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sábado, 4 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Inocencia



Teoría del caos. El efecto mariposa


"La manera más efectiva de con­travenir la bella perfección misteriosa pero incuestionable del orden universal -comenta en el A vuelapluma de hoy sábado [Una teoría del caos. La Vanguardia, 27/6/20] la escritora Flavia Company- consiste en ocupar lugares y momentos que no nos corresponden. Y por el contrario, con­tribuir a la armonía necesaria de los elementos implica hallarnos siempre allá donde no ­somos obstáculo para que todo, incluso nosotros, coincida.

Es por lo que se acaba de decir que resulta tan importante el ejercicio de la honestidad, cuya mayor virtud es la de no esconder intención alguna, es decir, la de la transparencia. Que sea lo que es y que lo que es provoque las consecuencias que deban derivarse y serle atribuidas. Así, como piezas imprescindibles del rompecabezas de la creación, cada una encaja en el sitio que le da sentido y valor.

Leía hace ya unas cuantas semanas El ­juego de los abalorios , de Hermann Hesse, y me encontré con un fragmento que me ­llevó a recordar esta versión mía del caos ­sobre la que tantas veces, al observar cuanto me ­circunda, he reflexionado. Dice así: “...si su forma de envolverme y ganarme fue ino­cente o diplomática, ingenua o calculada, sincera o artificial y simulada”.

Fíjense en los pares de antónimos utilizados por el autor, sobre todo en el primero, que opone la ­inocencia no a la culpabilidad sino a la di­plomacia, esa capacidad apren­dida de decir lo que no es para alcanzar un ­rédito o, dicho más claramente, esa habi­lidad adquirida de mentir para ganar o para no perder aquello por lo que hemos desa­rrollado apego. El ­cálculo, el uso del otro y, por ende, el abuso. La culpabilidad reside entonces en ter­giversar lo cierto y ocupar, de esa forma, un lugar que no nos pertenece puesto que, claramente, no somos aquello que declaramos ser; nuestra esencia ­real queda oculta bajo un hábil disfraz que nos ubica donde debería estar otro, el verdadero, el auténtico.

Visualicemos ahora un puzle en el que todas las piezas estuvieran metidas por la fuerza en huecos que no tienen su perfil y extrapolemos esa imagen a los seres humanos colándose con falsedades –como caballos de Troya– en casas, empresas, países y corazones. Justo por eso nada puede estar donde debería estar. Y he aquí una sencilla teoría del caos que podría ayudarnos a evitarlo y a recuperar una inocencia que, sin duda, nos devolvería a un idílico edén. No mintamos hoy, y a ver qué pasa".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 26 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] La insoportable dimensión del ruido



Obreros trabajando en Londres


"Vayas a donde vayas, hay una radial esperándote -comenta en el A vuelapluma de hoy martes la escritora Flavia Company-. Una hormigonera. Un martillo neumático. Avionetas que sobrevuelan. Un equipo de música –­hasta en la playa­­; pero por todos los santos, ¿se sabe que existe una maravilla llamada sonido del mar, y que resulta relajante escucharlo?–. Individuos que gritan. Un taladro. Un cortacéspedes. Un minipimer. Máquinas de todas las clases, algunas indescriptibles. Engendros que producen una infinidad de ruidos, ensordecedores, que cubren el sonido del mundo. Y no sólo el del mundo, no, también el nuestro. La radial nos corta los pensamientos, el martillo machaca nuestros sentimientos, los equipos de música desvirtúan nuestra melodía in­terior, los gritos nos abruman, los cortacéspedes nos aturden, el minipimer se adentra en nuestro apabullado cerebro y las avionetas lanzan ráfagas de inquietud sobre nuestras cabezas.

Los transportes públicos y privados –autocares, metros, barcos, aviones– y sus andenes o estaciones disponen de sistemas audiovisuales con volumen. De altavoces que emiten mensajes que nadie comprende. Los espacios comunes –grandes superficies, hospitales, clínicas, ascensores– presumen de hilo musical. Casi todo el mundo enciende algo que suena al llegar a su coche o a su casa –y muchas de esas personas se han dirigido hasta allí con unos auriculares en funcionamiento, en numerosas ocasiones a volúmenes que permiten que los oiga alguien que esté cerca de ellos–.

La dimensión del ruido es planetaria. Pocos rincones quedan en los que pueda disfrutarse de una paz exterior que sea reflejo de la interior. O que convoquen la paz, si no se tiene. Y lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando –ya estamos acostumbrados– y, por esa razón, creemos escuchar silencio en lugares llenos de ruido. Motores que arrancan, puertas que golpean, coches que corren, aires acondicionados, sierras eléctricas, depuradoras de piscinas, helicópteros, motos terrestres o acuáticas. Vecinos de asiento, en el cine o en el teatro, que comen palomitas o que contestan al móvil y mantienen una conversación.

¿Qué nos pasa? ¿Y si empezamos a darnos cuenta? ¿Y si intentamos hacer menos ruido? Lo que daría por que alguien tuviera una voz tan fuerte como para llegar al mundo entero y soltar un enorme, largo y efectivo sssssssssshhhhhhhhhhhhhhhhh".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 13 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Escribir en librerías



Una librería-cafetería en la ciudad de Barcelona


"Hay algo fascinante en la reunión de libros, ¿no les parece? Se acumulen como se acumulen y donde sea que se acumulen -comenta la escritora Flavia Company en el A vuelapluma de hoy jueves-. Por orden o por desorden, por necesidad o por capricho. Por organización alfabética, temática, por medidas o por editoriales. En estanterías, en mesas o en el suelo. Y si estamos de acuerdo en esta primera opinión, también lo estaremos en decir que el colmo de esos paraísos se encuentra en las bibliotecas, públicas o privadas, y en las librerías.

En las primeras reina un silencio obligado. En las segundas, uno inevitable que, desde hace ya tiempo, se ha visto modificado por la incorporación de pequeñas cafeterías, deliciosas, en las que suena una música suave de la que, en realidad, se podría prescindir, pues ningún lector tiene miedo del silencio, es más, suele preferirlo. Y no les digo nada si se trata de quienes decidimos ir a escribir allí. Podemos abstraernos, y sin duda lo conseguimos, pero cuánto mejor sería si no sonara de fondo una melodía, como suele ocurrir ya en todas partes, sea gran superficie, aeropuerto o consulta médica. (El tema del ruido que se vende como sonido que acompaña, no obstante, queda para la próxima entrega). Pocos espacios pueden resultarme más apropiados. Es como estar en el vestíbulo del lugar al que se va a ingresar. Me encuentro allí escribiendo en mi cuaderno una o varias historias que, cuando estén terminadas, se van a convertir en un libro que va a vivir con otros libros en aquellas estanterías hasta que alguien lo encuentre, lo sienta y se lo quede.

He probado muchas cafeterías de librerías por el mundo. Puesto que escribo a mano, con pluma, en cuadernos de papel liso que me haya regalado alguien que me quiera, no dependo de enchufes ni de baterías ni de tecnología alguna. Como los vinos, casi siempre las elijo por el nombre. Por el del local o por el de la calle en que se encuentra. Y cada día me dirijo allí a la misma hora, pido un cortado, y espero que llegue el principio de lo que sé que voy a narrar. Y miro todos esos volúmenes, todos esos lomos de colores, esa cantidad de títulos en cuyo interior anida al menos un secreto, uno distinto para cada persona que lo abra y lo lea, y sonrío y doy gracias a la vida, otra vez, por darme la fe necesaria para seguir creyendo que el mundo puede contarse con tinta".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 28 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Conexiones y azar





"Es estremecedor pensar en la cantidad de cambios que se pro­ducen en nuestras vidas de­pendiendo de la calidad o existencia de la conexión a internet, -afirma en el A vuelapluma de hoy la escritora Flavia Company-. Mensajes que pueden mandarse a tiempo, mensajes que se pueden recibir a tiempo. De amor, de salud, de trabajo. Da vértigo, ¿no les parece?

De pronto todo lo que va a ocurrir, el resto de nuestra vida, va a estar marcado por un e-mail que llega, una foto de Instagram que descubrimos, un messenger que nos sor­prende, un watsap que nos detiene o acelera, un tuit que nos revela a tiempo una información que nos reafirma o una entrada de Facebook que nos desconcierta. De repente lo que iba a ocurrir, lo que podría haber pasado, no ocurre porque no funciona la conexión de quien iba a mandarnos un e-mail o watsap o messenger o lo que fuere. O porque escribimos algo que de veras nos importa pero nos resulta imposible enviar o publicar y lo borramos para siempre.

Y todo a una velocidad incalculable. Hay que decidir en instantes lo que podría ser para toda la vida, ese breve siempre que se nos ha concedido a los mortales. Dar a enviar. ¿Envío? Dar a recibir. ¿Recibo? Dar a publicar. ¿Publico? Dar a abrir. ¿Abro? A escuchar. ¿Escucho?

Todos los actos tienen consecuencias, ­incluso los menores. Por eso estamos tan ­pendientes de las respuestas, que por otra parte deben ser inmediatas para resultar del todo satisfactorias. En caso contrario, la ­duda, ¿lo habrá recibido?, si se trata de un e-mail; ¿por qué me clava el visto y no ­contesta?, si es un watsap o un messenger; ¿habrá abierto el ­ Insta ?, ¿por qué no me da un like ?; ¿no ha visto lo que he publicado en ­Facebook?, ¿por qué no reacciona? A veces el indicio es no recibir respuesta, no provocar el inicio de una cadena de acciones que resitúen las cosas en el mapa.

Y justo pensaba en todo esto hace algunos días, mientras permanecía caminando por lo más intrincado de una cordillera, a más de cuatro mil metros de altitud, lejos de cualquier tipo de conexión, decidiendo cada paso de un destino sin interrupciones tecnológicas. Un periodo al cabo del cual, tras tanto silencio y tanta energía verdadera, tanto diálogo con la naturaleza y tanta consciencia, regresé a la vida urbana y envié un mensaje que, sin duda, ha empezado a cambiarme la vida: porque en una estación de autobuses había conexión. Puro azar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










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jueves, 5 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Una dosis de jabón





"A veces, cuando en la vida no se consigue el producto ­adecuado para lavar según qué, una ­drástica opción es echarlo al fuego y renovarse", comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Flavia Company. 

"En el hotel hay lavadora y secadora -comienza diciendo Flavia Company-. Es una de las máximas felicidades para quienes viajamos con mochila. Aprovecho que hoy llueve para quedarme a trabajar en la habitación y, al mediodía, bajo a recepción a preguntar por los detalles. Escollo: no hay jabón. ¿Cómo que no? Se nos ha acabado. Puedes ir a comprar al Fiesta –el gran supermercado de nombre prometedor que hay cruzada la carretera–.

Llueve, como he dicho, pero la colada se lo merece. Me meto en el chubasquero y, para empezar, siento que arriesgo la vida cuando me veo en la necesidad de cruzar la ruta de doble sentido sin aceras ni pasos de peatones. Llego a las inmediaciones de la gran superficie y recuerdo la novela de A.M. Homes Este libro te salvará la vida y a su protagonista, atropellado en una de esas zonas de aparcamiento, quien, tras el accidente, recibe una sarta de insultos de quien conducía, porque a quién se le ocurre caminar, a estos sitios se llega en coche.

No tienen en el Fiesta dosis de deter­gente individuales o al menos pequeñas. Aprovecho para cambiar la pantalla protectora del móvil, que se me quebró hace unos días, y, en el camino de regreso, paro a comer en un restaurante típico de Texas en el que se ofrece la habitual barbacoa, que no elijo pero que me lleva hasta otra novela de A.M. Homes que me entusiasma. Se trata de Música para corazones incendiados , con uno de los mejores pri­meros capítulos que le conozco a la lite­ratura, en el que un matrimonio de hombre y mujer, mediana edad, dos hijos, acaban de despedir a los invitados de ese domingo y se dirigen a la cocina a lavar los platos. Rascando la grasa que ha quedado en cubiertos y vajilla, se dan cuenta de que no pueden más con esa vida de tedio, ­deudas, incomunicación y mediocridad. Un pacto silencioso los lleva de nuevo al jardín. Acercan la barbacoa a la pared de la casa y le prenden fuego, tanto fuego como pueden. Es de noche. Sacan a los hijos de sus camas, los suben al coche y empiezan a alejarse. La casa está ardiendo, la ven por el retrovisor. Van a un hotel. Y regresando yo al mío he pensado que a veces, cuando en la vida no se consigue el producto ­adecuado para lavar según qué, una ­drástica opción es echarlo al fuego y renovarse. Pero entonces he llegado y en re­cepción me ­esperaban con un regalo: una dosis de ­jabón".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 2 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Recuerdos





Llueve aquí donde estoy, escribe en La Vanguardia la periodista y escritora hispanoargentina Flavia Company. Miro a través de la ventana y veo a muchos tipos de gente, comienza diciendo. Casi todos con prisa, más que nada los que no usan paraguas. Algunos, previsores, con gabardinas, con capuchas. Otros, descreídos, despreocupados o despistados, tal cual irían en día de sol. Habrá quien compre un paraguas callejero por enésima vez y se diga a sí mismo que es la última. Y no lo será. El suelo está brillante, los charcos son espejos. Quienes llevan paraguas dan color al gris del día; los hay con todo tipo de estampados, de mensajes, de propagandas, de medidas. Cuando deje de llover algunos se convertirán en improvisado bastón. Otros se olvidarán, se perderán. Cambiarán de manos, porque alguien los encontrará.

Llueve mucho aquí donde estoy. De pronto, veo a una adulta con paraguas de rayas azules y blancas que le hace fotos a una niña con paraguas de color rosa y zapatos de color rosa y mochila de color rosa. Las dos se han detenido en medio de la plaza, bajo la lluvia. No sé por qué, ya que desde aquí no distingo sus facciones, pienso que es una abuela que ha ido a buscar a la niña a la escuela. Esa instantánea tomada por el móvil se va a convertir en un recuerdo visual. Y entonces me pregunto si el hecho de que exista esa foto va a sustituir la historia que la narraría. Si al mostrarla más tarde a quien sea todo va a haber quedado explicado y ya no va a ser necesario relatar la travesura de esa abuela osada que decide detener a su pequeña nieta bajo la cortina de agua. La anécdota de esa abuela divertida que lucha para sostener paraguas y móvil mientras intenta captar la imagen a unos cuantos pasos de la niña, que posa feliz ante aquel interés desmedido por su persona. Y pienso que la foto tal vez se va a perder, como los paraguas cuando deja de llover. Quizás va a quedar encerrada en aquel móvil, que sin duda la abuela va a cambiar por otro tarde o temprano. Es curiosa la sensación de atrapar recuerdos con el teléfono y de tener así la certeza de que ya llegará el momento de pasarlos de nuevo por el corazón. Como si fueran presas de caza que ya se comerán cuando llegue el hambre.

Ha parado de llover. El cielo sigue encapotado. Parece que será sólo una pausa. La gente camina más despacio. Los ­árboles dejan caer gotas cada vez que los mueve la brisa. Podría sacar una foto. ­Pero no.





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