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miércoles, 26 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] La insoportable dimensión del ruido



Obreros trabajando en Londres


"Vayas a donde vayas, hay una radial esperándote -comenta en el A vuelapluma de hoy martes la escritora Flavia Company-. Una hormigonera. Un martillo neumático. Avionetas que sobrevuelan. Un equipo de música –­hasta en la playa­­; pero por todos los santos, ¿se sabe que existe una maravilla llamada sonido del mar, y que resulta relajante escucharlo?–. Individuos que gritan. Un taladro. Un cortacéspedes. Un minipimer. Máquinas de todas las clases, algunas indescriptibles. Engendros que producen una infinidad de ruidos, ensordecedores, que cubren el sonido del mundo. Y no sólo el del mundo, no, también el nuestro. La radial nos corta los pensamientos, el martillo machaca nuestros sentimientos, los equipos de música desvirtúan nuestra melodía in­terior, los gritos nos abruman, los cortacéspedes nos aturden, el minipimer se adentra en nuestro apabullado cerebro y las avionetas lanzan ráfagas de inquietud sobre nuestras cabezas.

Los transportes públicos y privados –autocares, metros, barcos, aviones– y sus andenes o estaciones disponen de sistemas audiovisuales con volumen. De altavoces que emiten mensajes que nadie comprende. Los espacios comunes –grandes superficies, hospitales, clínicas, ascensores– presumen de hilo musical. Casi todo el mundo enciende algo que suena al llegar a su coche o a su casa –y muchas de esas personas se han dirigido hasta allí con unos auriculares en funcionamiento, en numerosas ocasiones a volúmenes que permiten que los oiga alguien que esté cerca de ellos–.

La dimensión del ruido es planetaria. Pocos rincones quedan en los que pueda disfrutarse de una paz exterior que sea reflejo de la interior. O que convoquen la paz, si no se tiene. Y lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando –ya estamos acostumbrados– y, por esa razón, creemos escuchar silencio en lugares llenos de ruido. Motores que arrancan, puertas que golpean, coches que corren, aires acondicionados, sierras eléctricas, depuradoras de piscinas, helicópteros, motos terrestres o acuáticas. Vecinos de asiento, en el cine o en el teatro, que comen palomitas o que contestan al móvil y mantienen una conversación.

¿Qué nos pasa? ¿Y si empezamos a darnos cuenta? ¿Y si intentamos hacer menos ruido? Lo que daría por que alguien tuviera una voz tan fuerte como para llegar al mundo entero y soltar un enorme, largo y efectivo sssssssssshhhhhhhhhhhhhhhhh".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 12 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El sobresalto





A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, sobre la inseguridad y los sobresaltos de la vida urbana, escrito por la periodista y escritora Joana Bonet, una firma habitual en este blog.  

"Anunciaron nubes y claros hacia el mediodía, -comienza diciendo Bonet-, pero a la una de la tarde del pasado domingo seguía brillando el sol. El cielo azul Madrid, desbocado de cian, apaciguaba el cambio de hora. De un portal se escapaba olor a caldo de pescado, aunque, con los relojes aún por sincronizar, las calles estaban amodorradas, parecía la hora de la siesta y no la del vermut. En los cinco minutos que anduve no tuve tiempo de ver a nadie: trataba de adaptar los auriculares para escuchar música. Hasta que percibí una moto a mi espalda, sobre la ancha acera, con dos tipos con cascos gigantes. “Pero ¿qué hacéis?”, murmuré cuando sentí el peligro, la rueda rozando mi pierna, la enorme máquina avasallándome. Uno de ellos me arrancó el teléfono en un gesto limpio, profesional. Y salieron en estampida. Los imaginé triunfales con su presa, el maldito teléfono del que somos esclavos.

La Unión Europea me acababa de regalar una hora, sesenta minutos más de día, aunque haya horas que valgan por cinco y otras que pasen en blanco. En verdad quería hacer algo con mi hora. Pasearla a gusto, con un poco de Band of Horses, otro de Vinicius o Cat Power, sentirme con el ánimo de la Baja California o con la flema del jazz de Montreux. Hasta que me cortaron el cordón umbilical con el mundo exterior.

Paseé sin música y con dolor de cabeza: súbito, colonizador, desalmado. Un dolor propio de pensamientos como “no somos nadie”, de meditar acerca de nuestra fra­gilidad a pesar de creer que pisamos por la vida con seis ojos avizores. Me acordé de la chica que fue asesinada en el Port Olímpic por su smartphone. El tipo de miseria que nos barre y que sigue perpetuando la idea de banalidad del mal, del sinsentido del hurto que se repite, y a menudo no es por imperiosa necesidad sino por podre­dumbre moral. Cuando nos roban, nos entran en casa o nos arrebatan algo que es nuestro, nos quedamos por un instante con la cara boba, las mandíbulas blandas, una flojera en las piernas... Te dicen: “Podría haber sido peor”, “menos mal que no te han hecho daño”, frases que despliegan un manual de consolación para liberarte de esa primera extrañeza. El año pasado se produjeron en Madrid más de 10.000 robos con violencia, mientras que en Barcelona crecen entre un 20% y un 30%. Aunque creamos que no vale la pena ir a poner la denuncia con nuestro semblante lastimero por un maldito ca­charro, hay que hacerlo. Porque estamos del lado de la civilización. En mi caso, acabé recuperando la hora gracias al ayuno ­obligado: ¡cuánto cunde un domingo sin ­teléfono!".







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