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jueves, 23 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Con mayúsculas




Siempre he tenido miedo de la gente que habla con mayúsculas. Y no me refiero a las que hablan o escriben en alemán, que hace uso profuso de ellas... Me refiero a aquellos a los que no se les cae de la boca, la pluma o el teclado palabras como Dios, Patria, Libertad, Justicia, Estado, Nación, Derecha, Izquierda, Religión y todo el largo etcétera que ustedes quieran. Me mosquean muchísimo porque suelen ser -hay pocas excepciones a la Regla (con mayúscula)- los que uso más torticero hacen de esos valores que dicen, de boquilla, defender.

Frente a la generalizada apelación a los "Valores" (con mayúscula) no vendría mal un poco más de prosaico interés en la defensa de los derechos y libertades individuales consagrados constitucionalmente y cada vez más restringidos en esta España y Europa nuestra de los "Valores" (de nuevo con mayúsculas).

Es la tesis que mantiene Daniel Innerarity, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, en un artículo de El País de hoy titulado "Cuidado con los valores", que comienza con una anécdota que dice que "cuando un profesor de Oxford se refiere a la decadencia de Occidente, en realidad está pensando en lo malo que es el servicio doméstico". ¿Una butade de otro insigne profesor universitario? Me temo que no. Porque como dice en su artículo, "a lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflacción de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas ../.. un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales ../.. reduciendo el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión"... Espero que lo disfruten. 



No se puede mostrar la imagen “http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/a7/Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg/400px-Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg” porque contiene errores.
"La Libertad guiando al pueblo", de Eugene Delacroix


Alguien dijo una vez, comienza diciendo el profesor Innerarity, que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.

Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los "valores morales". Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.

Este fenómeno de "moralización" de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obispos declinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.

También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.

Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.

Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman "valores morales" suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad...), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.

Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.

Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.

Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.

El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el "valor de los valores", e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad. 



El profesor Daniel Innerarity



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4915
Publicada originariamente el 14/5/2008
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 29 de julio de 2017

[A vuelapluma] Sobre pertenencias, claridades y sanos escepticismos





No es la primera vez que algún amable lector de Desde el trópico de Cáncer me pregunta el por qué no expreso más a menudo mi opinión sobre los textos que subo al blog. Agradezco la intención de la pregunta pero creo que ya la he respondido en ocasiones anteriores: mi opinión no es relevante en la mayoría de los casos. No es falsa modestia, sino la pura verdad. Lo importante es lo que traslucen los textos que traigo hasta el blog, no lo que yo piense de ellos. Y creo, sinceramente, que de esos escritos, que al fin y al cabo no dejan de ser una selección subjetiva por mi parte, se desprende con bastante claridad cual es la "posición ideológica", si es que eso existe, del autor del blog. 

Yo la resumiría como un sano ejercicio de escepticismo (del lat. mod. scepticismus, der. del lat. mediev. scepticus 'escéptico': desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo, o doctrina de ciertos filósofos antiguos y modernos que consiste en afirmar que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla). O lo que es lo mismo, de un optimismo impenitente constantemente chamuscado por la realidad.

Me da la impresión de que esa es también la postura que defiende John Carlin (1956), escritor y periodista británico, hijo de padre escocés y madre española, cuya actividad profesional se ha centrado preferentemente en los campos de la política y el deporte, en un reciente artículo en El País, con el que colabora de manera habitual. Su libro Playing the Enemy (en español titulado El factor humano), publicado en 2008, tuvo gran aceptación entre el público y la crítica literaria, e inspiró la afamada película Invictus, estrenada en 2009. Pasó los tres primeros años de vida en el norte de Londres, para trasladarse posteriormente a Buenos Aires (Argentina), ya que su padre fue destinado a la Embajada Británica en dicho país. De regreso a Inglaterra fue educado en un internado de Ludlow (Shropshire), cursando posteriormente estudios de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford. 

El artículo de Carlin, que no tengo reparo alguno en reconocer que comparto plenamente en cuanto a los juicios que expresa sobre política, religión, pertenencias, afinidades, claridades y escepticismos, comienza con una famosa cita que viene al pelo: "¿Quién me puede decir quién soy?” (Rey Lear, Shakespeare). Quién lo tenga claro y quiera responder a Lear, por mí, adelante. Esta página permanece abierta.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español, dice Carlin. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.

El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido, termina diciendo. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos. Buena suerte y buen verano, termina diciendo John Carlin. Pues eso, les deseo lo mismo.



Manifestación del grupo neonazi húngaro Jobbik



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3681
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