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miércoles, 17 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Viejos



Imagen en una residencia de Madrid. Foto EFE


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

No he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de las residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado y atención de nuestros mayores, comenta en el A vuelapluma de hoy [Esperando a Godot. El País, 12/6/2020] el escritor Julio Llamazares.

"Desde hace días, -comienza diciendo Llamazares- se ha desatado en los medios una polémica más relacionada con la pandemia infecciosa que ha trastocado nuestra existencia y que lo seguirá haciendo durante un tiempo, como todos hemos aceptado ya. La polémica tiene que ver con las residencias de ancianos y con la responsabilidad de los poderes públicos en la altísima mortalidad producida en ellas por el coronavirus. Dado que la sanidad está transferida a las comunidades autónomas, lo que se dilucida es quién debe afrontar la responsabilidad política, incluso penal, por la situación de esas residencias convertidas en muchos casos en negocios del sector privado y sin las garantías médicas indispensables en centros ocupados por personas con necesidades de salud especiales dada su edad. Sin embargo, no he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de esas residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado de nuestros mayores en una sociedad desarrollada y con posibilidades de hacerlo de otra manera.

Como la periodista Luz Sánchez-Mellado escribía hace dos días en este periódico, cada vez que he visitado una residencia de ancianos (no demasiadas, por suerte para mí), “no he visto el momento de irme” de allí ante la sensación de devastación que produce ver esos guardamuebles de viejos en los que éstos esperan su fin como los personajes de la obra de Samuel Beckett a Godot sentados durante horas frente a una televisión permanentemente encendida o dando vueltas sin cesar a unos pasillos que más parecen galerías de cárceles que lugares de paz y de reposo, que es lo que suele vender la publicidad de esos sitios cuando son de lujo. Por compasión hacia la persona que se ha ido a visitar, uno se queda más tiempo del que quisiera, muchas veces sin saber qué decirle o qué hacer, pero, cuando por fin deja atrás el centro, lo hace con la sensación de abandonar un no-lugar, un agujero negro perdido en el universo al que no le gustaría volver y mucho menos para quedarse en él como residente. Como de los tanatorios, la mayoría salimos de las residencias de ancianos como si durante un rato hubiésemos estado en un limbo irreal y tristísimo, en la cara b de una sociedad que oculta lo que no le gusta.

¿No hay otra forma de afrontar los últimos años de nuestras vidas que almacenados en edificios que, salvo en casos extremos de dependencia física o psíquica que necesitan de ayuda profesional, no dejan de ser guardaviejos, almacenes para personas sin esperanza de vida y menos desde que se ingresa en ellos? ¿No se puede encarar la vejez de otra forma que condenándonos a todos (porque todos seremos viejos un día si antes no nos quedamos por el camino) a pasar los últimos años de nuestra vida apartados de la sociedad? Se habla mucho en estos días de que la pandemia global del coronavirus obligará a repensar muchas cosas, del trabajo presencial a las relaciones sociales o el ocio, pero pocos lo hacen, por lo que yo observo, del modo de resolver un problema que es común a todos y que es la forma de atender a nuestros ancianos, que hasta hoy determinan la economía y el trabajo familiar principalmente. Quizá va siendo hora de hacerlo y para ello nada mejor que mirar a nuestro pasado no tan remoto, cuando los viejos no eran estorbos, sino unos miembros más de las familias, que con ellos ganaban sabiduría y algo de ayuda, aunque perdieran un poco de comodidad".







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lunes, 30 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Bienvenido



Fotografía de Getty Images


"Hay que tener puntería [Enzo, bienvenido. El País, 27/3/2020] -comenta el escritor Jorge M. Reverte en el A vuelapluma de hoy lunes-, para nacer el día en el que todos los habitantes de Madrid se tienen que quedar encerrados en casa. Eso incluye a los abuelos que, como obliga su cargo, están deseando besar y achuchar trozos —aunque sean de ropa— del bebé.

Enzo ha nacido cuando Madrid estrenaba primavera. Una estación que este año llega como es debido, o sea, con un tiempo inestable, imposible de predecir. Algo que es como antes, como cuando se encontraba uno a alguien en el portal y le decía cargado de razón, “el tiempo está loco”. Aseveración que no tiene respuesta, como todos los pensamientos tan imbéciles, zafios y banales.

Enzo ha nacido en una situación complicada desde el punto de vista afectivo, o sea, que no hay manera de sobarle si no se es su madre o su padre. Un tal Pedro Sánchez, en su calidad efímera de presidente del Gobierno, ha declarado el estado de alarma en España, y eso se traduce en que el niño no tiene todavía su generosa dosis latina de arrumacos.

Sea como sea, el recién nacido se va a dar con una España que puede ser mucho mejor o tan mala como la que había hace tan solo unos días. Depende, claro.

Dependerá de si aprendemos algo los españoles de lo que ha pasado o, mejor, dicho, de lo que está pasando.

Yo no soy tan optimista como algunos colegas de escritura, que piensan que el conocimiento serio de las cosas se va a imponer al robusto, al fecundo, mercado de las filfas y los tiempos “locos”. Algunos políticos que basan su éxito electoral en la simpleza y muchos periodistas que opinan sobre la superficie de las cosas son el triste ejemplo de ello.

Creo que lo de saber de qué se habla está mal pagado, electoralmente para los políticos populistas y económicamente para los periodistas caraduras.

Creo que tendría que ser obligatorio que esos políticos y esos periodistas dieran su versión sobre la inestabilidad del tiempo antes de hablar de otra cosa, antes de salir de casa.

Es posible que la educación de Enzo dependa de que sus padres, y sus abuelos cuando puedan achucharle, crean, de forma seria, profunda, que no se puede despachar una observación banal con una respuesta tan descalificadora para la razón.

Enzo, escucha, el mundo solo va a ser mejor si impides que una respuesta como que “el tiempo está loco” triunfe".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 7 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Libros que nunca leeré



Librería de viejo en la Cuesta de Moyano, Madrid


"Es una tarde tranquila de invierno, -comienza diciendo el escritor y académico de la Lengua, Arturo Pérez Reverte, en el A vuelapluma de hoy, viernes- con manchas de sol bajo los árboles. Camino cuesta Moyano abajo, deteniéndome en las casetas de libreros de viejo que a esta hora están abiertas. Son pocas, y eso me entristece. Un día con buena temperatura, una hora agradable, y no hay casi nadie aquí. Me detengo a mirar en los mostradores, converso con los libreros. En todos encuentro pocas esperanzas de que esto sobreviva. Una curtida veterana dice «nos quedan dos telediarios», y comparto su pesimismo. Acabarán poniendo aquí, supongo, bares de tapas y puestos de artesanía perroflauta; y entonces, estoy seguro, el lugar se pondrá hasta arriba. De momento, la falta de interés del público, la indiferencia de los políticos, los tiempos que corren, sentencian a medio plazo esta joya de la cultura madrileña; este paraíso de los lectores donde, por el precio de un par de cañas, puedes llevarte, si afinas eligiendo, dos o tres buenas ediciones de libros estupendos. Aquí no valen milongas de que un libro es caro. Mientras existan lugares como éste, quien no lee no es que no pueda. Es que no quiere.

Soy viejo cazador de libros, con modales e instintos de serlo. Así que esta tarde, como siempre, me muevo por los puestos con el ojo atento y los dedos rápidos para llenar el zurrón, tan dispuesto como cuando hace cincuenta años llegué a Madrid y empecé, libro a libro, a construir la trinchera en la que vivo y sobrevivo: la biblioteca que creció poco a poco, primero para reconstruir la de mis abuelos y mi padre, y luego haciéndola más personal y propia. La que me permitió comprender el mundo complejo y violento por el que caminé desde muy joven, y que ahora, multiplicada en centenares de estantes y miles de libros, me permite digerir cuanto viví. La que, combinada con lo que recuerdo e imagino, me ayuda a contar historias e interpretar el mundo. Incluso, a soportarlo cuando no me gusta. Esa biblioteca que es lugar de trabajo, refugio y, como dije muchas veces, analgésico; de ésos que no eliminan las causas del dolor, pero ayudan a soportarlo.

A esta edad es puro instinto, como digo. Necesidad compulsiva, aunque ya tenga ese o aquel título en una edición distinta. Leer el papel viejo que leyeron otros ojos, tocar las tapas ajadas por otras manos, llenar la bolsa de lona que suelo traer cuando vengo aquí: Círculo de Lectores, Editorial Molino, Colección Reno, Austral, etcétera. Ya no siento, por supuesto, la emoción de los primeros años; esa vibración casi física de dar con un título buscado o descubrir otros que me guiñaban un ojo polvoriento, prometiendo formar parte de mi vida e incluso cambiarla: El diablo enamorado, Cuadros de viaje, La flecha de oro, Vidas paralelas, Sistema de la naturaleza, El buen soldado… Pero el impulso, la necesidad de acumular libros como una urraca objetos brillantes en su nido, se mantienen inalterables. Sigo cazando rápido, apasionado, gozoso. Luego, en casa, vaciaré la bolsa del botín para situar cada uno en el lugar y la compañía que le corresponde. Como esos cuatro de Graham Greene que acabo de comprar por diez euros aunque ya los tengo en otras ediciones, sólo porque el ex libris que llevan pegado hace pensar que su propietaria –una mujer tal vez ya muerta– fuese quien fuera, sonreiría consolada si me viese rescatarlos.

A veces, alguien que ve mi biblioteca pregunta si he leído todos esos libros. Y la respuesta siempre es la misma: unos sí y otros no; pero necesito que estén todos ahí. Una biblioteca es memoria, compañía y proyecto de futuro, aunque ese proyecto no llegue a completarse nunca. Una biblioteca amuebla una vida, y la define. Raro es no advertir el corazón y la cabeza de un ser humano tras un repaso minucioso a los libros que tiene en casa, o que no tiene. Por eso no me lamento por los que no llegaré a leer. Cumplen su función incluso quietos, silenciosos, alineados con sus títulos en los lomos. Puedo abrirlos, hojearlos, recorrerlos despacio, meterlos en la mochila para un viaje. Y aunque muchos no llegue a leerlos jamás, habrán cumplido su misión. Su noble cometido. Cuando comprendí que nunca leería todos los libros que ansiaba leer, y acepté esa realidad con resignada melancolía, cambió mi vida lectora. Se hizo más plena y madura, del mismo modo que, en la primera guerra que conocí, asumir que yo también podía morir cambió mi forma de mirar el mundo. Los libros que nunca leeré me definen y me enriquecen tanto como los que he leído. Están ahí, y ellos saben que lo sé. Si sobreviven al tiempo, al fuego, al agua, al desastre, a la estupidez del ser humano, un día serán de otro. Y lo serán gracias a mí, que tuve el privilegio de rescatarlos de sus miles de naufragios y unirlos a mi vida".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 7 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El Reina Sofía (Publicada el 9 de junio de 2009)



Museo Reina Sofía, Madrid


Mi relación con el Museo Reina Sofía (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) de Madrid es la historia de una tempestuosa aventura de amor-odio, que dura desde 1986, y que se mueve entre ambas pasiones, sin caer nunca en la indiferencia.

Situado en el denominado Triángulo de Oro de los museos madrileños: El Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, durante muchísimo años, cada vez que tenía que volar a Madrid desde Canarias para cualquier asunto profesional, académico o personal, siempre buscaba un "huequito" (aparte de los paseos habituales por El Retiro y las tascas del Madrid de los Austrias, ya de noche) para visitarlos. Sobre todo, el Museo del Prado y el Reina Sofía. Los dos eran visitas obligadas, siempre agradables, y más si se hacían en compañía de foráneos ante los que me encantaba hacer el papel de cicerone de un mundo que conocía bien y que amaba como a pocos. Había pateado bastantes veces el antiguo Museo Español de Arte Contemporáneo, sito en la Ciudad Universitaria de Madrid, pero el Reina Sofía, al que trasladaron la colección cuando aquel cerró sus puertas, era algo especial. Y cuando llegó el "Guernica" de Picasso (procedente del MOMA de Nueva York), más aún. Lo había visto en su primitiva instalación del Casón del Buen Retiro, donde, en honor a la verdad, no pegaba ni con colinón, con unos techos cuajados de frescos de los siglos XVII y XVIII, pero en el Reina Sofía estaba mucho más natural, como en su casa, a pesar de tratarse del edificio de un viejo hospital, el San Carlos, felizmente reacondicionado para museo.

Me encantaba ver su colección permanente, y sus exposiciones temporales de artistas concretos, fotografías y documentales. Aunque de vez en cuando salía bufando de él ante la contemplación de alguna que otra plancha de acero de 20 metros de largo por dos de ancho que ocupaba toda una sala del museo, y que sin ningún otro aditamento, estaba allí como una "excepcional", (de excepción, no de calidad), obra artística; obra que a mi me parecía y me sigue pareciendo, una solemne tomadura de pelo, pero en fín, doctores tiene la tauromaquia.

En estos días pasados he leído, entres otros, tres artículos que hace referencia a la nueva reordenación de la colección del Reina Sofía, que espero poder ver en la primera ocasión que se me presente. Están escritos, respectivamente, por Antonio Muñoz Molina ("Historias cruzadas"), José Manuel Ballester ("Una apuesta por la interconexión"y Ángela Molina ("Sentido y reverencia"). Me han parecido muy interesantes; espero que a ustedes también, y que los disfruten como yo. HArendt



Guernica. Pablo Picasso (1937)



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jueves, 2 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] No nos une el amor sino el espanto. (Publicada el 4 de junio de 2009)



Plaza de Oriente, Madrid


La frase que da título a esta entrada de hoy la dijo el escritor argentino Jorge Luis Borges en referencia a su amor por la ciudad de Buenos Aires. Lo cuenta el también escritor chileno, Rafael Gumucio, en un hermoso artículo: "Barcelona-Madrid, desencuentro conyugal", que hoy publica en el El País, sobre esa relación amor-odio, secular, que como en todo matrimonio o pareja que se precie, mantienen las dos grandes capitales españolas. 

Viví en Madrid entre los cuatro y los veintiún años, y desde entonces habré volado y vuelto a ella, desde Canarias, en un centenar de ocasiones. Me encanta Madrid. Y me encanta Barcelona, en la que he estado una media decena de veces, nunca más allá de uno o dos días en cada ocasión. No sabría elegir entre ellas si me fuerzan a que lo haga: son ciudades absolutamente distintas y complementarias: en sus paisajes, en su urbanismo, en sus monumentos, en sus gentes. Me pasa igual con Roma o París. ¿Cuál es más bella? No sería capaz de contestar, aunque sí reconozco que Roma es la ciudad en que más "como en mi casa" me siento. Será "deformación" por mi formación académica histórica y clásica... ¿No creen ustedes que limitar nuestra capacidad de amar, da igual el qué, es limitar nuestra condición de personas? HArendt




Plaza de Cataluña, Barcelona



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martes, 5 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Repliegue y orgullo



Dibujo de Diego Mir para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"Sin duda -comienza diciendo la politóloga Mariam Martínez-Bascuñán-conocerán ya ese interesante vídeo en el que Daniela, una pequeña estudiante, pregunta al alcalde de Madrid qué haría si tuviera que elegir entre donar dinero a la catedral de Notre Dame o para replantar el Amazonas. “A la catedral de Notre Dame”, contesta veloz José Luis Martínez-Almeida, ante la sorpresa mayúscula y elocuente de su infantil audiencia. ¿Por qué, si es el pulmón del mundo y está ardiendo?, preguntan los niños. La respuesta del alcalde a este falso dilema es clara: Notre Dame “es el símbolo de Europa, y nosotros vivimos en Europa”.

El contraste entre la imaginación infantil, capaz de proyectarse más allá de nuestro estrecho mundo, frente a la de Almeida, anclada en lo local, quizá haya sorprendido a algunos. Aquella obedece a la lógica de la empatía, mientras que el alcalde se adhiere a ese provincianismo kitsch tan nuestro, siempre agarrado al enaltecimiento de lo propio. Sin ser conscientes de ello, los niños plantean una argumentación más sofisticada, pues son capaces de identificar lo que compartimos a pesar de la distancia: el valor de una biodiversidad que necesitamos, pues el Amazonas es el amortiguador de emisiones de carbono más importante del planeta. Al hacerlo una preocupación nuestra, mostramos el amor y el cuidado por la humanidad. 

La respuesta del alcalde no es inocua, pues sabe que, defendiendo una catedral cristiana como símbolo de Europa, activará el sentimiento de arraigo y orgullo de mucha gente. El alcalde utiliza el monumento como frontera para resignificar la idea de Europa: en su formulación conservadora, ya no destaca por su vocación universalista, sino por ser expresión del particularismo, aun disfrazado de pseudocosmopolitismo. Proteger nuestro famoso “estilo de vida” es el mantra conservador ante el vértigo que nos genera que el orden global desplace su centro de gravedad hacia Asia. Cómo respondemos a este redimensionamiento explica nuestra mirada hacia el mundo, toda vez que hemos dejado de reclamar la mímesis con nuestro modelo, como ocurrió tras la caída del muro de Berlín, aunque sigamos sojuzgándolo desde la jerarquía moral de quien se sabe en el espacio más libre e igualitario del globo. Este contraste entre repliegue y orgullo llevó a Trump a la Casa Blanca, y es el discurso que explota Almeida. El vídeo ha generado risas en las redes, pero Almeida sabe bien lo que pregona: aislacionismo, autenticidad, la Europa-fortaleza, una política identitaria con la religión como base del repliegue reaccionario, la fórmula mágica para identificar y negar al contrario. No nos engañemos: es un agarradero en tiempos de incertidumbre, y se necesita algo más que la carcajada para desarticular un mensaje tan poderoso".






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viernes, 18 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Libros y pajas



Fotografía de Antonio Heredia para El  Mundo


"Madrid tiene poco respeto por los símbolos culturales -ironiza la escritora Carmen Rigalt-. El hombre y la mujer del tiempo -comienza diciendo- siempre acaban por tener razón: bajan las temperaturas, llueve al biés, la naturaleza impone el color de las hojas secas y se repliegan las terrazas callejeras. Lo que tanto nos temíamos es ya un hecho irremediable. Faltan todavía nueve meses para que la ciudad vuelva a sonreír.

Con la llegada de las lluvias ha echado el cierre la feria del libro viejo, que muy poco tiene que ver con la jubilosa feria de junio, cuando el calor hace sus primeros estragos y las firmas de libros están revestidas de popularidad.

La feria de otoño es otra cosa. Más recogidita y decadente, esta feria se asienta en Recoletos y debe su existencia a la madre que la parió, la famosa Cuesta de Moyano, llamada así en honor del político Claudio Moyano, que impulsó la ley de Instrucción Pública. En su día, la calle recibió el castizo apodo de cuesta de las pajilleras. Por su vecindad con Atocha era frecuentada por prostitutas que iban a la estación en busca de clientela. Se dice que la práctica sexual conocida como el francés nos la habían dejado en herencia los soldados napoleónicos muchos años atrás.

Situada a espaldas del Jardín Botánico, las casetas de la Cuesta de Moyano conservan ese aire desgastado y vintage de todas las librerías de viejo. Sin embargo, no tienen nada que ver con los buquinistas del Sena, cuyas cajas ribetean las orillas del río como si fueran orugas de madera. Los buquinistas han tenido mejor suerte que los libreros de Moyano. Los franceses están subvencionados. Aquí, en cambio, el Ayuntamiento no solo les niega la subvención sino que les cobra un canon abusivo. Madrid tiene poco respeto por los símbolos culturales. Hace unos años, a punto estuvimos de perder el café Gijón. El susto podría repetirse con Moyano.

Es un retazo de vida con una novela costumbrista dentro. Pío Baroja paseó por ella hasta el día antes de morir. Ahora es la versión encuadernada de Baroja la que pasea de mano en mano. Pero hubo más aficionados célebres. Millán Astray, por ejemplo. Hoy, entre los clientes de piñón fijo que buscan tesoros en las cajas están Arturo Pérez-Reverte y Juan Carlos Monedero. También hay personajes peculiares entre los libreros. Uno de de los más famosos es Alfonso Riudavets, símbolo del lugar. Subió un día la cuesta y se hizo famoso abriendo todos los días del año. Ahora, a sus casi 90 años, baja la pendiente de la vida como el maillot amarillo del Tour bajaría el Tourmalet: sin manos".






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martes, 30 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una tregua





Vamos a concedernos una tregua, olvidarnos de la política y disfrutar de la belleza madrileña, escribe la historiadora, filóloga y profesora Edurne Portela. Mis dos últimas columnas, comienza diciendo Portela, las he dedicado a la política en Madrid tras las elecciones municipales y autonómicas: medidas contra la memoria de las víctimas del franquismo en el Ayuntamiento; propuestas fascistas contra colectivos vulnerables en la Comunidad. Esas políticas tienen importancia no solo para los habitantes de Madrid. Considero que son reflejo de una deriva, en España y Europa, hacia la normalización del discurso y de las medidas que propone la ultraderecha, una normalización que observo entre la perplejidad y el espanto. Pero hay días, como hoy, en los que necesito darme una tregua, respirar, buscar estímulos intelectuales, estéticos, emocionales que me desintoxiquen de tanta desazón, que me recuerden que, más allá de mis cuatro paredes, ahí afuera también hay lugar para la belleza y las cosas buenas.

Pongamos que hoy también hablo de Madrid, entonces, pero de uno diferente, el que nos muestra la editora y fotógrafa Belén Bermejo en su libro Microgeografías de Madrid. Este libro, cuyos beneficios íntegros irán destinados al área de oncología médica del hospital de la Princesa de Madrid, recoge 90 fotografías que reflejan los “extravíos” con los que la autora crea su propio mapa de la ciudad. El mapa hace un recorrido por la vida oculta que palpita en la ciudad, por sus calles mojadas tras un chaparrón, su famoso cielo reflejado en las ventanas, los patios humildes con macetas de barro, hojas multicolores a punto de ser barridas o voladas por el viento, paredes descascarilladas que desvelan otros mapas secretos, sillas abandonadas en un parque en las que la oxidación ha contado su propia historia. Las fotografías, en diálogo intermitente con breves textos poéticos, muestran una bella antítesis sobre el transcurrir del tiempo en la ciudad: por una parte captan lo efímero (el paso de una nube, las hojas a punto de desaparecer del suelo, el verde brillante de la nueva hoja que surge en primavera, la sombra de un edificio en un charco) y por otra muestran el paso continuado, permanente, obcecado, del tiempo (la pared descascarillada que conforma islas de color, esa otra pared cuya herida en el yeso se ha convertido en una bella cicatriz, la herrumbre en el metal que crea un palimpsesto de colores). El tiempo, parece sugerir Bermejo, destruye y crea belleza a su paso; al tiempo, nos dicen sus fotografías, se le atrapa fijando la misma belleza que él crea.

Bermejo nos enseña a mirar, a reconocer belleza en lo cotidiano y en lo inusitado, a cambiar el significado de “deterioro” y “cicatriz”. El detalle, como en las buenas narrativas, dice más que el todo. A través de él, Bermejo descubre su temperamento y el de nuestra ciudad. Un ejemplo en la página 33: es otoño, el suelo cubierto de hojas ocupa el primer plano; al fondo, el frente de una tienda pintado de azul eléctrico contrasta con la fachada naranja de balcones de hierro forjado del edificio. Entran por la esquina derecha de la fotografía dos ancianas canosas de pelo corto, gabardina marrón y zapato plano, algo encorvadas, tal vez por el frío de la mañana. El pie de foto dice: “La calle, desperezándose, silenciosa, con su promesa de churros y patatas fritas. Madrid y su caos, su desorden, sus hechuras de pueblo, su carencia de ínfulas, sus cielos, su color, su luz, su olor a metro, sus prisas. Vives en Madrid, eres de Madrid”. Me arropa esta imagen de una ciudad alegre y generosa, una ciudad acogedora, como lo es este libro en el que me refugio hoy durante unas horas.




Fotografía de Belén Bermejo para El País


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jueves, 30 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Irán, USA y béisbol





Mi relación sentimental con Irán viene de antiguo. Para ser exactos, cincuenta y dos años. La misma que con los Estados Unidos de América, lo que no deja de ser una paradoja que intentaré explicar. En septiembre de 1956, hace cincuenta y dos años, mis padres, que vivían en Madrid en el barrio de Delicias, se mudaron al de Prosperidad, en el distrito de Chamartín. Y lógicamente, a mis diez años de edad, me fui con ellos y con mis hermanos. En Prosperidad vivían entonces con sus familias muchos de los soldados norteamericanos que servían en la base aérea de Torrejón. Aunque no nos relacionábamos de manera especial con ellos, veíamos a los niños norteamericanos jugar al béisbol y, por imitación, con rústicos palos, primero, y bates de verdad poco después, aprendimos las reglas del juego y al menos en mí prendió una admiración por ese deporte que aún perdura. Por cierto, que el futuro y polémico locutor deportivo José María García, aún amigo mío, era uno de esos niños, líder de un equipo de béísbol con el que nos enfrentábamos habitualmente en cualquier terreno despejado de piedras en lo que ahora es el cruce entre la M-30 y la calle Costa Rica.

Muy cerca de allí, en un chalecito semioculto entre grandes árboles, creo recordar que en la calle Jerez, estaba la Embajada Imperial del Irán. En horas libres de tareas escolares, mis amigos y yo, casi todos estudiantes del Colegio Infanta María Teresa, en la calle General Mola (ahora Príncipe de Vergara), adscrito al Instituto Ramiro de Maeztu, en la calle Serrano, junto a la Embajada de los Estados Unidos, solíamos acercarnos a las embajadas extranjeras acreditadas en Madrid para pedir libros, mapas, cuentos y documentación varia, alegando un próximo viaje familiar a dicho país o la necesidad de hacer un trabajo escolar que nos habían encomendado. Las razones eran falsas pero nosotros, en nuestra inocencia, deberíamos resultar convincentes porque nos colmaban de atenciones... ¡y de libros!..., especialmente en la representación diplomática del Imperio iraní. De allí nació un sentimiento de cariño por el pueblo, la cultura y la historia de Irán que llego a cautivarme. Tanto, que llegado el momento de tener que dar una disertación, en francés, como un ejercicio más de los que teníamos que hacer en la Escuela Central de Idiomas de Madrid en la que estudiaba por las tardes la dulce lengua de Francia, me aprendí de memoria un cuento, en francés, que me había regalado tiempo atrás la Embajada iraní titulado "Mernahz, la Cendrillon iranienne" (Mernahz, la Cenicienta iraní). Y que como todos los cuentos que se aprecien comenzaba así: "Il était une fois une petite fille appelée Merhnaz..." (Érase una vez una niñita llamada Merhnaz...). Me lo aprendí en los ratos libres que me permitían los partidos de beísbol que jugábamos, a la espera de mi turno de bateo, sobre la ahora intransitable M-30... 

Mi relación con los Estados Unidos viene más o menos de esa misma época y por esas mismas causas. Visitábamos la Embajada en la calle Serrano, y de allí nos desviaban a la parte trasera, la que daba (o da, no lo sé ahora) al paseo de la Castellana, y donde estaba la Casa Americana, una institución cultural de la que acabé siendo socio. Allí tenían una excelente biblioteca en español, y sobre todo, para mí, unos inmensos atlas a partir de los cuales concebí una pasión inextinguible por la geografía y sobre todo por los mapas. ¡Ah!, y también tenían, como no, ese insuperable objeto de consulta -lástima que fuera en inglés, pero los mapas me servían igual- que es la Encyclopedia Americana...

Mi simpatía/antipatía por los Estados Unidos de América, viene dada básicamente en función de qué partido ocupe la Casa Blanca. Con los democrátas, suelo ser bastante más indulgente que con los republicanos. Con la administración Bush, reconozco que la indulgencia es imposible. Que un analfabeto integral como él, megalómano -en conexión directa con Dios- e imbuido de su papel de custodio de Occidente, forrado con el dinero de papá, pueda llegar dos veces a presidente dice mucho en favor de la democracia americana y muy poco en favor de sus electores.

Con el régimen iraní de los ayatolás mi sintonía es nula. Y no porque me parezca éste peor que el del Sah, sino porque pienso que éste, el actual, es un peligro para la paz mundial (lo mismo que Bush, con la diferencia de que al último se le puede quitar si se la va la olla...). Reconozco que el interesante y denso artículo de hoy en El País, titulado "¿Puede pasar Irán de bandido a gendarme?", del periodista y escritor Javier Valenzuela me ha hecho replantearme algunos presupuestos; aunque Ahmadineyad me sigue pareciendo, como mínimo, un vocazas... Pero lo más importante es que me ha servido para recordar con nostalgia una relación con el Irán eterno, los Estados Unidos y el béisbol, que vista desde los ojos del niño que fui una vez se me antoja entrañable. 



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Imagen de Teherán, la capital iraní


La exhibición de fuerza de Hezbolá en Beirut confirma a Irán como potencia regional, comienza diciendo Javier Valenzuela en su artículo. El interés nacional, tanto o más que la ideología islamista, guía su acción. Y la torpe política de Bush juega a su favor.

De las muchas historias heroicas que alberga el alma de un pueblo tan longevo como el iraní, una, la del imam Hussein, es hoy relativamente conocida en Occidente. Nieto del profeta Mahoma, el imam Hussein murió combatiendo en Kerbala, hacia el año 680 de la era cristiana. De los triunfadores de aquella batalla surgió el mayoritario islam suní; de los derrotados seguidores del imam Hussein, el islam chií, minoritario excepto en Irán y algunos países árabes.

Menos conocida en Occidente, y mucho más vieja, es otra de las historias que se escuchan en los hogares iraníes: la de Arash el Arquero. En tiempos mitológicos, los anteriores a la escritura y el monoteísmo, los pueblos de Irán y de Turán acordaron terminar una guerra por sus respectivos límites fronterizos mediante una prueba singular. Arash, un guerrero iraní, lanzaría una flecha en dirección a Turán, y donde ésta cayera se fijarían los lindes. Arash subió a la montaña más alta de Irán, el Damavand, tensó su arco y lanzó la flecha. Ésta voló durante horas hasta alejarse más de 2.000 kilómetros, concediéndole así al pueblo persa un inmenso territorio. Consumido por el tremendo esfuerzo físico, Arash falleció de inmediato.

En el verano de 2006, Israel invadió Líbano por enésima vez y fracasó frente a la resistencia de Hezbolá. Comentando en la BBC que tal fiasco reforzaba la influencia regional de Irán, el veterano John Simpson hizo una observación muy inteligente: "Durante los últimos 30 años, Occidente se ha obsesionado por el fundamentalismo religioso de la República Islámica de Irán, pero ha olvidado que la revolución de Jomeini fue también una declaración de independencia respecto al control británico y estadounidense". En efecto, el nacionalismo iraní -incluido el secular, el encarnado por Mossadegh a mediados del siglo XX- estuvo en 1979 con Jomeini. Desde entonces, dos vectores, el islamismo en versión chií y el nacionalismo persa -el imam Hussein y Arash el Arquero- guían la acción internacional del régimen de los ayatolás.

Has Iran Won? (¿Ha ganado Irán?), se preguntaba a todo trapo la portada de The Economist del pasado 2 de febrero. El interrogante venía a cuento del informe de diciembre de 2007 de los servicios secretos norteamericanos que asegura que el programa nuclear iraní no es una amenaza tan inminente ni tan grave para la seguridad mundial como predica la Casa Blanca. Aun discrepando de las conclusiones de los espías, el editorial del semanario británico proclamaba que lo más sabio que puede hacer Washington es pactar con Teherán, y ello sin poner como condición previa el abandono del programa nuclear iraní.

Es un hecho que la torpe, belicista y altamente ideologizada política de George W. Bush ha contribuido a hacer de Irán una potencia en Oriente Próximo y Asia Central; la cuestión ahora es cómo convertirla en un factor de estabilidad en la zona más inflamable del planeta. Y salvo los últimos cheerleaders de Bush, los especialistas opinan que va llegando el momento de que Estados Unidos haga con relación al Irán jomeinista lo que Kissinger y Nixon hicieron en su momento respecto a la China maoísta: realpolitik; esto es, aceptar su existencia y negociar una coexistencia pacífica. Así lo han insinuado en EL PAÍS el ex ministro israelí de Exteriores Shlomo Ben Ami y el especialista en asuntos militares, y también israelí, Martin van Creveld. Y así lo dice sin ambages Marc Gasiorowski, director de Estudios Internacionales de la Universidad del Estado de Luisiana y buen conocedor de Irán.

De hecho, remarca Gasiorowski, esto es lo que, a fines de 2006, vino a proponer el Grupo de Estudios sobre Irak (GEI) dirigido por James Baker. El GEI constató que, sin la ayuda de Irán y Siria, EE UU jamás podrá alcanzar una solución en Irak que pueda presentar como un triunfo, y sugirió que Washington iniciara con Teherán un diálogo sobre todas las cuestiones litigiosas -Irak, Líbano, el conflicto israelí-palestino, el programa nuclear, la seguridad en el Golfo...- , ofreciéndole un estatuto de interlocutor respetable. "El diálogo con EE UU", dijo Baker, "no es una recompensa por el buen comportamiento, sino un método para intentar conseguirlo".

Debería ser aún más evidente tras lo ocurrido en Beirut a comienzos de este mes. En menos de lo que se tarda en contarlo, Hezbolá se hizo con el control del oeste de Beirut, corroborando, dice el analista Rami Khouri, que "no sólo es la facción política y militar más poderosa del país de los cedros, sino todo un Estado dentro de un Estado débil". Acto seguido, Hezbolá hizo una demostración de prudencia al replegarse, renunciar a la toma del poder y aceptar la recién culminada negociación sobre su derecho a veto en los asuntos libaneses. Una y otra cosa, osadía en la exhibición de su relativa fuerza y prudencia a la hora de la verdad, son tan propias de ese movimiento chií libanés como de su padrino, la República Islámica de Irán.

El ascenso de Irán es fruto tanto de esa astuta combinación como de una racha de buena suerte. El hundimiento de la Unión Soviética le quitó de encima el comunismo; la invasión de Afganistán por EE UU le eliminó al incómodo vecino talibán, y el mismo EE UU derrocó a su gran rival, Sadam Husein. Lo último le ha permitido tensar lo que el rey jordano Abdalá II llama "el arco chií" (Irán-Irak-Líbano). La flecha de Arash vuela de nuevo muy lejos.

Para el régimen jomeinista fue toda una revancha de la historia la cálida bienvenida a Bagdad que en marzo le diera el actual Gobierno iraquí a Ahmadineyad. Comentando aquella visita, Gilles Kepel recordó que Teherán está actuando con notable cautela en Irak. No desea una total descomposición de ese país, que podría convertir a su parte suní en un santuario de Al Qaeda y también empujar hacia Irán a cientos de miles de refugiados chiíes. Asimismo resultó significativo que Ahmadineyad fuera huésped de la última cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo, un órgano creado en 1981 precisamente para oponerse al Irán jomeinista. El mensaje fue claro: los emiratos del Golfo quieren estar a buenas con Teherán.

Con un Afganistán donde las cosas se complican y un Irak donde no marchan tan bien, un ataque norteamericano contra Irán no es una opción, si es que alguna vez lo fue. Sólo serviría para propagar aún más las llamas del terror y la guerra. Pero entre el belicismo y la impotencia, el futuro presidente de EE UU tiene un tercer camino: el diálogo que exploró Bill Clinton cuando el presidente iraní era el reformista Jatamí. Eso sí, el sucesor de Bush debería olvidarse de ideologías mesiánicas, asumir el pragmatismo y aceptar que la libertad y la igualdad llegarán a Irán a través de un proceso interno.

Irán, dice Olivier Roy, es "una pieza clave del tablero de Oriente Próximo y la única que parece tener una estrategia coherente, en la que las consideraciones a corto plazo se articulan dentro de una visión a largo plazo". Ya hace mucho que renunció a exportar la revolución jomeinista y lo que hoy pretende es que el mundo le reconozca la condición de potencia regional que ha alcanzado de facto. Para ello, señala Roy, usa instrumentos tácticos como la retórica antiamericana, antiisraelí y panislamista, que le permite conectar incluso con sectores fundamentalistas o nacionalistas árabes suníes (véase Hamás), y una gran habilidad para librar batallas lo más lejos posible de sus fronteras (de ahí su activismo en Líbano y Palestina y su bajo perfil en Irak y Afganistán).

¿Puede un país que en las últimas tres décadas ha sido considerado por Washington un "bandido" pasar a convertirse en un "gendarme" regional? La diplomacia existe, precisamente, para conseguir tales milagros. Irán tiene 70 millones de habitantes, grandes riquezas petroleras, un Estado sólido para la media regional, una hábil diplomacia e influencia entre los chiíes de Irak y Líbano y los islamistas suníes palestinos. Que es capaz de realpolitik lo prueba su matrimonio de conveniencia con la Siria secular y panarabista de la familia Assad.

El nacionalismo jamás se ha extinguido entre los iraníes. Ellos son persas, no árabes; arios, no semitas; no hablan la lengua del Corán, sino farsi, y ni siquiera su islam, el chií, es el de la mayoría de los árabes. Confundirlos con Bin Laden es un disparate. Pero el griterío neocon ha hecho olvidar que Irán cooperó con EE UU en la guerra del Golfo de 1991, el derrocamiento de los talibanes de Afganistán en 2002 y la invasión de Irak de 2003. Y también que es un fiero enemigo de Bin Laden, Al Qaeda y el yihadismo internacional suní.

Instalado en su cerril discurso sobre el Eje del Mal, Bush ha ignorado el terreno explorable. Pero si su sucesor tuviera valor e inteligencia podría ser en relación a Oriente Próximo lo que sorprendentemente Nixon fue para Asia: un pacificador. (El País, 23/05/08)



Javier Valenzuela



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4931
Publicada originariamente el 23/5/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)