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lunes, 15 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Le blé en herbe. Publicada el 25 de enero de 2010




El poeta Félix Francisco Casanova



Entre las escasas dotes literarias que la diosa Fortuna y la genética me han otorgado no están la composición y la comprensión poética. Quizá por eso me atrae, aunque me estrelle contra ella cual luciérnaga deslumbrada por el fulgor de una luz. Sólo soy capaz de recordar de memoria una decena de textos poéticos, todos de pequeñísima extensión, la mayoría en francés, gracias a las buenas artes de un profesor del colegio Infanta Maria Teresa, en Madrid. En cuanto a su composición, hice mis pinitos en épocas pretéritas, con rima asonante, eso sí, que no sonaban mal a juicio de las destinatarias; supongo que más por cariño que por mérito de los versos: "blé en herbe"...

"Le blé en herbe" (El trigo en ciernes) es una novela de la escritora francesa Sidonie Gabrielle Colette (1873-1954) que leí en francés en el verano de 1964. Fue el regalo de una amiga y estudiante francesa, Marie-Claude B., de Mouvaux (Nord-Pas-de-Calais), a la que conocí en esa época en Madrid y con cuya amistad me honré durante muchos años. La novela, publicada por vez primera en 1923, relata la historia de iniciación sentimental y sexual de dos adolescentes parisinos, Philippe y Vinca, de 16 y 15 años respectivamente, durante unas vacaciones familiares en la Bretaña. ¿A cuento de qué viene esta historia?... Se lo aclaro en un momento.

Las asociaciones de ideas, de las que ya he escrito en este blog en ocasiones anteriores, suelen escapar a nuestra comprensión. Se producen por extraños mecanismos que uno no domina. Es lo que me ha ocurrido con la lectura del reportaje que en El País de ayer publicaba Elsa Fernández-Santos ("Revive el Rimbaud canario"), junto con una breve reseña del escritor tinerfeño Juan Cruz ("Un viento helado"), sobre la conmemoración del 34 aniversario de la muerte del joven poeta palmero Félix Francisco Casanova, fallecido en un accidente casero no del todo aclarado, a los 19 años de edad, y ya consagrado en el Parnaso literario de la época. Los pueden leer en los enlaces de más arriba.

Ignoro porqué su lectura me ha llevado a recordar aquella otra tan lejana en el tiempo de una novela que recibí como regalo en el verano de 1964, pero eso es lo que me ha ocurrido, y tampoco es cuestión de psicoanalizar todos los extraños mecanismos de la mente, y menos aún cuando son tan inofensivos y agradables como éste.

Les confieso que la historia me ha cautivado. Y no sólo por el atrevimiento de la autora del reportaje de compararlo con Rimbaud (1854-1891), poeta maldito francés también muerto en plena juventud, sino por la desbordante trayectoria vital y literaria del joven poeta canario fatalmente truncada, aunque quizá su final fuera buscado, a tan temprana edad.

Busqué en Internet algún poema suyo para leerlo, y reconozco que he quedado impresionado por la inmensa lista de elogios que su obra mereció y sigue mereciendo a sus lectores. He elegido uno, sin título, de su libro "La memoria olvidada", publicado por Hiperión (Madrid, 1990):

A veces, cuando la noche me aprisiona,
suelo sentarme frente a una cabina
telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.

Y desde este enlace pueden ver y escuchar a Dalida cantando "Il venait d'avoir 18 ans", en 1975, una preciosa canción inspirada en "Le blé en herbe", la novela de Colette. Espero que la disfruten, así como el resto de la entrada. HArendt



La escritora Sidonie Gabrielle Colette


La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 3 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El arte de recordar



Mujeres charlando en un restaurante


"Hice un alto para comer en una mesa arrinconada del Primero Primera, ese hotel que destila buen gusto barcelonés y donde, a modo de señora del castillo, sigue viviendo la propietaria del edificio -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy, la escritora Joana Bonet-. Sentadas al lado, cinco mujeres perfumadas y peinadas de peluquería charlaban con brío. De vez en cuando me llegaba la cola de alguna frase soberbia. Aún se afanaban con los postres cuando, al marcharme, no me reprimí de felicitarlas por la escena. Le habían dado al comedor una pátina cosmopolita, e irradiaban el calor que procura la conversación lenta. Una de ellas me preguntó si adivinaría la media de edad de la mesa, a lo que añadió: “Mira, esta es la benjamina”. Tenía 79 años. La mayor superaba los 90. Con una sonrisa franca, me instruyó: “¿Sabes qué estamos haciendo? Recordar. Nos juntamos para recordar. Sólo eso”. Me proyecté en el tiempo. Quedar un día con las amigas para acordarnos de quiénes fuimos y celebrar lo vivido; una remembranza compartida, jugando a las cajas de la memoria con las neuronas bailando entre contenedores de pasado.

Según la ciencia, la buena memoria no es sino una conversación multidimensional abierta entre muchísimas células, en la que se salvaguarda tanto un prefijo telefónico como determinada calle de Viena o el olor del jabón que utilizaba nuestra madre. Porque los recuerdos están diseminados por distintas partes del cerebro: la infancia, con sus descubrimientos, se aloja en ciertas regiones del córtex temporal; el significado de las palabras, en la región central del hemisferio derecho; los automatismos de nuestra cotidianidad, en el cerebelo; las percepciones y los pensamientos derivados, en los lóbulos frontales... Pero ¿qué recordar y qué olvidar? ¿Se trata de una capacidad consciente? ¿Podemos seleccionar lo que salvamos? Nuestro cerebro tiene un billón de neuronas y cada una de ellas establece un millar de interconexiones. Por ejemplo, si suena una vieja canción inesperada es capaz de poner a trabajar a una tropa para transportarnos a una emoción intensa.

Meik Wiking, director del Instituto para la Búsqueda de la Felicidad de Copenhague, acaba de publicar El arte de crear recuerdos (Cúpula), donde reflexiona: “Recuerdo cada primer beso, pero me cuesta recordar cualquier cosa que ocurriera en marzo del 2007. Recuerdo el olor de la hierba del campo en el que jugaba de pequeño con otros niños, pero me cuesta recordar sus nombres”. Recuperar y crear recuerdos, a eso anima Wiking. Sin ellos seríamos forasteros de nosotros mismos. Incapaces de sentirnos la misma persona en nuestro viaje por el tiempo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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miércoles, 30 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Historia de la selfi







A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una irreductible... Cielos, ¡Tú también!”. Durante los últimos años -comienza diciendo la escritora Isabel Gómez Melenchón- me he resistido a las selfies cual poblado galo y he sido recompensada irónica y periódicamente por los habitantes de mi casa con la cita de Goscinny y Uderzo. Por eso, cuando esta mañana han mirado el WhatsApp se les ha quedado cara de Joker: servidora en la montaña pisando setas, servidora en la playa pisando medusas, servidora comparando los precios del carbono 14 en el súper, servidora en la prehistoria enarbolando un hueso... No, no he vendido mis principios, sólo me he ajustado al signo de los tiempos. Y qué tiempos. ¿Se imaginan a los soldados en el desembarco de Normandía parando el día D para hacerse una foto? ¿Y a los bolcheviques tomando el palacio de Invierno con las luces del móvil encendidas? ¿Y en Mayo del 68 a los estudiantes inmortalizándose sonrientes delante de las barricadas? Bajo los adoquines, Instagram, y vaya, vaya que aquí tampoco hay playa. Qué es lo que hay lo dejo para psicólogos, sociólogos y parapsicólogos, estos últimos los que más probabilidad tienen de acertarla. Leo en un sesudo reportaje de New Scientist que en la época de internet, las redes sociales, las fake news y demás el campo de batalla somos nosotros mismos, y nuestros clics, tuits y retuits la primera línea de la guerra de la información. Con los ­ likes como munición. Me gustaría ­saber cuántos hubiera recibido la perestroika . Visto así, cuanto peor, más instagrammeable . Que paren el ordenador, que me bajo. Leo también en otro análisis que las selfies funcionan como simulador de la realidad, en el sentido de que convierten en meros escenarios y, como tal, teatralizados y banales, lugares y situaciones incluso catastróficos, despojándolos así de su carácter real. Si no me he bajado antes del ordenador, lo ­hago ahora.

La historia de la selfie tiene ya sus hitos, desde el invento de la palabra en el 2002 por parte de un australiano fiestero –hay otras versiones ­sobre el nacimiento del vocablo– hasta la célebre selfie del mono en el 2011, la elección del término como palabra del año por el diccionario de inglés de Oxford en el 2013, los sucesivos ­récords de selfies compartidas... Ahora le podemos sumar las postales de Barcelona de nativos no necesariamente digitales y turistas. Qué quieren que les diga, yo me quedo con la foto de Naruto, el macaco sonriente. Al menos, él no pretendía tener gracia".








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martes, 2 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Recuerdos





Llueve aquí donde estoy, escribe en La Vanguardia la periodista y escritora hispanoargentina Flavia Company. Miro a través de la ventana y veo a muchos tipos de gente, comienza diciendo. Casi todos con prisa, más que nada los que no usan paraguas. Algunos, previsores, con gabardinas, con capuchas. Otros, descreídos, despreocupados o despistados, tal cual irían en día de sol. Habrá quien compre un paraguas callejero por enésima vez y se diga a sí mismo que es la última. Y no lo será. El suelo está brillante, los charcos son espejos. Quienes llevan paraguas dan color al gris del día; los hay con todo tipo de estampados, de mensajes, de propagandas, de medidas. Cuando deje de llover algunos se convertirán en improvisado bastón. Otros se olvidarán, se perderán. Cambiarán de manos, porque alguien los encontrará.

Llueve mucho aquí donde estoy. De pronto, veo a una adulta con paraguas de rayas azules y blancas que le hace fotos a una niña con paraguas de color rosa y zapatos de color rosa y mochila de color rosa. Las dos se han detenido en medio de la plaza, bajo la lluvia. No sé por qué, ya que desde aquí no distingo sus facciones, pienso que es una abuela que ha ido a buscar a la niña a la escuela. Esa instantánea tomada por el móvil se va a convertir en un recuerdo visual. Y entonces me pregunto si el hecho de que exista esa foto va a sustituir la historia que la narraría. Si al mostrarla más tarde a quien sea todo va a haber quedado explicado y ya no va a ser necesario relatar la travesura de esa abuela osada que decide detener a su pequeña nieta bajo la cortina de agua. La anécdota de esa abuela divertida que lucha para sostener paraguas y móvil mientras intenta captar la imagen a unos cuantos pasos de la niña, que posa feliz ante aquel interés desmedido por su persona. Y pienso que la foto tal vez se va a perder, como los paraguas cuando deja de llover. Quizás va a quedar encerrada en aquel móvil, que sin duda la abuela va a cambiar por otro tarde o temprano. Es curiosa la sensación de atrapar recuerdos con el teléfono y de tener así la certeza de que ya llegará el momento de pasarlos de nuevo por el corazón. Como si fueran presas de caza que ya se comerán cuando llegue el hambre.

Ha parado de llover. El cielo sigue encapotado. Parece que será sólo una pausa. La gente camina más despacio. Los ­árboles dejan caer gotas cada vez que los mueve la brisa. Podría sacar una foto. ­Pero no.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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