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domingo, 19 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Sonámbulos





"La anécdota —mínima, trivial— que voy a contar como punto de partida -comienza diciendo en el Especial dominical de hoy [¿Enganchados o prisioneros? Revista de Libros, 11/6/2020] el filósofo Rafael Núñez Florencio- parecerá a los lectores más jóvenes sacada del Paleolítico, pero sucedió a comienzos de este siglo. Claro que, si bien se piensa, con la aceleración histórica que vivimos, datar en esas fechas —unos tres lustros más o menos— viene a ser como hablar de la prehistoria, casi literalmente. Y, sin embargo, lo que quiero referir es precisamente el surgimiento de una actitud que hoy, de tan extendida, parece plenamente normal. Fue durante un examen de fin de curso. La mayoría de mis alumnos se habían ido marchando según terminaban y quedaban muy pocos por entregar sus papeles. Normalmente, pese a mis advertencias, quienes salían del aula se quedaban comentando sus impresiones en el pasillo, justo detrás de la puerta, montando una algarabía molesta para los que no habían acabado aún. En un momento determinado caí en la cuenta de que esta vez no se oía ruido alguno en el exterior. Agucé el oído y más bien percibí un silencio extraño, como un zumbido sordo, que me impulsó a abrir la puerta con cierta inquietud. Lo que vi me dejó asombrado: no menos de una quincena de alumnos se distribuían irregularmente por el hall de entrada a la clase, en los peldaños de la escalera, apoyados de pie en la pared o sentados en el suelo. Aunque estaban entre ellos a una distancia inferior a medio metro, no hablaban entre sí ni se miraban unos a otros: estaban absortos en sus teléfonos móviles, moviendo como posesos los pulgares de ambas manos en una comunicación frenética con amigos, familiares o conocidos ausentes (o, a lo mejor, pensé luego, mandando mensajes al que estaba al lado). En el aire flotaba una especie de rumor tenso producido por el teclear nervioso de muchas manos. Ninguno levantó la cabeza ante mi presencia. No acerté a decir nada y cerré la puerta, sin más.

Ahora esa escena no llamaría la atención de nadie. Fue mi primer contacto con una nueva realidad que luego todos hemos asumido de un grado u otro. Hoy constituye el pan de cada día en cualquier parte, en la calle, el metro, el restaurante y los sitios más insospechados. He traído a colación ese recuerdo porque me asaltó nada más empezar a leer El enemigo conoce el sistema, un libro que lleva un largo subtítulo: Manipulación de ideas, personas e influencias después de la Economía de la atención (Debate). Su autora es una periodista, Marta Peirano, experta en las repercusiones psicológicas y culturales de los avances tecnológicos, en especial las cuestiones de adicción, espionaje, vigilancia y control derivados de la implantación universal de Internet. Un tema, para ser sinceros, que me interesa sobremanera —aunque solo sea por mi condición de usuario de las redes, como nos pasa a todos— pero en el que soy un completo ignorante. Tengo pues que dar por buenas muchas de las cosas que cuenta su autora, fiado solo al escrutinio del sentido común y, por supuesto, mi experiencia como consumidor de contenidos digitales. Debo consignar en cualquier caso que en bastantes páginas detecto un cierto maniqueísmo y creo que en ocasiones se cargan las tintas hasta casi la caricatura. También me chirría la propensión de la autora a dejarse llevar por ese progresismo de salón que contempla con angelical arrobo a todo aquel que se adjudica la etiqueta de antisistema. Son reparos que, como se verá, no anulan el interés de lo que aquí se analiza.

El punto de partida no puede ser más contundente: «La red no es libre, ni abierta, ni democrática». Nunca me ha convencido la actitud benevolente de los que ponderan el supuesto carácter democrático de la red, pero reconozco que no tenía muchos argumentos sólidos para combatir esa creencia. Peirano comienza por establecer la actitud de cada uno de nosotros en cuanto clientes de la red en general o de sus múltiples aplicaciones. Hay un rasgo común en el comportamiento de la mayoría, quizá más exacerbado en los jóvenes: decimos que cogemos el móvil para consultar algo aunque, como sostiene la autora, a menudo somos incapaces al cabo de unos minutos de acordarnos de la razón por la que nos asomamos a sus pantallas. En todo caso, la razón inicial es poco significativa porque pasamos de unos contenidos a otros y al cabo de un tiempo indefinido pero que se estira como un chicle en manos infantiles, hemos visto tantas cosas que seríamos incapaces de enumerarlas y, mucho menos, de asimilarlas. Después de un breve intervalo volvemos a repetir la misma operación con el mismo resultado, una especie de mórbido sonambulismo tan pegajoso como, en el fondo, adictivo. El móvil actúa de prótesis, cuando no directamente de ventana mediante la que accedemos a todo lo que nos interesa o necesitamos. De este modo, se ha convertido en nuestra sombra: dejarlo olvidado en casa, salir sin él se convierte en una catástrofe insoportable. Las más de las veces damos la vuelta para recuperarlo y guardarlo muy cerca, en el bolso, la cartera o el bolsillo, lo bastante próximo para oír su vibración, caso de que no llevemos auriculares que nos aíslan del mundo exterior y nos conectan con la única realidad que nos interesa. La moraleja es obvia: ¿somos nosotros los dueños del móvil o es el móvil dueño de nosotros? ¿Quién obedece —o maneja— a quién?

En realidad, la autora habla poco del móvil como tal. Al fin y al cabo este es solo un instrumento —uno más, aunque el más importante para muchos— mediante el que nos conectamos a la red. Y lo que a Peirano le interesa son las consecuencias de esa conexión que todos necesitamos para nuestro trabajo, por simple entretenimiento o para conseguir una información determinada. La primera y más obvia queda implícita en lo ya dicho, la adicción. La red es adictiva —como las drogas, formulan algunos— aunque sería más exacto decir que está diseñada específicamente para que su consulta se convierta en adictiva. La segunda es que la red genera impaciencia, una actitud apresurada y ansiosa. En el libro se cita un dato que no puedo corroborar y que a primera vista me parece inverosímil: «nuestra paciencia es tan escasa que el 40% de los usuarios abandonan una página web si tarda más de tres segundos en cargar». Aunque el dato en cuestión esté exagerado, la tendencia es incuestionable, porque todos sabemos por experiencia que no aguantamos ni medio minuto de espera. Necesitamos por lo general ver muchas cosas y muy rápido y, aunque en principio no sea así, pasará como con el ramillete de cerezas, que una búsqueda nos llevará a otra y luego otra, de manera indefinida, siempre a velocidad de vértigo. Tercera consecuencia: este enganche -por decirlo en los términos usuales- obedece con frecuencia a pautas de comportamiento gregario. «El único motivador más efectivo que ser aceptado socialmente es el miedo a ser rechazado socialmente». Esta es la razón de los like y la contabilidad de seguidores: lo importante es no quedarse atrás, formar parte del top ten, tener miles (¿millones?) de supuestos amigos, aunque naturalmente no conozcas ni el rostro de la inmensa mayoría de ellos.

Dice Peirano con una aparente condescendencia -que en realidad no es tal porque nos retrata a todos sin excepción- que somos como los ratones de Skinner dándole a la palanquita para obtener el premio o satisfacción. En una sociedad ociosa e infantilizada como la que vivimos el activador básico para millones de personas es el aburrimiento. Como los niños, necesitamos que nos distraigan. Bien podría decirse que queremos cuentos para adultos, entendiendo como tales no ya los clásicos videojuegos o las series de las grandes plataformas como Netflix, sino todo tipo de novedades para consumir. Fíjense que en la base de este planteamiento está la razón que explica determinadas características de Internet, de las que muchos se lamentan. Aunque una importante minoría la utilice como fuente de conocimiento, para la mayoría la red es la puerta de la evasión: por eso siempre será terreno abonado para las fake news, el insulto, la calumnia o la simple brocha gorda, porque el bulo llega a más gente que la realidad prosaica y la caricatura o la deformación siempre obtienen más réditos que el análisis riguroso. El cambio cualitativo de nuestro tiempo se produce cuando ese otro mundo al que accedemos nos requiere tanta dedicación y tiempo que termina compitiendo y acaso desplazando a lo que siempre habíamos concebido como la única realidad. Ya hay mucha gente que pasa más tiempo en esa otra realidad virtual que en el mundo material, sumidos en «un reality show infinito, producido por algoritmos, del que no puedes desengancharte sin perder el tren».

Los números son abrumadores: YouTube, por ejemplo, «tiene mil ochocientos millones de usuarios que suben una media de cuatrocientos minutos de video cada minuto al día y consumen mil millones de videos diarios». Con todo, les daría una visión errónea acerca del contenido del libro si siguiera insistiendo en esa vertiente. Por encima de ella están otras dos cuestiones que preocupan sobremanera a Peirano: la primera, el proceso acelerado de concentración —«un número cada vez más pequeño de empresas» dominan todos los resortes— que conlleva mayor poder en menos manos, hábilmente camuflado con terminales que parecen variopintos pero que remiten en última instancia a los mismos centros de decisión. Así, «Google controla las tres interfaces más utilizadas del mundo: el servidor de correo Gmail, el sistema operativo para móviles Android y el navegador Chrome». Además, dice Peirano, el problema no estriba solo en la conformación de un poder equiparable —si no mayor— al de las grandes superpotencias, sino en la forma en que se ejerce ese dominio, con una opacidad y secretismo inquietantes: el algoritmo se ha convertido en el nuevo Dios, pero como pasaba con el antiguo, sus designios son inescrutables. La segunda cuestión está estrechamente relacionada con esta —en el fondo constituye su consecuencia inapelable— y es, si cabe, más tenebrosa aún. Hablamos del espionaje, seguimiento y control de los ciudadanos que amenaza con convertir nuestro mundo —si no lo ha hecho ya y además de manera irreversible— en una gran cárcel o, como mínimo, un campo vigilado por una tupida red de cámaras y micrófonos siempre abiertos.

La analogía con un sistema penitenciario clásico es imprecisa y aún se queda corta, pues ahora somos nosotros, los prisioneros, los que nos uncimos gustosamente el yugo, suministrando de modo complaciente todos nuestros datos, desde los aspectos biométricos hasta las aficiones más personales, a esa inmensa maquinaria que nos vigila y domina. La coartada es obvia: le damos todo lo que nos pide porque esa inmensa maquinaria de control nos proporciona a su vez todo lo que queremos. ¿O es al revés? Quizá, en una nueva edición del clásico, vendemos nuestra alma al diablo a cambio un hedonismo fofo pero ininterrumpido. Incluso la metáfora fáustica no llega a dar cuenta total del pacto, pues la relación de cada individuo con ese sistema que gobierna nuestras vidas -o al menos la disposición de nuestro tiempo- se basa en una reciprocidad asimétrica y adulterada, pues hasta nuestro deseo queda condicionado por el sistema, como vimos con el proceso de adicción. Queremos lo que ellos quieren que queramos. Ya sé que llegados a este punto me dirán que el análisis apunta a un sesgo catastrofista, como si fuéramos peleles en manos de un poder omnímodo que decide por nosotros. Yo también quisiera pensar que Peirano dramatiza en su tono cuasi apocalíptico. Pero me da qué pensar la aguda reflexión que me hizo un amigo mío hace unos días a este respecto: ¿no te resulta curioso que en esta sociedad todos detectamos manipulaciones a mansalva pero después, cuando se le pregunta a cada ciudadano de uno en uno, todos consideran que ellos no están manipulados e incluso que no son manipulables?

No hace falta que les diga que este cuadro de las sombras de Internet no anula sus innumerables luces. Nadie está pensando seriamente en renunciar a los progresos conseguidos. Los avances técnicos de las últimas décadas han mejorado la vida humana en todos los aspectos y nosotros, como especie, hemos ganado en conocimiento, salud, bienestar y capacidad de actuar en nuestro entorno. Pero junto a todo ello, como cada vez que la humanidad da pasos decisivos, hay también problemas que urge resolver. Este libro nos hace pensar en algunos de ellos. El principal se resume en su propio título: «El enemigo conoce el sistema pero nosotros no».

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 


El profesor Rafael Núñez Florencio



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 25 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Privacidad



Mujer en Los Ángeles, Calfornia. Foto AFP


Las medidas más eficaces contra la pandemia no pasan por apps que afectan a nuestros derechos ["La privacidad en tiempos de coronavirus". El País, 24/3/2020], aforma la filósofa e investigadora española en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities de la Universidad de Oxford, Carissa Véliz.

"En una pandemia la prioridad es contener la infección -comienza diciendo Véliz-. La pandemia de 1918 mató a entre 50 y 100 millones de personas. Para ponerlo en perspectiva, en la Segunda Guerra Mundial murieron entre 70 y 85 millones de personas. Hay mucho en juego con el coronavirus. En estas circunstancias es necesario poner en pausa algunos derechos, como el de asociación. ¿Es la privacidad uno de ellos? No está claro.

Las telecos en España están ofreciendo al Gobierno controlar los movimientos de las personas que están en cuarentena. Algunas comunidades ya han sacado páginas o apps relacionadas con el virus. La experta en privacidad Gemma Galdón ha ofrecido algunas críticas en Twitter. Coronamadrid, por ejemplo, apunta Galdón, no permite uso anónimo, no pide consentimiento, no establece periodo de retención de datos, no minimiza datos, y comparte datos médicos sin anonimización.

En China el Gobierno tomó medidas tecnológicas extremadamente intrusivas. En Corea del Sur, además de hacer más pruebas de coronavirus que en ningún otro país, han publicado detalles muy específicos sobre individuos infectados. Israel se plantea usar al servicio secreto para vigilar a los ciudadanos a través de sus móviles. En Estados Unidos, el Gobierno discute con las grandes tecnológicas desarrollar medidas que podrían ser similares.

¿Es necesario entregar nuestra privacidad a una app para frenar al coronavirus? No es evidente. Las medidas más efectivas no parecen pasar por ninguna app.

En Wuhan la medida más efectiva fue la cuarentena generalizada. Pero la cuarentena generalizada es una opción económicamente cara, y la economía importa porque una crisis también causa estragos y muertes. Las medidas menos generalizadas buscan identificar focos de infección para contenerlos, dejando al resto de la población libre para trabajar normalmente. Hay dos formas de identificar focos de infección: haciendo pruebas a toda la población, o usando la tecnología para inferir quién puede ser un riesgo.

En el pueblo de Vò, donde se sufrió la primera muerte por coronavirus en Italia, hicieron un estudio. La Universidad de Padua les hizo pruebas a todos los habitantes. Descubrieron que la gente infectada pero asintomática juega un rol fundamental en el contagio de la enfermedad. Encontraron 66 casos positivos a quienes aislaron durante 14 días. Después de las dos semanas, seis casos seguían dando positivo al virus, por lo que tuvieron que aislarse más días. Infección totalmente bajo control. No ha habido casos nuevos. No hizo falta ninguna app.

La opción de recurrir a apps no solo es más invasiva desde el punto de vista de la privacidad, sino también mucho menos precisa y efectiva. Si solo se hacen pruebas a gente hospitalizada, la app podrá contactar a personas que hayan estado en contacto con las personas infectadas y pedirles que se aíslen. Pero no todo el que haya estado en contacto con alguien infectado se contagiará. Y quienes ya están infectados habrán contagiado a otros, que a su vez habrán contagiado a otros a quienes la app no contactará por estar demasiado lejos en la cadena, y todos esos casos seguirán asintomáticos mientras el virus se incuba. Con este tipo de método habrá mucha gente quedándose en casa que no tendría por qué quedarse, y habrá gente pululando por ahí que tendría que estar aislada.

Ninguna app, por más sofisticada que sea, y por más datos que tenga, puede sustituir a una prueba de coronavirus. La tecnología digital no es magia, no resuelve todos los problemas, y no siempre es la mejor opción. Didier Raoult, especialista francés en enfermedades infecciosas, defiende que hay que hacer pruebas a toda la población y priorizar el diagnóstico. Haciendo pruebas solamente a quienes terminan en el hospital habrá una mayoría de gente infectada que se detecta demasiado tarde, ya con síntomas y habiendo contagiado a otros. Si hacemos pruebas a todo el mundo, podemos confinar exactamente a la gente que hace falta aislar. Ni más ni menos. El resto puede seguir con su vida normal y reanimar la economía.

Lo que hacen falta no son más apps intrusivas sino más pruebas. ¿Por qué no estamos produciendo más pruebas de coronavirus? ¿Por qué no está siendo esa la prioridad? Hacer pruebas a toda la población sería caro, sí. Pero mucho menos caro que una cuarentena generalizada alargada o que una pandemia fuera de control.

Además de controlar la pandemia, tenemos que pensar en el mundo que quedará después de la tormenta, el que estamos construyendo con cada decisión. La privacidad es importante porque le da poder a la ciudadanía. Hay que defenderla. Demasiadas veces las medidas temporales tomadas en momentos de emergencia llegan para quedarse. Todos tenemos que vigilar la democracia. Las agencias de protección de datos en especial deben montar guardia y asegurarse de que no hay ningún abuso a nuestros datos.

El coronavirus se ha llevado ya y se llevará a muchos seres queridos. Nos ha robado el sueño, está dañando nuestra economía, nos ha arrebatado nuestros planes. No podemos dejar que nos robe también nuestros derechos. Hay que cuidar la privacidad, incluso en tiempos de pandemia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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miércoles, 29 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Sin brújula



El profesor Umberto Eco


"En uno de los primeros libros que escribió Umberto Eco, titulado "Apocalípticos e integrados en la cultura de masas" (Barcelona, Lumen, 1993) -comenta el poeta y escritor Antoni Puigverd en el A vuelapluma de hoy-, dio una respuesta tranquilizadora a los profesores universitarios de los años sesenta y setenta, asustados por la creciente influencia de los nuevos y potentes instrumentos de la cultura de masas: el cómic, la televisión o la música pop. Eco sostenía que la nueva cultura de masas contribuiría a acercar la tradición humanística a nuevos sectores sociales.

Eco llevó, ciertamente, estas teorías a la práctica mediante sus novelas, exquisitamente fundamentadas en la erudición ( El nombre de la rosa , Baudolino ), aunque sometidas a patrones de novela de género. Ahora bien: su diagnóstico era muy optimista: los instrumentos de la cultura de masas (reforzados ahora con internet y las tecnologías digitales) han barrido el canon cultural y han impuesto un único valor: la audiencia (es decir, la ganancia económica: publicidad o ventas). La mayor parte de las novelas históricas de éxito, lejos de la erudición de Eco, contribuyen incluso más que las románticas de Walter Scott a deformar la visión del pasado. Lo mismo puede decirse del resto de los géneros literarios, musicales, televisivos, teatrales o artísticos que triunfan: necesitan adular a la audiencia para conquistar el éxito, de lo contrario son arrinconados.

Para colocarle un producto cultural, se adula a la audiencia con los mismos mecanismos que los partidos políticos (y los medios de comunicación que les ayudan) usan para conquistar a sus votantes: estimular las emociones primarias, simplificar los mensajes, crear polaridades tremendistas. Reducir los mensajes al máximo y tocar la fibra emotiva, he aquí las dos claves de la victoria política y cultural.

Después de dedicar tantas horas a las redes sociales y a las series televisivas, hasta la gente más culta reconoce que ya no tiene tiempo de leer. Muchos jóvenes universitarios sólo conocen fragmentos de los libros que les han recomendado. La mayor parte de los lectores lo son de Twitter o de cualquier otra red social. Hasta los más politizados se informan por redes favorables a sus opiniones. Ya no hay tiempo, paciencia o interés para adentrarse en una novela compleja, para afrontar un menú lingüístico denso, para aceptar páginas y páginas sin compensaciones inmediatas.

La adicción a la satisfacción inmediata, que la cultura de masas actual ha fomentado, suscita muchos problemas de orden personal (vivir en pareja, cultivar la amistad o tener hijos es una exigencia que muchos ya no saben soportar). Pero tiene gravísimas consecuencias de orden cultural: el público actual condena la dificultad, se aleja de la complejidad y tiene alergia a la atención.

Se quejan los padres de que los niños ya no pueden estarse quietos (incluso existe un síndrome que convierte en enfermos medicalizados a los niños muy activos: TDAH). Pero la mayor parte de estos padres no pueden reprimir el zapping televisivo, necesitan el teléfono a todas horas, viven en constante agitación social y consultan decenas de páginas de internet cuando no interactúan en las redes.

Si los hijos no pueden soportar una hora de escuela en quietud, los padres no pueden soportar una novela exigente o una película lenta. Es difícil no contradecir hoy las confiadas tesis de Umberto Eco. La cultura humanística quizás no decrece (porque ahora son muchos más los universitarios y, por consiguiente, hay más especialistas que nunca en literatura clásica, pintura renacentista o música dodecafónica). Pero ha quedado reducida a guetos especializados: islas de sobrevivencia de la alta cultura. Mientras tanto, la cultura de masas triunfa repitiendo, en innumerables variaciones, técnicas que tan sólo buscan estimular los instintos y las emociones: sexualización, estridencia, espectacularidad, violencia, visceralidad, tensión argumental, simplicidad de contenidos.

De entre todos los naufragios de la tradición cultural, el más impresionante es el de la verdad, sin la cual el debate social se convierte en una jaula de locos. Sea en la tradición judeocristiana, sea en la griega, la cultura occidental había dado siempre una gran importancia a buscar la verdad. Una verdad que no siempre casaba con la realidad visible, que no era fácil de encontrar, pero que se convertía en el referente, el horizonte principal. Esta búsqueda de la verdad implicaba una depuración personal, un combate, una exigencia, un tiempo, una paciencia de los que la sociedad actual carece ya por completo.

Perdida la brújula con la que, de acuerdo con una visión u otra de la condición humana, las ideologías, las religiones, las filosofías buscaban el camino de la verdad, ahora estamos condenados a vagar sin puntos cardinales, estimulados por emociones pasajeras y cambiantes, dominados por un nihilismo primario, elemental. Sin referentes clásicos, sin verdades compartidas, la cultura es mero entretenimiento, puro comercio. Y la política: una descarnada lucha entre grupos e intereses".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 28 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Conexiones y azar





"Es estremecedor pensar en la cantidad de cambios que se pro­ducen en nuestras vidas de­pendiendo de la calidad o existencia de la conexión a internet, -afirma en el A vuelapluma de hoy la escritora Flavia Company-. Mensajes que pueden mandarse a tiempo, mensajes que se pueden recibir a tiempo. De amor, de salud, de trabajo. Da vértigo, ¿no les parece?

De pronto todo lo que va a ocurrir, el resto de nuestra vida, va a estar marcado por un e-mail que llega, una foto de Instagram que descubrimos, un messenger que nos sor­prende, un watsap que nos detiene o acelera, un tuit que nos revela a tiempo una información que nos reafirma o una entrada de Facebook que nos desconcierta. De repente lo que iba a ocurrir, lo que podría haber pasado, no ocurre porque no funciona la conexión de quien iba a mandarnos un e-mail o watsap o messenger o lo que fuere. O porque escribimos algo que de veras nos importa pero nos resulta imposible enviar o publicar y lo borramos para siempre.

Y todo a una velocidad incalculable. Hay que decidir en instantes lo que podría ser para toda la vida, ese breve siempre que se nos ha concedido a los mortales. Dar a enviar. ¿Envío? Dar a recibir. ¿Recibo? Dar a publicar. ¿Publico? Dar a abrir. ¿Abro? A escuchar. ¿Escucho?

Todos los actos tienen consecuencias, ­incluso los menores. Por eso estamos tan ­pendientes de las respuestas, que por otra parte deben ser inmediatas para resultar del todo satisfactorias. En caso contrario, la ­duda, ¿lo habrá recibido?, si se trata de un e-mail; ¿por qué me clava el visto y no ­contesta?, si es un watsap o un messenger; ¿habrá abierto el ­ Insta ?, ¿por qué no me da un like ?; ¿no ha visto lo que he publicado en ­Facebook?, ¿por qué no reacciona? A veces el indicio es no recibir respuesta, no provocar el inicio de una cadena de acciones que resitúen las cosas en el mapa.

Y justo pensaba en todo esto hace algunos días, mientras permanecía caminando por lo más intrincado de una cordillera, a más de cuatro mil metros de altitud, lejos de cualquier tipo de conexión, decidiendo cada paso de un destino sin interrupciones tecnológicas. Un periodo al cabo del cual, tras tanto silencio y tanta energía verdadera, tanto diálogo con la naturaleza y tanta consciencia, regresé a la vida urbana y envié un mensaje que, sin duda, ha empezado a cambiarme la vida: porque en una estación de autobuses había conexión. Puro azar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 13 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] La privacidad en los años 20



Una de sedes de Google por todo el mundo


El mal uso de los datos personales gracias a las nuevas tecnologías, escribe en el A vuelapluma de hoy lunes Carissa Véliz, investigadora en ética y filosofía política en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities en la Universidad de Oxford, nos pone en riesgo a todos y controlar sus efectos dañinos es uno de los grandes desafíos de esta nueva década. 

"Por alguna razón un tanto misteriosa, -comienza diciendo Véliz, los números redondos suelen inspirar a los seres humanos a dar un paso hacia atrás y tomar perspectiva sobre los grandes temas de nuestro tiempo y nuestras vidas. Empezar el 2020 es una oportunidad para repensar las lecciones de la década pasada y replantearnos la década entrante.

Las primeras dos décadas del siglo XXI se caracterizaron por una pérdida progresiva de la privacidad. Dos fenómenos confluyeron para dar cabida al monstruo de la economía de los datos: el desarrollo de los anuncios personalizados y la preocupación por la seguridad.

En el año 2000, y bajo la presión de encontrar un modelo de negocio sostenible, Google lanzó AdWords (ahora Google Ads), la iniciativa que aprendió a explotar los datos de sus usuarios para vender anuncios personalizados. En menos de cuatro años, la compañía logró un aumento de ingresos del 3.590%. Un año después, la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos escribió un reporte para el Congreso recomendando la regulación de los datos antes de que se convirtieran en un problema. Pero el ataque terrorista a las Torres Gemelas sembró el miedo que dio prioridad a la seguridad nacional. Los Gobiernos vieron una oportunidad de vigilancia en todos los datos que estaban siendo recolectados por las empresas tecnológicas. La privacidad pasó a un segundo plano, y el capitalismo de la vigilancia nació de la colaboración entre instituciones públicas y privadas.

Ya en 2010, la privacidad había sido fuertemente erosionada, aunque la mayoría de nosotros todavía no nos dábamos cuenta de las consecuencias de esa pérdida. Fue ese año cuando Mark Zuckerberg se atrevió a sugerir que habíamos evolucionado más allá de la privacidad (este año, en cambio, aseguró que “el futuro es privado”).

Las grandes tecnológicas fueron capaces de corroer las normas de privacidad forjadas a través de siglos para protegernos de posibles abusos. Si tu jefe no sabe que estás pensando en tener un hijo, no puede discriminar en tu contra por esa razón. Si tu Gobierno no es capaz de prever quién va a formar parte de una protesta, no puede impedirla. Si tu vecino no sabe qué religión profesas, no te juzgará por ello.

En el mundo offline, hay ciertas señales, normalmente bastante palpables, que nos ayudan a cumplir las normas de privacidad y nos alertan cuando éstas han sido rotas. Hay pocas sensaciones tan socialmente incómodas como cuando alguien te mira fijamente cuando no quieres ser visto. Cuando alguien roba tu diario, deja una ausencia perceptible. La era digital destrozó las normas de privacidad en gran parte porque fue capaz de separarlas de estas señales tangibles. El robo de los datos digitales no crea ninguna sensación, no deja huella, no queda una ausencia que percibir. La pérdida de la privacidad en línea solo duele una vez que nos toca cargar con las consecuencias: cuando nos niegan un préstamo o un trabajo, cuando nos humillan o acosan, cuando nos extorsionan, cuando desaparece dinero de nuestra cuenta, cuando manipulan nuestras democracias.

Estamos teniendo que reaprender el valor de la privacidad a golpe de malas experiencias. Una de las lecciones de esta década es que hay cada vez hay más ejemplos para ilustrar que la privacidad, lejos de ser una enemiga, es una parte integral de la seguridad tanto individual como nacional. La codicia por los datos incentiva que la arquitectura de Internet sea insegura. Mientras menos medidas de seguridad tengan nuestros aparatos electrónicos, más fácil es robar nuestros datos. En el año 2000 la ciberseguridad no era un problema que destacara. Es relativamente comprensible que los Gobiernos hayan pensado que la pérdida de la privacidad era necesaria para garantizar nuestra seguridad. Los hechos han demostrado que esa suposición es incorrecta. En el año 2020 la ciberseguridad es una de las grandes preocupaciones de todo Gobierno. El ciberespacio es la nueva arena en donde se librarán buena parte de los combates geopolíticos del siglo XXI. Y en el mundo digital, la seguridad pasa por proteger la privacidad.

Europa puede estar orgullosa de haber sido la primera institución política en empezar a regular la privacidad digital con el Reglamento General de Protección de Datos. La tarea pendiente más urgente es otorgar a las autoridades los recursos necesarios para hacer cumplir la ley. No podemos ser complacientes. El mal uso de los datos personales nos pone en riesgo a todos.

El reto en los años veinte será recuperar la privacidad perdida y fortalecer la ciberseguridad para proteger nuestras democracias. Es una batalla que se tiene que ganar si queremos preservar nuestras sociedades liberales. La mala noticia es que es una guerra que nunca se ganará del todo. Siempre tendremos que seguir luchando por la democracia, la justicia y la igualdad. La buena noticia es que es una lucha que se puede ganar y que merece la pena. Si al principio del siglo la preocupación por la privacidad se pudo percibir (equivocadamente) como algo del pasado, en 2020 está claro que la privacidad es uno de los grandes desafíos de esta nueva década".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 17 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Las fronteras de Internet



Fotografía de la Agencia de Seguridad de Internet en Corea (AFP)


Poco a poco -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora y periodista Ana Fuentes- el mundo digital se va pareciendo más a un conjunto de entornos aislados, controlados por un puñado de actores públicos y privados, donde los usuarios interactúan hasta donde pueden.

"En Rusia -comienza diciendo Fuentes- acaba de entrar en vigor la llamada Ley de Internet Soberana, que permite que el organismo que vigila a los medios, el Roskomnadzor, pueda bloquear todo contenido que considere sospechoso. No se necesita ni orden judicial ni pedir permiso a los proveedores de telecomunicaciones. En caso de “emergencia” (circunstancia que será determinada por el Kremlin), se puede dejar al país literalmente desconectado del resto del mundo. El presidente Putin está obsesionado con poder tirar del enchufe si lo necesita. Asegura que quiere evitar ciberataques, pero no olvida las movilizaciones online de 2011, cuando los internautas rusos colgaron en redes sociales documentos que probaban irregularidades en las elecciones. Entonces se tomaron las represalias habituales: detenciones, bloqueo de páginas, más censura. Ahora se quiere poner toda la infraestructura bajo control político.

Internet nació como una promesa de libertad y apertura. Pero 30 años más tarde el paradigma está en riesgo. La Red se ha ido haciendo más rápida y más barata, aunque no más libre. Le ha abierto ventanas al mundo a millones de personas y ha contribuido al desarrollo económico, si bien eso se ve amenazado por una creciente opacidad. Poco a poco el mundo digital se va pareciendo más a un conjunto de entornos aislados, controlados por un puñado de actores públicos y privados, donde los usuarios interactúan hasta donde pueden. Rusia fue uno de los países que en 2010 se plantaron en una agencia de la ONU para pedir fronteras soberanas en el mundo digital. No lo consiguieron.

Desde entonces se han ido inspirando en el modelo chino, el Internet autónomo y controlado por excelencia. Hay otros países con un Internet aislado, como Corea del Norte o Bielorrusia, pero no son representativos: China ha conseguido una Red censurada pero potentísima y con vida propia al mismo tiempo. Tiene sus propios buscadores, sus propias Apps, y una Gran Muralla digital que elimina el acceso a contenidos prohibidos desde mediados de los noventa. Muchas páginas extranjeras están bloqueadas, al igual que las informaciones sobre episodios históricos como la matanza de Tiananmen. A los usuarios se les exigen sus datos reales en redes sociales y los gigantes tecnológicos como Alibaba o Tencent, aunque sean independientes financieramente, mantienen una relación estrecha con el Partido Comunista Chino y su aparato de seguridad. La contrapartida es que en ningún otro punto del planeta se da una cultura online tan ingeniosa para hablar de lo prohibido.

La decadencia de la Red no viene solo de los sistemas autoritarios. Estados Unidos aplica la hipervigilancia a sus ciudadanos, como demostró Edward Snowden con sus revelaciones sobre la NSA. Otros Gobiernos están aumentando el control, aunque lo disfracen de lucha contra la desinformación. Y, pese a todo, solo podemos confiar en Occidente para dar un golpe de timón que redirija el rumbo de Internet".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 29 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Vanidad de la banalidad (Publicada el 24/11/2008)



Playa y dunas de Maspalomas, Gran Canaria


Llevo varios días dándole vueltas a un cambio de la filosofía que inspiró el nacimiento de este blog. Incluso me he planteado seriamente la posibilidad de abandonarlo a su suerte en las etéreas regiones del espacio cibernético. En esta indecisión me encuentro ahora mismo, sin vislumbre de solución, leyendo mi prensa electrónica favorita: El País, La Vanguardia, La Provincia-Diario de Las Palmas, Canarias Ahora; revistas como el Boomerang o Revista de Libros. Al final, como siempre, acabo recalando en los libros en papel como último refugio de mi anticuada postmodernidad...

Ayer, domingo, me he levantado como todos los días hacia las seis de la mañana, procurando no despertar a mi mujer. Enciendo el portátil y ojeo por internet la prensa del día. Veo por encima las noticias y leo algunos de los artículos de opinión que aparecen en ella y que me resultan interesantes, grabándolos en el Google, por un "si acaso", en espera de la resurrección de los justos...

Uno de esos artículos, en su blog de El País, es de mi paisano el escritor y periodista Juan Cruz. Me llama la atención porque habla en él de la enorme e informe cantidad de banalidad que uno se encuentra en internet a poco que se maneje por el ciberespacio. Era, la verdad, la puntilla que me faltaba para la desmoralización absoluta.

A medio día, sentado bajo el porche de mi casa, disfruto de esta mañana espléndida, luminosa y azul que sólo ofrece el cielo de Maspalomas y decido tomarme un poco tiempo más de reflexión. Y como casi siempre, cuando no se muy bien donde acudir para serenar mi espíritu (a falta de un "Jack Daniels" con hielo, que se han bebido los últimos amigos que estuvieron en casa) me refugio en la poesía. Sin intencionalidad alguna: el primer libro que me encuentro es "Las flores del mal" (Alianza, Madrid, 1984) de Charles Baudelaire, en traducción de Antonio Martínez Sarrión. Aunque soy de los que piensan que la poesía es intraducible, les dejo la versión castellana reseñada y la original en francés del tercer poema del libro, el titulado "Elevación", que me ha parecido muy ilustrativo de mi estado anímico. Disfrútenlo.

De momento, en un alarde de imaginación, he cambiado el nombre del blog por el que tuvo originariamente: "Desde el Trópico de Cáncer", y a este comentario, después de mucho pensarlo, le he puesto el título de "Vanidad de la banalidad", tomado sin duda por mi subconsciente de la afamada polémica que en 1847 sostuvieron Jean-Pierre Proudhon y Karl Marx sobre la "Filosofía de la miseria" (Proudhon) o la "Miseria de la filosofía" (Marx). Y mañana será otro día... O eso espero... HArendt



Charles Baudelaire


***


"Élévation"

Au-dessus des étangs, au-dessus des vallées,
Des montagnes, des bois, des nuages, des mers,
Par delà le soleil, par delà les éthers,
Par delà les confins des sphères étoilées,

Mon esprit, tu te meus avec agilité,
Et, comme un bon nageur qui se pâme dans l'onde,
Tu sillonnes gaiement l'immensité profonde
Avec une indicible et mâle volupté.

Envole-toi bien loin de ces miasmes morbides;
Va te purifier dans l'air supérieur,
Et bois, comme une pure et divine liqueur,
Le feu clair qui remplit les espaces limpides.

Derrière les ennuis et les vastes chagrins
Qui chargent de leur poids l'existence brumeuse,
Heureux celui qui peut d'une aile vigoureuse
S'élancer vers les champs lumineux et sereins;

Celui dont les pensers, comme des alouettes,
Vers les cieux le matin prennent un libre essor,
— Qui plane sur la vie, et comprend sans effort
Le langage des fleurs et des choses muettes!

Charles Baudelaire ("Les fleurs du mal")


***


"Elevación"

Por encima de estanques, por encima de valles,
De montañas y bosques, de mares y de nubes,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrelladas esferas,

Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la inmensidad profunda
Con voluptuosidad indecible y viril.

Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas,
Sube a purificarte al aire superior
Y apura, como un noble y divino licor,
La luz clara que inunda los límpidos espacios.

Detrás de los hastíos y los hondos pesares
Que abruman con su peso la neblinosa vida,
¡Feliz aquel que puede con brioso aleteo
Lanzarse hacia los campos luminosos y calmos!

Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras,
Levantan hacia el cielo matutino su vuelo
-¡Que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo,
La lengua de las flores y de las cosas mudas!

Charles Baudelaire ("Las flores del mal")


***



Les fleurs du mal (París, 1857)


"El medio es cada vez más sofistificado y el mensaje es cada vez más banal", por Juan Cruz | 22 de noviembre de 2008.

Al Internet. Por razones que sólo saben unos cuantos, pero que sobre todo conoce mi hija Eva, tengo recortado en casa, y enmarcado, un artículo del profesor e investigador Manuel Castells, publicado en El País en 1996. Se titula así, "¡Al Internet!", y era una incitación a que todo el mundo se subiera a aquel tren que estaba saliendo de su excitante punto de partida. Han pasado doce años y el cambio al que Internet ha sometido al mundo ha sido tan brutal que todavía no se ha parado nadie a pensar que el fanatismo a favor es tan dañino como el fanatismo en contra. Es un juguete demasiado preciado, un instrumento demasiado precioso, como para no suscitar una admiración sin límites que no deja ver el bosque. Un árbol inmenso y admirable, sin duda. Pero existen ramas del bosque sobre las que conviene discutir. Lo que he observado es que quien discute desde el punto de vista de la prevención (cuidado, es un buen instrumento, pero todavía necesita inmensas correciones) es tachado de inmediato de viejo que no quiere el progreso. Estoy en México, en el inicio del homenaje que distintas entidades nacionales mexicanas dedican al novelista Carlos Fuentes por sus 80 años; y como el escritor homenajeado no quiere que se hable de él en las mesas redondas que se han organizado, los convocados a esos concilios hablan de las distintas artes que el propio Fuentes ha cultivado. Entre otras, y esto fue ayer, el arte de informar. Estuve en la primera de las dos mesas, y me quedé muy interesado por las posiciones que adoptaron dos veteranos (sí, qué pasa, ¿no se puede ser veterano y hablar?) periodistas, Alan Riding, que fue corresponsal cultural del New York Times, y Sergio Bata, columnista mexicano en Los Angeles Times. Ambos hablaron del deterioro de la información, y expresaron sus temores sobre la (mala) utilización de Internet como instrumento, que está dejando que supuestas informaciones disfrazadas de rumores, trufadas de datos que luego resultan falsos, estén tomando carta de naturaleza. Bata citó una frase que a mi me suena y que resume mi propia posición al respecto, valga la presunción: "Si no hubiera periódicos de referencia que nutran la red, ésta sería una letrina". No la dijo un viejo, ni la dijo un reaccionario contrario a Internet; la dijo el presidente de Google, y no hace mucho. Yo dije hace poco en Argentina que si no se pone remedio a la mala utilización del instrumento Internet, la red un día sería un lodazal. Y mis amigos de los medios de Internet casi me matan. Espero que el refresco de esta reflexión de tan alta autoridad me saque al menos del purgatorio. Y Alan Riding dijo algo que está en el frontispicio de este blog de hoy: los medios cada vez son más rápidos y más sofisticados; este y todos los medios, y la información es cada día un bombardeo más persistente y más fugaz, pero el mensaje es cada vez más banal. Es un asunto que me mueve mucho a la reflexión, en la que quiero que me acompañen sin prejuicios ni anatemas.

Y el arte de editar. Y por la tarde estuve en otra mesa, y en esta no sólo escuché, con mucha atención, sino que además tuve la oportunidad de hablar. Hablaron mis compañeros Sealtiel Alatriste, Basilio Baltasar, Marisol Schultz, Bill Swainson, Consuelo Saizar, Paolo Rocco, todos ellos editores activos o durmientes, como quien les escribe, y tuvimos un moderador excelente, el gran periodista argentino Claudio Escribano, lo suficientemente veterano como para ser muy moderno. Hicimos el coloquio en la Librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica, en el barrio de la Condesa. Una librería emocionante, extraordinaria, que llevó mi memoria sentimental, y editorial, a Isabel de Polanco, fallecida en marzo, y campeona del entusiasmo por las grandes librerías, por estas librerías iberoamericanas que mantienen viva la llama de una literatura excepcional que siempre renueva a sus lectores, y que constituye al tiempo un espacio y un homenaje al libro. En ese clima hablamos del futuro de la edición, ante un auditorio que se fue nutriendo, y en el que distinguí a Tomás Eloy Martínez, a Sergio Ramírez y a mi antiguo compañero Fernando Esteves, que por muchas razones encarna para mi el entusiasmo de editar, desde que le conocí cuando él tenía 25 años y yo creía que éramos todos inmortales (aún). Fueron intervenciones muy interesantes de las que yo destacaría una reflexión: los problemas de banalidad que sufre la sociedad están atacando también al mundo del libro, como no podría ser de otra manera; George Steiner decía, en una entrevista reciente que tuve la satisfacción de hacerle para El País Semanal, que en tiempos de crisis la gente regresa a la exigencia de la calidad. Ojalá sea esto cierto y en seguida. Como primera providencia, tenemos esa librería que tanto éxito está teniendo aquí y que tanto hubiera hecho feliz a gente como nuestra inolvidable Isabel.




La editora Isabel de Polanco


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