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sábado, 1 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Piedras sobre Auschwitz




Entrada al campo de exterminio de Auschwitz


Fui a ver La lista de Schindler tan pronto como la estrenaron, en marzo de 1994 -comenta la escritora Isabel Gómez Melenchón en el A vuelapluma de hoy-. Lo recuerdo perfectamente, por la dureza extrema de la película, por el amigo, padre reciente, que no pudo contener las lágrimas al ver a la niña del abrigo rojo caminando sola en el gueto de Cracovia, por mis propias lágrimas. Al acabar, en el momento en que un grupo de descendientes de los judíos salvados por el industrial alemán se acercan a la tumba de este, en Jerusalén, para depositar unas piedras en señal de respeto, alguien gritó bastante alto: “Ya están justificando lo de Israel, con lo que están haciendo ellos”.

No podía creerlo, habían bastado apenas unos minutos para que algunas personas del público olvidaran lo que acababan de ver y convirtieran a las víctimas en presuntos verdugos, apenas unos segundos para que la empatía por un sufrimiento tan inconcebible desapareciera. Apenas un instante para que se mezclara todo y se intentara diluir la tragedia: si ellos están haciendo ahora “lo mismo”, no merecen nuestro respeto, ni mucho menos nuestro reconocimiento. Tal vez ni siquiera ser tratados con justicia. Siempre que se habla del Holocausto se repite una frase: “Nunca más”. Después de aquella escena en el cine, ya no estoy tan segura de nada.

Años después, otro amigo, escritor, viajó a Polonia para una investigación para un libro y visitó Auschwitz. Me contó a la vuelta que les habían insultado y tirado piedras varias personas cuando se acercaban a aquel infame “El trabajo te hace libre”; mi amigo, pese al tiempo transcurrido, aún se estremece al pensar en aquel incidente. Sí, el antisemitismo sigue bien enraizado. Leo en internet que algunos visitantes han sido detenidos en los últimos años por llevarse ladrillos del campo de concentración. Como recuerdo. 75 años después, los judíos, el genocidio, vuelven a ser considerados una cosa .

En el Call de Barcelona turistas y también locales buscan entre las piedras los vestigios de una presencia que hace siglos que desapareció. Allí paseé con Amos Oz, el gran escritor israelí, hace ya más de una década; allí me contaba que sus padres llegaron a Palestina, entonces bajo mandato británico, huyendo de los pogromos en el este de Europa y como último recurso, después de que sus solicitudes de inmigración fueran rechazadas por norteamericanos, británicos, escandinavos... y por los propios alemanes, sólo dos años antes de la llegada al poder de los nazis. Si los hubieran aceptado los alemanes, me decía, yo no estaría ahora aquí. Ojalá hubiera estado allí el hombre del cine para escucharlo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 4 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Encuentros posibles



Imagen de 'Zubiak' (Los puentes), de Sistiaga y Cortés-Cavanillas


Hay encuentros posibles. El dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza, afirma la escritora Edurne Portela sobre la historia de violencia en el País Vasco. 

Hace unos años, comienza diciendo, escribí un ensayo sobre la violencia en Euskadi cuyo último capítulo se titulaba Encuentros posibles. En él hablaba de mis conversaciones, sentada a la mesa de una cocina, con una persona que había pertenecido al entorno de ETA y había estado en la cárcel por colaboración. En aquel 2015 en el que finalizaba el ensayo, mencionaba a esa persona y el aprendizaje que supuso para mí conocerla, pero no me atreví a contar su historia que, pensé, debía quedarse en el espacio protegido y de confianza de la cocina de su casa. Creía que todavía no se podían hacer públicas esas conversaciones: “Existen encuentros posibles, pero muchos se dan en la intimidad de nuestras cocinas. Todavía estamos lejos de un cambio imaginativo real a nivel colectivo que nos permita conocer ‘el conflicto’ en sus dimensiones más intricadas, las que tienen que ver con los afectos que nos unen. Y los que nos desunen”. En estos cuatro años han cambiado muchas cosas y lo constato felizmente en ‘Zubiak’ (Los puentes), el primer capítulo de la serie documental ETA, el final del silencio, de Jon Sistiaga y Alfonso Cortés-Cavanillas.

Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jauregi, asesinado por ETA en 2000. Ibon Etxezarreta, miembro del comando que lo asesinó. Sentados uno frente a otro en la cocina de la sociedad Bilkoin. Maixabel ha cocinado. Ibon trae el vino y el pan, que corta en ese momento porque, como dice Maixabel, si te lo cortan en la tienda, luego se seca. El camino de Ibon para llegar a esa mesa ha sido largo: 18 años de reflexión, autocrítica y cárcel. El camino de Maixabel, desde esa mañana en la que Juan Mari le dijo: “Hoy he soñado que me mataban”, y nunca volvió a casa, imagínense. En los minutos anteriores a esa comida, a la que asistimos como testigos, se entrelazan voces conocidas y autorizadas que añaden un contexto indispensable para saber quién era Jauregi y entender el proceso de Ibon y otros presos disidentes de ETA. Es un contexto que no minimiza la crudeza del asesinato y sus secuelas terribles, evidentes en Maria, la hija que recuerda al padre.

Maixabel e Ibon ya han hablado mucho, hay confianza, cariño y, sobre todo, respeto. Les cuesta nombrar lo más doloroso, cada uno por sus motivos, y ambos miden con tiento las palabras, respetan los silencios. Ibon le dice a Maixabel: “Para ti es importante recordar, para mí es importante olvidar”. Lo dice, pero sigue recordando con ella porque sabe que es su deber. Su postura ética es estar a disposición de la víctima. Maixabel, al acabar la comida, le prepara a Ibon un táper con las sobras para que las coma en la cárcel (tiene que regresar a dormir). Un gesto profundo, el de Ibon; uno cotidiano pero cargado de significado, el de Maixabel. Ambos gestos remiten a la imagen metafórica del documental: un puente viejo que aparece en varios momentos, mostrando pequeños desprendimientos y una gran grieta. Como dice Ibon, sus destinos están unidos por la herida que él causó. A partir de esa unión traumática han construido un puente que, pese a su grieta, su cicatriz, es fuerte y sólido.

Salgo de esa cocina conmovida por la lucidez de Ibon ante el daño y los límites de la reparación; admirada por la generosidad y empatía de Maixabel. Acompaño a Ibon de vuelta a la cárcel, con la voz de fondo de Maria defendiendo la empatía y el diálogo como herramientas para seguir construyendo puentes. Su voz, de nuevo, se quiebra. Una última constatación: el dolor y la memoria conviven con la generosidad y la esperanza.






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martes, 2 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Recuerdos





Llueve aquí donde estoy, escribe en La Vanguardia la periodista y escritora hispanoargentina Flavia Company. Miro a través de la ventana y veo a muchos tipos de gente, comienza diciendo. Casi todos con prisa, más que nada los que no usan paraguas. Algunos, previsores, con gabardinas, con capuchas. Otros, descreídos, despreocupados o despistados, tal cual irían en día de sol. Habrá quien compre un paraguas callejero por enésima vez y se diga a sí mismo que es la última. Y no lo será. El suelo está brillante, los charcos son espejos. Quienes llevan paraguas dan color al gris del día; los hay con todo tipo de estampados, de mensajes, de propagandas, de medidas. Cuando deje de llover algunos se convertirán en improvisado bastón. Otros se olvidarán, se perderán. Cambiarán de manos, porque alguien los encontrará.

Llueve mucho aquí donde estoy. De pronto, veo a una adulta con paraguas de rayas azules y blancas que le hace fotos a una niña con paraguas de color rosa y zapatos de color rosa y mochila de color rosa. Las dos se han detenido en medio de la plaza, bajo la lluvia. No sé por qué, ya que desde aquí no distingo sus facciones, pienso que es una abuela que ha ido a buscar a la niña a la escuela. Esa instantánea tomada por el móvil se va a convertir en un recuerdo visual. Y entonces me pregunto si el hecho de que exista esa foto va a sustituir la historia que la narraría. Si al mostrarla más tarde a quien sea todo va a haber quedado explicado y ya no va a ser necesario relatar la travesura de esa abuela osada que decide detener a su pequeña nieta bajo la cortina de agua. La anécdota de esa abuela divertida que lucha para sostener paraguas y móvil mientras intenta captar la imagen a unos cuantos pasos de la niña, que posa feliz ante aquel interés desmedido por su persona. Y pienso que la foto tal vez se va a perder, como los paraguas cuando deja de llover. Quizás va a quedar encerrada en aquel móvil, que sin duda la abuela va a cambiar por otro tarde o temprano. Es curiosa la sensación de atrapar recuerdos con el teléfono y de tener así la certeza de que ya llegará el momento de pasarlos de nuevo por el corazón. Como si fueran presas de caza que ya se comerán cuando llegue el hambre.

Ha parado de llover. El cielo sigue encapotado. Parece que será sólo una pausa. La gente camina más despacio. Los ­árboles dejan caer gotas cada vez que los mueve la brisa. Podría sacar una foto. ­Pero no.





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miércoles, 13 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] Lager





No intentar comprender lo incomprensible es la última protesta de la razón humanista que defiende su cordura negándose a “dialogar” con el exterminio, escribía hace unos días el filósofo Fernando Savatee en el Día Internacional del Recuerdo del Holocausto. 

Arturo Pérez-Reverte se ha quejado con bastante razón, comienza diciendo Savater, de la sobreabundancia de relatos con Auschwitz en el título para enganchar al impresionable lector. Yo tengo claro que cualquier lista de las 10 mejores piezas literarias del siglo XX no puede excluir Si esto es un hombre, de Primo Levi. Pero supongo que el ínfimo nivel de las narraciones sobre Auschwitz lo ocupan quienes han ido un solo día, como yo, y no renuncian a contar sus impresiones sobre el lugar. ¿Qué podemos decir que no haya sido expresado ya con más autoridad y experiencia? Sin embargo, ¿cómo callar ante el reto de esta devastación íntima, tan imposible como no emitir una queja o una dolorida protesta, por tópica que sea, al sufrir una quemadura o un desgarramiento mutilador? Esos textos inevitables suelen empezar así: “El día que llegué a Auschwitz…”.

No era peor de lo que me esperaba, como me avisaban los agoreros, ni desde luego mejor sino real. Todo estaba allí, con la mansedumbre terca y finalmente agresiva de las cosas, que no se desvanecen como los relatos, las películas, los fantasmas. Las cosas absurdas pero implacables: toneladas de pelo cortado que llenan un almacén, montañas de zapatos precedidos por varios pares infantiles como ratoncitos curiosos, y miles de cepillos, maletas, latas de betún… Restos humanos de la inhumanidad, lo desechado. Bandadas de adolescentes gorjean por las salas del horror, divertidos sin poder remediarlo, benditos sean. Sus maestros intentan explicarles… ¿qué? Lo cuenta Primo Levi: en la escudilla en que les servían su mísera sopa, unos raspaban su número, otros su nombre, y un francés grabó: “Ne pas chercher à comprendre”. No intentar comprender lo incomprensible: la última protesta de la razón humanista que defiende su cordura negándose a “dialogar” con el exterminio.





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martes, 22 de agosto de 2017

[Pensamiento] Memoria y olvido, como imperativo y terapia





El pasado mes de julio publicaba en Revista de Libros Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, una interesante reseña del libro de David Rieff titulado Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica (Barcelona, Debate, 2017), que centra en el análisis de la memoria y olvido como imperativos y terapias respectivamente de nuestro acontecer político. Perdónenme la inmodestia de advertirles que es una de las entradas que más satisfacción me ha dado en mucho tiempo traer al blog. Razón suficiente para encarecerles su lectura. Seguro que la disfrutan.

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, señala al comienzo de la misma, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota biobibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa– como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español–, nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de «Agradecimientos», son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron «a escribir un ensayo en contra de la memoria política» que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que «la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción». Pero vayamos por partes.

El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo «Las paradojas de la memoria histórica», no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas ciento setenta páginas– que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocador y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: «¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?» O este otro: «¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?»

Rieff –ya lo he dicho– no es un historiador, ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, esto es, de lo que podríamos llamar sin menoscabo un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye, en mi opinión, el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo– sino por cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naíf, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.

Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con mucho mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y, otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de «memoria histórica» está incurriéndose en un oxímoron que sólo es aceptable como metáfora y, aun así, con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la «memoria colectiva de un pueblo» es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que «una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo». Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que «nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente [...], a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones» (p. 94).

Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: «No hay hechos; sólo interpretaciones». Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que «la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos». Así, la «apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política» (p. 83). No puede decirse más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: «La memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado» (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm: la «invención de la tradición». En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico, aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente, dice que la «memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas» (p. 55).

Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar «causas buenas» y «causas malas». ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como «componente esencial en la construcción de la identidad europea». Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan, además, sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante– se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Al igual que en el chiste psicoanalítico, cuando «la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal» (p. 141).

En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora, y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria «ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria» (p. 82). Quizás el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado, pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica «industria de la memoria». La expresión sería del gusto de Javier Cercas, quien, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importa aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuando menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea– para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica,  pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.

Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de George Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. «Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto», repone inmediatamente Rieff. Al revés: «Desde el punto de vista empírico, sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras» (p. 53).

Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que «la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar» (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de «creación de una identidad colectiva determinada». Por consiguiente, el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano «nunca más»?

Más concretamente, Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya sólo como reportero en múltiples frentes de guerra, sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios: «Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994» (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal: que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente «en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa» (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como, por ejemplo, en los Balcanes– termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto: «Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación» (p. 113).

El caso de Chile, al que Rieff dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet «se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir». Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían «que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?» (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si «la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar [...] las exigencias de justicia?» (pp. 85-86).

A los españoles, esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran– entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí «probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante» (p. 153).

Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos «una injusticia con el pasado». Pero recordar significa cometer «una injusticia con el presente». La conmemoración «podrá ser aliada de la justicia», pero «pocas veces es aliada de la paz» (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero, al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: «Nada se seca tan pronto como la sangre». Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas, vienen a ser a la larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.

Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff, como ya he dicho antes, es, ante todo, un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero, además, él lo dice expresamente en términos genéricos: «que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral» (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China. No es factible «curar la guerra». Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no «prescribe aquí un alzhéimer moral» porque, reconoce, «estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo» (p. 146).

En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para quienes prescriben bienintencionadamente el perdón –Paul Ricoeur, Avishai Margalit–, el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que «el olvido es la única venganza y el único perdón». No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización− están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a «la provisionalidad social, nacional y de la civilización», por analogía con la «fugacidad humana individual» (p. 158).

Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al monumento a los judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Puede decretarse la memoria obligatoria? Y, en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto «un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos [...] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras» (p. 101), concluye diciendo.





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