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jueves, 23 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Con mayúsculas




Siempre he tenido miedo de la gente que habla con mayúsculas. Y no me refiero a las que hablan o escriben en alemán, que hace uso profuso de ellas... Me refiero a aquellos a los que no se les cae de la boca, la pluma o el teclado palabras como Dios, Patria, Libertad, Justicia, Estado, Nación, Derecha, Izquierda, Religión y todo el largo etcétera que ustedes quieran. Me mosquean muchísimo porque suelen ser -hay pocas excepciones a la Regla (con mayúscula)- los que uso más torticero hacen de esos valores que dicen, de boquilla, defender.

Frente a la generalizada apelación a los "Valores" (con mayúscula) no vendría mal un poco más de prosaico interés en la defensa de los derechos y libertades individuales consagrados constitucionalmente y cada vez más restringidos en esta España y Europa nuestra de los "Valores" (de nuevo con mayúsculas).

Es la tesis que mantiene Daniel Innerarity, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, en un artículo de El País de hoy titulado "Cuidado con los valores", que comienza con una anécdota que dice que "cuando un profesor de Oxford se refiere a la decadencia de Occidente, en realidad está pensando en lo malo que es el servicio doméstico". ¿Una butade de otro insigne profesor universitario? Me temo que no. Porque como dice en su artículo, "a lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflacción de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas ../.. un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales ../.. reduciendo el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión"... Espero que lo disfruten. 



No se puede mostrar la imagen “http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/a7/Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg/400px-Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg” porque contiene errores.
"La Libertad guiando al pueblo", de Eugene Delacroix


Alguien dijo una vez, comienza diciendo el profesor Innerarity, que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.

Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los "valores morales". Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.

Este fenómeno de "moralización" de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obispos declinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.

También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.

Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.

Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman "valores morales" suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad...), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.

Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.

Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.

Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.

El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el "valor de los valores", e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad. 



El profesor Daniel Innerarity



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4915
Publicada originariamente el 14/5/2008
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 13 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Valores com-partidos?





¿Valores compartidos...o partidos?, se pregunta el filósofo Fernando Savater. Los golpes de pecho no sirven de mucho ante unos fanáticos que saben más de explosivos que de historia. No parece infundado suponer que en el Islam hay rasgos ideológicos poco aptos para aceptar los valores de las democracias occidentales.

En los días posteriores a los atentados terroristas de Cataluña, comienza diciendo, hemos oído diversas jaculatorias que constituían una buena ilustración del dicho popular “dime de qué presumes y te diré lo que te falta”. Muertos de miedo (y no sin razón, porque lo contrario sería estar loco) hemos gritado con voz aflautada “¡no tenemos miedo!”; también se ha elogiado mucho “la unidad de los demócratas”, mientras cada cual se subía a su mata de cizaña; no han faltado los homenajes a la eficacia los Mossos d’Esquadra precisamente el día que menos la demostraron, aunque no lo hicieron mucho peor que otras policías europeas más famosas; y por supuesto se aseguró que nuestros valores comunes —“occidentales”, añaden algunos más audaces— serían defendidos a capa y espada contra quienes quieren derrocarlos. A mí son estos valores lo que me intriga especialmente. ¿Cuáles son? ¿En qué se diferencian para mejor de otros ajenos? ¿Realmente los compartimos desde el fondo de nuestra convicción o son como esos principios que Groucho estaba dispuesto a cambiar si veía que no le gustaban a su vecino más quisquilloso? Hum, ejem...

A pesar de las diferencias evidentes entre los usos culturales, hay ciertos valores efectivamente universales en el terreno moral aunque en cada lugar y tiempo los legitimen a su manera: en ninguna sociedad se ha apreciado más la mentira que la verdad, la cobardía que el coraje, la avaricia que la generosidad, el abuso contra los pequeños que su protección... en una palabra, lo que debilita y compromete los vínculos sociales —o sea, humanos— frente a lo que los refuerza. Varía la extensión del campo en el que estos principios se aplican (de la estrechez de la tribu hasta la anchura total del universo, que es la aportación revolucionaria de estoicos y cristianos) pero lo recomendado no cambia mucho. Los hombres, desde que lo fueron, no han necesitado saber qué era el humanismo para portarse con humanidad con aquellos a los que han tenido por semejantes. Y las religiones no son las inventoras de estos preceptos, aunque han contribuido por lo general a extenderlos y reforzarlos. Pero también han buscado a veces motivos sublimes para darlos de lado y olvidar lo humano en nombre de lo sobrehumano, que suele ser disfraz de lo inhumano. Quizá Richard Dawkins exagera de nuevo, como suele, cuando afirma: “Las personas buenas hacen cosas buenas y las personas malas hacen cosas malas; pero para que personas buenas hagan cosas malas se necesitan las religiones...”. Yo más bien tiendo a creer que la religión es como el alcohol, que a unos les sienta bien y les hace más cordiales y tiernos, mientras que convierte a otros en brutos repelentes.

En cualquier caso, cuando hablamos de “nuestros valores” no nos referimos a las virtudes morales que individualmente podemos compartir con nuestros congéneres de cualquier lugar del mundo, aunque difieran los usos y costumbres que supersticiosos de todas partes consideran éticamente relevantes. Ni tampoco, aún menos los “buenos sentimientos” y la abnegación por los nuestros, que compartimos incluso con muchos animales. Los valores a los que nos referimos son cívicos y sociales, se refieren a los principios democráticos sobre los que se fundan nuestras instituciones: la igualdad de los ciudadanos ante las leyes, que han sido creadas por ellos mismos y pueden también ser modificadas por ellos; la libertad de cada uno para buscar su propia excelencia a su modo y manera dentro de la ley, sin la obligación de parecerse a los demás ni temer diferenciarse de ellos en tal o cual aspecto circunstancial; la educación y la protección social para todos, que debe resguardarnos de la tiranía de la miseria; la elección de los gobernantes por vías claramente establecidas y su revocación del mismo modo llegado el caso; la consideración de que el orden estatal está al servicio de los ciudadanos y no estos sometidos al servicio de aquel; el aprecio común por los aspectos lúdicos y embellecedores de la vida, artes, juegos, poesía y también por el desarrollo racional de los conocimientos que aumentan técnicamente nuestras capacidades y nos permiten profundizar el sentido de la existencia, etcétera... Con alguna puesta a punto modernizadora, el discurso fúnebre de Pericles transcrito —o inventado— por Tucídides sigue siendo un buen prontuario de nuestros valores.

Desde luego, no son referencias ideales que todas las culturas compartan. Pero tampoco todas las que no las comparten están activamente alzados contra ellas, aunque oscuramente sepan que guardan un principio subversivo contra los absolutismos, las teocracias y los tradicionalismos intocables que jerarquizan a los que viven juntos en castas infranqueables. Los países democráticos pueden intentar fomentar movimientos políticos semejantes a los nuestros en otros lugares pero las libertades no deben imponerse manu militari so pena de suscitar una falsa e hipócrita adhesión que a veces es peor que el franco rechazo. A menudo en estos días oímos aterradas palinodias sobre nuestro mal comportamiento imperial en el pasado inmediato para justificar los ataques terroristas que padecen nuestras capitales. Francamente, creo que los actos de contrición y los golpes de pecho resuelven poco cuando nos enfrentamos a un movimiento fanático y criminal que sabe más del manejo de explosivos que de historia. Tampoco parece que todo dependa del rechazo o la falta de oportunidades que encuentran precisamente los musulmanes en nuestras sociedades, las más inclusivas que ha habido nunca. Otros grupos étnicos aún más remotos, como los orientales, no han tenido tantas dificultades para integrarse ni se han convertido en enemigos de la convivencia: ¿han visto ustedes alguna vez a un chino o un coreano pidiendo limosna en una esquina o viviendo de la asistencia pública? No parece infundado suponer que en la religión musulmana se dan rasgos ideológicos especialmente poco aptos para aceptar los valores de las democracias occidentales, aunque en ese terreno simbólico siempre se puede esperar giros interpretativos que acaben por reconciliar lo en apariencia irreconciliable. Siento una especial simpatía por tantas personas que viven en países de mayoría islámica y sometidos a sus dogmas en apariencia, aunque sean tan escasamente religiosos como lo somos la mayoría de nosotros. A quien desee pensar esos asuntos sin ñoñerías, les recomiendo el libro/entrevista con el gran poeta sirio Adonis Violencia e Islam (editorial Ariel). Comparto muchos más valores auténticos con él que con quienes en España deciden saltarse las leyes invocando los derechos de los territorios contra los ciudadanos o toman a Venezuela o Cuba como modelos para sus colectivismos autoritarios, por el momento afortunadamente solo declamatorios..., concluye diciendo el profesor Savater.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3824
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Con Mayúsculas






Siempre he tenido miedo de la gente que habla con mayúsculas. Y no me refiero a las que hablan o escriben en alemán, que hace uso profuso de ellas... Me refiero a aquellos a los que no se les cae de la boca, la pluma o el teclado palabras como Dios, Patria, Libertad, Justicia, Estado, Nación, Derecha, Izquierda, Religión y todo el largo etcétera que ustedes quieran. Me mosquean muchísimo porque suelen ser -hay pocas excepciones a la Regla (con mayúscula)- los que uso más torticero hacen de esos valores que dicen, de boquilla, defender.

Frente a la generalizada apelación a los "Valores" (con mayúscula) no vendría mal un poco más de prosaico interés en la defensa de los derechos y libertades individuales consagrados constitucionalmente y cada vez más restringidos en esta España y Europa nuestra de los "Valores" (de nuevo con mayúsculas).

Es la tesis que mantiene Daniel Innerarity, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, en un artículo de El País de hoy titulado "Cuidado con los valores", que comienza con una anécdota que dice que "cuando un profesor de Oxford se refiere a la decadencia de Occidente, en realidad está pensando en lo malo que es el servicio doméstico." ¿Una butade de otro insigne profesor universitario? Me temo que no. Porque como dice en su artículo, "a lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflacción de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas ../.. un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales ../.. reduciendo el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión"... Espero que lo disfruten. Sean felices. HArendt



No se puede mostrar la imagen “http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/a7/Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg/400px-Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg” porque contiene errores.
"La Libertad guiando al pueblo", de Eugene Delacroix



"Cuidado con los valores", por Daniel Innerarity

Alguien dijo una vez que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.

Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los "valores morales". Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.

Este fenómeno de "moralización" de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obispos declinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.

También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.

Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.

Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman "valores morales" suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad...), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.

Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.

Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.

Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.


El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el "valor de los valores", e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad. (El País, 14/05/08)





El profesor Daniel Innerarity