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jueves, 30 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Elige tu propio final



Fotografía de AFP/Getty


"Hace unos días -comenta la escritora Edurne Portela en el A vuelapluma de hoy- @Koldo_CF, un padre preocupado por la educación de su hija, compartió conmigo en Twitter una página de un libro de texto de ciencias sociales de sexto de primaria de la Comunidad de Madrid. La página es una explicación sobre cómo Picasso gesta el Guernica: el Gobierno de la República le pide al artista que haga un cuadro que refleje la “difícil situación” de España y justo entonces “se produjo un bombardeo”. Aquí no ha habido una sublevación militar, no hay fascistas ni nazis, el Ejército de Franco no tiene el apoyo de las fuerzas del eje alemán. Aquí las ciudades se bombardean en modo impersonal y el caballo desbocado del Guernica bien pudiera ser un unicornio.

Pero hoy no quiero escribir sobre el blanqueamiento obsceno de la historia, el acoso que sufren los profesores que quieren educar en igualdad, libertad sexual o memoria democrática. Hoy me propongo escribir sobre algo bonito, que les inspire a ustedes y a mí buenos sentimientos, que ayude a relajar este ceño fruncido. Recuerdo que ayer vi un vídeo precioso de un gato al que han llevado a una casa para que cace ratones (fuente: @atr_ahre). Ha atrapado un ratón, pero el gato se rebela contra el estereotipo que tiene de él el humano y, cuidadosamente, lleva al ratoncillo hasta su recipiente con pienso. El ratón se pone a comer inmediatamente. Parece no sentir un ápice de temor ante ese enemigo que suponemos atávico. El gato busca cómo acomodarse, respetando el espacio de su pequeño compañero. Comen tranquilos. Sólo falta que alcen la cabeza y se rocen los hocicos. Pero la fantasía no llega a tanto y se acaba el vídeo. Entonces comienzo a contextualizar esa historia, a rellenar los huecos que faltan en pasado y futuro.

Primero, el pasado: pienso en el instinto protector del gato, en que posiblemente será una gata a la que han robado las crías y que ve en ese ratoncillo a los cachorros arrebatados. Después, el futuro: ¿qué hará el dueño de esa gata? ¿Permitirá que siga alimentando a los ratones? ¿La devolverá a la protectora de animales por inútil? ¿Matará al ratón la próxima vez que se acerque al cuenco del pienso confiado? ¿Optará por alguna otra forma de exterminio? La pequeña historia tierna y feliz que cuenta ese vídeo esconde una tragedia que puede coincidir o no con mi imaginación, pero que está ahí, agazapada. Ya lo dijo Orson Welles: “Si quieres un final feliz, eso depende de dónde quieres parar la historia”. Y esto me lleva nuevamente a la página del libro de texto, a esa versión edulcorada y sin responsables en la que el contexto del Guernica se evapora. No sólo Franco y el Ejército nazi, responsables del primer bombardeo sistemático sobre civiles en Europa, desaparecen como sujetos activos de la historia, sino que el final de la explicación acaba con un triunfante: “El cuadro se mostró en la exposición y desde aquel momento se convirtió en un símbolo contra la violencia” (una violencia difusa y sin actores, habría que añadir). Guernica tiene así su propio final aséptico y feliz. Pero como en el vídeo del gato y el ratón, esta historia está descontextualizada. Aquí también se esconde la tragedia del pasado (la ferocidad genocida del franquismo) y del futuro (el triunfo de los sublevados y la continuación de su represión durante la dictadura) y se genera la narrativa supuestamente neutra de una denuncia contra toda violencia, ocultando así el valor simbólico antifascista que el Guernica tuvo durante todo el siglo XX. Moraleja: nunca se fíen de una historia con final feliz".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 4 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Encuentros posibles



Imagen de 'Zubiak' (Los puentes), de Sistiaga y Cortés-Cavanillas


Hay encuentros posibles. El dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza, afirma la escritora Edurne Portela sobre la historia de violencia en el País Vasco. 

Hace unos años, comienza diciendo, escribí un ensayo sobre la violencia en Euskadi cuyo último capítulo se titulaba Encuentros posibles. En él hablaba de mis conversaciones, sentada a la mesa de una cocina, con una persona que había pertenecido al entorno de ETA y había estado en la cárcel por colaboración. En aquel 2015 en el que finalizaba el ensayo, mencionaba a esa persona y el aprendizaje que supuso para mí conocerla, pero no me atreví a contar su historia que, pensé, debía quedarse en el espacio protegido y de confianza de la cocina de su casa. Creía que todavía no se podían hacer públicas esas conversaciones: “Existen encuentros posibles, pero muchos se dan en la intimidad de nuestras cocinas. Todavía estamos lejos de un cambio imaginativo real a nivel colectivo que nos permita conocer ‘el conflicto’ en sus dimensiones más intricadas, las que tienen que ver con los afectos que nos unen. Y los que nos desunen”. En estos cuatro años han cambiado muchas cosas y lo constato felizmente en ‘Zubiak’ (Los puentes), el primer capítulo de la serie documental ETA, el final del silencio, de Jon Sistiaga y Alfonso Cortés-Cavanillas.

Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jauregi, asesinado por ETA en 2000. Ibon Etxezarreta, miembro del comando que lo asesinó. Sentados uno frente a otro en la cocina de la sociedad Bilkoin. Maixabel ha cocinado. Ibon trae el vino y el pan, que corta en ese momento porque, como dice Maixabel, si te lo cortan en la tienda, luego se seca. El camino de Ibon para llegar a esa mesa ha sido largo: 18 años de reflexión, autocrítica y cárcel. El camino de Maixabel, desde esa mañana en la que Juan Mari le dijo: “Hoy he soñado que me mataban”, y nunca volvió a casa, imagínense. En los minutos anteriores a esa comida, a la que asistimos como testigos, se entrelazan voces conocidas y autorizadas que añaden un contexto indispensable para saber quién era Jauregi y entender el proceso de Ibon y otros presos disidentes de ETA. Es un contexto que no minimiza la crudeza del asesinato y sus secuelas terribles, evidentes en Maria, la hija que recuerda al padre.

Maixabel e Ibon ya han hablado mucho, hay confianza, cariño y, sobre todo, respeto. Les cuesta nombrar lo más doloroso, cada uno por sus motivos, y ambos miden con tiento las palabras, respetan los silencios. Ibon le dice a Maixabel: “Para ti es importante recordar, para mí es importante olvidar”. Lo dice, pero sigue recordando con ella porque sabe que es su deber. Su postura ética es estar a disposición de la víctima. Maixabel, al acabar la comida, le prepara a Ibon un táper con las sobras para que las coma en la cárcel (tiene que regresar a dormir). Un gesto profundo, el de Ibon; uno cotidiano pero cargado de significado, el de Maixabel. Ambos gestos remiten a la imagen metafórica del documental: un puente viejo que aparece en varios momentos, mostrando pequeños desprendimientos y una gran grieta. Como dice Ibon, sus destinos están unidos por la herida que él causó. A partir de esa unión traumática han construido un puente que, pese a su grieta, su cicatriz, es fuerte y sólido.

Salgo de esa cocina conmovida por la lucidez de Ibon ante el daño y los límites de la reparación; admirada por la generosidad y empatía de Maixabel. Acompaño a Ibon de vuelta a la cárcel, con la voz de fondo de Maria defendiendo la empatía y el diálogo como herramientas para seguir construyendo puentes. Su voz, de nuevo, se quiebra. Una última constatación: el dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza.






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martes, 30 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una tregua





Vamos a concedernos una tregua, olvidarnos de la política y disfrutar de la belleza madrileña, escribe la historiadora, filóloga y profesora Edurne Portela. Mis dos últimas columnas, comienza diciendo Portela, las he dedicado a la política en Madrid tras las elecciones municipales y autonómicas: medidas contra la memoria de las víctimas del franquismo en el Ayuntamiento; propuestas fascistas contra colectivos vulnerables en la Comunidad. Esas políticas tienen importancia no solo para los habitantes de Madrid. Considero que son reflejo de una deriva, en España y Europa, hacia la normalización del discurso y de las medidas que propone la ultraderecha, una normalización que observo entre la perplejidad y el espanto. Pero hay días, como hoy, en los que necesito darme una tregua, respirar, buscar estímulos intelectuales, estéticos, emocionales que me desintoxiquen de tanta desazón, que me recuerden que, más allá de mis cuatro paredes, ahí afuera también hay lugar para la belleza y las cosas buenas.

Pongamos que hoy también hablo de Madrid, entonces, pero de uno diferente, el que nos muestra la editora y fotógrafa Belén Bermejo en su libro Microgeografías de Madrid. Este libro, cuyos beneficios íntegros irán destinados al área de oncología médica del hospital de la Princesa de Madrid, recoge 90 fotografías que reflejan los “extravíos” con los que la autora crea su propio mapa de la ciudad. El mapa hace un recorrido por la vida oculta que palpita en la ciudad, por sus calles mojadas tras un chaparrón, su famoso cielo reflejado en las ventanas, los patios humildes con macetas de barro, hojas multicolores a punto de ser barridas o voladas por el viento, paredes descascarilladas que desvelan otros mapas secretos, sillas abandonadas en un parque en las que la oxidación ha contado su propia historia. Las fotografías, en diálogo intermitente con breves textos poéticos, muestran una bella antítesis sobre el transcurrir del tiempo en la ciudad: por una parte captan lo efímero (el paso de una nube, las hojas a punto de desaparecer del suelo, el verde brillante de la nueva hoja que surge en primavera, la sombra de un edificio en un charco) y por otra muestran el paso continuado, permanente, obcecado, del tiempo (la pared descascarillada que conforma islas de color, esa otra pared cuya herida en el yeso se ha convertido en una bella cicatriz, la herrumbre en el metal que crea un palimpsesto de colores). El tiempo, parece sugerir Bermejo, destruye y crea belleza a su paso; al tiempo, nos dicen sus fotografías, se le atrapa fijando la misma belleza que él crea.

Bermejo nos enseña a mirar, a reconocer belleza en lo cotidiano y en lo inusitado, a cambiar el significado de “deterioro” y “cicatriz”. El detalle, como en las buenas narrativas, dice más que el todo. A través de él, Bermejo descubre su temperamento y el de nuestra ciudad. Un ejemplo en la página 33: es otoño, el suelo cubierto de hojas ocupa el primer plano; al fondo, el frente de una tienda pintado de azul eléctrico contrasta con la fachada naranja de balcones de hierro forjado del edificio. Entran por la esquina derecha de la fotografía dos ancianas canosas de pelo corto, gabardina marrón y zapato plano, algo encorvadas, tal vez por el frío de la mañana. El pie de foto dice: “La calle, desperezándose, silenciosa, con su promesa de churros y patatas fritas. Madrid y su caos, su desorden, sus hechuras de pueblo, su carencia de ínfulas, sus cielos, su color, su luz, su olor a metro, sus prisas. Vives en Madrid, eres de Madrid”. Me arropa esta imagen de una ciudad alegre y generosa, una ciudad acogedora, como lo es este libro en el que me refugio hoy durante unas horas.




Fotografía de Belén Bermejo para El País


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sábado, 29 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Una carta y una botella de txakoli





Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, escribe en El País la historiadora y ensayista Edurne Portela.

Domingo por la mañana. Último día de la Feria del Libro de Madrid. Estoy sentada en una caseta, mirando a la gente pasar. Auguro una mañana tranquila, a pesar del río humano que atraviesa la feria. Me pregunto si quedará alguien ahí fuera que todavía quiera un ejemplar dedicado. Se acerca una mujer sonriente. Me dice que no puede llevarse ningún libro porque ya ha leído todos. Me confiesa bajito que lo que escribo le ayuda. Es tímida. Yo también, y por eso me da apuro preguntarle en qué sentido. No es desinterés, es pudor. Hablamos unos minutos. Nos despedimos. Me quedo con la impresión de no haber estado a la altura. Me pasa a menudo con las personas desconocidas que se animan a compartir algo de su intimidad y yo no sé muy bien hasta qué punto les incomodaré si pregunto. Vuelvo a la tarde a firmar. La última tarde. Estoy cansada pero contenta. Ha sido una feria espléndida, los libreros y libreras me cuentan lo mucho que han subido las ventas. Hoy es día de paseo más que de compra, pero hay alegría en mi caseta, ganas de conversar. Mis libreros son licenciados en Filosofía y lectores voraces, hablamos sobre la ética de Spinoza y me recomiendan lo último de Byung-Chul Han. A media tarde veo que E. S., la mujer que me ha visitado a la mañana, se acerca a la caseta. En su mano hay una bolsa morada. La extiende, me dice que antes se le ha olvidado dármela y, sin dejarme tiempo a reaccionar, se despide y desaparece en la multitud. En el interior de la bolsa hay una botella de txakoli envuelta en una carta.

En la carta E. S. me explica eso que por la mañana no me ha contado y yo no he sabido preguntar. Además de detalles personales que no compartiré, de lo que realmente habla esa carta es del poder de la literatura. Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, incluso a plantarse ante una forma de vivir que iba en contra de sus deseos. La literatura, escribe, ha sido el revulsivo que la impulsó a volverse “díscola” y a rebelarse contra lo que la obligaban a ser. Al leer y descubrirse en la lectura empezó a vivir “consecuente y conscientemente”. La carta habla de una vida anterior y posterior a su encuentro con la literatura, un antes y un después marcado por una toma de conciencia, un cambio de mirada tras el cual no hay vuelta atrás. Y de una nueva felicidad adquirida no porque leer la ayude a huir del mundo, sino a situarse en él y entenderlo mejor, también a sí misma. Y ese nuevo conocimiento, ese torrente de curiosidad y ansia de saber, es para ella una fuente de alegría. Releo la carta varias veces. Lo que más me conmueve es que no lamenta el antes, sino que se entusiasma con el después, con todo lo que le queda por leer y aprender. Esta mujer de 45 años que lleva 25 trabajando a destajo me confirma que la lectura tiene el poder de hacernos más conscientes de la propia experiencia, es decir, de nuestro sentido de la existencia y de la realidad. Llego al corolario: la escritura contiene la contingencia prodigiosa, la posibilidad latente, de abrir para una misma y para las demás nuevas ventanas desde las que asomarse al mundo. Ahí está el reto, ahí la responsabilidad.

Ojalá leas esta columna, E. S., para que sepas lo mucho que te agradezco esa carta que releeré la próxima vez que me pregunte “¿para qué?”. Y por la botella de txakoli, que ya he puesto a enfriar. Brindaré por tus 45 años y por una vida consciente y llena de lecturas.


Feria del Libro de Madrid, mayo 2019. Foto de Julián Rojas


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sábado, 18 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] Paseantes incómodas





Las 'flâneuses', paseantes incómodas en la sociedad de su tiempo, comenta la escritora española Edurne Portela, doctora en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill y exprofesora de la Universidad de Lehigh (Pensilvania), quisieron reivindicar los mismos derechos que el hombre, que tiene derecho a la ciudad sin ser molestado, a tomar la palabra en público

Leo el ensayo de Anna Maria Iglesia La revolución de las flâneuses mientras viajo por Italia, comienza diciendo Portela. En Italia no hace falta buscar mucho para encontrar rincones hermosos: la belleza en este país es una constante. Cada paseo por una ciudad regala momentos conmovedores en los que la realidad se suspende por unos segundos y nada me perturba, como si un foco iluminara el objeto de belleza y todo lo demás desapareciera. Leo el ensayo de Iglesia de trayecto en trayecto y contrasto mi realidad con lo que ella cuenta magistralmente en sus páginas. En ellas me encuentro con mujeres que quieren viajar y a las que no se lo permiten, que quieren pasear solas por la ciudad sin compañía masculina o sin deberes y tampoco pueden, mujeres que al ocupar la calle son tratadas como prostitutas, algunas lo son porque no tienen más remedio, me encuentro también con mujeres que quieren ocupar la tribuna pública, política, pero que acaban disfrazándose de hombres para poder hacerlo, mujeres que se atreven y pagan un alto precio por ello. Son Marie Bashkirtseff, Emilia Pardo Bazán, Flora Tristán, Luisa Carnés, Clara Campoamor, Las Sinsombrero y un largo etcétera. Ellas quisieron reivindicar los mismos derechos que el flâneur: el hombre que tiene derecho a la ciudad, a transitar por ella sin ser molestado, a observar sin ser visto ni cuestionado, y también, a tomar la palabra en público. La flâneuse es la mujer que lucha por todo ello y no siempre lo consigue.

Yo he viajado y viajo sola, y sola paseo a veces por la ciudad, tomo la palabra en público e incomodo con ella, no tengo necesidad de esconderme detrás de un disfraz masculino para ocupar el espacio que me corresponde. Soy una flâneuse. Y lo soy gracias a esas mujeres que comenzaron hace más de cien años a reivindicarse como sujetos críticos dentro de la esfera pública y empezaron a entender la escritura fuera del ámbito de lo íntimo, “como una forma de intervención social, de puesta en escena del yo y, por qué no, como una forma de transgresión”, señala Iglesia. Ellas fueron insumisas e incómodas, y desde esa rebeldía contribuyeron al reforzamiento de la sociedad civil con una postura feminista: la mujer tenía el mismo derecho que el hombre al espacio público, también a la palabra pública. Con una conciencia moderna de lo que significaba escribir, transformaron eso que llamaban literatura íntima en testimonio, porque, señala Iglesia, “dar testimonio es un ejercicio ético que no tiene que ver con la narración verídica ni detallada de la propia biografía, ni tampoco con el gesto paternalista que busca dar voz a una comunidad teóricamente sin voz. Por el contrario [...], es una manera de romper el silencio vinculado a una experiencia compartida y, por tanto, una forma de iluminarse no tanto a sí mismas como sujetos, sino a la experiencia transmitida”. Me reconozco en la descripción de la flâneuse porque sé que la batalla que ellas iniciaron hace cien años no está todavía ganada. Quedan muchas experiencias compartidas por narrar, muchas formas de insubordinarnos contra el poder patriarcal, todavía debemos reivindicar el derecho a vivir libres y sin miedo en nuestras ciudades, a defender la libertad de hacer con nuestro cuerpo lo que nos dé la santa gana, desde correr por un parque sin que nos agredan hasta tener el control de nuestra capacidad reproductiva. “Debemos ser y seguir siendo paseantes incómodas”, propone Anna Maria Iglesia. Yo, ni quiero ni puedo ser otra cosa.



La pintora rusa Marie Bashkirtseff



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