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sábado, 7 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Narcisismo



Fotografía de Julián Rojas para El País


“Advertencia. Esta aplicación puede ser altamente adictiva”. Esta es la frase con la que TikTok invita en Twitter a descargar su aplicación -comenta en el A vuelaplma de hoy la escritora Nuria Labari ("Epidemia TikTok". El País, 28/2/2020)-. Su objetivo es claro: tener al mayor número posible de personas enganchadas. ¿Para qué? Lo de siempre, vender cosas y ganar dinero. Y lo están consiguiendo a una velocidad sin precedentes: ha tardado mucho menos que Facebook o Instagram en conquistar los mil millones de usuarios en el mundo, más de cuatro de ellos en España, de los cuales el 70% es menor de 24 años. Para entendernos: TikTok parece ser a las redes sociales lo que el coronavirus a la gripe. Y lo de que es adictiva no es broma. Al revés, hay un montón de gente enganchada, la mayoría niños. Es cosa sabida en los colegios: “Si no estás en TikTok, no eres nadie”.

Bien, los dueños de este juguetito han accedido a pagar una multa de 5,7 millones de dólares por captar ilegalmente datos de menores. Desde entonces, sus bases legales obligan a tener 13 años para descargar la aplicación, porque esa es la edad requerida en EE UU. Poco importa que en España ningún menor tenga derechos legales sobre las imágenes que comparte hasta los 14 años. Nadie ha pedido a TikTok que adapte sus bases legales a nuestra legislación. Total para qué, si cualquier niño de nueve se la baja mintiendo al móvil de sus padres. Eso cuando el niño no tiene su propio smartphone.

De modo que los pequeños falsean su edad para aceptar unas bases legales que los dejan desprotegidos. A partir de ahí, la aplicación recoge su información sin consentimiento parental: vídeos, correo electrónico, número de teléfono, ubicación… En Estados Unidos consideran esta manera de exponer la intimidad de los menores lo peor de lo peor. Entre otras cosas, porque allí todo el mundo cree que su vecino es pederasta y que está en TikTok siguiendo el rastro de sus retoños. Por suerte, nosotros no somos así. Nosotros somos europeos, españoles bien informados para ser exactos. Así que nos hemos tomado la molestia de restringir la cuenta de nuestros vástagos. “Mi hijo tiene TikTok, sí, pero solo juega y comparte vídeos con sus amigos del cole que son de su edad y a los que conozco personalmente”, decimos. ¿Hay algún problema?

Yo creo que sí. Y grave. Porque TikTok es una herramienta cuyo objetivo es generar tiempo de permanencia frente a una pantalla conectada con la propia imagen. Así que funciona como un sofisticado espejo mágico. Por eso los niños dicen “si no estás en TikTok no eres nadie”. Porque de hecho, sin TikTok no pueden “verse”.

Hay que reconocer que el problema del espejito viene de antiguo. Ya en la mitología griega Némesis castigó a Narciso a que se enamorara de su propia imagen. Y él, embobado, acabó arrojándose a las aguas de la fuente donde se reflejaba. Claro que Narciso era vanidoso de nacimiento —su carácter marcó su destino— mientras que nuestros niños son generosos y adorables. El problema es que gracias a TikTok todos los niños serán narcisos. Porque el algoritmo de esta red envía sus vídeos a millones de personas para que los admiren —promueve la vanidad con tecnología militar— y les invita a imitar lo que otros hacen para compararse con ellos e intentar superarlos de manera compulsiva.

Para colmo de males, los niños no hacen lo que quieren cuando están en TikTok sino lo que la plataforma determina. Porque a diferencia de otras redes, esta decide las tendencias y comunica a los tiktokers los hashtags sobre los que deben trabajar. Así TikTok sabe qué challenge van a hacer los niños antes de que ellos lo conozcan siquiera. ¿Se imaginan cuanto pagaría una marca por un poder así? Los dueños de TikTok ya lo están facturando. Por eso es tan importante que el algoritmo tenga más poder que el usuario, porque eso hace que la plataforma sea más rentable. Y así caemos una vez más en la paradoja de siempre: cuanto más inteligente es una tecnología, mayor volumen de usuarios “tontos” necesita para recaudar. Los niños no son tontos, pero están poco instruidos. Blanco perfecto.

Dicho esto, a mí TikTok me mola, no se crean. Es un universo fascinante lleno de contenidos que alberga mucha creatividad y buen rollo. El asunto es que yo no tengo nueve años, ni 14. Y además, he hecho algo que todo el mundo debería hacer antes de pisar cualquier red social: he construido mi identidad leyendo libros. ¿Se acuerdan? Esos complejos dispositivos paginados que construyen ciudadanos en vez de consumidores.

Desgraciadamente, los nativos digitales no están teniendo la suerte de construir su identidad como ciudadanos, ese lujo de los viejos. De manera que la epidemia china avanza y contagia a nuestros niños mientras nosotros discutimos sobre el veto parental, la chorrada medieval que Vox ha puesto de moda mientras se abría una cuenta en TikTok. Porque Santi está dentro, faltaría más. Allí donde hay ciudadanos poco instruidos, tienen los verdes su mejor caladero.

Mientras, los padres nos preguntamos por la edad a la que nuestros hijos deberían tener su primer móvil. Y digo yo ¿qué nos está pasando? Digamos de una vez las cosas claras. ¿Cuántos libros deberían leer antes de tener su primer móvil? Ahí está el único pin del que vale la pena discutir. Y la epidemia de la que urge salvaguardarse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 23 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] El retrete en la estación de autobuses



Marina Abramovic en Rhythm 0 (Nápoles, 1974)


"Hace unos meses -comenta en el Especial dominical de hoy la escritora Jimina Sabadú- un amigo contrajo una enfermedad de transmisión sexual. Llamó a sus últimas parejas sexuales para contarles que tenía una enfermedad curable pero incómoda. Al otro lado recibió respuestas secas desentendiéndose de aquello. Ninguna palabra de agradecimiento. Esta experiencia le ha hecho apartarse de las apps para encontrar pareja (sexual o sentimental), porque se ha sentido “como una cosa”. Yo misma me he retirado porque me he sentido, literalmente, como un retrete en una estación de autobuses. El lugar secreto y socialmente aceptado en el que unos desconocidos descargan sus problemas sin atender a ningún tipo de regla ética elemental. Y no es por ser yo, no es por mí y no es por mi amigo, ni es por ti ni por tus amigos. Es porque son las reglas del juego tal y como nos las han enseñado y tal como jugamos con ellas.

Del pueblo donde siempre he veraneado es un exministro de Vivienda. Su padre lleva o llevaba la cara marcada, de arriba abajo, con un corte de cuchillo. En su juventud tuvo una pareja sexual que se quedó embarazada. Hablamos de los años cincuenta, en el interior de la España ahora vaciada. Una mujer se quedó encinta y un hombre no se responsabilizó. La culpa fue a parar íntegramente en ella (los niños como culpa; otro cantar), y el hombre, padre de este ministro, no quiso saber nada. Siguió con su vida. Ella le salió un día al paso con un cuchillo y le rajó la cara “para que sepas cómo es ir marcado”. Ella tuvo una hija que hoy es media hermana de aquel ministro. Él no se quitó nunca la barba porque la verdadera culpa estaba debajo.

La artista Marina Abramović realizó un performance en 1974 con un nefasto resultado. Rhythm 0 tuvo lugar en una galería de arte de Nápoles. “En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto.” Durante unas horas el público asistente hizo lo que quiso con su cuerpo mientras ella permanecía inmóvil. Hubo gestos de cariño, pero la gran mayoría consistieron en vejaciones.

Puedo referir también otra historia grande en su mezquindad. Hace muchos años, cuando empezaban estas redes, un entonces amigo me habló de una chica con la que hablaba por Meetic. Le pidió fotos y en un momento dado se dio cuenta de que en todas aparecía sentada. “¿Por qué no me mandas una foto de pie?” “Es que soy paralítica.” Mi entonces amigo cerró la conversación, desentendiéndose así de aquella chica. Era paralítica y era una desconocida.

Todas estas cosas tienen la misma raíz: la impunidad. El mismo mecanismo social hace que consumamos pura explotación y que este ser dejase colgada a una chica porque era paralítica.

En la experiencia de todas las mujeres con las que he hablado sucede lo mismo: un hombre está muy interesado en conocerte. Pero mucho. Todo lo que dices le parece muy interesante. Todos los planes le parecen bien. Cuando quedas, si es que quedas, y hay sexo, si es que hay sexo, el cambio es radical sin importar la calidad del sexo. Ya no tiene interés. Entonces empieza un enfriamiento muy rápido en el que se le pregunta el porqué de su proceder. La ausencia de respuesta es invariable, pero nunca hay un bloqueo telemático. Tu número sigue guardado en su agenda, porque si falla otra, volverá. Ninguna mujer que yo haya conocido acepta esta segunda vuelta, pero todas la hemos vivido. Para el autor no hay ningún problema ya no en utilizar a otro ser humano en su propio beneficio, sino en demostrar que lo está haciendo. Esto es casi exclusivo de las nuevas formas de relación social.

El caso de un hombre fingiendo un interés humano para lograr un encuentro sexual no es algo nuevo. Pero son las redes sociales las que permiten deshumanizar al otro, si es que deshumanizar está en tu naturaleza. No ven –o no nos ven– como seres humanos de plena condición, sino como semovientes difíciles de burlar. Esto, dentro de un grupo de amigos, sería confrontado casi de inmediato. En un grupo universitario sería objeto de advertencias ya fuera por compañerismo o por chismorreo, pero en un entorno digital, con una arquitectura variable multipunto (se llama así, no es invento mío), nadie es responsable de nadie. Hemos aprendido a mirar por nosotros mismos y la diferencia entre el egoísmo y el protegerse de los demás se ha vuelto confusa para mucha gente; en concreto para la gente que era egoísta de antes y que ahora lee frases de motivación para asentarse aún más en lo suyo.

El siglo XXI se está perfilando (por ahora) como un terreno de formaciones frágiles, cambiantes y engañosas, algo parecido a los bordes de los riachuelos en la montaña. Si pisas mal, hundes el pie en el barro. Si llueve, la tierra se deshace. La deslocalización absoluta nos devuelve al rito y todo lo que hemos construido durante dos mil años se diluye hasta quedar en una frase fuera de contexto que se repite no en forma de texto, sino en forma de imagen. Carpe diem es una de las expresiones más repetidas en los perfiles de redes para encontrar pareja. ¿Pero qué quiere decir carpe diem? ¿Aprovechar el tiempo para qué, con qué fin? La historia interminable se divide en dos partes, y en la segunda hay un solo mandato: “Haz lo que quieras.” Bastian se convierte en un completo gilipollas –como pasa, por otro lado, en no pocas novelas juveniles una vez el héroe comienza a asumir su destino–, porque la frase “Haz lo que quieras” tiene mucha más profundidad de lo que él cree en un primer momento. Es el espíritu de la arquitectura variable multipunto, que no es sino una ramificación más de esa atención difusa que se nos está quedando. ¿Qué quieres hacer en este momento? ¿Qué es lo que realmente quieres hacer? Sabemos que queremos leer, o pasear, o darnos una ducha. En realidad miramos el móvil variando de dirección una y otra vez, convirtiéndonos en criaturas incapaces de hacerse responsables de su propio tiempo. Más solos que nunca. Somos más que nunca una turba manejable, hirviente y prescindible.

Pero hay también una facilidad de convertirse en el foco de atención de los demás. Es ahí cuando dejamos de ser turba para ser individuos solitarios. Solo estamos fuera de la turba cuando se nos señala como culpables de algo. Hagamos un breve repaso de algunos linchamientos recientes. Advierto que voy a mezclar culpables con inocentes, buenos con malos, malentendidos con exposición deliberada. Solo es una lista de linchamientos. Intentad no sacarla de contexto, a ver si esto es posible: Leticia Dolera, Laura Escanes, Camilo de Ory, Verónica (Iveco), Izal, Carla de La Lá. ¿Quién no ha participado alguna vez con un tuit, un meme, un reenvío, una opinión? Estos han sido casos que han prendido (he elegido todos los que no tienen ningún impacto en nuestra vida), pero por el camino se quedan un montón de historias que ya a nadie le importarán. Es posible que recuerde alguien el caso de dj Sito. Algunos años después de su exitoso cover lo busqué en YouTube y encontré un video en el que ataba a un mendigo con cinta aislante y le pintaba insultos con rotulador en la cara mientras se reía de él junto con otros salvajes. El video no tenía demasiadas visualizaciones y antes de pasárselo a nadie lo denuncié a YouTube, y fue retirado de la plataforma. Así que al final, además de los rumanos de su pueblo, le caía mal mucha más gente. Si ese video lo hubiera reenviado tal vez habría corrido la misma suerte que ReSet y, pensándolo bien, quizá debería haberlo reenviado para que tuviera que pagarle aquel dineral al pobre hombre.

Hacer pantallazos de Tinder es muchas veces más satisfactorio que conocer a alguien por Tinder. El pantallazo surge de la sorpresa, del asco, del horror o de la hilaridad. De sensaciones tan espontáneas como abundantes. Son el equivalente a respirar hondo. Oxigenan el cerebro y traen frescura al uso de la app. Sin embargo, no suelen ir unidos a la crueldad. Los pantallazos que veo compartidos tienen más que ver con el estupor que con ninguna otra cosa. Esa ingente masa de personas que ama estar con los amigos, viajar y tomar unas cerves (sic), ¿por qué no tiene pareja si son compatibles con prácticamente la totalidad de los seres humanos? ¿Por qué cuesta tanto hablar con ellos y extraer conversación? La respuesta, en el caso de Tinder, puede tener una explicación muy prosaica: la app está diseñada a la manera de un videojuego. Derecha, izquierda, match. Conversación. Funciona, WhatsApp. Ahí entra el juego real. Si no es satisfactorio o si lo es demasiado rápido, se vuelve a empezar. También en los videojuegos se muere más de una vez.

Hay gente prácticamente profesional de Tinder que colecciona contactos (y, según sus habilidades, sexo), añadiendo a su agenda de contactos un montón de personas apellidadas Tinder y que, a veces, tienen un segundo apellido. Y esto es invariable: no puedes apreciar a alguien que se apellida Tinder. Marisa Rockera Tinder, Elena Profe Tinder, Alicia Choni Tinder, Patricia Surfer Tinder, Pitufo Filósofo, Pitufo Bromista, Pitufo Gruñón. Personalidades compatibles con un test de la Nuevo Vale, de cuando las relaciones eran un juego de prueba y error. Entre medias, quince años de vida en los que, a tenor de esto, no has aprendido absolutamente nada.

Dentro del mundo de las apps de citas, las normas del juego definen lo que vas a poder encontrar. Por poner un caso opuesto, OkCupid se centra en la compatibilidad de las personas y tras un test moderadamente amplio te da un porcentaje que suele ser acertado, pero que no deriva necesariamente en una atracción real. The Inner Circle, por ejemplo, se basa en dar una imagen de distinción y cosmopolitismo cuyo único pie es gozar de una mayoría de usuarios practicando deportes de invierno (ni siquiera de agua). Entre OkCupid, The Inner Circle y Tinder hay diferencias de trato entre usuarios, aunque lo normal es que una misma persona sea usuaria en diferentes plataformas. Así que somos educados en tanto en cuanto la plataforma nos lo sugiere. Mi instagramera favorita (con diferencia) se llama HeyZulu y en uno de sus videos proponía una app que cortaba por ti cuando estabas harto de una relación recién comenzada. Sin culpa ni rencor, porque la app iría de eso. Esta chica sí que sabe. Espero que encuentre socio capitalista pronto.

¿Recuerdas 13, Rue del Percebe? Claro que sí, hombre. En el ático vivía un moroso que disfrutaba no pagando. Disfrutar no pagando. Qué concepto, ¿eh? Disfrutar por una nimia ventaja sobre otro. En los pisos inferiores sus vecinos se las veían negras para cubrir sus gastos y necesidades, aunque todos los que tenían una PYME casera lo hacían a base de estafas. En este crisol de trapisondistas el vecino del ático era el único que disfrutaba, a pesar de ser el que más difícil escapatoria tenía. Este personaje, como sabe cualquier aficionado al cómic, no era otro que Manuel Vázquez, el mejor dibujante que nos ha dado el tebeo español. Un tipo tan genial como vago, cuyo ingenio solía ir destinado a no trabajar. Muchas de sus grandiosas anécdotas están recogidas en el álbum Los profesionales, de Carlos Giménez, y son tan increíbles como ciertas. Porque lo son. Esta que voy a referir no viene en este tebeo, pero también es maravillosa: Vázquez se encuentra con uno de sus hijos en el bingo y la conversación viene a ser como sigue: “¿Tu madre sabe que estás aquí?” “No.” “Pues dame mil pesetas y no le digo nada.” En una entrevista en tve habla de cómo es su relación con las mujeres. La entrevista es graciosa como todo lo que él hacía, pero ¡ay! si lo miras del otro lado. Qué poca gracia tiene o tendría. Si tú o yo fuéramos las víctimas de sus estafas y engaños. Pero lo que quiera que llevemos dentro, ese confuso adn cultural, nos hace ponernos del lado del estafador. Mucho Quijote y mucho Cervantes pero somos mucho más el Lazarillo, que ni siquiera sabemos quién lo escribió.

Sin la gracia ni el talento de Vázquez, podemos recordar la surrealista entrevista de Ana Rosa Quintana con Pablo Iglesias en su excasa de su exbarrio. Pablo hablaba de su padre diciendo que era un ligón (sic) y que se llevó a su madre, que era la más guapa (sic). Nada que objetar porque, al fin y al cabo, cuando cortó con Tania Sánchez dijo que era “la mujer más valiente que he conocido nunca”, mientras que Pablo, para Tania, fue “el hombre que lo cambió todo”. Perdón por mi enfoque netamente femenino. Resulta que nunca he sido hombre y para esto somos bastante distintos porque la vida es así.

En términos de mayor igualdad, pero el mismo egoísmo, tenemos el malentendido mundo swinger. Esa gente que cambia de pareja sexual in situ (como diría Conchi Córdoba), en unos locales a precio de cotillón de Nochevieja. Una vez que el usuario ha soltado 35€ de media por entrar, decide no cambiar de preservativo de una mujer a otra porque son caros (esto por lo visto es lo normal) y porque mientras su polla esté protegida lo que pueda viajar de una entrepierna a otra le es indiferente. Difícilmente se puede encontrar una forma más física e inmediata de sacar un beneficio material de otra persona sin importar lo que venga después (para el otro, por supuesto). Otra costumbre que empieza a extenderse dentro y fuera del mundo swinger es retirar el preservativo a ver si la chica no se da cuenta. Esto, además de una canallada, es un poco del género tonto. Les deseo a todos los que lo hacen la gonorrea del primer párrafo.

Esto son las apps de citas: son nosotros. Son nosotros elevados a la n, son nuestra cultura concentrada en un solo hilo que une decepción con decepción. Puedo mencionar un perfil que vi una vez que casi me hace llorar. Un chico con una pequeña discapacidad decía: “No me importa si tienes traumas. Podemos superarlos juntos.” En tres años no he visto nunca una mano tendida de esa manera hacia el otro. Lo normal es no tener nada que ofrecer y pedir todo lo posible. En el otro extremo están los usuarios varones que no consiguen un solo match mientras lo usan. Por eso quizá los hombres suelen dar like a toda mujer, animal, ente u objeto que se encuentren, porque es un mercado y rigen unas leyes que traspasan las normas del juego. Y ahí es donde nos convertimos en los retretes de la estación de autobuses. Es cuando nos quedamos sucios, fríos, rotos y, por supuesto, llenos de mierda.

Sobre el performance citado al principio diré que pasadas algunas horas, cuando aquello llegó a su fin, Marina Abramović se movió hacia la mesa desnuda, ensangrentada, pintada y con la cara llena de lágrimas. El objeto desaparecía para que entrara la persona. Los asistentes se fueron evitando el contacto con ella. No puedo evitar pensar en un cuento de Elvira Navarro en el que, ante una violación, una niña en bicicleta le pregunta a su violador: “¿Por qué has hecho eso?” No recuerdo si, en el cuento, el violador respondía o no. No lo recuerdo. Pero de Rhythm 0 sí recuerdo haber leído que Marina Abramović descubrió esa noche que un mechón de su cabeza había encanecido".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




La escritora Jimina Sabadú



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miércoles, 29 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Sin brújula



El profesor Umberto Eco


"En uno de los primeros libros que escribió Umberto Eco, titulado "Apocalípticos e integrados en la cultura de masas" (Barcelona, Lumen, 1993) -comenta el poeta y escritor Antoni Puigverd en el A vuelapluma de hoy-, dio una respuesta tranquilizadora a los profesores universitarios de los años sesenta y setenta, asustados por la creciente influencia de los nuevos y potentes instrumentos de la cultura de masas: el cómic, la televisión o la música pop. Eco sostenía que la nueva cultura de masas contribuiría a acercar la tradición humanística a nuevos sectores sociales.

Eco llevó, ciertamente, estas teorías a la práctica mediante sus novelas, exquisitamente fundamentadas en la erudición ( El nombre de la rosa , Baudolino ), aunque sometidas a patrones de novela de género. Ahora bien: su diagnóstico era muy optimista: los instrumentos de la cultura de masas (reforzados ahora con internet y las tecnologías digitales) han barrido el canon cultural y han impuesto un único valor: la audiencia (es decir, la ganancia económica: publicidad o ventas). La mayor parte de las novelas históricas de éxito, lejos de la erudición de Eco, contribuyen incluso más que las románticas de Walter Scott a deformar la visión del pasado. Lo mismo puede decirse del resto de los géneros literarios, musicales, televisivos, teatrales o artísticos que triunfan: necesitan adular a la audiencia para conquistar el éxito, de lo contrario son arrinconados.

Para colocarle un producto cultural, se adula a la audiencia con los mismos mecanismos que los partidos políticos (y los medios de comunicación que les ayudan) usan para conquistar a sus votantes: estimular las emociones primarias, simplificar los mensajes, crear polaridades tremendistas. Reducir los mensajes al máximo y tocar la fibra emotiva, he aquí las dos claves de la victoria política y cultural.

Después de dedicar tantas horas a las redes sociales y a las series televisivas, hasta la gente más culta reconoce que ya no tiene tiempo de leer. Muchos jóvenes universitarios sólo conocen fragmentos de los libros que les han recomendado. La mayor parte de los lectores lo son de Twitter o de cualquier otra red social. Hasta los más politizados se informan por redes favorables a sus opiniones. Ya no hay tiempo, paciencia o interés para adentrarse en una novela compleja, para afrontar un menú lingüístico denso, para aceptar páginas y páginas sin compensaciones inmediatas.

La adicción a la satisfacción inmediata, que la cultura de masas actual ha fomentado, suscita muchos problemas de orden personal (vivir en pareja, cultivar la amistad o tener hijos es una exigencia que muchos ya no saben soportar). Pero tiene gravísimas consecuencias de orden cultural: el público actual condena la dificultad, se aleja de la complejidad y tiene alergia a la atención.

Se quejan los padres de que los niños ya no pueden estarse quietos (incluso existe un síndrome que convierte en enfermos medicalizados a los niños muy activos: TDAH). Pero la mayor parte de estos padres no pueden reprimir el zapping televisivo, necesitan el teléfono a todas horas, viven en constante agitación social y consultan decenas de páginas de internet cuando no interactúan en las redes.

Si los hijos no pueden soportar una hora de escuela en quietud, los padres no pueden soportar una novela exigente o una película lenta. Es difícil no contradecir hoy las confiadas tesis de Umberto Eco. La cultura humanística quizás no decrece (porque ahora son muchos más los universitarios y, por consiguiente, hay más especialistas que nunca en literatura clásica, pintura renacentista o música dodecafónica). Pero ha quedado reducida a guetos especializados: islas de sobrevivencia de la alta cultura. Mientras tanto, la cultura de masas triunfa repitiendo, en innumerables variaciones, técnicas que tan sólo buscan estimular los instintos y las emociones: sexualización, estridencia, espectacularidad, violencia, visceralidad, tensión argumental, simplicidad de contenidos.

De entre todos los naufragios de la tradición cultural, el más impresionante es el de la verdad, sin la cual el debate social se convierte en una jaula de locos. Sea en la tradición judeocristiana, sea en la griega, la cultura occidental había dado siempre una gran importancia a buscar la verdad. Una verdad que no siempre casaba con la realidad visible, que no era fácil de encontrar, pero que se convertía en el referente, el horizonte principal. Esta búsqueda de la verdad implicaba una depuración personal, un combate, una exigencia, un tiempo, una paciencia de los que la sociedad actual carece ya por completo.

Perdida la brújula con la que, de acuerdo con una visión u otra de la condición humana, las ideologías, las religiones, las filosofías buscaban el camino de la verdad, ahora estamos condenados a vagar sin puntos cardinales, estimulados por emociones pasajeras y cambiantes, dominados por un nihilismo primario, elemental. Sin referentes clásicos, sin verdades compartidas, la cultura es mero entretenimiento, puro comercio. Y la política: una descarnada lucha entre grupos e intereses".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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martes, 28 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Conexiones y azar





"Es estremecedor pensar en la cantidad de cambios que se pro­ducen en nuestras vidas de­pendiendo de la calidad o existencia de la conexión a internet, -afirma en el A vuelapluma de hoy la escritora Flavia Company-. Mensajes que pueden mandarse a tiempo, mensajes que se pueden recibir a tiempo. De amor, de salud, de trabajo. Da vértigo, ¿no les parece?

De pronto todo lo que va a ocurrir, el resto de nuestra vida, va a estar marcado por un e-mail que llega, una foto de Instagram que descubrimos, un messenger que nos sor­prende, un watsap que nos detiene o acelera, un tuit que nos revela a tiempo una información que nos reafirma o una entrada de Facebook que nos desconcierta. De repente lo que iba a ocurrir, lo que podría haber pasado, no ocurre porque no funciona la conexión de quien iba a mandarnos un e-mail o watsap o messenger o lo que fuere. O porque escribimos algo que de veras nos importa pero nos resulta imposible enviar o publicar y lo borramos para siempre.

Y todo a una velocidad incalculable. Hay que decidir en instantes lo que podría ser para toda la vida, ese breve siempre que se nos ha concedido a los mortales. Dar a enviar. ¿Envío? Dar a recibir. ¿Recibo? Dar a publicar. ¿Publico? Dar a abrir. ¿Abro? A escuchar. ¿Escucho?

Todos los actos tienen consecuencias, ­incluso los menores. Por eso estamos tan ­pendientes de las respuestas, que por otra parte deben ser inmediatas para resultar del todo satisfactorias. En caso contrario, la ­duda, ¿lo habrá recibido?, si se trata de un e-mail; ¿por qué me clava el visto y no ­contesta?, si es un watsap o un messenger; ¿habrá abierto el ­ Insta ?, ¿por qué no me da un like ?; ¿no ha visto lo que he publicado en ­Facebook?, ¿por qué no reacciona? A veces el indicio es no recibir respuesta, no provocar el inicio de una cadena de acciones que resitúen las cosas en el mapa.

Y justo pensaba en todo esto hace algunos días, mientras permanecía caminando por lo más intrincado de una cordillera, a más de cuatro mil metros de altitud, lejos de cualquier tipo de conexión, decidiendo cada paso de un destino sin interrupciones tecnológicas. Un periodo al cabo del cual, tras tanto silencio y tanta energía verdadera, tanto diálogo con la naturaleza y tanta consciencia, regresé a la vida urbana y envié un mensaje que, sin duda, ha empezado a cambiarme la vida: porque en una estación de autobuses había conexión. Puro azar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 30 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Humanismo tecnológico



Filósofos griegos en el British Museum, Londres. Getty Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, del escritor José María Lasalle, en el que nos anima a profundizar en un humanismo tecnológico que digitalice a Protágoras y proclame que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red.

"La revolución digital necesita humanizarse -dice Lasalle-. Evolucionar hacia un diseño que restablezca la centralidad de lo humano como idea normativa. Una idea universal que haga medible a escala humana los efectos políticos, económicos y sociales de la transformación tecnológica. Hay que digitalizar a Protágoras y proclamar que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red. Y, de paso, hay que digitalizar también a Kant y defender que la persona es tecnológicamente un fin en sí mismo. 

La humanidad, entrado el siglo XXI, ha de pertrecharse frente a la amenaza de ser instrumentalizada y cosificada. Debe reivindicarse como protagonista y subordinar la tecnología a propósitos cívicos y humanísticos que saquen lo mejor de nosotros. Este es un empeño colectivo que exige una estrategia pública que sirva a un nuevo proyecto de emancipación humana que resignifique la revolución digital. Para lograrlo es urgente establecer una complicidad operativa con la cultura y el derecho. Algo que los griegos consiguieron hace 2.500 años. Entonces nos ofrecieron un relato sobre la técnica, a la que asociaban el entendimiento y la justicia que sustentan la creatividad humana. Un relato de responsabilidad que los dioses confiaron a los hombres, tal y como Platón abordó en el famoso mito de Prometeo.

Esto supone hoy día convertir el bienestar material y espiritual del ser humano en el propósito responsable de los cambios que impulsa la técnica. Un objetivo al servicio de la libertad y la equidad que debe fijar un perímetro de seguridad jurídica que proteja a la persona en su dignidad frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que hasta el momento se ha desarrollado sin reglas ni derechos. Pero también un objetivo que ha de impulsar educativamente dispositivos universales de emancipación que favorezcan experiencias individuales y colectivas que desde la cultura refuercen la autonomía y la capacidad crítica del sujeto para responsabilizarse de su propio destino digital.

La estructura del mundo se ha hecho tecnológica. Incluso ha alterado el marco interpretativo de los poderes del entendimiento humano. Hasta el punto de configurar una nueva hegemonía cultural que condiciona nuestra forma de vivir y de organizarnos. No solo porque altera la ontología corpórea de la humanidad y las consecuencias morales de nuestras acciones, sino porque el horizonte mismo de nuestra identidad está expuesto al desafío de una nueva alteridad. Una otredad que se insinúa en el ambiente como una posibilidad realizable y que está asociada a la robótica o la inteligencia artificial. Un reto para el que, sin duda, debemos prepararnos no solo emocional y cognitivamente, sino también ética y legalmente.

Para afrontar estos desafíos, y otros más profundos que, por ejemplo, tienen que ver con la propia finitud humana, hace falta atribuir a la humanidad la responsabilidad de controlar la automatización del mundo. Tenemos por delante la tarea emancipadora de liberar a los seres humanos del estrés digital al que les somete un relato de maximización eficiente de dispositivos inteligentes que solo buscan asistirnos y, de paso, monitorizarnos de forma cotidiana en el ejercicio de nuestras decisiones. Administrado sin cortapisas por quienes monopolizan la economía de plataformas, el relato del capitalismo cognitivo bajo el que vivimos debe ser modificado. Al menos si queremos encontrar una salida al panóptico en el que hemos convertido la revolución digital que habitamos como simples usuarios de aplicaciones y consumidores de contenidos. Pero sobre todo si deseamos liberarnos de la dinámica extractiva de un modelo capitalista que nos reduce a huellas digitales de nosotros mismos.

De ello puede librarnos el humanismo tecnológico al invocar un pacto de equidad real entre el hombre y la técnica. Un humanismo que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como la herramienta educativa sobre la que formar la capacidad creativa de una humanidad que ha de dar sentido a las máquinas. Si queremos hacerlo, hemos de poder colaborar con ellas y explorar e intensificar la potencialidad imaginativa y creativa que aloja el cerebro y la sensibilidad humanas. Algo a lo que nos puede ayudar un humanismo que nos convenza de que no se trata de competir con ellas, sino de trabajar a su lado".







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domingo, 10 de noviembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Cuando compartir es humillar



Dibujo de Sr. Garcia para El País


El Especial de cada domingo no es otra cosa que un A vuelapluma diario con un poco más de extensión. Trata lo mismo que estos últimos, quizá, con una mayor profudidad y rigor, y lo subo al blog el día final de la semana en que la mayoría de nosotros goza de un mayor sosiego para la lectura. Espero que el Especial de hoy, escrito por la redactora de El País, Rosario G. Gómez, sobre el eco que las plataformas sociales generan a menudo, deshumanizando al otro, y la necesidad de aprender a usarlas sin dañar a otros ni cometer un delito, les resulte interesante. Les dejo con él.

"El youtuber que hace dos años entregó una galleta rellena de dentífrico a un mendigo en Barcelona, -comienza diciendo Gómez- , grabó la escena y la subió a la web sabría que estaba cometiendo un delito contra la integridad moral si hubiese intuido que en el mundo virtual rigen los mismos derechos y obligaciones que en el entorno físico. Humilló y vejó a una persona vulnerable. Y para agravar la situación lo difundió masivamente a través de su propio canal de YouTube. Hace dos semanas, fue condenado a 15 meses de cárcel. Las redes sociales no son una simple e inocente tertulia de un bar. Tienen un eco infinito y, a menudo, distorsionan y corroen la convivencia.

El caso del youtuber es una muestra de la deshumanización que se ha instalado en las redes sociales. Se atenta contra los derechos fundamentales de las personas, se menosprecian los valores sociales, se pisotea la intimidad. Como apunta el coordinador del máster de Marketing Digital de La Salle, Ricard Castellet, las redes sociales son una herramienta con dos polos: “Han amplificado hechos punibles, algunos muy tristes, pero también han desarrollado flujos de comunicación y de conocimiento, contribuyendo a que estos circulen y se democraticen como nunca. El problema está en el uso que hacemos. Son fantásticas, pero, si se les da un mal uso, son plataformas peligrosísimas para la convivencia”.

Las redes sociales nacieron antes de lo que pensamos. Al abogado estadounidense Andrew Weinreich se le atribuye la creación de la primera a mediados de los años noventa del siglo pasado. La bautizó Six Degrees (Seis Grados), evocando la hipótesis de que cualquier persona puede estar conectada a otra a través de una cadena de conocidos con un máximo de seis enlaces. Weinreich vendió su empresa en 1999, al borde del pinchazo de las puntocom y apenas cinco años antes de que Mark Zuckerberg y sus socios fundaran Facebook, la más popular de las redes sociales contemporáneas, con más de 2.000 millones de usuarios.

Para gran parte de la legión de adeptos, usar bien estas plataformas es una asignatura pendiente. Subir vídeos que inciten al odio, cortejen la xenofobia o fomenten la violencia y el sexismo no son solo reprobables ética y socialmente, sino que puede acarrear consecuencias penales. Muchos usuarios no son plenamente conscientes. “Hay que vacunarse contra la ingenuidad”, dice el experto en Derecho Digital Ricardo Oliva, quien reclama que se refuerce en los colegios la educación digital para evitar cometer humillaciones, vejaciones o atentados contra la intimidad a golpe de clic.

El pasado abril, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó un informe coordinado por el exsenador socialista José Cepeda que planteaba una pregunta inquietante: las redes, ¿son conexiones sociales o amenazas a los derechos humanos? El documento cuestionaba el modelo de negocio de Internet, asentado en recopilar datos personales. ¿Es ese el precio a pagar por acceder a los servicios? ¿Cómo evitar el control subrepticio?

En teoría son inocuas, pero pueden mutar y mutar hacia maquinarias perversas. El científico británico Tim Berners-Lee aprovechó el 30º aniversario de la Word Wide Web para reflexionar sobre los aciertos y errores derivados de su invento. “Aunque la web ha creado oportunidades, dando voz a grupos marginados y haciendo más fácil nuestras vidas, también ha creado oportunidades para los estafadores, ha dado voz a los que proclaman el odio y hecho más fácil cometer todo tipo de crímenes”.

La trabajadora de la planta de la empresa Iveco ubicada en el distrito madrileño de San Blas-Canillejas que se suicidó a finales de mayo tras la difusión masiva de un vídeo sexual grabado hace cinco años es un ejemplo paradigmático de los efectos ominosos de las plataformas digitales. La empleada de este grupo empresarial, de 32 años y madre de dos niños de 4 años y 9 meses, no pudo soportar el acoso que vivió en el entorno laboral, los cuchicheos de sus compañeros y la presión ambiental al hacerse viral el vídeo a través de grupos de Whats­App. La investigación judicial determinará las responsabilidades ante esta trágica muerte. Pero la ley es muy clara. “Ver un vídeo de estas características es un tema moral, exhibirlo es una cuestión legal”, sostiene la experta en comunicación digital y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya Raquel Herrera, que percibe en este desdichado suceso una evidente carga machista. La fanfarronería, la cultura de la exhibición, es masculina. “Todavía en muchas situaciones se considera que un hombre es un campeón si tiene muchas conquistas, pero en una mujer parece que fuera un delito. Hay mucha gente que ha buscado el vídeo por puro morbo. Es fácil que un contenido morboso se vuelva viral. Si la gente supiera que distribuir este tipo de imágenes es delito, se abstendría de hacerlo”, dice Herrera.

El Código Penal deja poco margen a la duda. El artículo 197 es meridianamente claro cuando dice que será castigado con una pena de 3 meses a 1 año de prisión o multa de 6 a 12 meses aquel que sin autorización de la persona afectada “difunda, revele o ceda a terceros” imágenes o grabaciones audiovisuales privadas, incluso en el caso de que hubieran sido obtenidas con su consentimiento. Parece obvio que en el terrible caso de Iveco se ha vulnerado la ley y atentado gravemente contra la intimidad personal. El daño fue de tal dimensión que condujo a esta trabajadora a tomar una decisión drástica. El abogado Oliva considera que las personas que han contribuido a la distribución del vídeo deberían ser investigadas por un delito de revelación de secreto y de ataque a la intimidad. 

Hasta la reforma del Código Penal de 2015, solo se castigaba la difusión de fotografías o vídeos si habían sido tomados sin autorización del interesado o eran imágenes robadas. El detonante del endurecimiento tiene un nombre propio: Olvido Hormigos. En 2012 era concejal de la localidad toledana de Los Yébenes. Denunció a su expareja por difundir un vídeo erótico que circuló por Internet a toda velocidad. Pero no hubo delito contra la intimidad porque no fue robado ni se grabó ilícitamente. El Código Penal de aquella época recogía que el delito de descubrimiento y revelación de secretos requería que las imágenes difundidas hubieran sido obtenidas de forma ilícita. No era el caso de Hormigos.

En las redes sociales confluyen las conductas privadas con las sociales. “Hay una falsa apariencia de privacidad”, dice el profesor de la Universidad Complutense Arturo Gómez Quijano, que observa cómo en Internet domina la ley de simplicidad. “Se juzga inmediatamente, eliminando matices y profundidad. Los medios de comunicación necesitan información sobre lo que ocurrió en la tragedia de Iveco antes que los jueces, y las redes, antes que los medios. Hemos convertido estas plataformas en un fin, cuando en realidad son un medio”. En el mismo instante en el que un vídeo recala en Internet o en Facebook se pierde su control. Se desboca. Su difusión puede adquirir una dimensión global.

El desconocimiento por parte de los usuarios es monumental. “Tenemos un problema de pedagogía y educación de las redes”, apuntala Castellet. “Estamos ante una revolución de la comunicación. Un cambio radical. En 10 años se han modificado usos y costumbres. La sociedad está aprendiendo a utilizar estas plataformas y debería haber formación obligatoria en primaria y secundaria para enseñar las posibilidades negativas de las redes y sus peligros. Hay que educar en la escuela y en la familia para que el uso sea coherente y racional”.

Utilizar incorrectamente estas plataformas es nocivo para la convivencia. De ahí que se haya extendido una corriente de opinión que reclama una mayor reglamentación de Internet y de las redes sociales. “Si se utilizan estos canales para dañar la reputación de una persona, ha de entrar el regulador”, dice Castellet. Para evitar situaciones dramáticas, no faltan quienes apuestan por activar en el ecosistema laboral manuales de buenas prácticas. Estos cortafuegos serían, según Raquel Herrera, una garantía de los derechos y deberes de las empresas para proteger la reputación de su plantilla.

Los cambios tecnológicos avanzan a un ritmo vertiginoso y la sociedad no los asimila con la misma celeridad. Gómez Quijano recurre a una metáfora: “La gente no está capacitada para conducir un Ferrari, y eso genera problemas de calado”. Las redes sociales son una herramienta muy potente para la que los usuarios no están formados. “Nos ha estallado en las manos y vamos aprendiendo a fuerza de prueba y error”, añade. La dualidad emisor-receptor de los medios tradicionales ya no sirve. “El receptor antes era pasivo, pero ahora le hemos dado la máquina de responder. La sociedad está atrapada en un ecosistema hiperconectado, con sus ventajas e inconvenientes. Nos falta experiencia y conocimiento acumulado. En las redes sociales se ha perdido la sensación de privacidad e intimidad. Medimos muchos lo cuantitativo, pero hace falta educación para jerarquizar y dar importancia a lo cualitativo. Hasta ahora, la tribu ha sabido educar, pero por primera vez en la historia no está sabiendo asumir esa función pedagógica”.

Esta carencia, mezclada con una clamorosa ignorancia y un ilimitado afán de notoriedad, es un cóctel explosivo que lleva a alimentar a las redes con productos tóxicos para ganar adeptos a toda costa. Incluso con pasatiempos macabros. Muchos adolescentes se enganchan a retos violentos, extravagantes pruebas y ridículas competiciones para ampliar su cuadrilla de seguidores online. Por la web circulan vídeos donde los jóvenes rivalizan con juegos salvajes. Una de las últimas modas consiste en apretar el cuello de una persona para provocar el desmayo por asfixia, una atrocidad que convive en la Red con otros desafíos absurdos, como embadurnarse el cuerpo con alcohol y prenderse fuego, autolesionarse o pasar de una habitación a otra por el balcón en los hoteles.

Es precisamente esta falta de formación y aprendizaje en el uso de las redes la que hace a los usuarios altamente manipulables, según Gómez Quijano: “Somos previsibles porque las empresas nos conocen. Les regalamos nuestra intimidad. Facebook y WhasApp son un gigantesco oído. Saben todo lo que decimos”. Para mitigar este poder omnímodo, el Consejo de Europa da una receta: establecer fórmulas de cooperación entre las redes sociales y las autoridades públicas como antídoto a los venenos del ciberespacio: la intolerancia, la desinformación, la incitación al odio, los ataques a la privacidad".



Bosque de laurisilva. La Gomera (Islas Canarias)



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miércoles, 30 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Un Internet emocional






España, un país en el que la interacción real entre personas forma parte de su cultura, debería impulsar un uso más emocional de la Red frente al modelo anglosajón puramente informacional, escribían hace unos días en un  artículo de prensa José Balsa Barreiro, investigador postdoctoral del MIT; Manuel Cebrián, también investigador del MIT, Andrés Ortega, director del Observatorio de las Ideas e investigador asociado del Real Instituto Elcano español.

En una de las secuencias más memorables de El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), comienzan diciendo, el psicólogo Sean Maguire (interpretado por Robin Williams) mantiene una conversación distendida en la orilla de un lago con Will Hunting (interpretado por Matt Damon), un incomprendido genio matemático del MIT (Massachusetts Institute of Technology) con escasa inteligencia emocional, al menos hasta ese momento de la película. En su intento por hacerle recapacitar y ganarse su confianza, el psicólogo alude a la Capilla Sixtina en los siguientes términos: “Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito” —hoy diríamos con Wikipedia— añadiendo, a continuación, “... pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina”. Lo que el psicólogo pretende hacer ver a Will es que, a pesar de ser extremadamente inteligente en cuanto a lo mucho que sabe, su conocimiento carece totalmente de emoción. Es más, Will ni siquiera es consciente de su falta de inteligencia emocional. Y es entonces cuando cabe preguntarse: ¿por y para qué debería Will visitar la Capilla Sixtina si ya sabe todo sobre ella?

Por mucho que las tecnologías avancen y podamos llegar a recrear virtualmente la Capilla Sixtina, lo cierto es que nunca podremos reproducir artificialmente el factor fundamental que supone la experiencia y la emoción real de vivir una realidad en un determinado ambiente. Esta realidad puede ser la propia Capilla Sixtina o cualquier otra dentro de un determinado marco espacio-temporal.

Cada cultura procesa la información de una forma propia y única, que la diferencia en mayor o menor medida de otras. También en cómo la información se expresa hacia afuera, por medio de las emociones. Pensemos así, a modo de ejemplo, cómo la acción de sonreír tiene un significado completamente diferente en España y en Rusia. En esta última, el acto de sonreír públicamente debe tener un motivo justificado y la sonrisa ser expresada dentro de un contexto adecuado ya que, en caso contrario, puede ser considerada un acto vulgar, descortés y/o poco sincero.

Tradicionalmente, el choque entre civilizaciones y culturas ha tenido lugar sobre un territorio, siendo entendido este como un espacio físico, sobre el que los distintos Gobiernos toman acciones y/o decisiones geopolíticas que, en última instancia, pueden llevar a enfrentamientos cuerpo a cuerpo en forma de guerras. Pero, en los últimos años, este choque de civilizaciones y culturas se ha extendido a un nuevo escenario más sutil, más allá del estrictamente físico: el llamado escenario virtual. Es precisamente en este contexto en el que Internet se ha convertido en el gran campo de batalla, que desequilibra el presente choque cultural hacia aquellas cosmovisiones basadas únicamente en la pura transmisión de información y en las que apenas existe emoción real.

Internet ha cambiado la forma en que vivimos, sentimos y nos relacionamos. Así, la generación millennial no puede ser entendida sin la Red. Simon Sinek apunta alguno de los principales rasgos que mejor definen a los millennials destacando, entre otros, su baja autoestima, su impaciencia, su falta de habilidades sociales básicas y su indefensión ante situaciones de estrés, entre otros. Internet (y, por extensión, las redes sociales) ayudan a entender el porqué. La primera generación criada en plena era digital esconde su falta de interacciones sociales en amistades virtuales, su frustración temporal en “me gusta” y su realidad detrás de filtros. Sin embargo, sus amistades virtuales suelen carecer de lealtad y compromiso, los “me gusta” recibidos no dejan de ser una gratificación superficial e inmediata, mientras que los filtros empleados tienden a esconder una realidad menos idílica que la mostrada.

En el espacio físico, se pueden seguir diferentes caminos para ir desde un origen (A) a un destino (B). Sin embargo, Internet propone el fin del destino físico, la indefinición de caminos establecidos y la máxima de obtener una recompensa (y satisfacción) inmediata. Así, aunque teóricamente existen infinitas posibilidades para ir de A a B, Internet solo repara en cómo llegar a B de forma instantánea. De esta forma, se contrapone una nueva percepción de libertad para las nuevas generaciones que se enfoca más en el deseo de llegar a una meta (búsqueda en Internet) que, en el placer por recorrer un camino, tal y como se percibía cuando en generaciones precedentes el coche representaba el símbolo máximo de libertad.

A lo sumo, las emociones se limitan en la Red a una simple descripción informacional de las mismas, a la que podemos referirnos como emoción informacional. Esta se basa en una descripción de emociones y no es más que un simple sucedáneo de las emociones reales, las cuales requieren de una relación más cercana entre emisor y receptor, tal como sucede cuando nos comunicamos cara a cara en un ambiente real. Así, aunque ya existan distintas herramientas web como Skype para la comunicación directa, lo cierto es que todavía hay ciertos aspectos que no pueden ser transmitidos (o claramente apreciados) como cierto lenguaje corporal, algunos gestos expresivos e, incluso, el sufrimiento de la incomodidad del momento.

Sin embargo, también es cierto que Internet está generando una cultura del escándalo a través de la transmisión de información, lo que podemos llamar escándalo informacional. Este fenómeno se produce ante la necesidad continuada por generar en las redes noticias de alcance que puedan acaparar la atención del usuario. Esta tendencia continuada y constante por y para llamar la atención (que se ha convertido en un activo) lleva irremediablemente a una insensibilización social provocada por una manipulación deliberada de los medios debido a la constante saturación de noticias y a una profanación de las emociones.

Por lo tanto, Internet, tal y como está concebido actualmente, es una herramienta de comunicación que prima la transmisión de emoción informacional sobre la real. De esta forma perjudica a aquellas sociedades en las que la emoción real juega un papel más importante. Así ocurre, por ejemplo, en España, un modelo de sociedad en el que la interacción cara a cara y la vida en la calle juegan un papel fundamental. La vida es demasiado divertida para contarla en la Red. De hecho, Internet puede ser entendido, en cierta forma, como una herramienta de dominación (e incluso de agresión) cultural por parte de las sociedades anglosajonas hacia el resto del mundo, generando un consiguiente efecto de rechazo y rebelión.

Es en esta batalla virtual en la que las sociedades basadas en la emoción real deben proponer sus propias formas de construir y/o consumir Internet o, por el contrario, parte de sus valores identitarios y culturales propios pueden acabar siendo asimilados por parte de los propios de las sociedades dominantes. Y es justo en este momento en el que debemos empezar a pensar en cómo debería ser implementado en España ese Internet más emocional, cuyos principios deben basarse y desarrollarse acorde a los valores propios de nuestro modelo de sociedad.


Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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