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viernes, 3 de julio de 2020

[A VUEAPLUMA] Representaciones





Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la explotación o la corrupción en las representaciones artísticas es mucho más barato y totalmente ineficaz para mejorar la realidad representada, comenta en el A vuelapluma de hoy [Arte y censura. El País, 26/6/20] el escritor José Luis Pardo.

"Bajo uno de los retratos de Walter Scott en la Galería Nacional de Edimburgo- comienza diciendo Pardo- cuelga desde hace poco un aviso: su visión de Escocia estaba nublada por tintes románticos y muy alejada de la realidad. Como si bajo el (supuesto) retrato de Cervantes pintado por Jáuregui se advirtiera que los gigantes que Don Quijote creyó ver en La Mancha eran simples molinos de viento. Julio Camba decía (en broma) que ciertos discos deberían llevar un cartel como el que aparece en las cajetillas de tabaco: “Peligro. Contiene música romántica”. Pero hoy (en serio), la HBO va a añadir una explicación a Lo que el viento se llevó, y Disney ya ha creado la etiqueta “este programa puede contener representaciones culturales obsoletas”: el tipo de mensaje que se inserta en las llamadas (reflexiónese un momento sobre la denominación) “películas para adultos”. ¿Qué les ha pasado a los espectadores contemporáneos para que se hayan vuelto repentinamente tan menores de edad que haya que tutelarles para evitar que se lastimen?

Si pudiéramos dividir el mundo en realidades (como un niño, un caballo o un dolor de muelas) y representaciones (como un dibujo, una novela o una fotografía), habría que decir que la inmensa mayoría de lo que llamamos “arte” pertenece a la segunda categoría, aunque obviamente no toda representación es una obra de arte. Incluso aquellas obras de arte que deliberadamente cuestionan su carácter representativo, precisamente por ello son representaciones frustradas, defectivas o fallidas, pero representaciones al fin y al cabo.

Ambas categorías están íntimamente relacionadas, ya que las representaciones son representaciones de realidades. Ninguna representación puede serlo de toda la realidad, ni siquiera de todos los aspectos y dimensiones de una realidad singular elegida a tal efecto, puesto que, como dijo una vez Ortega y Gasset, la realidad se distingue del mito porque, a diferencia de este último, ella nunca está del todo acabada.

Pero, aunque la realidad no pueda estar nunca entera en su representación, sí que está en ella más o menos parcialmente en cuanto representada. Por lo cual, no tiene nada de particular que, si la realidad incluye datos como el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación económica o el avasallamiento político, estos datos pasen también a formar parte de la representación, incluso y en concreto cuando se trata de una representación artística. Es decir, que la función de la obra de arte no es proyectar una imagen de la realidad depurada de los factores que pudieran considerarse injustos o escandalosos.

No hace falta decir, pues, que quien se sienta moralmente incómodo con respecto al racismo, al sexismo, a la corrupción institucionalizada, a la explotación o al autoritarismo, ha de aplicarse a intentar cambiar la realidad que se caracteriza por esos rasgos. Lo cual, como la historia nos enseña sobradamente, a menudo, es, además de largo y difícil, muy costoso desde el punto de vista de sufrimiento personal y colectivo. Intentar cambiar las representaciones (y, en concreto, las representaciones artísticas más señaladas) en el sentido recién evocado de alterarlas o explicarlas para perfeccionarlas moralmente es más fácil y puede ser más rentable desde el punto de vista de negocio. Pero, además de totalmente ineficaz a efectos de mejorar la realidad, resulta contraproducente e injusto.

En primer lugar, es injusto culpar a la representación o al representante de los defectos inherentes a lo representado, como lo es el cliente que recrimina a su retratista el haber pintado la barriga o la verruga que efectivamente tiene. Sin duda, cuando el retrato se hace por encargo expreso del cliente y enteramente a su costa, quien paga tiene derecho a exigir retoques, pero, por una parte, eso no hará desaparecer las verrugas ni las barrigas, y por otra, lo que sí desaparecerá entonces será la autonomía del artista, como desaparecería la de un científico que retocase sus descubrimientos a las órdenes de sus patrocinadores o la de un periodista que reescribiese las noticias a instancias de los accionistas de su periódico.

En segundo lugar, cuando quienes se afanan en mejorar la representación de la realidad y no la propia realidad son precisamente aquellas organizaciones políticas cuya pretensión confesa es la de reducir las desigualdades sociales, se podría interpretar que tal desplazamiento significa que se han dado por vencidas en su lucha por transformar la realidad y que, para evitar que esta desagradable noticia llegue a los oídos de sus votantes (y se vea, por así decirlo, la viga que llevan en sus ojos), aumentan energuménicamente los decibelios de su protesta contra la representación (la paja en el ojo ajeno), que sin duda es mucho más fácil de transformar, aunque esa transformación no afecta para nada a la realidad ni, por tanto, contribuye en lo más mínimo a reducir las desigualdades, puesto que la representación no es la causa de la injusticia, sino la injusticia la causa de la representación.

Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación o el autoritarismo contenidos en las representaciones artísticas no solamente es mucho más barato que luchar contra las realidades representadas —como es más cómodo luchar contra la esclavitud cuando ya ha sido abolida que cuando estaba vigente y luchar contra el racismo norteamericano en España que en Norteamérica—, sino que, en lugar de servir para mejorar la realidad, únicamente contribuye a revestir al que protesta airado de una falsa apariencia de virtud que se agota en su mismo griterío y que desaparece una vez acallado este (razón por la cual se procura gritar sin parar).

Por último, esta política cultural atenta contra la libertad de expresión, que forma parte del corpus de libertades civiles que constituyen los derechos fundamentales de las democracias parlamentarias contemporáneas, y que en el terreno del arte se convierte en libertad de creación del artista y en libertad de juicio crítico del espectador. Pensar que es en algún sentido “progresista” forzar al artista a someterse al servicio de ciertas causas políticas (por nobles que aparentemente sean) o sustituir la crítica por un comisariado moral (aunque sus fines sean muy elevados) y tratar a los espectadores como menores de edad no sólo es, una vez más, equivocarse de enemigo —pues este reside en la realidad, no en la representación—, sino además dar la razón a quienes, a lo largo de la historia y durante siglos, por estar interesados en vender el mito de una realidad perfectamente acabada, pusieron el trabajo del artista al servicio del culto religioso o de la propaganda política, y persiguieron, censuraron, condenaron e incluso ejecutaron a quienes exigían libertad para representar el mundo; y ello aunque hoy esta condena se cumpla a menudo según el deseo manifiesto de algunos artistas, igual que Bujarin estuvo de acuerdo con los verdugos que lo ejecutaron en los procesos de Moscú.

No conviene olvidar que la dictadura de los justos (expresión que ya es una contradicción en los términos) es tan dictadura —o sea, tan mala— como la de los bribones".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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sábado, 12 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Mea culpa





"Cuando era pequeña, -comenta la escritora y académica de la RAE,  Carme Riera-, una de mis mayores ilusiones era disfrazarme de indio. De indio con muchos abalorios, plumas vistosas y cara tiznada, a rayas rojas y azules, como había visto en un libro ilustrado sobre Los indios de América . Y una vez disfrazada, danzar durante horas alrededor de la mesa del comedor de casa, profiriendo los gritos que me diera la gana, adornándolos con un auaa, auua , llevándome la mano a la boca, más o menos rítmicamente, sin que nadie me hiciera callar.

No pude alcanzar nunca tal deseo. No obstante, aprovecho y me aprovecho del espacio que me brinda La Vanguardia , para entonar un mea culpa muy sentido y pedir perdón no sólo a los sioux, apache, cherokee, cheyene, navajos, etcétera, puesto que no sé exactamente qué tribu había tomado como referente, sino también a todos ustedes por un comportamiento tan incorrecto. Aunque pertenezca a mi pasado más remoto y sea de la época en que apenas había alcanzado el uso de razón, me hago cargo de la gravedad de mi anhelo.

Me acuso, en primer lugar, de que quise disfrazarme de indio, no de india, algo que tal vez podamos considerar una preocupante indefinición sexual. Freud lo hubiera relacionado con la carencia femenina de los atributos masculinos, conocida en el psicoanálisis como la envidia del pene, hasta que llegó Karen Horney y se refirió a la envidia del útero, para enmendarle la plana al de Viena. En ­segundo lugar, de tratar de mimetizar los rituales. La cara pintada de las diversas tribus indígenas implicaba unas creencias sumamente respetables de las que yo, de haber conseguido mi objetivo, hubiera hecho burla sin querer. Puesto que al aplicarme en ambas mejillas el colorete de mi madre, a la que también pensaba hurtar los abalorios, rematado por su lápiz de labios, y utilizar el azulete que había en el ­lavadero, no hubiera considerado, como los sioux, por ejemplo, que esas pinturas servían como talismán protector para evitar la muerte y las heridas en las batallas. Ni hubiera tenido en cuenta su respeto por la naturaleza y la fusión que trataban de establecer con esta, pues al usar los tintes naturales recibían también su fuerza y su coraje. Y en tercer lugar, me acuso de desear proferir gritos estúpidos, en un baile ridículo alrededor de una mesa, salpicados de onomatopeyas oligofrénicas, perdón, quise decir minusválidas, del todo inapropiadas, con las que las tribus indígenas, a las que tanto admiro, hubieran podido sentirse escarnecidas.

Me acuso y condeno antes de que cualquier otra persona me denuncie. Alguien con poderes escrutadores, por supuesto, que también debe de haberlos por ahí, puesto que yo no llegué a poder disfrazarme nunca de indio ni a probarme siquiera el disfraz que vendían en la tienda de juguetes de Palma, ante cuyo escaparate me extasiaba.

Me acuso, condeno y pido perdón urbi et orbi, aunque no me presente a las próximas elecciones por ningún partido. Todos me rechazarían, incluso como militante de base, con tamaño baldón en mi currículum, ténganlo por seguro.

Creo, no obstante, que igual que hago yo ahora, los candidatos a las elecciones de noviembre, además de contarnos su programa, que barrunto que debe de ser el mismo que en las pasadas, podrían curarse en salud, autoinculpándose y mostrando su arrepentimiento por alguna de sus pasadas incorrecciones políticas, antes de que cualquier metedura de pata inadvertida del pasado, por más o menos oculta, o más o menos remota que pueda ser, los delate y los mande para siempre a la cuneta.

Piensen en Justin Trudeau y la foto que difundió la semana pasada la revista Time en la que le vemos embadurnado de negro junto a cuatro bellas damas y que, como otras tomadas el mismo día y en el mismo acto de hace 18 años, galopa por las redes. No sé si la muchacha morena a la que Trudeau abraza en la primera foto que reprodujo Time es su mujer o su novia de entonces, pero no deja de llamar mi atención esa mano negra, o mejor falsamente negra, delatora de una cierta intimidad, cuyo dedo meñique parece deslizarse hacia el escote. Pero eso, que yo sepa, no ha dado motivo a comentario alguno. Sí, en cambio, se le ha tildado de racista. No hay que olvidar que, tanto en Estados Unidos como en Canadá, que un blanco se embadurne la cara de negro es considerado afrentoso para la gente de color. La acusación me parece de lo más injusta. Si algo ha caracterizado el Gobierno de Trudeau ha sido su política migratoria y el respeto por las minorías. Además, la foto es del 2001, cuando el primer ministro de Canadá no se dedicaba a la política, y fue tomada en una fiesta del instituto en el que él era profesor, a la que había que asistir disfrazado a la manera de las Mil y una noches . Escogió el disfraz de Aladino y, a mi entender, se equivocó al considerar que era negro. El cuento sitúa al héroe de la historia en un país de Oriente, en consecuencia su tez no tiene por qué ser de betún. Si hubiera sabido un poco más de litera­tura, hubiera evitado embadurnarse tanto entonces como ahora, teniendo que hacer caso a sus asesores de imagen. Estos, ante la posibilidad de perder votos, han creído que Trudeau debía aceptar su error y pedir excusas, en vez de no tomar en consideración esa oprobiosa y ridícula dictadura insoportable de lo que infinitos cretinos ­consideran políticamente correcto".





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lunes, 12 de agosto de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "La verdad de la tribu", de Ricardo Dudda





David Mejía, profesor en el Departamento de Culturas Latinoaméricas e Ibéricas en el Institute for Comparative Literature and Society de la Columbia University de Nueva York, reseña en un reciente artículo el libro La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Barcelona, Debate, 2019) del periodista español Ricardo Dudda.

Hace unos meses, comienza diciendo Mejía, The Daily Orange –diario local de Syracuse (Nueva York)– informaba sobre una polémica sucedida en el campus que la Universidad de Syracuse tiene en Madrid. Un grupo de estudiantes estadounidenses denunciaron a su profesora ante la dirección por haber permitido que la palabra nigger (término despectivo para referirse a las personas de raza negra) se escuchara en clase. La palabra no se había empleado como insulto, sino que aparecía en un texto de Paul Theroux que se leyó en voz alta. Aquella sesión terminó con la indignación entre lágrimas de una alumna afroamericana y la consiguiente movilización estudiantil. La dirección del centro reaccionó convocando una reunión extraordinaria y emitiendo un comunicado en el que reiteraba su compromiso con la inclusividad y contra la discriminación.

Esta anécdota sintetiza cómo funciona la nueva corrección política en su hábitat predilecto, la universidad: una estudiante, normalmente privilegiada en términos socioeconómicos, pero perteneciente a un colectivo históricamente discriminado, denuncia una supuesta agresión contra su identidad y adopta el correspondiente rol de víctima. En consecuencia, la administración educativa le da amparo y llama al orden al «agresor». Esta es la cara amarga de un fenómeno que ha dividido a la izquierda en Estados Unidos y que se abre paso en una discusión pública cada vez más globalizada. Por esta razón, La verdad de la tribu –primer libro del periodista Ricardo Dudda– debe ser muy bienvenido, ya que funciona como una guía clara y exhaustiva de la guerra cultural más estridente de nuestro tiempo.

Dudda recoge unas palabras del psicólogo Johnathan Haidt que resultan muy clarificadoras: «Se está creando una cultura en que cualquiera debe pensar dos veces antes de pronunciarse, por temor de ser acusados de ser insensibles, estar agrediendo, o cosas peores». El punto de tensión es que la existencia de la ofensa no depende de criterios mínimamente objetivos, como podrían ser la intención del emisor o el consenso social, sino de la sensibilidad del receptor: la ofensa existe cuando alguien se siente ofendido. El origen del problema está en lo que Haidt denomina «razonamiento emocional», que consiste en identificar lo sentido con lo real. Las instituciones educativas se han plegado a esta arbitrariedad y se han mostrado dispuestas a silenciar aquellas ideas, opiniones, lecturas o palabras que pudieran poner en riesgo la estabilidad emocional de sus estudiantes. Es decir: han renunciado a dotar a sus estudiantes de un sentido crítico y, por tanto, a ayudarles a madurar intelectual y emocionalmente, en aras de garantizar su bienestar.

Este nuevo régimen emocional es, ciertamente, desconcertante: ¿cómo definirlo? ¿Es la corrección política una iniciativa necesaria en una sociedad civilizada, que adeuda respeto y visibilidad a minorías históricamente oprimidas? O, por el contrario, ¿se trata de un régimen de control que impone una ortodoxia mediante métodos inquisitoriales? ¿De dónde procede? ¿Es acaso la evolución lógica de las democracias liberales, o una anomalía impuesta desde laboratorios de ideas alejados de la sociedad civil? En definitiva: ¿tienen razón sus detractores o sus defensores? En opinión de Dudda, todos tienen su parte: el objetivo es loable, pero se cometen excesos que la izquierda tradicional denuncia y la derecha populista aprovecha, ambas con especial virulencia tras la victoria de Donald Trump en 2016.

Aquel trauma provocó que importantes intelectuales de izquierda culparan a la corrección política del creciente distanciamiento entre el Partido Demócrata –más centrado en batallas identitarias que en la lucha de clases– y la clase trabajadora. Durante el luto poselectoral, el intelectual Mark Lilla escribió en The New York Times una pieza denunciando este giro identitario de la izquierda, y poco después desarrolló sus tesis en un libro fundamental: El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. La obra de Lilla se convirtió, al tiempo, en blanco de la crítica de los defensores de las «políticas de la identidad» y en la guía ineludible de aquellos progresistas que entienden que el identitarismo ha erosionado las bases doctrinales de la izquierda. Junto a la corrección política y las políticas de la identidad, completa la tríada la llamada «cultura de la victimización». En la nueva esfera pública, uno se define en función de qué postura adopte frente a esta santísima trinidad.

Dudda define la corrección política como «el intento de corregir desigualdades e injusticias a través de los símbolos, la cultura y un lenguaje más respetuoso e inclusivo. [...] En teoría aspira a la protección simbólica de minorías históricamente oprimidas, y es un signo de progreso que hay que celebrar» (p. 15). El eje regulador de la corrección política son las políticas de la identidad, que Cressida Hayes define como «las actividades políticas y teorizaciones basadas en las experiencias de injusticia compartidas por miembros de determinados grupos sociales» (p. 142). La premisa que subyace a la definición de Hayes es que la opresión no es sólo efecto de la desigualdad económica; la opresión también es cultural. Las políticas de la identidad pivotan sobre una frase que Carol Hanisch popularizó en 1970: «Lo personal es político». El problema, nos recuerda Dudda de la mano de Lilla, es que hemos estirado la premisa hasta considerar que «lo político es sólo lo personal». Por esta razón, «la política se ha vuelto autoindulgente y narcisista. Se ha convertido en un lugar en el que proyectar nuestras neurosis individuales, un escaparate identitario. Decir que todo es político se ha convertido en una manera de patrullar la vida privada» (p. 48). Esta crítica es ajustada, puesto que la corrección política se centra más en modificar conductas individuales que en repensar las estructuras sociales.

Dudda aporta un glosario de anglicismos imprescindible para desenvolverse en la procelosas aguas de esta polémica: safe spaces, trigger warnings, y, por supuesto, microagressions, término bien acogido a este lado del Atlántico, dependiente del razonamiento emocional que antes mencionábamos. La microagresión es la clave de bóveda de la cultura de la victimización. Dudda la define como «comentario, acción, sugerencia o pregunta que no tiene intención de agredir, pero que, sin embargo, provoca ofensa» (p. 70). Aclara el autor que el hecho de que sea «micro» no implica que sea pequeña, sino que es cotidiana e inconsciente. Y el problema está en esa involuntariedad, ya que es el receptor quien determina si lo dicho o hecho por su interlocutor constituye una agresión. No importa la intención, sino el efecto: «si me ofende, es una agresión». Es más, si uno no es consciente de haber ofendido, ¡peor! Eso confirma «que tienes interiorizado el privilegio» (p. 72).

Mark Lilla, como ya se ha apuntado, cargó contra las políticas de identidad al considerar que han pervertido el debate dentro de la izquierda, circunscribiendo la intervención a una toma de conciencia identitaria; uno no se pronuncia en función de lo que sabe, sino de lo que es: por eso toda discrepancia puede interpretarse como un ataque personal. Otro problema que presenta este marco mental es que no todas las identidades tienen la misma legitimidad para intervenir: aquel que goza de un privilegio histórico estará preso de él, no podrá entender a quienes no pertenezcan a su tribu ni alterar su mirada sobre el mundo. Subyace en este punto una concepción peligrosamente esencialista de la identidad, aceptada como anclaje fijo e inmutable a unas determinadas coordinadas epistémicas. El neologismo que aparece para atajar las contradicciones que se derivan de este esencialismo es «interseccionalidad». El concepto hace referencia a la presencia de distintas identidades en cada individuo (sexo, raza, clase), que se entrelazan y son reductibles.

Es crucial destacar, como bien hace el libro, que, aunque las implicaciones negativas de este protagonismo de la identidad son reales, no alcanzan el nivel de amenaza nacional que difunde la derecha populista, que entiende las políticas de la identidad como el avance de una conspiración marxista para destruir Occidente. Como apunta Dudda con gran brillantez, al criticar la corrección política, la derecha populista «construye una gran mentira a partir de pequeñas verdades» (p. 14). Pero sí es verdad que la corrección política, cuando deriva en una cultura de la victimización y la ofensa, altera los procesos de sociabilidad y, además, amenaza el funcionamiento natural del campo académico, tanto en su dimensión educativa como investigadora. Cuando la capacidad de ofender depende de la sensibilidad del receptor, los criterios reguladores son sumamente arbitrarios, y toda arbitrariedad genera pavor. Cuando cuestionar los procedimientos institucionales o las tendencias mayoritarias culmina en persecución o en linchamiento virtual, la libertad de expresión queda, evidentemente, limitada.

En esta guerra, la principal batalla es el lenguaje. El autor no duda en destacar el elemento positivo de que el lenguaje se transforme, como «reflejo de un cambio moral hacia un mayor respeto por las minorías», hasta ahora víctimas de etiquetas ofensivas y estereotipos. Sin embargo, en palabras de Kenan Malik, la izquierda pone más interés en renombrar las cosas que en cambiarlas, «considera que el lenguaje no es neutral, sino un reflejo de las estructuras de poder y. por tanto, un terreno de combate» (p. 97). No hay nada malo en tratar de esterilizar el lenguaje, limitando el uso de términos ofensivos, pero, dado el exceso de celo y beligerancia de sus partidarios, es frecuente interpretarlo como una ortodoxia impuesta.

Por razones evidentes, no es posible abarcar todo el contenido de este libro en una reseña, pero ojalá sirva este repaso a su andamiaje teórico para convencer al lector de que el libro de Dudda es una contribución importante y necesaria al debate público. Ordena y sistematiza conceptos que sobrevuelan la discusión política y en los que era fácil perderse. La corrección política y las políticas de la identidad son cuestiones importantes y espinosas, y es gratificante leer una obra que ralentiza y sistematiza una discusión casi siempre atropellada. Además, Dudda enriquece la discusión teórica con ejemplos reales, muy clarificadores del fenómeno, y en ningún momento pierde de vista las fuentes primarias que fundamentan su exposición. La única pregunta que quizá queda sin respuesta es hasta qué punto es extrapolable esta guerra cultural al escenario español. Aunque se hayan adoptado determinados anglicismos, y se hayan acuñado algunos términos propios –como el sintagma «dictadura pijo-progre» que difunde el partido político Vox– para denunciar una supuesta dictadura de lo políticamente correcto, ¿contribuye la adopción de este marco mental a una mejor lectura de la actual realidad política española? A priori, uno puede pensar que no. Sin embargo, a nadie se le escapa que cuestionar o tratar de matizar determinados consensos alcanzados en nuestro país sí provoca reacciones indeseadas por parte del establishment emocional. Sucede, por ejemplo, con la brecha salarial, la «discriminación positiva» en la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género o el reciente lema «sólo sí es sí». Y también hemos presenciado intentos de silenciar determinados debates. Sin ir más lejos, hace unas semanas se convocó una manifestación contra la celebración del Congreso de Derecho Internacional sobre gestación subrogada que organizaba la Universidad Carlos III. Sara Hernández, alcaldesa de Getafe (PSOE), incluso llamó al rector de esta universidad para expresarle su oposición. Es precisamente la libertad académica lo que preocupa a muchos de los críticos sensatos de la corrección política en Estados Unidos y Reino Unido, donde ha habido profesores despedidos por cuestionar el dogmatismo de algunas organizaciones estudiantiles o por investigar temas «éticamente problemáticos». Parece claro que la libertad académica no está, de momento, amenazada en España. Confiemos en que estos llamamientos a silenciar discursos incómodos no proliferen y sí prospere, en cambio, la cara positiva y necesaria de la corrección política: la que invita a suprimir del lenguaje común esos términos despectivos que aún se emplean para referirse a personas de determinados orígenes, razas u orientación sexual. Como ven, con independencia de la procedencia del marco original del fenómeno, el de la corrección política es un tema que nos incumbe, y el libro de Ricardo Dudda es de lectura obligada para quienes quieran salir bien equipados a las batallas culturales del siglo XXI.





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domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio





Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.

He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.

La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.

Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.

La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.

El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.

Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.

Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.

Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?

Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.

El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.


Dibujo de LPO para El Mundo



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miércoles, 16 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] La vie en rose?





Habrán leído en alguna ocasión esta frase de Friedrich Dürrenmatt: «Tristes tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente», escribe el historiador, filósofo y crítico literario español Rafael Núñez Florencio. Creo recordar, comienza diciendo,  que hay otras frases similares en el fondo o en la forma de distinguidos literatos. Entre ellos, por ejemplo, Bertolt Brecht: «¡Qué tiempos serán los que vivimos que hay que defender lo obvio!» La idea, como ven, es la misma, casi expresada, además, del mismo modo. Aparte de la crítica implícita a un determinado contexto social o político, me interesa destacar en esos planteamientos un matiz que quizá no resulte tan claro, pero que, para mí al menos, resulta determinante: la incomodidad o el malestar que genera escribir sobre algo que uno considera obvio y evidente. Como pasa en muchas facetas de la vida, se emprende esta actividad ‒la de escribir sobre dichos asuntos‒ sabiendo que hay poco que ganar y mucho que perder. Ganar, poco, porque hay que transitar forzosamente por lo más pedestre; perder, mucho, porque al final siempre puede quedar uno como intrépido descubridor... del Mediterráneo.

Pero vayamos al grano. Vamos a hablar sobre las actitudes ante la vida. En términos simplificados o esquemáticos, ¿optimismo o pesimismo? Basta apelar al sentido común o a la mera experiencia cotidiana para dictaminar que una respuesta rotunda y sin matices es poco menos que imposible. Para empezar, la propia delimitación de los conceptos es problemática: ¿qué es realmente ser optimista o pesimista? En muchas ocasiones, ni uno ni otro se reconocen como tales, pues en ambos casos el sujeto se limita a bosquejar la realidad tal como la ve, es decir, aspira a ser realista nada más. Al margen de ello, y aun suponiendo un mínimo consenso sobre las catalogaciones, tendríamos que precisar el objeto o la parcela vital sobre los que uno se declara positivo o negativo. En raras ocasiones uno es pesimista –o su opuesto‒ en términos absolutos y universales, es decir, sobre todo lo habido y por haber. Lo normal es que se vean con optimismo ciertas cosas y otras no tanto. La propia convivencia social depura las aristas. El derrotista integral es patético y ahuyentará como cenizo y agorero a todo bicho viviente. Pero el bienpensante a todo trance despertará recelos equivalentes: en este caso, los que se aplican a los bobalicones o simples idiotas.

Esa última alusión me viene al pelo para desembocar en el punto que me interesa. En esta cuestión de las actitudes vitales pasa como con el humor, que debe administrarse en pequeñas dosis para que sea efectivo y cumpla el propósito de hacer reír. El paralelismo es manifiesto: no en vano nos representamos habitualmente al optimista recalcitrante con una sonrisa en la boca. «¿Y este de qué se anda sonriendo todo el rato?», nos preguntamos ante su presencia. Su euforia infundada es tan exasperante como la del gracioso que encadena chistes sin interrupción. La jovialidad permanente es síntoma de estupidez. O, dicho en términos complementarios, empeñarse en ver tan solo el lado positivo de la vida refleja una cierta hemiplejia mental. En el mejor de los casos, una falta de madurez, un acusado infantilismo. En términos psicológicos, este es, en todo caso, un problema personal. Pero cuando ese infantilismo se extiende como una tendencia ideológica al conjunto social estamos ante un problema de otra índole. De esto trata Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, un ensayo de Barbara Ehrenreich.

Lo que se conoce como pensamiento positivo es una especie de optimismo (wishful thinking) que se diferencia del tradicional o cotidiano por varios rasgos fundamentales: primero, no es el resultado de las experiencias de la vida, sino anterior a estas y supone la determinación previa, el pre-juicio en sentido literal, de ver las cosas de modo positivo antes incluso de que estas sucedan. Segundo, no surge espontáneamente en un individuo concreto, sino que trasciende la perspectiva individual: es una forma de pensar o una actitud ante la vida que se adopta como puede uno sustentar o adscribirse a cualquier otra ideología. Tercero, en parte como consecuencia de todo lo dicho, el pensamiento positivo es refractario a la experiencia en el sentido de que los reveses no le afectan. Como el célebre personaje del doctor Pangloss en el Candide de Voltaire, el militante del pensamiento positivo se negará a aceptar que las cosas van mal o, en su defecto, tenderá siempre a ver el lado positivo de lo malo. Cuarto, el pensamiento positivo se convierte así en una tiranía voluntariamente aceptada: uno se impone a toda costa, y pase lo que pase, ser positivo, como el calvinista ser virtuoso (por cierto, muy interesante el paralelismo que traza Ehrenreich entre la mentalidad del optimista por imposición y aquel cristiano riguroso).

Uno es muy libre, como es obvio, de ver la vida de un color u otro. Pero las actitudes, sean las que fueren, llevadas al extremo terminan siendo ridículas. Resultan grotescos los perpetuamente quejumbrosos, plañideros y agoreros, del mismo modo que desdeñamos a los jocosos, bufones y festivos que no ponen límites a sus chanzas o diversiones. Lo que me interesa aquí precisamente es resaltar el aspecto cómico –a veces involuntariamente cómico, lindante con el humor negro‒ del llamado pensamiento positivo. En esta vertiente, nada más significativo que el primer capítulo del libro, que lleva el paradójico título de «El lado bueno del cáncer». El lector, aún desprevenido, tiende a pensar que hay en esa elección del epígrafe un designio sarcástico, pero pronto comprueba que no es exactamente así, sino algo más elemental y primario, aunque no menos sorprendente: la decidida voluntad de la autora de reflejar un determinado estado de cosas. El cáncer de mama, como es bien sabido, es hoy día el tipo de tumor más frecuente en las mujeres de los países occidentales. Las estadísticas señalan que aproximadamente una de cada ocho mujeres desarrollarán esa patología a lo largo de su vida. En Estados Unidos, recuerda Ehrenreich, cerca de tres millones de mujeres se encuentran en fase de tratamiento. Hasta ahí los datos más elementales.

Aunque la esperanza de sobrevivir a la enfermedad ha aumentado mucho con los avances médicos, no estamos hablando de una cuestión banal, sino de un asunto grave, tanto para la persona que va a sufrir directamente las consecuencias –un tratamiento normalmente muy agresivo‒ como para la familia directa de la paciente. En este contexto se inserta lo que la autora llama «la cultura del lacito rosa». Consiste en un conjunto de actitudes y una serie de productos (merchandising) que supuestamente tratan de infundir ánimos a las pacientes y sus familiares para afrontar la durísima coyuntura. Hasta ahí todo normal e incluso, me atrevo a decir, una encomiable iniciativa. El problema es que la mascota más representativa es un osito con múltiples variantes: osito del recuerdo, de la esperanza, la osita Susan, etc. Pongamos un caso típico: el de una señora de mediana edad a la que detectan unos bultos malignos en el pecho. Resulta, en principio, cuando menos algo chocante que se trate de paliar de algún modo el impacto psicológico –antesala del impacto biológico‒ con un recurso tan infantil, pero la gravedad del asunto parece que exige prudencia y contención. En todo caso, aclaro que Ehrenreich escribe sabiendo muy bien de lo que habla: a ella también le detectaron esos terribles bultitos y el shock que sigue a su descubrimiento constituye precisamente el punto de partida de su reflexión.

Los ositos de los que hablaba antes constituyen tan solo la avanzadilla o la muestra más prominente de la llamada cultura del lacito rosa. «Para vestir hay sudaderas ribeteadas de rosa, camisas vaqueras, pijamas, lencería, delantales, ropa de andar por casa, cordones de zapatos y calcetines; complementos como broches rosas de strass, pines con angelitos, fulares, gorras, pendientes y pulseras; para dar ambiente a la casa, velas del cáncer de mama, soportes para velas de cristal rosa con lacito, tazas de café, colgantes, móviles con campanitas y luces piloto; y hasta se pueden pagar las facturas con cheques que curan». Ehrenreich señala que existe un asombroso «mercado del cáncer de mama», caracterizado por su «ultrafeminidad» (lencería con encajes y lacitos, cosméticos, bisutería) y su acusado infantilismo (ositos, velitas, campanillas, libretitas a modo de diario o ceras de colores para dibujar, todo casi siempre en rosa). Supongo que alguno de ustedes se preguntará qué hay de malo en todo ello, y yo –o, mejor dicho, la autora‒ le contestará que naturalmente nada, salvo que «en ciertas versiones de la ideología de género que hoy triunfa, la feminidad resulte, por naturaleza, poco compatible con el estado adulto». Ya que desde esas instancias tanto se insiste en la igualdad entre hombres y mujeres, constatemos que «a los hombres a quienes se les diagnostica cáncer de próstata nadie les regala cochecitos de juguete».

La verdad es que, si todo quedara ahí, la cuestión no pasaría de ser una anécdota muy menor. El verdadero problema surge cuando el llamado pensamiento positivo se empeña en no reconocer la realidad y, nunca mejor dicho, pintarla de color de rosa. Hundirse anímicamente cuando a uno le detectan un cáncer es un desastre añadido que hasta puede disminuir las posibilidades de recuperación. Pero el extremo opuesto –alegrarse por desarrollar un tumor‒ es una absoluta majadería. Sin embargo, de forma natural o, en la mayoría de los casos, impostada (eso al menos quiero creer), los militantes del pensamiento positivo dan la bienvenida al cáncer en múltiples formas. Algunos –pacientes o familiares‒ parecen más contentos que si les hubiera tocado la lotería de Navidad. Ya sé que suena chusco, pero Ehrenreich acumula testimonios demoledores. «Si pudiera volver a empezar, ¿tendría cáncer de mama? Sin duda» (Cindy Cherry, The Washington Post). «El cáncer es lo mejor que me ha pasado en la vida» (Lance Armstrong). «La fuente de mi felicidad fue, ni más ni menos, el cáncer» (Betty Rollin). «El cáncer es tu pasaje para la verdadera vida» (Anne McNerney, The Gift of Cancer. A Call to Awakening). Ya puestos, no se dejen sorprender por nada: «Las cicatrices de la mastectomía pueden ser sexis, y la calvicie un estado que disfrutar». Sin llegar tan lejos, hay un acuerdo generalizado: «El cáncer de mama es una oportunidad para la autotransformación creativa en general y el cambio de imagen en particular».

Todo esto me recuerda una noticia que leí hace unos años: un matrimonio de sordomudos –perdón, con capacidades diferentes para comunicarse‒ batallaba judicialmente para que se les permitiera operar a su hija, que había nacido, desgraciadamente, con capacidad para hablar y oír. Lo que pretendían, como habrán barruntado, era dejarla en el mismo estado de sordera y mudez que sus progenitores. Argumentaban que de este modo la comunicación con su hija sería más intensa y, sobre todo, reivindicaban con orgullo su diferencia como un don divino. Desde este punto de vista, era natural que quisieran lo mejor para su hija: que fuera sordomuda como ellos. En aquel entonces esa excentricidad me sorprendió bastante, pero luego comprobé que había muchos casos parecidos. La corrección política empezó prohibiendo o censurando el tradicional concepto de minusvalía y transformando luego la diferencia en normalidad en un contexto de igualación voluntarista radical, como si dejando de usar los vocablos de ciego, sordo, mudo o cojo, dejaran de existir las realidades a que se hacía referencia. En esa dinámica, el paso siguiente, como acabamos de ver, era que el diferente, superado ya el estadio de marginalidad, se mostraba alegre y orgulloso de su condición. Según el pensamiento positivo, el enfermo de cáncer es superior al resto de los humanos. Tener cáncer es una bendición, sugiere el cirujano Bernie Siegel, porque nos empuja a adoptar una visión del mundo más positiva y amorosa. O, dicho de otra manera, no te lamentes: «Si tienes cáncer, es porque lo necesitabas».

El capítulo sobre el cáncer de mama, o sobre la cultura del lacito rosa, termina con esta reflexión de la autora: «El cáncer de mama, ahora puedo decirlo con conocimiento de causa, no me hizo más bella, ni más fuerte ni más femenina». Una cosa es afrontar la vida, o las adversidades de la vida para ser más exactos, con fortaleza o espíritu positivo, y otra muy distinta engañarse hasta el ridículo de confundir el mal con el bien. En cierto modo, poner al mal tiempo buena cara, como dice el refrán, supone lo contrario de esta infantil negación de las evidencias. Al amparo de lo políticamente correcto y de un adanismo biempensante, ha ido extendiéndose en determinados ámbitos de las sociedades desarrolladas un optimismo impostado, una actitud risueña que nos aboca a una perpetua minoría de edad: «Un lugar donde todo el mundo sabe que campa la falsa alegría son las residencias o clínicas [...] ¡Los diminutivos! ¡Los cariñitos! Esa estupidez de hablar en plural... Hola, cariño, ¿cómo estamos hoy? ¿Cómo te llamas, cielo? [...] Hola, corazón, perdona que haya tardado tanto».

Al rechazar la realidad negativa, el pensamiento positivo termina rechazando la realidad a secas. Lo único que cuenta es la voluntad. Los libros de autoayuda insisten mucho en esto: lo importante no son las condiciones objetivas, sino tu determinación interior. Si esta es fuerte, vencerá cualquier problema o adversidad. Una vez más, el fallo no está en el principio en sí, sino en su hipertrofia hasta el ridículo. En un bestseller que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo, El secreto, Rhonda Byrne, obsesionada por sus problemas de peso, «afirma que la comida no es lo que engorda; lo único que te hace ganar kilos es la idea de que la comida engorda». El secreto al que se alude en el título es así de simple: si quieres algo y lo deseas realmente, lo tendrás. Este consejo nunca falla porque si, pese a todo, no has conseguido lo que te proponías, es porque, en el fondo, no lo deseabas con todas tus fuerzas.

A partir de esos presupuestos, no es de extrañar que la motivación se haya convertido en el caballo de batalla de la psicología positiva, con derivaciones de orden económico, empresarial, organizativo, universitario y hasta religioso. En el fondo, todo viene a converger en lo mismo: lo importante es la motivación, porque con una disposición adecuada todo es posible. Sea cual sea tu actividad o tu iniciativa, tendrás éxito en tu gestión si adoptas la actitud apropiada. Las empresas en concreto han encontrado aquí un filón formidable para sus cursillos de formación de los trabajadores, un adoctrinamiento que nada tiene que envidiar al que antaño se realizaba en las iglesias. De hecho, como subraya Ehrenreich, las modernas iglesias estadounidenses cada vez se gestionan más como empresas (con telepredicadores y técnicas de marketing) y las modernas empresas cada vez se parecen más a grandes congregaciones, con sus gurúes, símbolos y fieles. Así, «ambas instituciones ofrecen, a modo de filosofía básica, un mensaje de motivación que habla de seguir siempre adelante, superar obstáculos y conseguir grandes cosas gracias al pensamiento positivo».

A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que hablar de pensamiento para caracterizar estas actitudes no deja de ser una afrenta al pensamiento propiamente dicho. Como lo que decía Baroja del pensamiento navarro, que era una cosa o la otra, pero las dos juntas, imposible. Basta ver adónde conducen en la práctica estas ocurrencias. Ehrenreich cita, por ejemplo, las técnicas de desarrollo de la creatividad organizadas por la empresa telefónica NYNEX. En síntesis, se obligaba a los empleados a encontrar todas las posibles formas diferentes de saltar por una habitación: «Saltaban a la pata coja, con los dos pies, con las manos arriba, tapándose los ojos con una mano». La lección consistía en que esa creatividad demostrada en esas coordenadas específicas era la que debían aplicar en los negocios de la empresa. En otros casos, la formación en técnicas de trabajo en equipo lleva a organizar ejercicios lúdicos «para estrechar lazos entre la plantilla», como, por ejemplo, actividades divertidas «con globos, vendas en los ojos y algún cubo de agua». Con todo ello, no sólo el éxito, sino hasta la felicidad, se contemplan como metas fácilmente alcanzables. En su bestseller La auténtica felicidad, Martin Seligman nos ofrece la ecuación de la misma. H = S + C + V, siendo H la felicidad (Happiness en inglés), S la situación de partida, C las circunstancias y V los factores que controla tu voluntad. Llegados a este punto, sobran comentarios.

La cuestión de las actitudes ante la vida es un problema de cada cual. Pero aquí no se trata de optimismo o pesimismo en el sentido habitual, sino de una ideología que se superpone a las experiencias vitales y determina la disposición frente al mundo antes incluso de las situaciones concretas. Por eso mismo, frente a este mal llamado pensamiento positivo, Barbara Ehrenreich no propugna lo contrario, es decir el abandono pesimista, la desesperanza, la negatividad. La alternativa es, simplemente, «salir de uno mismo» para tratar de ver las cosas «como son», sin dejarnos engañar por nuestros deseos y fantasías. El mundo «está lleno de peligros y oportunidades» a partes iguales, pero por eso mismo no sólo resulta absurdo desde el punto de vista teórico, sino contraproducente en el plano práctico al no reconocer lo malo allá donde se halle. Un padre que cuide bien a sus hijos se anticipará a los riesgos. Un cirujano sopesará todo lo que puede salir mal antes de acometer una operación delicada. Un general no confiará en ganar la batalla sólo porque lo desea, sino que estudiará a conciencia todas las contingencias posibles. Un piloto aeronáutico debe prever los riesgos de atravesar una zona de tormenta y no limitarse a decir sin más que no hay motivo de preocupación. No, las cosas no sólo dependen de la voluntad de uno. Es verdad que, ontológicamente, nunca alcanzaremos a «ver las cosas como son», pero el esfuerzo en acercarse a ello, lo que se ha denominado tradicionalmente realismo, constituye la base del progreso humano y del conocimiento científico. Cuando ya tenía escrito todo lo anterior, me entero por casualidad de que hay una revista española dirigida exclusivamente a las mujeres que padecen cáncer. Adivinen su título. Sí, han acertado: La vida en rosa.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4726
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)