Cuando Javier Solana (1942) habla de Europa creo que merece la pena escucharle. Pocos políticos españoles del siglo XX pueden presumir de un currículum como el suyo: físico, profesor de universidad, embajador, exministro de Cultura, Educación y Ciencia, Asuntos Exteriores, Portavoz del gobierno, Secretario General de la OTAN, Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, Comandante en Jefe de la EUFOR. Y ahora, distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.
Habitualmente, nos tomamos la licencia retórica de equiparar a la UE con Europa, lo que nos lleva a pasar por alto algunos matices, comentaba en un reciente artículo, criticando el populismo de que hacen gala los gobiernos de Polonia y Hungría. Vista desde una perspectiva histórica, añadía al comienzo del mismo, podría decirse que en realidad la UE encarna la antítesis de lo que ha sido Europa, al haber contribuido a romper con siglos de violentos conflictos entre sus actuales Estados Miembros. En términos geográficos, es cierto que las sucesivas adhesiones a la Unión le han permitido reflejar algo más fielmente la extensión que suele atribuirse al continente europeo, pero todavía perduran algunos desajustes. Además, el Brexit nos ha recordado algo fundamental: esta tendencia expansiva no es irreversible, y la propia existencia de la UE —en tanto en cuanto se trata de una construcción política— no puede darse por sentada.
Existen dos dinámicas primordiales que han marcado la trayectoria de la UE y, anteriormente, de las Comunidades Europeas. Por un lado, la integración se ha hecho cada vez más profunda, y por el otro, los beneficios de esta integración se han extendido a un número cada vez mayor de Estados. La caída del muro de Berlín hizo que surgiesen nuevas oportunidades, que se convirtieron en retos mayúsculos. Ya no se trataba únicamente de incorporar a Estados pertenecientes a la órbita Occidental, sino de ampliar tanto la UE como la OTAN a Estados que habían formado parte del Pacto de Varsovia. Desaparecida la Europa de Yalta, el objetivo era no volver a la Europa de Versalles.
La primera organización en abordar esta delicada empresa fue la OTAN, no sin antes alcanzar un acuerdo con Rusia que consiguió amortiguar el impacto, y que supuso el verdadero final de la Guerra Fría: el Acta Fundacional de 1997. Dos años después, la República Checa, Hungría y Polonia pasaron a formar parte de la OTAN y, en 2004, se adhirieron a la UE junto con otros siete Estados. Las tradicionales esferas de influencia parecían estarse superando, a medida que la UE veía reforzado su magnetismo a escala continental y global.
Como argumentó en su día Altiero Spinelli, autor del Manifiesto de Ventotene, el movimiento europeísta debía encontrar “una solución que no ignorase los sentimientos nacionales, sino que más bien les diese una manera de manifestarse libremente”. Para los países que se habían encontrado bajo el dominio soviético, la UE representaba —además de una garante de la democracia y de los derechos humanos— una vía de realización nacional. Por aquel entonces, se solía poner en valor que la integración europea no comporta una pérdida de soberanía de facto, sino justo lo contrario: la UE ofrece grandes ventajas a nivel socioeconómico y da pie a que sus Estados Miembros maximicen su capacidad de influencia en el escenario internacional.
Tras la desaparición del telón de acero, el Reino Unido y la Alemania reunificada fueron los principales motores europeos de la ampliación hacia el este, aunque por motivos claramente distintos. Mientras que los conservadores británicos pretendían frenar la profundización a través de la ampliación, el canciller Helmut Kohl consideraba que ambas dinámicas eran compatibles, y a grandes rasgos así fue hasta bien entrado el siglo XXI. Por desgracia, los resultados en dos de los cuatro referéndums sobre la Constitución Europea, que se celebraron un año después de la ampliación de 2004, pusieron en tela de juicio esta compatibilidad. Las alusiones despectivas e injustificadas a los “fontaneros polacos” calaron hondo especialmente en Francia, que rechazó el ambicioso proyecto constitucional junto con los Países Bajos. Este revés sumió a la UE en una cierta desorientación que, pese a verse mitigada temporalmente por la firma del Tratado de Lisboa, fue a más tras el estallido de la crisis económica.
La figura de los “fontaneros polacos” hizo su aparición nuevamente durante la campaña del referéndum sobre el Brexit, lo cual no deja de ser paradójico. En el Reino Unido, que tan favorable se había mostrado a la ampliación de la UE, ahora se usaba a los trabajadores procedentes del centro y del este de Europa como chivo expiatorio. Siguiendo al pie de la letra lo que el sociólogo Anthony Giddens llamó “el escenario sonámbulo”, el Reino Unido decidió abandonar la UE sin que existiera un debate suficientemente informado sobre lo que estaba en juego. A falta de reflexión fundamentada, los estereotipos volvieron a campar a sus anchas, de tal forma que la decisión puede interpretarse como una cara B de la ampliación europea. B de Brexit.
Por su parte, los países más frecuentemente asociados a la controvertida noción de “nueva Europa” tampoco están exentos de contradicciones. El caso de Polonia es particularmente ilustrativo. A raíz de su reconciliación con Alemania, Polonia adquirió un papel protagonista en la esfera euroatlántica, complementando el eje francoalemán en lo que vino a conocerse como el “triángulo de Weimar”. Los réditos que obtuvo Polonia de su reposicionamiento geopolítico fueron impresionantes, y más aún cuando comparamos sus cifras macroeconómicas con las de un país como Ucrania, que siguió un camino muy diferente tras la disolución del bloque comunista. En 1990, el PIB per cápita de Ucrania superaba al de Polonia, pero las tornas se cambiaron hasta tal punto que en 2016 el PIB per cápita polaco estaba cerca de cuadruplicar al ucraniano.
Pese a todo ello, el gobierno polaco actual no reivindica los principios de una Europa verdaderamente “nueva” —esa que hemos ido moldeando a través de la integración europea— sino que ha aprovechado el momento de vulnerabilidad de la Unión para echar mano de un recetario cortoplacista y caduco. No es casualidad, al fin y al cabo, que el Presidente Trump eligiera visitar Polonia justo antes de dirigirse a la cumbre del G20. En otra inquietante paradoja, Polonia es hoy en día terreno fértil para los discursos anti-inmigración y, sumida en la nostalgia, fantasea con un repliegue nacional que le ha sido esquivo a lo largo de su historia. Para colmo de males, el gobierno polaco se encamina a instaurar un Estado iliberal en el seno de la UE, siguiendo los pasos de una Hungría en la que Viktor Orbán está cruzando múltiples líneas rojas en su afán de deslegitimar a las voces discrepantes.
El modelo de la UE se fundamenta en una serie de compromisos básicos que deben respetarse, y que fueron precisamente los que consiguieron atraer a los Estados procedentes de la antigua órbita soviética. Si bien todo avance sociopolítico tiene su reverso, lo mismo puede decirse de fenómenos como el auge del nacionalismo y el populismo alrededor del mundo.
Contraponiéndose a este auge, la UE puede recobrar el impulso, siempre y cuando sea capaz de confeccionar un relato legitimador que responda a las prioridades que tiene la sociedad europea hoy en día, y que afortunadamente difieren de las de hace 60 años. De ello depende no solo el futuro de la UE, sino el futuro de Europa.