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martes, 7 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Locas



Gatos en Colonia Sant Jordi, Mallorca


A veces aparece algo que le da sentido a todo, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Al menos ella sabe por qué esta loca. El País, 30/6/20] el escritor Manuel Jabois, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso.

"Hace unos días -comienza diciendo Jabois- estuve en Ses Salines (Mallorca) visitando a un amigo que pasó allí el confinamiento. Tiene dos perras teckel, Berta y Cuba, que llevábamos a bañarnos cerca de Es Trenc todos los días antes de comer y de cenar, después del trabajo. En un lugar de la Colonia de Sant Jordi, cerca del faro, hay un pequeño aparcamiento, junto a la zona hotelera, en el que siempre nos recibían muchísimos gatos silenciosos y salvajes, sacados de Don Gato y su pandilla; las teckel metían el rabito para dentro, muertas de miedo, y las cogíamos en brazos hasta llegar a las rocas. Hay pocas cosas que den más miedo que encontrarte juntos a 20 seres vivos con los que no te puedes comunicar, una de esas cosas es poder hacerlo.

El último día de mi visita, cuando nos estábamos metiendo en el coche, aparcó una señora con dos niñas. Se bajaron las tres, la mujer con dos enormes bolsas de plástico. Dejamos a las perras en nuestro coche y bajamos también. Nada más verla, a los 20 gatos echados a la sombra se le unieron otros 10 tímidos salidos de todas partes. La mujer se acercó a un comedero hecho a mano en un pequeño descampado, y vació las bolsas en varios pivotes de madera que también, como el comedero, había hecho ella. La comida la había cocinado de mañana y eran varios kilos de arroz con carne. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Asunción Capllonch”. Le pregunté desde cuánto tiempo hacía esto, y me dijo: “35 años”. Le pregunté cuántos años tenía, y me respondió que cumpliría pronto 64, si bien aparentaba muchos menos. Las niñas, nos dijo, eran sus nietas.

Nos sentamos un momento y nos contó su historia. Todos los días desde hace 35 años va allí a darle de comer a los gatos. Nunca vacaciones, nunca viajes; cuando enfermaba, y esto ocurría pocas veces, una amiga suya la sustituía. ¿Y su marido? ¿Su hija? “Pues dicen que estoy loca”, dijo riéndose. El carnicero le da cada día lo que le sobra (pollo, ternera, cerdo) y ella lo cocina con arroz y lo mezcla todo después de cortar la carne con unas tijeras de cocina. Ha visto morir y ha tenido que sacrificar a muchos gatos en estos 35 años, ha visto la desconsideración de gente que ha dejado en la zona crías recién nacidas escondidas, ha visto crecer a decenas, encariñarse con ellas. Hablamos hasta tarde, las niñas se tenían que ir, le pedí su número de teléfono. Había algo que me interesaba y no me dio tiempo a preguntarle: cómo empieza.

La llamé pasados unos días, ya desde Madrid. Me contó que en los años ochenta un matrimonio suizo llegó al sur de la isla. La mujer, enamorada de los animales, compró un terreno y mantuvo allí gatos y perros. La casa la limpiaba una tía de Asunción; tras morir esta tía, la propia Asunción cogió el relevo. “Los animales me daban pánico”, dijo. Pero empezó a cuidarlos, y siguió cuidándolos después de muerto el matrimonio, y lo hizo también con los gatos que se acercaban atraídos por la comida. Cuando se quiso dar cuenta ya no pudo parar. “Hay cosas que se hacen porque se empieza a hacerlas. Yo me moriría si un día se quedan sin comer. Una persona que ama, sufre mucho”. Va todos los días a las tres de la tarde, pero con la pandemia las gaviotas están hambrientas y a esa hora se abalanzan sobre la comida de los gatos, espantándolos. Por eso la encontramos a las nueve de la noche.

Ha tenido conflictos con los vecinos por la cantidad de gatos que merodean ese descampado. Estoy seguro de que tienen algo de razón ellos, y que tiene toda la razón ella. Yo creo que a veces aparece algo que le da sentido a todo, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso. Hay gente que de repente, sin darse cuenta, empieza a sentir que su felicidad no consiste en darse el gusto sino en no fallarle a aquello que ha elegido de una forma sensible y primorosa, algo que en apariencia no signifique nada para nadie y signifique todo para aquellos que le dan importancia y hacen que el mundo dure más, y sea mejor, gracias a estos actos de amor desinteresado. Cuando le dicen, y le dicen mucho, “la loca de los gatos”, ella responde que al menos sabe por qué está loca".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 4 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Rozarse





El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, afirma en el A vuelapluma de hoy [De vidrio y piel. El País Semanal, 24/5/2020] la escritora Irene Vallejo, por eso necesitamos espacios de encuentro.

"Fue allí, -comienza diciendo Vallejo- en aquel invernadero de niños, rodeada de incubadoras, donde descubriste el poder curativo del contacto. Sobre el calor del pecho, piel con piel, protegidos como crías de canguro, florecían los minúsculos bebés. Tu hijo estaba inmóvil, sedado, atado a un respirador, cuando la enfermera te animó a tocarlo. Siguiendo sus indicaciones, te inclinaste para posar una mano en la piel blanda del cráneo, donde bullían sus sueños, y con la otra mano envolviste las plantas de los pies, donde dormían sus futuros pasos. Soportaste esa posición hasta sentir calambres en los brazos, abarcando su cuerpo y su breve estatura. Pronto ese ritual se convirtió en el mejor momento del día, y vuestra calma se comunicaba al pulsioxímetro, que durante esa media hora no desaturaba. La pantalla azul del monitor trazaba una tranquila cordillera dentada, mientras el latido cardiaco decía sí, sí, sí.

En el hospital te enseñaron que tocar alivia el dolor y reduce la ansiedad. Ahora, bajo el azote de la pandemia, la proximidad nos pone en peligro. El licenciado Vidriera, de Cervantes, narra la fantasiosa historia de un joven estudiante de Salamanca que sufre unas repentinas y gravísimas fiebres. Un día se levanta de la cama, demacrado y frágil, convencido de que su cuerpo ya no es de carne, sino de vidrio. Con terror, suplica a extraños y amigos que no se acerquen, el mínimo roce podría quebrarlo. Se acostumbra a dormir enterrado hasta la garganta en pajares de mesones, rechaza temeroso los abrazos, come lo que le acercan con la punta de una vara y solo admite hablar desde lejos.

El miedo dibuja fronteras invisibles. En el parque, mientras perseguías palomas con tu hijo, jugabas a medir la distancia precisa, justo antes de que la bandada huyera volando. Ahora te descubres, como ave recelosa, calculando minuciosamente la distancia entre los cuerpos. En la calle, en el mercado, en la librería, te mueves procurando respetar balizas y cuadrículas que definen tu camino como las casillas de una rayuela. Y al hacerlo te sientes extraña y ridícula: no tocarnos nos trastoca.

Hace siglos que aprendimos el lenguaje de la piel. En lápidas y cerámicas griegas aparece ya representado el apretón de manos. Nació como un símbolo de paz: al extender el brazo para estrechar una mano, desvelas que no empuñas un arma ni escondes una daga en la manga. Los besos de saludo —otro gesto que ofrece el cuerpo inerme, confiado— son también una antigua costumbre mediterránea. Era habitual entre los romanos, y en una de sus epístolas san Pablo pedía a sus seguidores que se hermanasen así. Durante la Edad Media besar en la mejilla fue señal de lealtad, pero, tras la peste negra del siglo XIV, los asustados europeos abandonaron la costumbre por miedo al contagio y no la recuperaron hasta que la Revolución Francesa impuso —sin escatimar violencia— la fraternidad.

Cuenta Cervantes que, tras dos años de atemorizado espejismo, el licenciado Vidriera se reconcilió con la fragilidad y la fortaleza de su cuerpo de carne, y volvió a buscar la proximidad de otros. El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, por eso necesitamos espacios de encuentro, ágoras, plazas públicas. Nuestra forma de vivir es un repertorio de cercanías: la vida en la calle, pasear con las manos entrelazadas, trabajar codo con codo, el baile y el abrazo de consuelo, la fiesta y el duelo. En El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, escuadrones de ángeles guardianes, enfundados en abrigos oscuros, velan por los seres humanos. Nos leen el pensamiento, observan conmovidos nuestras alegrías y cuitas, pero permanecen intocables e invisibles a nuestros ojos. Hasta que uno de ellos, Damiel, se enamora de otro ser aéreo, una joven acróbata que trabaja en un circo. Para rozar su cálida piel, deberá renunciar a la inmortalidad. En el preciso instante de la caricia, un color luminoso tiñe la película. Hoy debemos jugar a la rayuela de la distancia, pero solo volveremos a ser auténticamente humanos, mentes y cuerpos curados, cuando recuperemos lo que los ángeles envidiaron".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 22 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] La vida



Dibujo original publicado en ABC


Es un buen momento para pensar en grande y actuar en pequeño, escribe en el A vuelapluma de hoy viernes [El amor en tiempos del Coronavirus. ABC, 11/5/2020] el psiquiatra Enrique Rojas. Y este actuar en pequeño es darse más que nunca a los de nuestra casa, intentando hacer la vida agradable a los más cercanos, pues la convivencia es siempre lo más complejo: silencio, balance y fortaleza.

"El mundo se ha parado -comienza diciendo Rojas-. Nunca nos había pasado algo igual en los últimos setenta años. Ha aparecido un virus, un microorganismo insignificante, que nos damos cuenta de él cuando ya es un poco tarde. Este virus ha sido capaz de parar más de medio mundo produciendo una serie de emociones, hasta ahora no vividas de esta forma: incertidumbre, miedo, temor, angustia, terror, pánico... a la infección y, en definitiva, como anticipación de lo peor, a la muerte. El coronavirus ha supuesto un antes y un después en la vida. En un mundo en donde casi todo está asegurado (el coche, la vivienda, la salud, etc.) nuestra propia vida está en juego.

Y de pronto nos encontramos encerrados en casa, con los seres que más queremos, en una estrecha convivencia a la fuerza, privados de libertad de movimientos por miedo a contagiarnos. En la vida profesional intensa hay personas que no tienen tiempo para nada y en estos momentos hay gente que no tiene nada para el tiempo. Se trata de espigar tareas apetecibles que estaban como a la espera y que ha llegado el momento de ponerlas en marcha: desde coger un libro que teníamos aplazado, hasta ordenar cosas personales que no estaban en su sitio, pasando por una cierta invitación a la reflexión personal.

Nos hemos visto forzados a detener nuestra vida y, casi sin darnos cuenta, hacemos balance existencial, arqueo de caja, haber y debe de nuestra vida. Y muchas veces las cuentas no salen. Nos vamos de excursión hacia atrás en donde recapitulamos todo lo que hicimos, submarinismo del pasado y nos adentramos en los vericuetos de nosotros mismos y pastoreamos hechos e intenciones. Nos damos cuenta de cuantas cosas positivas que no valoramos mientras la vida circula de forma normal. Esto produce desasosiego, inquietud. Vivencias, hitos, acontecimientos de nuestra travesía personal que aparecen como en panorámica. Una cosa es pararse a pensar sobre la vida propia porque uno quiere, porque toca y otra bien distinta es hacerlo de forma obligada o a la fuerza. Es la primera vez desde que existen las nuevas tecnologías, en donde no tenemos que ir corriendo o haciendo nuestras tareas con la prisa de la vida actual.

Y asoma, casi sin darnos cuenta, el silencio. Que no es una simple ausencia de palabras, sino que le dejamos entrar y se convierte en un silencio profundo, en el que están contenidas todas las palabras: sereno, refrescante, lleno de vida, sustancial. Lo mismo que en el color blanco están contenidos todos los colores, en el silencio están almacenadas todas las palabras. Ese silencio no es ausencia o vacío, sino invitación a la plenitud. En estos días se han agotado todos los adjetivos sobre lo que está pasando. No hay palabras, decimos a veces. Y un tropel de imágenes se ponen de pie y se atropellan delante de nosotros. Pasamos de la disipación a la concentración; de andar desparramados a explorar cómo van nuestras cosas. Es un silencio como un río, con dos brazos: uno es prudencia y otro, fortaleza. Decían los escolásticos que la prudencia era la cochera donde se guardaban la justicia, la fortaleza y la templanza. La fortaleza es firmeza ante la adversidad.

Porque no olvidemos que cada uno tiene tres vidas: la pública, la privada y la oculta. De la misma manera, la personalidad de cada uno tiene tres formas distintas de mostrarse: lo que uno enseña a los demás (la imagen), lo que otros creen que uno es (la conducta), y lo que realmente soy (la verdad sobre mí mismo). En este tiempo, esta última faceta es la que aparece, la que convive con nosotros mismos y la que asoma con los más cercanos. Por eso es un buen momento para pensar en grande y actuar en pequeño. Y este actuar en pequeño es darse más que nunca a los de nuestra casa, intentando hacer la vida agradable a los más cercanos, pues la convivencia es siempre lo más complejo. Silencio, balance y fortaleza.

Y en medio de todo esto tenemos que tener cuidado con el síndrome por exceso de información del coronavirus: esa cantidad de noticias que constituyen un verdadero bombardeo, un aluvión de datos, cifras y detalles, que produce muchas veces una paralización personal, una especie de bloqueo psicológico, por el que el miedo se apodera de nosotros, no sabiendo uno qué hacer. Pero al mismo tiempo y de forma paradójica, parece como si uno necesitase más información de la que ya tiene; es como una contradicción servida a la carta. Quiero esto y lo contrario. Quiero saberlo todo, pero no quiero saber nada. Es un paisaje psicológico en donde el miedo y la adicción van de la mano. Es algo kafkiano, valleinclanesco, salpicado de luces y sombras. Por eso, estos días la salud psicológica consiste en saber dosificar la cantidad de información que sobre el coronavirus se nos sirve en bandeja.

Leo unas declaraciones del Dr. López Goñi, catedrático de Microbiología, en que subraya una serie de puntos muy claros: que ya sabemos cómo detectar al virus, que más del 80% de los casos son leves, que la gente se cura, que no afecta a menores de edad y que hay muchas investigaciones en marcha que auguran ya un prototipo de vacuna... y sugiere que estar en constante alerta en relación con el virus es un error.

Hagamos de estos días un momento para aprender a gestionar la incertidumbre y no pretender tenerlo todo controlado. Toda vida tiene un fondo incierto. Y este virus nos lo recuerda con intensidad.

Y termino. Me recuerda lo que está sucediendo estos días, con el pasaje del libro de Daniel (2, 31-35) en donde el rey Nabucodonosor tuvo un sueño que ninguno de los sabios, magos, adivinos y astrólogos de su tiempo supieron interpretarlo: apareció ante él una estatua gigantesca, de extraordinario esplendor y con un aspecto terrible; su cabeza era de oro puro; el tórax y los brazos de plata; el abdomen de bronce; las piernas de hierro y los pies parte de hierro y barro... y de pronto, sin intervención humana alguna, una piedra alcanzó a la estatua y empezando por los pies lo pulverizó todo... el barro, el hierro, el bronce, la plata y el oro se derrumbaron y fueron arrebatados por el viento, sin que quedara rastro de ellos. La piedra se terminó convirtiendo en una montaña gigantesca.

Creíamos que el cisne negro, la catástrofe económica, vendría de la mano de una guerra entre las grandes potencias y, sin embargo, ha sido un microorganismo lo que ha puesto en jaque a la sociedad moderna. Pero esto lo dejamos para el próximo artículo.

Que seamos capaces de edificar nuestro proyecto de vida sobre una base sólida, pues sino los vientos y tempestades de la existencia se lo llevarán todo por delante. Sabiendo que la libertad va siempre unida a la verdad. Frente a la pretensión utópica de la idolatría de una libertad sin restricciones y al relativismo narcótico, propongo los valores que nunca pasan de moda y elevan la dignidad del ser humano".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 28 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Eros y Amor. Publicada el 4 de noviembre de 2009



Eva, de Alberto Durero, 1507. Museo del Prado


"Hacer el amor ya no es un arte. Es un deporte sin riesgo, como correr en la cinta del gimnasio o pedalear en la bicicleta estática". Impactante frase con la que el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa abría y cerraba su artículo "La desaparición del erotismo" (El País, 01/11/09), comentando la exposición "Las lágrimas de Eros" que el 20 de octubre abrieron en Madrid el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid.

También yo, que no he visto la exposición aún, escribí en mi blog sobre ella el pasado 5 de octubre glosando el comentario sobre la misma de mi admirado profesor Emilio Lledó [El Eros de Diotima", El País, 05/10/09] y metiendo en el mismo saco a "El Banquete" de Platón y la "Teoría de los sentimientos" de Carlos Castilla del Pino.

El artículo de Mario Vargas Llosa, aunque también comenta, lógicamente, la exposición del Thyssen, va por otro camino y se centra en reflejar la distancia que ha cubierto el ser humano entre el acoplamiento meramente carnal del inicio de los tiempos y la humanización creciente del placer sexual hasta convertir a éste, gracias al erotismo, en un acontecimiento civilizador.

No se que pinturas o esculturas están en la exposición, pero me resultaría extraño no encontrar en ella algunas de las obras que constituyen para mi el Olimpo de la sensualidad y el erotismo. Por citar sólo tres, que conozco personalmente y que cito sin orden de preferencia: el "Adán y Eva", de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid), "El beso", de Auguste Rodin (Museo Rodin, París), y "El origen del mundo", de Gustave Courbet (Museo de Orsay, París).

Hace unos días me comentaba una amiga un estudio aparecido en una publicación académica en el que se manifestaba la diferente percepción y manifestación del erotismo en hombres y mujeres. Al parecer, en el hombre es predominantemente visual, mientras que en la mujer lo es, sobre todo, auditiva. Dicho más sencillamente, a los hombres les gusta "ver", a las mujeres "oir". Yo no se a ustedes, pero a mi una película porno me deja frío, mientras que una buena lectura erótica me "emociona". Supongo que en el fondo es, simplemente, cuestión de "buen gusto", aunque sobre ésto, sobre gustos, no haya nada escrito... Espero que disfruten del artículo de Vargas Llosa. Y de "Las lágrimas de Eros", si pueden verla. HArendt




Eros y Psique, de François Gérard, 1798. Museo del Louvre



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jueves, 12 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Sin besos ni abrazos



Ilustración de Sara Morante para Impedimenta


"En Los diarios de Adán y Eva, -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Vivir sin besos". El País, 6/3/20] la escritora Berna González Harbour- un delicioso relato de Mark Twain que hoy no resistiría la prueba del algodón de la corrección política, Adán se adapta tan bien a la expulsión del paraíso que encuentra rápidamente el lado práctico a ese nuevo mundo donde se ha de convivir con la muerte: “Nos hicimos con varias pieles de los animales muertos. Le pedí (a Eva) que los cosiera, a fin de tener unos trajes adecuados para las ocasiones públicas. He de admitir que ella me hace mucha compañía. Dice que a partir de ahora debemos trabajar para ganarnos la vida, pues así está mandado. En esto ella me será útil, pues el encargado de dirigirlo todo seré yo”.

Así es como Adán, expulsado del Edén por tomar del fruto de Eva, se hace jefe de este universo que nosotros hemos heredado en una obra tan ingeniosa que nos sirve para actualizar los símbolos de nuestro tiempo.

Y no vamos a circular desde aquí hacia el debate feminista que las amazónicas nos han puesto tan fácil, no, sino al de la carnalidad. El pecado, el contacto, la manzana prohibida que ofreció la serpiente a Eva, y esta a Adán, truncó el paraíso y abrió la puerta a un mundo de muerte y enfermedades que en esencia ensuciaba la vida sin carnalidad del jardín del Edén.

Estos días, parece que todo nos redirige a ese falso universo en el que el pecado está excluido: no podemos tocarnos, besarnos o tratarnos a menos de un metro de distancia. Las reuniones son virtuales, se cancelan ferias del libro, del móvil, congresos o hasta el estreno de James Bond. Muchos partidos serán sin público. Un ministro alemán le niega la mano a Merkel, el papa Francisco cancela audiencias mientras el mundo teme por su tos y la Iglesia anula los apretones de mano al dar la paz. La cultura del roce que tanto nos gusta, que tanto necesitamos y que hemos aprendido a desarrollar de tantas formas posibles, se tambalea para dar paso a un paraíso muy distinto del Edén, y es el de los besos por emoticono, las relaciones virtuales, la victoria de la tecnología y la vida sin reuniones. El derecho a roce ha muerto. China reivindica su capacidad de control facial de la población -que tanto nos asusta a los que aún creemos en la libertad- como un enorme instrumento contra el virus, y las redes celebran que las relaciones que favorecen no nos pueden contaminar.

Pero no salimos ganando en este nuevo paraíso sin pecado concebido. Muchos queremos abrazar, queremos besar, queremos contaminarnos de afecto y eso era lo bueno de este mundo imperfecto,  donde se puede morir pero también amar. Y acataremos los protocolos como Dios manda, claro que sí, pero recordaremos la frase que Mark Twain coloca en la tumba de Eva: “Dondequiera que ella estuviera, allí se hallaba el Paraíso. Adán”. Pues eso".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 3 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Les nacerán monstruos



Fotograma de la película "Muerte en Venecia"


Uno se empieza a morir cuando la percepción de uno mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de convertirte en la persona que un día detestaste, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Jabois.

"No hay mejor virtud que aburrirse -comienza diciendo Jabois-. Una mañana de 1832, una amante dejó plantado a Stendhal por un primo de ella, a lo que el escritor contestó en la soledad de sus habitaciones alquiladas en un palacio de Roma: “Les nacerán monstruos”. Cuando entró una camarera con el desayuno, le contó a quién pertenecieron sus aposentos 300 años antes: Miguel Ángel Buonarroti. No solo eso; ahí, donde descansaba Stendhal, Miguel Ángel había conocido a Tommaso Cavalieri. Me gusta la expresión que utiliza Juan Forn en Página 12 cuando recuerda la historia: la camarera es romana, por tanto “habla de 300 años antes como si hablara de antes de ayer”.

Lo que sigue a continuación es uno de esos momentos en los que parece que Dios, además de existir, saca un seis doble cuando juega los dados. Cuenta Forn que Stendhal pasa el día escribiendo en los márgenes de las Rimas de Miguel Ángel unos apuntes enfebrecidos sobre la relación del genio. Tres siglos más tarde, el autor francés relata aquel amor de un hombre de 52 años y un chico de 22. “Miguel Ángel no solo retrató y cantó al joven Tommaso; también lo amó carnalmente. Educó, pues, su inteligencia y su cuerpo, como Sócrates hiciera con Alcibíades o Eurípides con Agatón, y si lo divinizó en el dibujo y en el verso, no desdeñó humanizarlo en el músculo y en el hueso. Al final de su longeva existencia, allá por 1564, cuando la llama del amor físico se había consumido hacía tiempo, Tommaso acompañó a Miguel Ángel en el instante de su muerte”, contó en EPS Ricardo Menéndez Salmón.

Stendhal no siguió escribiendo tras ese día, y sus apuntes se perdieron 150 años, hasta que aparecieron en Civitavecchia. Se le puso a aquello como título uno de los versos que Miguel Ángel dedicó a Tommaso: Quién me defenderá de tu belleza (“Si me has encadenado sin cadenas / y sin brazos ni manos me sujetas, / ¿quién me defenderá de tu belleza?”). En España lo publicó Pre-Textos en 2007. Supe de la historia hace años por el artículo de Forn y recordé, al leer esto (“Stendhal estaba a días de cumplir cincuenta ese otoño de 1832. No le costó nada verse como Miguel Angel: feo, viejo, plebeyo”) lo que escribiría Thomas Mann en 1912, La muerte en Venecia. Un viejo escritor, Gustav von Aschenbach, queda impactado por la belleza de un chico adolescente, Tadzio, cuya contemplación convierte en el acto central del día; un día observa con asco la imagen de un viejo maquillado acercándose a coquetear con un grupo de chicos. Al final de la historia, persiguiendo a Tadzio por Venecia, él ya se ha convertido en ese viejo.

Uno se empieza a morir exactamente en ese punto: cuando la percepción de ti mismo está tan alejada de la que tienen los demás que corres el riesgo de ser la persona que un día detestaste. Cuando se llevó al cine Muerte en Venecia (1970) Luchino Visconti quiso a Miguel Bosé como Tadzio, pero se encontró con la oposición —¡quién lo podía imaginar!— de su padre, Luis Miguel Dominguín, así que se eligió a un quinceañero sueco, Björn Andrésen. Tiempo después el chico contó que Visconti lo obligó a ir a un bar gay, donde los hombres mayores enloquecían como enloqueció Von Aschenbach. Supo tan bien Andrésen lo que era ser Tadzio que su vida bien pudo ser la continuación no escrita de la ficción de Thomas Mann. Fracasó como actor, como cantante. Fue devorado por su propia belleza, de la que nadie lo defendió. Tanto, que las revistas y los periódicos se afanaron en perseguir el efecto del tiempo en ella. Quizá dentro de 300 años alguien la sepa contar mejor".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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jueves, 2 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] No nos une el amor sino el espanto. (Publicada el 4 de junio de 2009)



Plaza de Oriente, Madrid


La frase que da título a esta entrada de hoy la dijo el escritor argentino Jorge Luis Borges en referencia a su amor por la ciudad de Buenos Aires. Lo cuenta el también escritor chileno, Rafael Gumucio, en un hermoso artículo: "Barcelona-Madrid, desencuentro conyugal", que hoy publica en el El País, sobre esa relación amor-odio, secular, que como en todo matrimonio o pareja que se precie, mantienen las dos grandes capitales españolas. 

Viví en Madrid entre los cuatro y los veintiún años, y desde entonces habré volado y vuelto a ella, desde Canarias, en un centenar de ocasiones. Me encanta Madrid. Y me encanta Barcelona, en la que he estado una media decena de veces, nunca más allá de uno o dos días en cada ocasión. No sabría elegir entre ellas si me fuerzan a que lo haga: son ciudades absolutamente distintas y complementarias: en sus paisajes, en su urbanismo, en sus monumentos, en sus gentes. Me pasa igual con Roma o París. ¿Cuál es más bella? No sería capaz de contestar, aunque sí reconozco que Roma es la ciudad en que más "como en mi casa" me siento. Será "deformación" por mi formación académica histórica y clásica... ¿No creen ustedes que limitar nuestra capacidad de amar, da igual el qué, es limitar nuestra condición de personas? HArendt




Plaza de Cataluña, Barcelona



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jueves, 24 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Susto o muerte



Fotografía de Pixabay



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy.

"Mis padres nos hicieron a sus hijos la putada de morirse pronto y rápido -comenta la escritora y periodista, Luz Sánchez-Mellado-. Él, a los 67 recién cumplidos, tras seis meses uncido a una bombona de oxígeno por una fibrosis que le redujo los pulmones a esparto. Ella, a un mes de cumplir los 71, al año de que un cáncer empezara a devorarla justo por donde nos ovuló a los cuatro. En tales trances los hermanos no tuvimos ni que pensar en cómo cuidar hasta la muerte a quienes se desvivieron por cuidarnos. La enfermedad los quitó de enmedio antes de que fuera preciso. No tuvimos que limpiarles las heces, ni velarles el sueño, ni darles de comer a cucharilla como nos dieron ellos de niños. A cambio, cuando se fueron, se me secó el corazón como los bronquios de él y los ovarios de ella. El dolor me hizo egoísta, insensible, mezquina. Los 67 años de mi padre y los 70 de mi madre se convirtieron en mi vara de medir la edad a la que era justo o injusto morirse. Creía, aunque no lo decía, que un padre o madre que falleciera más tarde ya había vivido más que los míos, así que ya podían los suyos conformarse con su suerte. Daba asco, ya digo.

Ha pasado tiempo y los padres de mis amigos que aún viven van para abajo. Escucho a sus hijos hablar de sus cuitas. De rehipotecar el piso para pagar la residencia. De que estos horarios de mierda no nos dejan ni cuidar de nuestros mayores. De roces entre hermanos por quién apechuga más o menos. De la angustia de ver derrumbarse los pilares de tu vida, de que no te reconozca quien eligió tu nombre, de ver a los soles de tu infancia mutar en la sombra de lo que fueron. Hay quien no lo dice pero piensa que, al morirse tan pronto y rápido, más que una putada, mis padres nos hicieron el último favor de sus vidas. No les culpo. El dolor te hace egoísta. A mí la primera. Porque cuando pienso en mis viejos añoro lo que nos perdimos sus hijos y sus nietos más que lo que se perdieron ellos. Nunca estamos contentos".






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viernes, 11 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobrevivir



Fotografía de Getty Images


Esa vez esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, comenta la escritora argentina Leila Guerriero.

"No podías saber —no supiste nunca— que aquella fue la primera vez que escuché el verso de Pessoa: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”, -comienza diciendo Guerriero-. Estábamos en un café y vos citaste ese poema que, vergonzosamente, yo no conocía. Al escucharlo sentí que el mundo cobraba sentido. Fue como despertar al revés. Como caer hacia dentro. Como ver desde lejos, con una lucidez borracha, el orden de las cosas. No duró mucho. ¿Una hora, dos? Después, todo se desarmó de nuevo, perdió sus bordes, cayó en la secuencia de los días enhebrados por hilachas. No sé por qué recuerdo eso ahora. Hoy, desde temprano, me ronda un recuerdo. Estaba sola en Nueva York, en algún lugar de Broadway. Hacía un frío sólido y maligno, un frío como un insulto. A mis espaldas había un enorme negocio de artículos electrónicos donde los televisores y los equipos de música se amontonaban con prepotencia. Yo contemplaba esa mole de metal y plástico como si fuera el rugido de la soledad. A mi lado, un tipo muy hermoso tocaba la guitarra. Pensaba en mi casa mirando el cielo, oscuro como el interior de un horno cubierto de cenizas, sintiendo la orfandad en los huesos. Llevaba unos guantes de cuero que no me abrigaban nada, unas botas de mala calidad. Aparte de eso, tenía en mí todos los sueños del mundo. Así que esa vez, como otras, esperé un rato, respiré hondo y me puse en marcha, trepando sobre mí, caminando sobre todas las cosas como un jinete salvaje, una walkiria rara. Solo que a veces, como hoy, eso no me sale. “Hoy estoy lúcido, como si estuviera a punto de morir / y no tuviera más hermandad con las cosas / que una despedida”, escribía, en ese poema descomunal, Fernando Pessoa.





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