Mostrando entradas con la etiqueta Cutura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cutura. Mostrar todas las entradas

lunes, 5 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Con lo bonita que es la palabra niña



Fotografía de Getty Images para El País


Yo pienso en todas las niñas del mundo y solo veo fuerza e inocencia y brillo y futuro. El problema es que da igual cómo nos llamen, porque desde ese lado desde donde nos condicionan y nos juzgan todas las palabras llevan una carga terrible, comenta la escritora Lara Moreno.

Porque no podemos negarlo: es una palabra preciosa. Yo pienso en todas las niñas del mundo y solo veo fuerza e inocencia y brillo y futuro. Lo malo es que no todas las niñas del mundo tienen futuro. Pienso también en mi niña en concreto, pienso en ese momento de hace ya unos años en que me dijeron en la sala de ecografías: “Parece que es una niña”, y la palabra se disolvió en mi médula espinal y todavía la riega. Una niña. Es una palabra tan nuestra, una que además puede llenar de camaradería, de ternura, de complicidad, de cariño y de consuelo todo lo que venga después, cuando se coloca en el lugar adecuado de la boca, cuando una amiga, por ejemplo, ya adulta, le dice a otra amiga, igual de adulta: “Mi niña, ¿cómo estás?”, o “Venga niña, vente a bailar conmigo esta noche”. Hay mil formas de usar la belleza de este sustantivo, mil formas de convertirlo en un adjetivo amable, en un apelativo maravilloso. El problema no es ese.

El problema es que da igual cómo nos llamen, porque desde ese lado desde donde nos llaman, desde donde nos condicionan y nos juzgan, todos los adjetivos, los sustantivos, los adverbios, todas las palabras usadas llevan una carga terrible, pasan por un filtro en el que dejan de ser las palabras que nuestro certero idioma ofrece para nombrar el mundo y se convierten en una jaula, en una lanza, en un manto de brea que nos tapa los rostros, la mirada, la identidad, la existencia; el futuro. La niña. Qué despectivo, de pronto, algo tan hermoso. Pero si fuera solo eso: la negra, la gorda, la vieja, la guarra o la mal follada. O la prima tercera. La mujer. La niña. Al menos cuando te llaman niña a veces es para decir que eres muy lista. Es muy lista la niña (aunque no como para gobernar). Cuando te dicen gorda, vieja, guarra, negra, ni siquiera. Ahí no hay cerebro que valga.

Puedo especificar por qué hablo de esto, pero en realidad no quiero, porque da igual, porque todas las niñas van a saber de qué hablo y el resto, seguramente, también. Porque sigue siendo universal y atemporal. Parece mentira. Hemos luchado por aquello del respeto y la igualdad, educamos en aquello del respeto y la igualdad, nos hemos desgañitado con aquello del respeto y la igualdad, lloramos por el respeto y la igualdad y levantamos las manos e incluso la caricia y el susurro con lo del respeto y la igualdad. Ya basta. Señores (y señoras) que nos miráis desde ese lado: no nos nombréis, dejadnos en paz, a todas. Sobre todo, a las que tengáis más cerca.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5128
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 30 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una tregua





Vamos a concedernos una tregua, olvidarnos de la política y disfrutar de la belleza madrileña, escribe la historiadora, filóloga y profesora Edurne Portela. Mis dos últimas columnas, comienza diciendo Portela, las he dedicado a la política en Madrid tras las elecciones municipales y autonómicas: medidas contra la memoria de las víctimas del franquismo en el Ayuntamiento; propuestas fascistas contra colectivos vulnerables en la Comunidad. Esas políticas tienen importancia no solo para los habitantes de Madrid. Considero que son reflejo de una deriva, en España y Europa, hacia la normalización del discurso y de las medidas que propone la ultraderecha, una normalización que observo entre la perplejidad y el espanto. Pero hay días, como hoy, en los que necesito darme una tregua, respirar, buscar estímulos intelectuales, estéticos, emocionales que me desintoxiquen de tanta desazón, que me recuerden que, más allá de mis cuatro paredes, ahí afuera también hay lugar para la belleza y las cosas buenas.

Pongamos que hoy también hablo de Madrid, entonces, pero de uno diferente, el que nos muestra la editora y fotógrafa Belén Bermejo en su libro Microgeografías de Madrid. Este libro, cuyos beneficios íntegros irán destinados al área de oncología médica del hospital de la Princesa de Madrid, recoge 90 fotografías que reflejan los “extravíos” con los que la autora crea su propio mapa de la ciudad. El mapa hace un recorrido por la vida oculta que palpita en la ciudad, por sus calles mojadas tras un chaparrón, su famoso cielo reflejado en las ventanas, los patios humildes con macetas de barro, hojas multicolores a punto de ser barridas o voladas por el viento, paredes descascarilladas que desvelan otros mapas secretos, sillas abandonadas en un parque en las que la oxidación ha contado su propia historia. Las fotografías, en diálogo intermitente con breves textos poéticos, muestran una bella antítesis sobre el transcurrir del tiempo en la ciudad: por una parte captan lo efímero (el paso de una nube, las hojas a punto de desaparecer del suelo, el verde brillante de la nueva hoja que surge en primavera, la sombra de un edificio en un charco) y por otra muestran el paso continuado, permanente, obcecado, del tiempo (la pared descascarillada que conforma islas de color, esa otra pared cuya herida en el yeso se ha convertido en una bella cicatriz, la herrumbre en el metal que crea un palimpsesto de colores). El tiempo, parece sugerir Bermejo, destruye y crea belleza a su paso; al tiempo, nos dicen sus fotografías, se le atrapa fijando la misma belleza que él crea.

Bermejo nos enseña a mirar, a reconocer belleza en lo cotidiano y en lo inusitado, a cambiar el significado de “deterioro” y “cicatriz”. El detalle, como en las buenas narrativas, dice más que el todo. A través de él, Bermejo descubre su temperamento y el de nuestra ciudad. Un ejemplo en la página 33: es otoño, el suelo cubierto de hojas ocupa el primer plano; al fondo, el frente de una tienda pintado de azul eléctrico contrasta con la fachada naranja de balcones de hierro forjado del edificio. Entran por la esquina derecha de la fotografía dos ancianas canosas de pelo corto, gabardina marrón y zapato plano, algo encorvadas, tal vez por el frío de la mañana. El pie de foto dice: “La calle, desperezándose, silenciosa, con su promesa de churros y patatas fritas. Madrid y su caos, su desorden, sus hechuras de pueblo, su carencia de ínfulas, sus cielos, su color, su luz, su olor a metro, sus prisas. Vives en Madrid, eres de Madrid”. Me arropa esta imagen de una ciudad alegre y generosa, una ciudad acogedora, como lo es este libro en el que me refugio hoy durante unas horas.




Fotografía de Belén Bermejo para El País


La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5109
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)