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sábado, 7 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Narcisismo



Fotografía de Julián Rojas para El País


“Advertencia. Esta aplicación puede ser altamente adictiva”. Esta es la frase con la que TikTok invita en Twitter a descargar su aplicación -comenta en el A vuelaplma de hoy la escritora Nuria Labari ("Epidemia TikTok". El País, 28/2/2020)-. Su objetivo es claro: tener al mayor número posible de personas enganchadas. ¿Para qué? Lo de siempre, vender cosas y ganar dinero. Y lo están consiguiendo a una velocidad sin precedentes: ha tardado mucho menos que Facebook o Instagram en conquistar los mil millones de usuarios en el mundo, más de cuatro de ellos en España, de los cuales el 70% es menor de 24 años. Para entendernos: TikTok parece ser a las redes sociales lo que el coronavirus a la gripe. Y lo de que es adictiva no es broma. Al revés, hay un montón de gente enganchada, la mayoría niños. Es cosa sabida en los colegios: “Si no estás en TikTok, no eres nadie”.

Bien, los dueños de este juguetito han accedido a pagar una multa de 5,7 millones de dólares por captar ilegalmente datos de menores. Desde entonces, sus bases legales obligan a tener 13 años para descargar la aplicación, porque esa es la edad requerida en EE UU. Poco importa que en España ningún menor tenga derechos legales sobre las imágenes que comparte hasta los 14 años. Nadie ha pedido a TikTok que adapte sus bases legales a nuestra legislación. Total para qué, si cualquier niño de nueve se la baja mintiendo al móvil de sus padres. Eso cuando el niño no tiene su propio smartphone.

De modo que los pequeños falsean su edad para aceptar unas bases legales que los dejan desprotegidos. A partir de ahí, la aplicación recoge su información sin consentimiento parental: vídeos, correo electrónico, número de teléfono, ubicación… En Estados Unidos consideran esta manera de exponer la intimidad de los menores lo peor de lo peor. Entre otras cosas, porque allí todo el mundo cree que su vecino es pederasta y que está en TikTok siguiendo el rastro de sus retoños. Por suerte, nosotros no somos así. Nosotros somos europeos, españoles bien informados para ser exactos. Así que nos hemos tomado la molestia de restringir la cuenta de nuestros vástagos. “Mi hijo tiene TikTok, sí, pero solo juega y comparte vídeos con sus amigos del cole que son de su edad y a los que conozco personalmente”, decimos. ¿Hay algún problema?

Yo creo que sí. Y grave. Porque TikTok es una herramienta cuyo objetivo es generar tiempo de permanencia frente a una pantalla conectada con la propia imagen. Así que funciona como un sofisticado espejo mágico. Por eso los niños dicen “si no estás en TikTok no eres nadie”. Porque de hecho, sin TikTok no pueden “verse”.

Hay que reconocer que el problema del espejito viene de antiguo. Ya en la mitología griega Némesis castigó a Narciso a que se enamorara de su propia imagen. Y él, embobado, acabó arrojándose a las aguas de la fuente donde se reflejaba. Claro que Narciso era vanidoso de nacimiento —su carácter marcó su destino— mientras que nuestros niños son generosos y adorables. El problema es que gracias a TikTok todos los niños serán narcisos. Porque el algoritmo de esta red envía sus vídeos a millones de personas para que los admiren —promueve la vanidad con tecnología militar— y les invita a imitar lo que otros hacen para compararse con ellos e intentar superarlos de manera compulsiva.

Para colmo de males, los niños no hacen lo que quieren cuando están en TikTok sino lo que la plataforma determina. Porque a diferencia de otras redes, esta decide las tendencias y comunica a los tiktokers los hashtags sobre los que deben trabajar. Así TikTok sabe qué challenge van a hacer los niños antes de que ellos lo conozcan siquiera. ¿Se imaginan cuanto pagaría una marca por un poder así? Los dueños de TikTok ya lo están facturando. Por eso es tan importante que el algoritmo tenga más poder que el usuario, porque eso hace que la plataforma sea más rentable. Y así caemos una vez más en la paradoja de siempre: cuanto más inteligente es una tecnología, mayor volumen de usuarios “tontos” necesita para recaudar. Los niños no son tontos, pero están poco instruidos. Blanco perfecto.

Dicho esto, a mí TikTok me mola, no se crean. Es un universo fascinante lleno de contenidos que alberga mucha creatividad y buen rollo. El asunto es que yo no tengo nueve años, ni 14. Y además, he hecho algo que todo el mundo debería hacer antes de pisar cualquier red social: he construido mi identidad leyendo libros. ¿Se acuerdan? Esos complejos dispositivos paginados que construyen ciudadanos en vez de consumidores.

Desgraciadamente, los nativos digitales no están teniendo la suerte de construir su identidad como ciudadanos, ese lujo de los viejos. De manera que la epidemia china avanza y contagia a nuestros niños mientras nosotros discutimos sobre el veto parental, la chorrada medieval que Vox ha puesto de moda mientras se abría una cuenta en TikTok. Porque Santi está dentro, faltaría más. Allí donde hay ciudadanos poco instruidos, tienen los verdes su mejor caladero.

Mientras, los padres nos preguntamos por la edad a la que nuestros hijos deberían tener su primer móvil. Y digo yo ¿qué nos está pasando? Digamos de una vez las cosas claras. ¿Cuántos libros deberían leer antes de tener su primer móvil? Ahí está el único pin del que vale la pena discutir. Y la epidemia de la que urge salvaguardarse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 24 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Infancia eterna





"Pasé mi infancia y adolescencia intentando comprender ese gran misterio de la vida, -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Laura Freixas-. A ese misterio, por ­entonces –años sesenta, ­setenta– se le llamaba “de dónde vienen los niños”. Un día mi padre, de­cidido a ­pasar el mal trago, se sentó con­migo y me lo explicó en diez minutos.

Lo entendí perfectamente, como habría entendido el funcionamiento de un destornillador o un abrelatas; sólo que no era eso lo que yo quería saber. Estaba muy bien, sí, conocer la mecánica del asunto, pero lo que yo quería entender era otra cosa. Algo tan complicado como ordenar el puzle desconcertante que componían Simplemente María, Playboy , el barrio chino, el mandato de virginidad para las chicas, el miedo a la violación, el consultorio de Elena Francis, La vie en rose, los cursillos prematrimoniales, las bodas de penalti, los guiños de los hombres cuando se les preguntaba cuántos hijos tenían y contestaban “dos... que yo sepa”... y así, hasta un millar de piezas. Lo que yo quería entender, en suma, era qué sentido tenía todo aquello. Y por cierto, si había alguien que yo no quería que me lo explicara, era mi padre. O mi madre. Entre otras cosas, porque tenía clarísimo –antes de saber formularlo con palabras– que la sexualidad es lo que nos hace personas adultas, autónomas, desgajadas de nuestra familia.

Y todo eso que yo necesitaba entender, ¿dónde aprenderlo? La escuela habría sido lo mejor: un entorno neutro, aséptico, con adultos ajenos a nosotras. Pero parece que no hay manera de que se implante en España, con normalidad, la educación afectiva y sexual. En vez de avanzar en ese campo, como habría sido de esperar, resulta que retrocedemos: ahora la derecha quiere dar a los padres el poder de impedir, mediante el pin parental , que sus hijas e hijos reciban esa enseñanza. Curiosamente, no se atreven a discutir sus contenidos –¿será que no quieren reconocer lo que de verdad piensan del tema? ¿será que sus ideas les avergüenzan?...– y prefieren rechazarlo sin explicaciones, esgrimiendo un supuesto derecho de los padres a elegir la educación de sus hijas e hijos. Como si estos no fueran personas con sus propios derechos: el derecho a saber, el derecho a entender una dimensión fundamental de su persona, el derecho a escoger cómo desarrollarla. En vez de eso algunos padres quieren, por lo visto, una inocente escuela Pin y Pon que mantenga a sus criaturas en una eterna infancia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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miércoles, 22 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Los terrestres extraterrestres



Niños en un campo de refugiados


El signo más inhumano en este tiempo es la desprotección de los “niños perdidos”, de los menores aliens, afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Riva. "Dicen que hay un problema muy grande con la infancia -comienza señalando Rivas- y es el de la hiperprotección. No estoy de acuerdo. Puede que en España haya una docena o dos de infantes sobreprotegidos, pero, en general, en este mundo, la infancia está más bien desprotegida. Quizás el equívoco radica en la idea que tenemos de protección. Proteger sería mantener a raya el peligro. La supuesta hiperprotección, en realidad, consiste, básicamente, por lo que se ve, en mantener a raya a los otros. A otros niños y niñas. Sobre todo, a los aliens. Así son denominados, aliens, en el lenguaje popular y en el de la ley, los niños migrantes en Estados Unidos. Para nosotros, todavía la primera acepción es la de extraterrestre. Pero los extraterrestres son cada vez más terrestres y viceversa. Pasada la Navidad, hay noticias que ya se podrían publicar en primera página. Por ejemplo: Cristo resulta ser un alien. O un “niño perdido”.

En Los niños perdidos, Valeria Luiselli cuenta su experiencia como traductora voluntaria ante una corte que decide sobre la suerte de los menores migrantes no acompañados. Hay una palabra precisa para definir a estas personas, “indocumentadas”, pero la que está en el ambiente y también en la información es “ilegales”. Una de las imágenes que impactó a la escritora muestra a una pareja de ancianos sentados en sillas de playa con dos pancartas que asocian “ilegal” con “criminal”. La pareja viajó muchos kilómetros para protestar contra la ubicación de un centro de menores indocumentados en Oracle, Arizona. Valeria Luiselli, que después escribió la gran novela Desierto sonoro, se pregunta qué puede haber pasado en la mente de esas personas mayores y hacer semejante esfuerzo para repudiar a una gente de la que nada saben. En Estados Unidos hay más de 100.000 menores migrantes en centros de detención. Según el reciente estudio de Naciones Unidas Niños privados de libertad, hay en el planeta siete millones de menores de 18 años en cárceles y bajo custodia policial.

Está también muy de actualidad el concepto “suicidio demográfico”. En España y en gran parte de Europa. La inquietud por la baja natalidad. En muchos lugares es noticia excepcional el nacimiento de un niño o una niña. Y hay procesiones para ir a ver a la nueva criatura. No me gusta nada esa expresión, la de “suicidio demográfico”, y menos si se aplica a la España vaciada. Da a entender que el hundimiento es voluntad de quienes sufren el naufragio, y no de un proceso de abandono que desahucia el lugar y lo convierte en deslugar. Hay mucho cinismo en la retórica natalista institucional.

La gente de Verín, en Galicia, se ha movilizado como nunca antes en protesta por el cierre del único paritorio de la gran comarca fronteriza y la supresión de la atención pediátrica. El cinismo es ya total en aquellos que reprochan al feminismo ser causa de la baja natalidad, a la vez que hostigan y tratan de expulsar a la nueva población migrante.

Cuando no nacen, malo. Cuando nacen, no se sabe muy bien qué hacer con esas criaturas extrañas que todavía vienen al mundo. Salvo lo de siempre, y a veces a peor. Desde luego, la explotación del trabajo infantil y la trata y esclavitud sexual. Un mapa, visible e invisible, donde se dan “inimaginables horrores”, como dice otro informe de Naciones Unidas. Pero también es descorazonador ver cómo en nuestro entorno se utiliza el periodo de la infancia no para descubrir la igualdad sino para establecer distancias y marcar a la infancia con las obsesiones clasistas de los adultos. En lugar de potenciar la enseñanza pública, se retrocede hacia la distopía. Incluso hay comunidades que subvencionan la segregación por sexo. Quien más pierde es la infancia. Si la enseñanza consiste en “aprender a pensar”, a esos niños y niñas se les sustrae el principal conocimiento: el compartir y no solo competir. Pierde la infancia su presente, y la sociedad, el mejor recurso. El sentido colaborativo. Al final, todos aliens.

Joséphine Baker, que detenía la órbita de la Tierra al danzar, adoptó a los 41 años a 12 niños de diferentes “colores” a los que llamaba “mi tribu del arco iris”. Había comenzado a ganarse la vida bailando en la calle, a los 10 años. El baile descalzo de una “niña perdida”. Este podría ser el principio de otra historia".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 20 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Espantasmas








"Una nieta mía, -comienza diciendo la psicóloga y escritora Remei Margarit en el A vuelapluma de hoy lunes- cuando era pequeña, me preguntó qué eran los fantasmas y yo le contesté que eran alguna cosa que espantaba, y ella, dada a inventar palabras, dijo: “Pues son espantasmas ”. Y así ha quedado en la familia. Y cuando tenemos pesadillas, a menudo decimos que los espantasmas salen a pa­sear, porque ¿qué son las pesadillas? Pensándolo un poco, parece que lo que vamos viviendo cada día despiertos, los temores por cualquier cosa que pueda pasar, esa manía que tenemos de adelantar acontecimientos desagradables o directamente temibles que nunca se producen, y que si se producen no son tan temibles, es un lastre que el inconsciente guarda en la mochila que llevamos incorporada desde que hemos llegado a este mundo. Tal vez sea la conciencia, o tal vez sea tan sólo la sensación de fragilidad con la que vivimos, la conciencia de nuestros límites. Y también la necesidad de dar una respuesta a las exigencias del mundo que hemos creado, exigencias desmesuradas e inhumanas. Todo ello va a parar al cajón de sastre, una mochila vital, y cuando, ya cansados de bregar con el trabajo y con los sentimientos y sensaciones, nos vamos a dormir, la atenuación del control de la conciencia provoca que la mochila vital se abra, y es entonces cuando todo lo que hemos enviado allá, temores, angustias, ansiedades y rabias, sale a pasear por el mundo onírico; son los espantasmas que más de una vez nos despiertan con un espanto.

Aunque por lo que dicen los neurólogos que lo han visto por neuroimagen, cuando dormimos, el cerebro trabaja en un elige y descarta, ordena lo que en estado de vigilia no puede hacer porque tiene otra tarea, es decir, que sin esa tarea de limpieza de los espantasmas , no funcionaríamos bien. Una cosa es el mundo tranquilo y en calma que nos gusta –quizás no a todos, por cierto– y otra bien distinta es que el organismo funcione tal como debe funcionar haciendo este tipo de trabajo de ordenamiento nocturno, aunque de vez en cuando nos dé ­algún susto.

También es posible que en el mundo político circulen algunos espantasmas, que no espantan a nadie aunque se lo crean. Esos no sé cómo deben tener su mochila vital, tal vez esté vacía, porque ya lo muestran todo fuera a plena luz del día".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 3 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] La estricta observancia





Algunas cosas esenciales de la vida son, qué le vamos a hacer, inasequibles a la razón instrumental, comenta el escritor Jorge Freire en el A vuelapluma de hoy viernes. 

"Hay un tipo de lucidez -comienza escribiendp Freire- que resulta extemporánea. Avenirse a esperar a los Reyes Magos con el sobrino de siete años no es un rasgo de infantilismo; conmemorar el solsticio de invierno para dar en los morros a la abuela pudibunda, sí. Como afirma una entrada del diario de Stendhal, fechada en noviembre de 1804, a los corazones más vehementes se les escapa lo cómico y, también, lo ingenuo.

De los petardos a las molestas luces, pasando por los villancicos, las compunciones dispépticas, los niños y el consumismo, todo son motivos para aislarse en una torre de marfil durante los últimos días de diciembre. Y, sin embargo, ¿hay algo más cargante que el resabio machacón y la ironía constante de quienes recelan de las celebraciones navideñas? ¿Algo más fatigoso que las acostumbradas críticas al año nuevo y sus desafueros?

Sostiene Javier Gomá en Ingenuidad aprendida que “un exceso de lucidez corre el riesgo de ser paralizante, de mineralizar aquello que toca, de transformarlo en exánime estatua de sal”. Para los adultos, la buena ingenuidad sería consciente, crítica y, sobre todo, libremente elegida. Probablemente el término medio estribe en aquello que prescribía el Evangelio: ser inocentes como palomas y astutos como serpientes. Pero, puestos a elegir, coincido con Gomá en que mejor es pecar de ingenuidad, aunque esto resulte ridículo, que pasarse de listo y acabar tan inerte y macilento como la mujer de Lot.

Es en el mercado, y no en el ágora, donde el sabio se distingue del farsante. No era por falsa humildad que Sócrates se paseaba por talleres y tenduchos, interesándose por las ruecas de los telares y los utensilios de los carniceros. Si hubiera dedicado su tiempo por entero a la especulación de ideas abstractas, con las posaderas cómodamente instaladas en los vellones de un cumulonimbo, según la jocosa descripción de Aristófanes en Las nubes, no habría sido un sabio sino, más bien, un completo idiota.

La lucidez extemporánea viene también desaconsejada por una cuestión de modales. Un conocido decidió enarbolar las estadísticas de divorcios en España a modo de risueña excusa para ausentarse de la boda de un amigo común. Inexcusable fue su grosería. Al fin y al cabo, la cortesía más elemental nos obliga a pasar por el ojo de aguja de ciertas convenciones. La más básica puede resumirse en que hay un tiempo para todo. Acudir al carnaval con traje de etiqueta es, en puridad, tan inapropiado como ir a la notaría disfrazado de arlequín. Pero el segundo caso, a diferencia del primero, no mueve a la risa.

Alguien habrá que oponga la siguiente réplica: y ser ingenuos, ¿para qué? La respuesta es prosaica: para nada. Algunas cosas esenciales de la vida son, qué le vamos a hacer, inasequibles a la razón instrumental. Quien busque beneficio alguno al ejercitarse en ciertas lides realizará “patéticos ejemplos de largas incubaciones que no producen polluelo alguno”, como dice la mordaz George Eliot en Middlemarch. ¿De qué sirve contemplar Las meninas, escuchar El clave bien temperado o disfrutar de cualquier otra obra de esas “artes sin utilidad” que, según Kant, tienen una “finalidad sin fin”? Pues de nada en absoluto.

La vida es juego, como rezaba un viejo programa de televisión, y resulta preceptiva la observancia de sus reglas para no desalentarse. Quien juega tiene adversarios, pero no enemigos, y libra combates, pero no guerras, e intuye que en ocasiones es mejor andar a humo de pajas, como diría Cervantes, que con la frente arrugada y el ceño eternamente fruncido. Pero, sobre todo, sabe que el respeto a las reglas de dicho juego debe ser incontrovertible. Huizinga distinguía en su Homo ludens entre el jugador tramposo y el aguafiestas: uno hace que juega y, por tanto, acata y sanciona el estatuto mágico del juego, mientras que el otro, al infringir las reglas, deshace el mismo juego. Señala el filósofo holandés que, en cuanto suena el silbato, puede advertirse que para el resto de niños el aguafiestas desempeña un rol terrible, similar al que en tiempos idos ejercían los herejes y los apóstatas.

Como ha defendido en no pocas ocasiones su editor Miguel Aguilar, hasta un ilustre pesimista como Rafael Sánchez Ferlosio era un secreto defensor de la ingenuidad adulta. En un artículo titulado Juegos y deportes, publicado en EL PAÍS hace ya casi tres décadas, el autor de Alfanhuí ensalzaba la figura del patinador arguyendo que éste ejercita su técnica con el único objetivo de “darle gusto al cuerpo”. ¿Hacen falta más motivos? ¡Ay de quien, movido por la competitividad o el afán de perfección, olvide que la esencia del deporte —y de tantas otras cosas— es dicho juego! No sólo de la atleta olímpica o el futbolista de élite podemos aprender algo; también de los chimpancés que se balancean en la rama.

En la Bhagavad-Gita, texto sagrado de mayor importancia en la tradición hindú, el dios Khrishna dice al príncipe Arjuna: “Lo correcto está en la acción, no en sus frutos”. Comer con los primitos o merendar con la abuela no ofrece, aguinaldos aparte, provecho alguno. Y bien está que así sea".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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sábado, 12 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Mea culpa





"Cuando era pequeña, -comenta la escritora y académica de la RAE,  Carme Riera-, una de mis mayores ilusiones era disfrazarme de indio. De indio con muchos abalorios, plumas vistosas y cara tiznada, a rayas rojas y azules, como había visto en un libro ilustrado sobre Los indios de América . Y una vez disfrazada, danzar durante horas alrededor de la mesa del comedor de casa, profiriendo los gritos que me diera la gana, adornándolos con un auaa, auua , llevándome la mano a la boca, más o menos rítmicamente, sin que nadie me hiciera callar.

No pude alcanzar nunca tal deseo. No obstante, aprovecho y me aprovecho del espacio que me brinda La Vanguardia , para entonar un mea culpa muy sentido y pedir perdón no sólo a los sioux, apache, cherokee, cheyene, navajos, etcétera, puesto que no sé exactamente qué tribu había tomado como referente, sino también a todos ustedes por un comportamiento tan incorrecto. Aunque pertenezca a mi pasado más remoto y sea de la época en que apenas había alcanzado el uso de razón, me hago cargo de la gravedad de mi anhelo.

Me acuso, en primer lugar, de que quise disfrazarme de indio, no de india, algo que tal vez podamos considerar una preocupante indefinición sexual. Freud lo hubiera relacionado con la carencia femenina de los atributos masculinos, conocida en el psicoanálisis como la envidia del pene, hasta que llegó Karen Horney y se refirió a la envidia del útero, para enmendarle la plana al de Viena. En ­segundo lugar, de tratar de mimetizar los rituales. La cara pintada de las diversas tribus indígenas implicaba unas creencias sumamente respetables de las que yo, de haber conseguido mi objetivo, hubiera hecho burla sin querer. Puesto que al aplicarme en ambas mejillas el colorete de mi madre, a la que también pensaba hurtar los abalorios, rematado por su lápiz de labios, y utilizar el azulete que había en el ­lavadero, no hubiera considerado, como los sioux, por ejemplo, que esas pinturas servían como talismán protector para evitar la muerte y las heridas en las batallas. Ni hubiera tenido en cuenta su respeto por la naturaleza y la fusión que trataban de establecer con esta, pues al usar los tintes naturales recibían también su fuerza y su coraje. Y en tercer lugar, me acuso de desear proferir gritos estúpidos, en un baile ridículo alrededor de una mesa, salpicados de onomatopeyas oligofrénicas, perdón, quise decir minusválidas, del todo inapropiadas, con las que las tribus indígenas, a las que tanto admiro, hubieran podido sentirse escarnecidas.

Me acuso y condeno antes de que cualquier otra persona me denuncie. Alguien con poderes escrutadores, por supuesto, que también debe de haberlos por ahí, puesto que yo no llegué a poder disfrazarme nunca de indio ni a probarme siquiera el disfraz que vendían en la tienda de juguetes de Palma, ante cuyo escaparate me extasiaba.

Me acuso, condeno y pido perdón urbi et orbi, aunque no me presente a las próximas elecciones por ningún partido. Todos me rechazarían, incluso como militante de base, con tamaño baldón en mi currículum, ténganlo por seguro.

Creo, no obstante, que igual que hago yo ahora, los candidatos a las elecciones de noviembre, además de contarnos su programa, que barrunto que debe de ser el mismo que en las pasadas, podrían curarse en salud, autoinculpándose y mostrando su arrepentimiento por alguna de sus pasadas incorrecciones políticas, antes de que cualquier metedura de pata inadvertida del pasado, por más o menos oculta, o más o menos remota que pueda ser, los delate y los mande para siempre a la cuneta.

Piensen en Justin Trudeau y la foto que difundió la semana pasada la revista Time en la que le vemos embadurnado de negro junto a cuatro bellas damas y que, como otras tomadas el mismo día y en el mismo acto de hace 18 años, galopa por las redes. No sé si la muchacha morena a la que Trudeau abraza en la primera foto que reprodujo Time es su mujer o su novia de entonces, pero no deja de llamar mi atención esa mano negra, o mejor falsamente negra, delatora de una cierta intimidad, cuyo dedo meñique parece deslizarse hacia el escote. Pero eso, que yo sepa, no ha dado motivo a comentario alguno. Sí, en cambio, se le ha tildado de racista. No hay que olvidar que, tanto en Estados Unidos como en Canadá, que un blanco se embadurne la cara de negro es considerado afrentoso para la gente de color. La acusación me parece de lo más injusta. Si algo ha caracterizado el Gobierno de Trudeau ha sido su política migratoria y el respeto por las minorías. Además, la foto es del 2001, cuando el primer ministro de Canadá no se dedicaba a la política, y fue tomada en una fiesta del instituto en el que él era profesor, a la que había que asistir disfrazado a la manera de las Mil y una noches . Escogió el disfraz de Aladino y, a mi entender, se equivocó al considerar que era negro. El cuento sitúa al héroe de la historia en un país de Oriente, en consecuencia su tez no tiene por qué ser de betún. Si hubiera sabido un poco más de litera­tura, hubiera evitado embadurnarse tanto entonces como ahora, teniendo que hacer caso a sus asesores de imagen. Estos, ante la posibilidad de perder votos, han creído que Trudeau debía aceptar su error y pedir excusas, en vez de no tomar en consideración esa oprobiosa y ridícula dictadura insoportable de lo que infinitos cretinos ­consideran políticamente correcto".





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miércoles, 14 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Primer amor





Si preguntas a alguien por su primer amor, comenta el periodista e escritor Íñigo Domínguez, se transporta a un verano, en un viaje olvidado que hace mucho que no hacía. Suele ser en verano cuando ocurría, comienza diciendo, conocías gente distinta, una persona nueva. Y por lo que he hablado con amigos, no era como en las películas, si hablamos de la primera vez que se siente y dices: “Ah, conque esto era, lo que sale en las películas”. Eso es lo único que es igual, todo lo demás, no. Lo sientes antes de tener el equipo completo. Tenías conciencia de que eras demasiado pequeño para hacer nada, nada de lo que se veía en las películas, porque aún eras un niño: ir solos al cine, o algo que te parecía aburridísimo pero parecía clave, cenar en un restaurante.

Era una primera sensación compleja: nunca jamás de los jamases nadie se tendría que enterar, y menos ella, era un secreto tuyo, pero al mismo tiempo sabías que lo siguiente era decírselo, era necesario. Te hallabas ante un vacío desconocido donde había que dar un salto, un salto hacia otra persona, estaba relacionado con el valor. Tengo amigos que nunca se lo dijeron, y me incluyo, y todavía hoy no han contado nunca a nadie quién fue ese primer amor. Pasó el verano y ya está. Luego llegan otros.

Que no pasara nada, que la acción fuera nula, tenía que ver con que ocurría en un momento embrionario previo al sexo, en que aún no se había manifestado claramente. Es decir, ya sabías o intuías lo que era, se hablaba de ello, pero te parecía absurdo. Era algo incomprensible e incluso asqueroso que hacían los mayores, quién sabe por qué. La risa que nos daba imaginar las parejas. Me pasé un verano imaginando a los amigos de mis padres haciéndolo (con los míos no era capaz, te estallaba la cabeza), y luego ya a cualquiera que me cruzara por la calle, a los que salían en la tele, al presentador del telediario, a los reyes de España. Los humanos, vistos así, tenían algo de ridículo. Hasta que poco a poco tú mismo te veías haciendo cosas que no podías imaginar, porque no sabías ni cómo se hacían. Te fijabas en los diálogos de las películas, a ver cómo conseguían ellos ligar, pero les llevaba cuatro escenas, y a ti te costaba años solo dirigirle la palabra. Te pasabas el verano pendiente de qué hacía o dónde estaba, y cuando se acercaba de improviso el aire se hacía efervescente. En las sucesivas oleadas de los veranos iba llegando el amor cada vez con más fuerza y en un primer momento te conmovía la belleza, pero si además veías que era buena persona comprendías que estabas perdido. Peor aún si era mala.

Esa conmoción original es a la que uno regresa luego instintivamente para comparar lo que siente. Conrad describe esa impresión así: era una de esas mujeres que cuando entraba en una habitación todos los hombres pensaban que habían malgastado su vida. Si haces los cálculos, la primera vez que sentiste el amor eras un enano de 11, 12 años. No dirías ahora, al ver un crío de esa edad, que todo eso bulle en su interior. Saben más de lo que parece. Pero pasa lo mismo más tarde. En una conversación con una mujer muy mayor, siendo yo muy joven, me confió: “¿Sabes? La gente piensa que se pasa con la edad, pero el deseo nunca se apaga”. Hablábamos de la vida en general, no me lo dijo en ningún plan, creo. Ese deseo que nació hace tantos años, indescifrable y lejano, nos acompaña hasta el último de nuestros veranos, cuando reaparecen los cuerpos y todos estamos más guapos.





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lunes, 3 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] El cielo y la tierra





El cielo no queda lejos ni cerca de la tierra. Leer unos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida, desentierra un recuerdo lejano de la infancia, comenta el escritor y periodista gallego Manuel Jabois, así que fui dándole besos a todos los árboles por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. 

De César Vallejo: “En realidad, el cielo no queda ni lejos ni cerca de la tierra. En realidad, la muerte no queda lejos ni cerca de la vida”, comienza diciendo Jabois. . Y en el mismo librito Carnets, que publicó Interzona: “Cuando leo, parece que me miro en un espejo”. Lo envidio, si bien debía cuidar mucho los libros elegidos. Yo no me miro en un espejo cuando leo, hay que reemplazar el del baño y tengo la cámara del móvil estropeada, así que para saber de mí utilizo el ascensor, algo que por otra parte he hecho siempre; donde el vecino ve un ascensor yo veo un camerino: así empezó el Quijote. Cuando no salgo de casa, y eso pasa a menudo, paso muchas horas sin verme. Es un ejercicio estupendo, porque de este modo hay que palparse para envejecer. Siempre se aprende con las manos lo que no puede aprenderse con los ojos.

En Tierra de mujeres (Seix Barral), María Sánchez cuenta hacia el final de ese libro tan necesario cómo un día, con su padre, se sentaron los dos a descansar en un alcornoque muerto. “La hija se levanta, necesita tocar el corcho que nunca más se separará del árbol. No volverá a separarse del cuerpo, no habrá lugar para la regeneración. La envoltura se convierte en un ataúd para el propio árbol”. De repente marco la página y desentierro, como en una consulta, un recuerdo fresquísimo que no había tenido nunca. Se juntan varias cosas, la primera de ellas haber visto después de muchos años a mis primos lejanos Olga y José, y estar con sus padres, Chicho y La Nena, en una boda reciente. Son de O Seixal, la aldea que visitaba de niño con mi abuelo, los días de matanza do porco y los días que no. La segunda, leer esos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida (“los pájaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia orgánica. Si alguna rama permanece seguirá siendo sombra, descanso, refugio. La vida siempre continúa, a pesar de la muerte”).

Aquel día yo jugaba al fútbol fuera de casa, solo, con una pelota verde. Uno de esos disparos dio en un árbol, y fui hacia él, le pedí perdón y le di un beso. Lo que pasó después fue que miré el árbol que estaba más cerca, me dio una pena inmensa que no sabría calificar, una clase de lástima que he arrastrado siempre, fui hacia él y le di otro beso. Y miré otro. Y otro. Fui dándoles besos (un besito, tampoco es que los morrease) a todos por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. En aquella época de piedad por las cosas del mundo y terrores nocturnos me pasaban esas cosas. Creía en el cielo y también creía que empezaba en la tierra.

Me gustaría contar que pasó cuando tenía 24 años, pero debía de tener ocho, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es la tristeza infantil de entonces que no solo tenía que ver con aquellos árboles sino con muñecos o juguetes, algo que no podía dejar atrás ni preferirlo a otra cosa, una sofisticada tristeza que reconozco en mi hijo, incapaz de decir que prefiere un animal a otro, un juguete a otro, porque reparte el afecto entre todos hasta obligarme a poner la misma cara que mi abuelo puso cuando me encontró con los labios pegajosos preparado para dedicar los siguientes años de mi vida a besar los bosques gallegos. La cara del adulto que distingue entre las misiones que sirven y las inservibles. Sin saber nunca si las está distinguiendo bien.





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