no tiene por qué poder con nuestro sentido del humor.

Desde un punto de vista colectivo, resulta también lógico que nos fijemos en estos momentos en el Reino Unido de Churchill. Numerosos dirigentes vienen afirmando que nuestros países están en guerra contra la pandemia, y en cierta medida no les falta razón. Como en cualquier guerra, necesitamos movilizar todos los recursos del Estado, y promover con renovado ímpetu una serie de valores cívicos, como el sentido del deber, la camaradería y el servicio público de todos y para todos. A este respecto, quiero acordarme muy especialmente de los profesionales sanitarios que, en España y alrededor del mundo, se están dejando la piel por combatir el virus y hacer más llevadero el sufrimiento a los enfermos.

Nos encontramos ante una crisis de proporciones históricas y, por tanto, es legítimo abordarla a partir de referentes históricos. No obstante, si lo que estamos viviendo es una guerra, ciertamente no es una guerra al uso. La primera gran diferencia es que, en este caso, el enemigo es compartido por el conjunto de la humanidad. La segunda es que la movilización de recursos públicos debe ir acompañada de una desmovilización del grueso de la población. Es importante tener en mente estas y otras peculiaridades, ya que temo que el lenguaje belicista pueda acabar por nublarnos la vista y hacernos caer en algunas trampas. Para conseguir evitar escenarios indeseables, permítanme añadir unas breves advertencias y matizaciones.

En primer lugar, la destrucción del virus requerirá liderazgos fuertes, pero no inflexibles. Que nuestros Estados y sus dirigentes dispongan de una amplia capacidad de maniobra no debe implicar que tengan carta blanca: ni ahora, ni cuando la tormenta amaine. Preservar al máximo las libertades civiles y asegurar la rendición de cuentas por parte de los gobernantes es un imperativo ético, pero también nuestro mejor mecanismo de defensa ante amenazas como la actual. Conviene tener siempre presente que estos atributos no debilitan a las sociedades, sino que enriquecen el debate público y, por tanto, incrementan las probabilidades de identificar los cauces de respuesta más convenientes.

En segundo lugar, existe el riesgo de que las apelaciones a la responsabilidad patriótica —que son oportunas y pertinentes— se confundan con manifestaciones de nacionalismo excluyente, de forma que veamos adversarios donde no los hay. No es momento de chivos expiatorios y caza de brujas. Tampoco de dar rienda suelta a instintos poco edificantes, sucumbiendo así al pánico. La crisis actual solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras. Todas las avenidas de cooperación internacional en materia científica y tecnológica deben ser exploradas, siempre desde un espíritu solidario, que en las circunstancias actuales coincide más que nunca con el interés propio. Al fin y al cabo, la clave para salir cuanto antes de esta situación es que la transmisión de recursos y buenas prácticas entre países sea más rápida que la transmisión del propio virus.

Por último, hemos de garantizar que, tras la victoria, que a buen seguro llegará, no nos toparemos con el paisaje socioeconómicamente desolador que dejan las guerras. Los esfuerzos de reconstrucción deben concebirse de manera preventiva, no reactiva, y la maquinaria de absorción del shock debe ponerse en marcha a pleno rendimiento inmediatamente. Tanto los Estados miembros de la Unión Europea como las instituciones comunitarias tendrán que comprometerse a hacer cuanto sea necesario al respecto, si quieren estar a la altura del reto. Conviene asimismo no descuidar el resto de organizaciones y foros multilaterales, cuya labor es imprescindible para diseñar una respuesta sólida y conjunta. A más largo plazo, será menester de todos no olvidar las múltiples virtudes de la globalización, que, por supuesto, merece ser repensada, pero no vilipendiada.

A lo largo de estas semanas nos jugamos mucho colectivamente, y algunos también a título personal. Hoy por hoy, tenemos pocas certezas sobre cómo será el mundo tras la pandemia, excepto que se erigirá sobre las palabras y los actos por los que optemos en estos instantes críticos. Haríamos bien, pues, en mirar de frente al mal que nos aqueja, pero sin perder de vista nuestro propio futuro y el que heredarán generaciones venideras. La humanidad ha superado pruebas más duras que esta, y las hazañas que precisamos ahora no son en absoluto equiparables a las de la II Guerra Mundial. Pero, tomando prestadas las palabras de Churchill, si esta no termina siendo “la hora más gloriosa” de nuestros respectivos países, al menos que sea la de cada uno de nosotros".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




Javier Solana


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 27 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La soberanía que de verdad importa





Los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, comenta Javier Solana, político, físico, embajador, profesor de universidad y una de las voces más prestigiosas del socialismo europea y español, que ha sido ministro de Cultura, portavoz del Gobierno, ministro de Educación y Ciencia, de Asuntos Exteriores, Secretario General de la OTAN, Alto Representante del Consejo Europeo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, y Comandante en Jefe de la EUFOR.

En su famoso “trilema político de la economía mundial”, comienza diciendo, el economista de Harvard Dani Rodrik expone un problema irresoluble: la integración económica global, el Estado-nación y la democracia son tres elementos que no pueden darse simultáneamente en su máxima expresión. A lo sumo, podemos combinar dos de los tres, pero siempre a expensas del restante.

Hasta hace bien poco, el Consenso de Washington que nació en los años ochenta —cimentado en principios como la liberalización, la desregulación y la privatización— representaba el canon económico por excelencia. Si bien la crisis de 2008 lo puso en jaque, los países del G20 convinieron evitar una respuesta proteccionista. Mientras tanto, la Unión Europea se mantenía (y se mantiene) como el único experimento democrático a escala supranacional, haciendo gala de avances prometedores, pero aquejado de múltiples déficits. En otras palabras, a nivel mundial se venía favoreciendo una integración económica anclada todavía en el Estado-nación, lo cual daba pie a que las dinámicas de los mercados internacionales relegasen a la democracia a un segundo plano.

Pero el año 2016 marcó un punto de inflexión, aunque aún no sepamos a ciencia cierta lo que ello comportará a largo plazo. Más allá de que haya surgido en China lo que ha venido a llamarse Consenso de Pekín, en el que algunos ven un modelo alternativo de desarrollo basado en un mayor intervencionismo estatal, fueron sobre todo el Brexit y la elección de Donald Trump los acontecimientos que catalizaron un cierto cambio de ciclo. “Let’s take back control” fue el lema que popularizaron los Brexiteers, mientras que muchos votantes de Trump expresaron su recelo ante el poder acumulado por Wall Street, actores transnacionales e incluso otros Estados en un escenario de hiperglobalización. Sería poco sensato desdeñar este diagnóstico, que suscribe en gran medida el propio Rodrik, por el mero hecho de estar en desacuerdo con el tratamiento que proponen Trump y algunos conservadores (¿o reaccionarios?) británicos. Ese tratamiento consiste en poner trabas a la globalización —eso sí, manteniendo intactos o incluso realzando otros ingredientes del Consenso de Washington, como la desregulación financiera— y en fortalecer la democracia a través del estado-nación.

En su primera intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente Trump pronunció un discurso de 42 minutos, en el que las palabras “soberanía” o “soberano” aparecieron un total de 21 veces. Es decir, la friolera de una vez cada dos minutos. En Europa, no es únicamente Reino Unido el que se encuentra inmerso en una deriva neowesfaliana, sino también otros Estados como Polonia y Hungría. Incluso el movimiento “independentista” catalán, comandado por una serie de partidos que en su mayoría no se sentirían cómodos con la etiqueta de “anti-globalización”, sigue una lógica similar de repliegue nacionalista.

Sin embargo, estos actores tienden a sobreestimar su capacidad de diluir la integración económica existente, afianzada por el vertiginoso desarrollo de las cadenas globales de valor en las últimas décadas. Resulta más plausible que, si dichos movimientos insisten en nadar contracorriente, lo que consigan diluir a mayor velocidad sea la influencia de sus respectivos Estados —o aspirantes a Estado— sobre la globalización. En resumidas cuentas, un aumento de soberanía formal puede implicar paradójicamente una pérdida de soberanía efectiva, que es la que de verdad importa. Trasladando esta reflexión al caso catalán, un movimiento pretendidamente independentista y soberanista podría terminar creando una sociedad más dependiente y menos soberana, que quedaría más a merced de las dinámicas internacionales.

Justo una semana después del discurso de Trump en la ONU, el presidente francés Emmanuel Macron acudió a la Sorbona para presentar su visión sobre el futuro de Europa. Macron mencionó también en repetidas ocasiones la palabra “soberanía”, dejando claro que su modelo de Europa se asienta sobre esta noción. Pero, a diferencia de los populistas, el presidente francés apuesta por una soberanía efectiva e inclusiva, de alcance europeo, y apoyada sobre otros dos pilares maestros: la unidad y la democracia.

Otra de las tríadas que operan en el ámbito internacional hace referencia a las formas que tienen los Estados de relacionarse entre sí. Podemos decir que estas relaciones se vehiculan a través de tres ejes: cooperación, competencia y confrontación. Sería ingenuo aspirar a eliminar por completo ese elemento de confrontación que, desde los albores de la historia humana, ha estado siempre presente. No obstante, sí que es posible reducir su dosis aumentando exponencialmente sus costes de oportunidad, como bien ha demostrado la Unión Europea. Por desgracia, los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, poco dado a fomentar esos espacios comunes que permiten que la sociedad internacional goce de buena salud.

Que ciertos Estados aboguen por recluirse dentro de sus fronteras resulta anacrónico y contraproducente, pero sería un grave error por parte del resto de la sociedad internacional reaccionar con despecho, imponiendo estrictas cuarentenas ante el temor a un efecto contagio. El espíritu de cooperación, junto con una competencia constructiva, debe vertebrar las relaciones entre todos los actores que dispongan de legitimidad internacional. Es preciso resistir la tentación de aplicar este principio a la carta, ya que estaríamos olvidándonos de que, en aquellos Estados que han sucumbido a discursos reduccionistas, todavía existen amplísimos sectores de la ciudadanía que reivindican un enfoque aperturista. Pensemos en el 48% de votantes del Remain, o en el 49% de partidarios del “no” en el referéndum constitucional turco, y en la decepción que supondría para tantos ellos que la Unión Europea les diese la espalda.

El diálogo habrá de ser la seña de identidad de una sociedad internacional que esté a la altura de ese apelativo, que sea verdaderamente eficaz en la gestión de sus recursos compartidos, y que trate de resolver en conjunto problemas globales como la proliferación nuclear, el terrorismo y el cambio climático. Ese diálogo deberá producirse en el marco de una esfera pública común y democrática, si no queremos perpetuar las deficiencias del Consenso de Washington, que se revelaron con gran estrépito en el infausto año 2016. Si cultivásemos esa esfera pública común, disminuyendo la preeminencia del Estado-nación, podríamos desplazarnos paulatinamente hacia el lado menos explorado del triángulo que dibuja Rodrik: el de la democracia global.

Desde luego, este objetivo se antoja difícil de alcanzar, pero el desarrollo tecnológico y la multiplicación de sinapsis económicas y culturales hacen que no sea una quimera. En este sentido, la Unión Europea ha sabido abrir una nueva senda, y lo que se antoja más difícil es renunciar a la oportunidad de recorrerla.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 5 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El reverso de la ampliación euroatlántica





Cuando Javier Solana (1942) habla de Europa creo que merece la pena escucharle. Pocos políticos españoles del siglo XX pueden presumir de un currículum como el suyo: físico, profesor de universidad, embajador, exministro de Cultura, Educación y Ciencia, Asuntos Exteriores, Portavoz del gobierno, Secretario General de la OTAN,  Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, Comandante en Jefe de la EUFOR. Y ahora, distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

Habitualmente, nos tomamos la licencia retórica de equiparar a la UE con Europa, lo que nos lleva a pasar por alto algunos matices, comentaba en un reciente artículo, criticando el populismo de que hacen gala los gobiernos de Polonia y Hungría. Vista desde una perspectiva histórica, añadía al comienzo del mismo, podría decirse que en realidad la UE encarna la antítesis de lo que ha sido Europa, al haber contribuido a romper con siglos de violentos conflictos entre sus actuales Estados Miembros. En términos geográficos, es cierto que las sucesivas adhesiones a la Unión le han permitido reflejar algo más fielmente la extensión que suele atribuirse al continente europeo, pero todavía perduran algunos desajustes. Además, el Brexit nos ha recordado algo fundamental: esta tendencia expansiva no es irreversible, y la propia existencia de la UE —en tanto en cuanto se trata de una construcción política— no puede darse por sentada.

Existen dos dinámicas primordiales que han marcado la trayectoria de la UE y, anteriormente, de las Comunidades Europeas. Por un lado, la integración se ha hecho cada vez más profunda, y por el otro, los beneficios de esta integración se han extendido a un número cada vez mayor de Estados. La caída del muro de Berlín hizo que surgiesen nuevas oportunidades, que se convirtieron en retos mayúsculos. Ya no se trataba únicamente de incorporar a Estados pertenecientes a la órbita Occidental, sino de ampliar tanto la UE como la OTAN a Estados que habían formado parte del Pacto de Varsovia. Desaparecida la Europa de Yalta, el objetivo era no volver a la Europa de Versalles.

La primera organización en abordar esta delicada empresa fue la OTAN, no sin antes alcanzar un acuerdo con Rusia que consiguió amortiguar el impacto, y que supuso el verdadero final de la Guerra Fría: el Acta Fundacional de 1997. Dos años después, la República Checa, Hungría y Polonia pasaron a formar parte de la OTAN y, en 2004, se adhirieron a la UE junto con otros siete Estados. Las tradicionales esferas de influencia parecían estarse superando, a medida que la UE veía reforzado su magnetismo a escala continental y global.

Como argumentó en su día Altiero Spinelli, autor del Manifiesto de Ventotene, el movimiento europeísta debía encontrar “una solución que no ignorase los sentimientos nacionales, sino que más bien les diese una manera de manifestarse libremente”. Para los países que se habían encontrado bajo el dominio soviético, la UE representaba —además de una garante de la democracia y de los derechos humanos— una vía de realización nacional. Por aquel entonces, se solía poner en valor que la integración europea no comporta una pérdida de soberanía de facto, sino justo lo contrario: la UE ofrece grandes ventajas a nivel socioeconómico y da pie a que sus Estados Miembros maximicen su capacidad de influencia en el escenario internacional.

Tras la desaparición del telón de acero, el Reino Unido y la Alemania reunificada fueron los principales motores europeos de la ampliación hacia el este, aunque por motivos claramente distintos. Mientras que los conservadores británicos pretendían frenar la profundización a través de la ampliación, el canciller Helmut Kohl consideraba que ambas dinámicas eran compatibles, y a grandes rasgos así fue hasta bien entrado el siglo XXI. Por desgracia, los resultados en dos de los cuatro referéndums sobre la Constitución Europea, que se celebraron un año después de la ampliación de 2004, pusieron en tela de juicio esta compatibilidad. Las alusiones despectivas e injustificadas a los “fontaneros polacos” calaron hondo especialmente en Francia, que rechazó el ambicioso proyecto constitucional junto con los Países Bajos. Este revés sumió a la UE en una cierta desorientación que, pese a verse mitigada temporalmente por la firma del Tratado de Lisboa, fue a más tras el estallido de la crisis económica.

La figura de los “fontaneros polacos” hizo su aparición nuevamente durante la campaña del referéndum sobre el Brexit, lo cual no deja de ser paradójico. En el Reino Unido, que tan favorable se había mostrado a la ampliación de la UE, ahora se usaba a los trabajadores procedentes del centro y del este de Europa como chivo expiatorio. Siguiendo al pie de la letra lo que el sociólogo Anthony Giddens llamó “el escenario sonámbulo”, el Reino Unido decidió abandonar la UE sin que existiera un debate suficientemente informado sobre lo que estaba en juego. A falta de reflexión fundamentada, los estereotipos volvieron a campar a sus anchas, de tal forma que la decisión puede interpretarse como una cara B de la ampliación europea. B de Brexit.

Por su parte, los países más frecuentemente asociados a la controvertida noción de “nueva Europa” tampoco están exentos de contradicciones. El caso de Polonia es particularmente ilustrativo. A raíz de su reconciliación con Alemania, Polonia adquirió un papel protagonista en la esfera euroatlántica, complementando el eje francoalemán en lo que vino a conocerse como el “triángulo de Weimar”. Los réditos que obtuvo Polonia de su reposicionamiento geopolítico fueron impresionantes, y más aún cuando comparamos sus cifras macroeconómicas con las de un país como Ucrania, que siguió un camino muy diferente tras la disolución del bloque comunista. En 1990, el PIB per cápita de Ucrania superaba al de Polonia, pero las tornas se cambiaron hasta tal punto que en 2016 el PIB per cápita polaco estaba cerca de cuadruplicar al ucraniano.

Pese a todo ello, el gobierno polaco actual no reivindica los principios de una Europa verdaderamente “nueva” —esa que hemos ido moldeando a través de la integración europea— sino que ha aprovechado el momento de vulnerabilidad de la Unión para echar mano de un recetario cortoplacista y caduco. No es casualidad, al fin y al cabo, que el Presidente Trump eligiera visitar Polonia justo antes de dirigirse a la cumbre del G20. En otra inquietante paradoja, Polonia es hoy en día terreno fértil para los discursos anti-inmigración y, sumida en la nostalgia, fantasea con un repliegue nacional que le ha sido esquivo a lo largo de su historia. Para colmo de males, el gobierno polaco se encamina a instaurar un Estado iliberal en el seno de la UE, siguiendo los pasos de una Hungría en la que Viktor Orbán está cruzando múltiples líneas rojas en su afán de deslegitimar a las voces discrepantes.

El modelo de la UE se fundamenta en una serie de compromisos básicos que deben respetarse, y que fueron precisamente los que consiguieron atraer a los Estados procedentes de la antigua órbita soviética. Si bien todo avance sociopolítico tiene su reverso, lo mismo puede decirse de fenómenos como el auge del nacionalismo y el populismo alrededor del mundo.

Contraponiéndose a este auge, la UE puede recobrar el impulso, siempre y cuando sea capaz de confeccionar un relato legitimador que responda a las prioridades que tiene la sociedad europea hoy en día, y que afortunadamente difieren de las de hace 60 años. De ello depende no solo el futuro de la UE, sino el futuro de Europa.



Viktor Orban, primer ministro de Hungría



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miércoles, 26 de octubre de 2016

[Política internacional] El infierno de Siria



Sede de la Organización de las Naciones Unidas, Nueva York


Javier Solana de Madariaga (1942), es uno de los escasos políticos españoles contemporáneos que ha merecido con justicia el reconocimiento internacional. Y como suele ocurrir entre españoles, más por parte de extranjeros que por los de su propia tierra. Ha sido ministro de Cultura (1982-1988), Portavoz del Gobierno (1985-1988), ministro de Educación y Ciencia (1988-1992) y ministro de Asuntos Exteriores (1992-1995), Secretario General de la OTAN (1995-1999), Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea (1999-2009) y Comandante en Jefe de la EUFOR (1999-2009). Desde 1975 es profesor de Física del Estado Sólido en la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente trabaja en ESADE, impartiendo la Cátedra de Liderazgo y Gobernanza Democrática y con frecuencia escribe artículos de opinión para diversos medios y foros de opinión.

Javier Solana es un europeísta convencido. En el año 2012 ratificó esta postura mediante la firma del manifiesto promovido por el sociólogo Ulrich Beck y el eurodiputado Daniel Cohn-Bendit en el que se pide una reconstrucción "de Europa desde la base". El 17 de mayo de 2007 recibió el Premio Carlomagno de la ciudad de Aquisgrán, que distingue a personalidades por sus servicios a la unidad y el progreso de Europa y por su contribución a la paz. El 22 de enero de 2010 el rey Juan Carlos I le nombró caballero de la Orden del Toisón de Oro , la condecoración más preciada del mundo, como reconocimiento a su trayectoria diplomática.

Hace unos días publicó en el diario El País un detallado artículo sobre lo que está ocurriendo en Siria y sus consecuencias para la paz de la región al que tituló Un otoño más oscuro en SiriaEl desprecio por el derecho internacional humanitario, dice en él, la complejidad del juego de relaciones entre los actores en conflicto y el bloqueo entre EEUU y Rusia complican una solución a la guerra, una guerra en la que la diplomacia europea debe implicarse. Ojalá su voz sea escuchada. 

Cada día que pasa sin resolver el conflicto de Siria, sigue diciendo, la situación se hace más compleja y las perspectivas de futuro más oscuras. La tragedia que viven los habitantes de Alepo a diario es el máximo exponente de la sinrazón a la que se ha llegado. La ruptura de la última tregua, acordada entre Estados Unidos y Rusia, ha sido particularmente dura por tener lugar durante la Asamblea General de Naciones Unidas, con todos los líderes mundiales reunidos.

Hay tres aspectos especialmente dramáticos de la evolución de la guerra en Siria, añade, que harán más compleja la reconstrucción tras el fin del conflicto. En primer lugar, el desprecio por el derecho internacional humanitario. El bloqueo de la ayuda humanitaria y los ataques a civiles y lugares especialmente protegidos por la legalidad internacional, se han convertido en estrategias bélicas. No solo no se respetan las normas básicas sino que los lugares que más protección merecen son, precisamente, objetivos de guerra. Solo desde el pasado mes de abril hemos asistido a docenas de ataques a hospitales sirios y se ha impedido la llegada de ayuda humanitaria a poblaciones asoladas por los ataques. Lamentablemente, estos hechos —que pueden constituir crímenes de guerra— no son nuevos. Según la organización Médicos sin Fronteras, en 2015 sus instalaciones médicas en Siria sufrieron 94 ataques. Como consecuencia, 23 de sus trabajadores perdieron la vida y 58 resultaron heridos. A pesar de que, en el mes de mayo, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobara una resolución pidiendo el respeto del derecho internacional humanitario, los propios miembros permanentes se acusan respectivamente de vulnerarlo. En Alepo, muchos de los hospitales han tenido que cerrar por ser objetivos de la terrible ofensiva que está sufriendo la ciudad.

El segundo elemento a destacar, continúa diciendo, es el complicado mapa de actores que habrá que tener en cuenta para lograr la paz. La composición de las partes en el conflicto ha cambiado mucho desde el inicio, pero últimamente la fragmentación de los partidarios y detractores de Bachar el Assad se ha hecho más evidente. La decisión del grupo Jabhat al Nusra (ahora conocido como Jabhat Fateh al-Sham) de desvincularse de Al Qaeda, ha logrado que otras facciones rebeldes, que rechazaban sus vínculos con Al Qaeda, formen ahora alianzas con ellos. Este acercamiento entre los grupos les fortalece militarmente, a la vez que desdibuja la separación entre rebeldes y radicales.

Tristemente, añade más adelante, la reagrupación, junto con el debilitamiento de grupos rebeldes alejados de Al Nusra, ha brindado al régimen sirio la oportunidad de enfatizar que el Gobierno de Assad está librando una guerra contra el terrorismo en Siria. En el transcurso de la Asamblea General de Naciones Unidas, el ministro de exteriores sirio, Walid al-Mualem, acusó a Estados Unidos, y a la coalición de aliados, de ser cómplices de organizaciones terroristas y militantes del Estado Islámico. Mientras hace unos meses la discusión sobre cómo lograr la paz se centraba en la figura de Bachar el Assad, y su inclusión o no en un Gobierno de transición, actualmente las miradas están puestas en el antiguo Al Nusra. No obstante, entre los partidarios de Assad también hay divisiones y fragmentación. Actualmente hay, además del ejército ruso, una multitud de grupos sirios, iraquíes, iraníes y afganos que luchan en favor del régimen, pero manteniendo intereses distintos. Entre otros, Assad quiere mantenerse en el poder, Rusia demostrar su peso como gran potencia y su capacidad de resistir ante la oposición de Estados Unidos, e Irán quiere aumentar su arco de influencia en la región y lograr una salida al Mediterráneo. Con el fin del conflicto armado las distintas posturas serán aún más manifiestas.

El último gran obstáculo, dice poco después, en la senda hacia la paz en Siria es el bloqueo entre Estados Unidos y Rusia. La ruptura de tantas treguas durante los últimos meses ya indicaba la falta de confianza entre las partes. Pero, como ha señalado Dmitri Trenin, las consecuencias de esta última tregua vulnerada son aún más preocupantes: Estados Unidos y Rusia han roto las negociaciones bilaterales y pone en peligro los acuerdos nucleares entre ambos. Por el momento, tras haber sido acusado de cometer crímenes de guerra, Moscú ha suspendido el acuerdo sobre el uso del plutonio y ha condicionado la reanudación del mismo a la compensación por los daños que las sanciones por su actuación en Ucrania han causado al país.

Estados Unidos, añade, se encuentra en una situación de gran incertidumbre. Por un lado, la recomposición de los grupos rebeldes y la ruptura de las conversaciones con Rusia complica su participación en el conflicto; por otro, el breve tiempo que le queda a la Administración Obama hace casi imposible cualquier cambio de rumbo. La batalla por Alepo, de vital importancia para la eventual victoria de Assad, se está librando en pleno desarrollo de la campaña electoral norteamericana en la que la política exterior ha sido ensombrecida.

Tras más de cinco años de conflicto, sigue diciendo, no cabe pensar en replegarse sin lograr una solución. El nuevo mapa de actores complica las conversaciones de paz y desequilibra a las partes, sin embargo, no se puede perder de vista que todos los grupos, de una u otra manera, deben participar en el proceso de paz si se pretende que ésta sea estable y duradera. De igual modo, para reconstruir el Estado sirio, tendrán que depurarse las responsabilidades por los crímenes cometidos por todos los actores en el conflicto y éste será uno de los puntos más costosos de las negociaciones de paz. Para esta labor, se necesitan líderes comprometidos, dentro y fuera de las fronteras sirias. Las elecciones norteamericanas pueden ser decisivas, pero la experiencia de estos años de guerra nos demuestra que Estados Unidos y Rusia no están siendo capaces de lograr un acuerdo.

Los líderes europeos, concluye Solana, debieran implicarse en el desbloqueo de las negociaciones. Ha sido un error, por parte de los europeos, dejar pasar estos años sin una mayor implicación en unas conversaciones cuyo resultado es tan importante para nuestra seguridad y nuestros intereses, además de una responsabilidad frente a los ciudadanos sirios. La Unión Europea tiene que desplegar ahora toda su capacidad diplomática y humanitaria, con todas las partes implicadas, para poner fin cuanto antes a la violencia y empezar la senda de la reconstrucción de Siria.



Alepo, Siria



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