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viernes, 3 de julio de 2020

[A VUEAPLUMA] Representaciones





Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la explotación o la corrupción en las representaciones artísticas es mucho más barato y totalmente ineficaz para mejorar la realidad representada, comenta en el A vuelapluma de hoy [Arte y censura. El País, 26/6/20] el escritor José Luis Pardo.

"Bajo uno de los retratos de Walter Scott en la Galería Nacional de Edimburgo- comienza diciendo Pardo- cuelga desde hace poco un aviso: su visión de Escocia estaba nublada por tintes románticos y muy alejada de la realidad. Como si bajo el (supuesto) retrato de Cervantes pintado por Jáuregui se advirtiera que los gigantes que Don Quijote creyó ver en La Mancha eran simples molinos de viento. Julio Camba decía (en broma) que ciertos discos deberían llevar un cartel como el que aparece en las cajetillas de tabaco: “Peligro. Contiene música romántica”. Pero hoy (en serio), la HBO va a añadir una explicación a Lo que el viento se llevó, y Disney ya ha creado la etiqueta “este programa puede contener representaciones culturales obsoletas”: el tipo de mensaje que se inserta en las llamadas (reflexiónese un momento sobre la denominación) “películas para adultos”. ¿Qué les ha pasado a los espectadores contemporáneos para que se hayan vuelto repentinamente tan menores de edad que haya que tutelarles para evitar que se lastimen?

Si pudiéramos dividir el mundo en realidades (como un niño, un caballo o un dolor de muelas) y representaciones (como un dibujo, una novela o una fotografía), habría que decir que la inmensa mayoría de lo que llamamos “arte” pertenece a la segunda categoría, aunque obviamente no toda representación es una obra de arte. Incluso aquellas obras de arte que deliberadamente cuestionan su carácter representativo, precisamente por ello son representaciones frustradas, defectivas o fallidas, pero representaciones al fin y al cabo.

Ambas categorías están íntimamente relacionadas, ya que las representaciones son representaciones de realidades. Ninguna representación puede serlo de toda la realidad, ni siquiera de todos los aspectos y dimensiones de una realidad singular elegida a tal efecto, puesto que, como dijo una vez Ortega y Gasset, la realidad se distingue del mito porque, a diferencia de este último, ella nunca está del todo acabada.

Pero, aunque la realidad no pueda estar nunca entera en su representación, sí que está en ella más o menos parcialmente en cuanto representada. Por lo cual, no tiene nada de particular que, si la realidad incluye datos como el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación económica o el avasallamiento político, estos datos pasen también a formar parte de la representación, incluso y en concreto cuando se trata de una representación artística. Es decir, que la función de la obra de arte no es proyectar una imagen de la realidad depurada de los factores que pudieran considerarse injustos o escandalosos.

No hace falta decir, pues, que quien se sienta moralmente incómodo con respecto al racismo, al sexismo, a la corrupción institucionalizada, a la explotación o al autoritarismo, ha de aplicarse a intentar cambiar la realidad que se caracteriza por esos rasgos. Lo cual, como la historia nos enseña sobradamente, a menudo, es, además de largo y difícil, muy costoso desde el punto de vista de sufrimiento personal y colectivo. Intentar cambiar las representaciones (y, en concreto, las representaciones artísticas más señaladas) en el sentido recién evocado de alterarlas o explicarlas para perfeccionarlas moralmente es más fácil y puede ser más rentable desde el punto de vista de negocio. Pero, además de totalmente ineficaz a efectos de mejorar la realidad, resulta contraproducente e injusto.

En primer lugar, es injusto culpar a la representación o al representante de los defectos inherentes a lo representado, como lo es el cliente que recrimina a su retratista el haber pintado la barriga o la verruga que efectivamente tiene. Sin duda, cuando el retrato se hace por encargo expreso del cliente y enteramente a su costa, quien paga tiene derecho a exigir retoques, pero, por una parte, eso no hará desaparecer las verrugas ni las barrigas, y por otra, lo que sí desaparecerá entonces será la autonomía del artista, como desaparecería la de un científico que retocase sus descubrimientos a las órdenes de sus patrocinadores o la de un periodista que reescribiese las noticias a instancias de los accionistas de su periódico.

En segundo lugar, cuando quienes se afanan en mejorar la representación de la realidad y no la propia realidad son precisamente aquellas organizaciones políticas cuya pretensión confesa es la de reducir las desigualdades sociales, se podría interpretar que tal desplazamiento significa que se han dado por vencidas en su lucha por transformar la realidad y que, para evitar que esta desagradable noticia llegue a los oídos de sus votantes (y se vea, por así decirlo, la viga que llevan en sus ojos), aumentan energuménicamente los decibelios de su protesta contra la representación (la paja en el ojo ajeno), que sin duda es mucho más fácil de transformar, aunque esa transformación no afecta para nada a la realidad ni, por tanto, contribuye en lo más mínimo a reducir las desigualdades, puesto que la representación no es la causa de la injusticia, sino la injusticia la causa de la representación.

Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación o el autoritarismo contenidos en las representaciones artísticas no solamente es mucho más barato que luchar contra las realidades representadas —como es más cómodo luchar contra la esclavitud cuando ya ha sido abolida que cuando estaba vigente y luchar contra el racismo norteamericano en España que en Norteamérica—, sino que, en lugar de servir para mejorar la realidad, únicamente contribuye a revestir al que protesta airado de una falsa apariencia de virtud que se agota en su mismo griterío y que desaparece una vez acallado este (razón por la cual se procura gritar sin parar).

Por último, esta política cultural atenta contra la libertad de expresión, que forma parte del corpus de libertades civiles que constituyen los derechos fundamentales de las democracias parlamentarias contemporáneas, y que en el terreno del arte se convierte en libertad de creación del artista y en libertad de juicio crítico del espectador. Pensar que es en algún sentido “progresista” forzar al artista a someterse al servicio de ciertas causas políticas (por nobles que aparentemente sean) o sustituir la crítica por un comisariado moral (aunque sus fines sean muy elevados) y tratar a los espectadores como menores de edad no sólo es, una vez más, equivocarse de enemigo —pues este reside en la realidad, no en la representación—, sino además dar la razón a quienes, a lo largo de la historia y durante siglos, por estar interesados en vender el mito de una realidad perfectamente acabada, pusieron el trabajo del artista al servicio del culto religioso o de la propaganda política, y persiguieron, censuraron, condenaron e incluso ejecutaron a quienes exigían libertad para representar el mundo; y ello aunque hoy esta condena se cumpla a menudo según el deseo manifiesto de algunos artistas, igual que Bujarin estuvo de acuerdo con los verdugos que lo ejecutaron en los procesos de Moscú.

No conviene olvidar que la dictadura de los justos (expresión que ya es una contradicción en los términos) es tan dictadura —o sea, tan mala— como la de los bribones".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 29 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El placer de la conversación




Dibujo de Enrique Flores para El País


La libertad de conversación se está perdiendo. Cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que no esté concebida para denigrar a alguno de los bandos en liza, ha de hacerse en privado y en voz baja, afirma en el A vuelapluma de hoy [En defensa de la esfera pública. El País, 21/4/2020] el escritor José Luis Pardo.

"Hace ya más de 200 años -comienza diciendo Pardo- que Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas, presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos llamar libertad de expresión.

Kant señalaba que el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir: el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.

Esta distinción tan razonable entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual. Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte de la merma de libertad a la que me refiero.

Para que la esfera pública pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la institución criticada.

Y esto significa, hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales, gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un exponente de ello: el voto se concentra en los extremos populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos extremistas.

Walter Benjamin escribió en cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”. Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.

Es habitual acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas diseñadas ad hoc por “desinteresados” community-managers. Pero no podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del mismo modo que no son solo los big data los responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant, eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento, solo a ellos puede imputarse tal elección.

Lo preocupante comienza cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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martes, 27 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Bolonia: Alea iacta est (Publicada el 14/11/2008)



Estatua en el campus de la Universidad Complutense, Madrid


Bolonia es una bella y antigua ciudad del norte de Italia, situada a las faldas de los Apeninos, y capital de la región de Emilia-Romaña. Cuenta con una población muy similar a la de Las Palmas de Gran Canaria (374.000 habitantes) y con la Universidad más antigua de toda Europa occidental.

Creada en el año 1088, entre sus estudiantes han figurado personajes de la talla de Dante, Petrarca, Thomas Becket, Erasmo de Rotterdam o Nicolás Copérnico. En el Colegio de San Clemente de los Españoles, en Bolonia, creado en 1369, aún en funcionamiento y mantenido por el gobierno de España, estudió entre otros Antonio de Nebrija.

Quizá fue por todo lo anterior que en 1999 los ministros de Educación y Universidades de toda Europa se reunieron para acordar la iniciación de un proceso de desarrollo que, en 2010 como máximo, condujera a la implantación efectiva de un Espacio Europeo de Educación Superior. Es el proceso conocido popularmente con el nombre de Declaración de Bolonia.

Mal comprendido y peor explicado, el proceso de convergencia de las universidades españolas en el Espacio Europeo de Educación Superior, a punto de culminar, no ha gozado de buena prensa, recibiendo acusaciones muy duras de "mercantilizar" la enseñanza superior, acabar con la universidad pública, rebajar sus niveles de formación a los de una FP elitista, condenar al ostracismo a las enseñanzas de Humanidades, y un etcéterá muy muy largo. En la rotunda oposición a la Declaración de Bolonia, sus detractores han contado con la entusiasta colaboración de buen número de estudiantes universitarios, futuros alumnos (aún en Secundaria), y también, como no, de profesores y claustros de Facultades universitarias...

¿Está echada, para mal, la suerte de la universidad española? A mi me da la impresión, después de muchos años de relación con ella, que hay bastante de exageración en la crítica de los medios, de ignorancia en la de los estudiantes y de intereses no sólo académicos en la de buen número de profesores.

Ayer se echaron a la calle miles de estudiantes, en Madrid y otras capitales españolas, para oponerse a la implantación del EEES en España. Lo recogía El País en su información general. Complemento la información con sendos artículos de opinión, a favor y en contra, respectivamente, de dos ilustres profesores de la Universidad Complutense de Madrid, publicados por José Luis Pardo, catedrático de Filosofía, el día 10, y por Fernando J. García Selgas, catedrático de Sociología, hoy mismo.

En cualquier caso, para bien o para mal (y yo espero que para bien) como dijo Julio César al traspasar los límites del río Rubicón, "alea iacta est"... HArendt




Universidad de Bolonia, Italia


"La descomposición de la Universidad", por José Luis Pardo

El "proceso de Bolonia" pretende facilitar la incorporación de los licenciados a la sociedad. En realidad, esconde tras sus promesas un zarpazo que puede ser mortal para las estructuras de la enseñanza pública

Como sucede a menudo en política, la manera más segura de acallar toda resistencia contra un proceso regresivo y empobrecedor es exhibirlo ante la opinión pública de acuerdo con la demagógica estrategia que consiste en decirle a la gente, a propósito de tal proceso, exclusivamente lo que le agradará escuchar. Así, en el caso que nos ocupa, las autoridades encargadas de gestionar la reforma de las universidades que se está culminando en nuestro país -sea cual sea su lugar en el espectro político parlamentario- han presentado sistemáticamente este asunto como una saludable evolución al final de la cual se habrá conseguido que la práctica totalidad de los titulados superiores encuentren un empleo cualificado al acabar sus estudios, que los estudiantes puedan moverse libremente de una universidad europea a otra y que los diplomas expedidos por estas instituciones tengan la misma validez en todo el territorio de la Unión.

Una vez establecido propagandísticamente que el llamado "proceso de Bolonia" consiste en esto y solamente en esto, nada resulta más sencillo que estigmatizar a quienes tenemos reservas críticas contra ese proceso como una caterva de locos irresponsables que, ya sea por defender anacrónicos privilegios corporativistas o por pertenecer a las huestes antisistema del Doctor Maligno, quieren que siga aumentando el paro entre los licenciados y rechazan la homologación de títulos y las becas en el extranjero por pura perfidia burocrática. Vaya, pues, por adelantado que el autor de estas líneas también encuentra deseables esos objetivos así proclamados, y que si se tratase de ellos nada tendría que oponer a la presente transformación de los estudios superiores.

Sin embargo, lo que las autoridades políticas no dicen -y, seguramente, tampoco la opinión pública se muere por saberlo- es que bajo ese nombre pomposo se desarrolla en España una operación a la vez más simple y más compleja de reconversión cultural destinada a reducir drásticamente el tamaño de las universidades -y ello no por razones científicas, lo que acaso estuviera plenamente justificado, sino únicamente por motivos contables- y a someter enteramente su régimen de funcionamiento a las necesidades del mercado y a las exigencias de las empresas, futuras empleadoras de sus titulados; una operación que, por lo demás, se encuadra en el contexto generalizado de descomposición de las instituciones características del Estado social de derecho y que concuerda con otros ejemplos financieramente sangrantes de subordinación de las arcas públicas al beneficio privado a que estamos asistiendo últimamente.

Habrá muchos para quienes estas tres cosas (la disminución del espacio universitario, la desaparición de la autonomía académica frente al mercado y la liquidación del Estado social) resulten harto convenientes, pero es preferible llamar a las cosas por su nombre y no presentar como una "revolución pedagógica" o un radical y beneficioso "cambio de paradigma" lo que sólo es un ajuste duro y un zarpazo mortal para las estructuras de la enseñanza pública, así como tomar plena conciencia de las consecuencias que implican las decisiones que en este sentido se están tomando. De estas consecuencias querría destacar al menos las tres que siguen.

1. La "sociedad del conocimiento". Este sintagma, casi convertido en una marca publicitaria que designa el puerto en el que han de desembarcar las actuales reformas, esconde en su interior, por una parte, la sustitución de los contenidos cognoscitivos por sus contenedores, ya que se confunde -en un ejercicio de papanatismo simpar- la instalación de dispositivos tecnológicos de informática aplicada en todas las instituciones educativas con el progreso mismo de la ciencia, como si los ordenadores generasen espontáneamente sabiduría y no fuesen perfectamente compatibles con la estupidez, la falsedad y la mendacidad; y, por otra parte, el "conocimiento" así invocado, que ha perdido todo apellido que pudiera cualificarlo o concretarlo -como lo perdieron en su día las artes, oficios y profesiones para convertirse en lo que Marx llamaba "una gelatina de trabajo humano totalmente indiferenciado", calculable en dinero por unidad de tiempo-, es el dramático resultado de la destrucción de las articulaciones teóricas y doctrinales de la investigación científica para convertirlas en habilidades y destrezas cotizables en el mercado empresarial. La reciente adscripción de las universidades al ministerio de las empresas tecnológicas no anuncia únicamente la sustitución de la lógica del saber científico por la del beneficio empresarial en la distribución de conocimientos, sino la renuncia de los poderes públicos a dar prioridad a una enseñanza de calidad capaz de contrarrestar las consecuencias políticas de las desigualdades socioeconómicas.

2. El nuevo mercado del saber. Cuando los defensores de la "sociedad del conocimiento" (con Anthony Giddens a la cabeza) afirman que el mercado laboral del futuro requerirá una mayoría de trabajadores con educación superior, no están refiriéndose a un aumento de cualificación científica sino más bien a lo contrario, a la necesidad de rebajar la cualificación de la enseñanza superior para adaptarla a las cambiantes necesidades mercantiles; que se exija la descomposición de los saberes científicos que antes configuraban la enseñanza superior y su reducción a las competencias requeridas en cada caso por el mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a proseguir esta "educación superior" a lo largo de toda su vida laboral es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de "conocimiento") completamente descualificada necesita una permanente recualificación, y sólo ella es apta -es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla. Acaso por ello la nueva enseñanza universitaria empieza ya a denominarse "educación postsecundaria", es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media (cosa especialmente preocupante en este país, en donde la reforma universitaria está siguiendo los mismos principios seudopedagógicos que han hecho de la educación secundaria el conocido desastre en que hoy está convertida): como confiesa el propio Giddens, la enseñanza superior va perdiendo, como profesión, el atractivo que en otro tiempo tuvo para algunos jóvenes de su generación, frente a otros empleos en la industria o la banca; y lo va perdiendo en la medida en que el profesorado universitario se va convirtiendo en un subsector de la "producción de conocimientos" para la industria y la banca.

3. El ocaso de los estudios superiores. No es de extrañar, por ello, que el "proceso" -de un modo genuinamente autóctono que ya no puede escudarse en instancias "europeas"- culmine en el atentado contra la profesión de profesor de bachillerato que denunciaba el pasado 3 de noviembre el Manifiesto publicado en este mismo periódico: reconociendo implícitamente el fracaso antes incluso de su implantación, la administración educativa admite que los nuevos títulos no capacitan a los egresados para la docencia, salida profesional casi exclusiva de los estudiantes de humanidades; pero, en lugar de complementarlos mediante unos conocimientos avanzados que paliarían el déficit de los contenidos científicos recortados, sustituye estos por un curso de orientación psicopedagógica que condena a los profesores y alumnos de secundaria a la indigencia intelectual y supone la desaparición a medio plazo de los estudios universitarios superiores en humanidades, ya que quienes necesitarían cursarlos se verán empujados por la necesidad a renunciar a ellos a favor del cursillo pedagógico.

Todos los que trabajamos en ella sabemos que la universidad española necesita urgentemente una reforma que ataje sus muchos males, pero no es eso lo que ahora estamos haciendo, entre otras cosas porque nadie se ha molestado en hacer de ellos un verdadero diagnóstico. Lo único que por ahora estamos haciendo, bajo una vaga e incontrastable promesa de competitividad futura, es destruir, abaratar y desmontar lo que había, introducir en la universidad el mismo malestar y desánimo que reinan en los institutos de secundaria, y ello sin ninguna idea rectora de cuál pueda ser el modelo al que nos estamos desplazando, porque seguramente no hay tal cosa, a menos que la pobreza cultural y la degradación del conocimiento en mercancía sean para alguien un modelo a imitar. (El País, 10/11/08)



http://www.elpais.com/recorte/20081113elpepusoc_3/XLCO/Ies/20081113elpepusoc_3.jpg
Estudiantes españoles se manifiestan contra el "Proceso de Bolonia"


"Miles de estudiantes salen a la calle contra el Plan Bolonia" (Agencias)

Más de 10.000 personas se manifiestan en Madrid contra el proyecto de reforma de la educación superior europea.

Miles de estudiantes, unos 10.000 según fuentes policiales, se han manifestado hoy en en el centro de la capital para unirse a la huelga general convocada y mostrar su rechazo al Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), conocido popularmente como Plan Bolonia, y que, entre otros puntos, recoge la desaparición de algunas carreras como las Filologías. Con una pancarta bajo el lema de En defensa de la Educación Pública. Que la crisis la paguen los capitalistas, la manifestación ha comenzado alrededor de las 12.00 horas en la Plaza de Colón con la intención de ir abriéndose paso por el carril izquierdo del paseo de Recoletos hasta llegar al Ministerio de Educación, situado en la calle Alcalá.

La marcha es la segunda en lo que va de curso y repite el recorrido habitual de las manifestaciones de estudiantes anteriores. A pesar de que el tema de las universidades es competencia del Ministerio de Ciencia e Innovación, el departamento dirigido por Mercedes Cabreras siempre ha sido el punto final de las concentraciones reivindicativas de la Educación.

Un portavoz de la coordinadora de estudiantes de las universidades públicas de Madrid, Javier Galán Blanco, ha explicado a la prensa que el "proceso de Bolonia" implica la desaparición de carreras, sobre todo las que tengan un escaso número de alumnos, e incorporar unos máster oficiales no subvencionados por el Estado. Esos máster alcanzarán precios de entre "1.500 y 13.000 euros, mientras que los actuales estaban entre los 600 y 1.500", ha precisado. De esta forma, no todos los estudiantes van a poder acceder a una formación de calidad y completa, pues muchos se tendrán que conformar con el grado de cuatro años, "que no permite investigar, sólo el ejercicio profesional". "Crean obreros megacualificados, pero no intelectuales, que es para lo que se ha creado la universidad", ha advertido.

También ha asegurado que Bolonia significa que la universidad pública comience a financiarse por sí misma, es decir a través de empresas privadas. Esto amenaza la pervivencia de carreras de letras como Filosofía o Historia "porque no interesan", incluso de ciencias como Biología o Químicas, ha insistido.

El secretario general del Sindicato de Estudiantes, Juanjo López, ha indicado que los jóvenes han salido hoy a la calle para luchar "en defensa de la educación pública, para que no se privatice, porque es lo que se están haciendo en todas las etapas: Infantil, Secundaria, Formación Profesional y Universidad". "El Plan Bolonia implicará la privatización de la universidad, el darla a las grandes empresas para echar a los hijos de los trabajadores de estos estudios", ha denunciado López, y ha explicado que el plan europeo sólo recogerá títulos superiores "para aquellos que tengan 3.000 euros en el banco, los retengan y los puedan costear".

"Nos han cortado la cabeza". La presencia de estudiantes de distintas facultades dieron muestra de distintas maneras de manifestación. Así, un grupo de estudiantes de Bellas Artes idearon un disfraz de cartas de póquer para simular a los naipes de la baraja que en el cuento de 'Alicia en el País de las Maravillas' les cortan la cabeza. "El Plan Bolonia nos ha cortado la cabeza", ha apuntado una estudiante mientras que al ritmo de los timbales se unía al coro de voces que clamaban "¡Izquierda, Izquierda, Bolonia a la mierda!". Sin embargo, hubo cánticos para todas las administraciones porque entre algún cartel de "Entérate ZP, existe FP", había otros con 'Aguirre no tiene educación' o 'Escuelas clasistas dividen a la ciudadanía'.

Por parte de la Asamblea de Estudiantes contra el Plan Bolonia, que llevan desde el pasado viernes organizando encuentros por varias facultades de la Comunidad, David, uno de sus integrantes, ha asegurado que "están contentos con la participación" y que el trabajo de los estudiantes "es cada vez más fuerte". Estos días se han "encerrado" centenares de estudiantes con la intención de trabajar en equipo y buscar soluciones al problema que, según ellos, plantea el nuevo Espacio Europeo. "Estamos intentando crear un tejido social y educativo, que haga avanzar nuestras reivindicaciones", añadió en relación a sus 'huelgas a la japonesa', donde se concentran para "no parar de trabajar".

"Sobre todo, queremos llevar nuestra denuncia de que somos la mayoría los que denunciamos este Plan, se hizo un referéndum y ha salido que los estudiantes no lo quieren. Tenemos que poner la realidad sobre la mesa", ha agregado.

Manifestaciones similares se han convocado en otras ciudades en coincidencia con una jornada de huelga de estudiantes en las enseñanzas medias y universitarias. (El País, 13/11/08)




Rectorado de la Universidad de Las Palmas de GC, España


"Matices sobre el 'proceso Bolonia'", por Fernando J. García Selgas

Creo que el alarmado artículo del profesor Pardo (publicado en EL PAÍS el 10 de noviembre) mezcla acertados diagnósticos con afirmaciones no justificadas, que requieren ser matizadas. Me voy a centrar en la más desafortunada, aquella que imputa al proceso de Bolonia la vigente descomposición de la Universidad española, cuando su efecto en las universidades británicas, francesas o alemanas no está siendo ése. Si no nos dejamos avasallar por el griterío que nos rodea o por la urgencia que nos gobierna, es fácil reconocer que esa descomposición es más bien efecto de un largo proceso en el que podemos destacar tres hitos consecutivos.

Primero, la resistencia a abandonar los viejos hábitos de los mandarinatos o de la exclusividad de la clase magistral. Segundo, el café para todos de la España autonómica, que llevó una universidad no a cada autonomía, sino a cada provincia, multiplicando la mediocridad. Tercero, la incapacidad de nuestros gobernantes para homologar la estructura de nuestros estudios universitarios con el resto de la Unión Europea, al establecer grados de cuatro años y másteres de un año (en lugar del 3+2), lo que ha imposibilitado encarrilar a esa mayoría de pequeñas universidades hacia el cumplimiento de los objetivos de Bolonia (movilidad, equivalencia y empleabilidad en toda la Unión Europea) y ha minimizando el tiempo dedicado a la docencia especializada y profunda del posgrado.

Tan propagandista y maniqueo es desacreditar a los críticos con el proceso de Bolonia como convertirlo en chivo expiatorio de la incapacidad de nuestros gobernantes y el conservadurismo de nuestros colegas. (El País, 14/11/08)



http://www.delcastellano.com/wp-content/2008/05/cesar-rubicon.jpg
Julio César cruzando el Rubicón



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martes, 6 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La filosofía y el ridículo


Dibujo de Eduardo Estrada


Hay quienes se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral, intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero sus homilías pueden volverse contra ellos, comenta el filósofo y escritor José Luis Pardo. 

Aunque tomaré como punto de partida la publicación, el pasado 30 de mayo, de un artículo de apoyo a Josu Ternera en el diario francés Libération, comienza diciendo Pardo, firmado por Alain Badiou, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste, no pretendo actuar como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del artículo.

¿Qué efecto social puede tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el escenario internacional? Todos los profesores de filosofía sabemos perfectamente que la formación académica que hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina, una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir, sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos, sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado superior en química o un barrendero.

Sin embargo, los ajenos a nuestro gremio no tienen por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar, pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los fines últimos de la historia de la humanidad.

Aunque siempre hay resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente de un cierto complejo de inferioridad que quienes nos dedicamos a la filosofía llevamos incorporado a nuestro ethos profesional.

Así, cuando se nos recrimina que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.

Con este argumento consiguen estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo (tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que, incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra parecen estar más allá de toda sospecha.

Como ya he dicho, todos los profesores de filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado, sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores —incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral, intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos —ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger, debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.

Por tanto, es posible que la peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto nos quejamos sus profesionales, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a pesar de que sea un despropósito.






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sábado, 10 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] El insensato furor del resentimiento





Los nuevos intentos de censura están relacionados con una visión que justifica el arte por su valor político y moral y desatan un insensato furor de resentimiento, escribía hace unos días en la revista Letras Libres el filósofo, ensayista y catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Pardo.

Pronto se cumplirán 43 años de aquel día de febrero de 1975 en el que un agente de la policía local de Cáceres, de apellido Piris, observó que en el escaparate de una librería de esa ciudad española, junto con otras cuantas láminas de las obras de Francisco de Goya, se exponía una del cuadro conocido como La maja desnuda; no lo dudó: convencido de que se trataba de un atentado contra la moral y las buenas costumbres, entró en el establecimiento para ordenar a su propietaria que retirara semejante ofensa de la vista del público, ante todo para evitar que excitara la libido de los alumnos adolescentes de una escuela cercana. La noticia suscitó en su momento el sarcasmo de la oposición intelectual (la única que entonces existía de manera oficial), que la recibió casi con alegría o al menos con humor, porque veía en la esperpéntica anécdota una ocasión de mostrar al mundo el ridículo de los últimos estertores del aparato de censura de la dictadura de Franco, a la que ya le quedaban muy pocos meses de amargar la vida a los españoles y que se hallaba, como todos sus demás dispositivos, en estado de descomposición. El resto del país, o la parte de él que tenía alguna conciencia de su situación, debió sentir al conocer este hecho lo mismo que sentimos hoy desde la distancia: lástima y vergüenza ante un signo inequívoco más de la incultura y del atraso que, a fuerza de reinar en aquella sociedad, había llegado a convertirse en motivo de orgullo para sus autoridades gubernativas (el pleno del Ayuntamiento de Cáceres pidió al alcalde que felicitara al cabo Piris por su meritoria acción). Un lamentable episodio de un periodo histórico afortunadamente superado, se dirá.

Sin embargo, hace apenas unos meses se recogieron miles de firmas por internet para pedir que se retirara del Metropolitan Museum of Art de Nueva York un cuadro de Balthus, Thérèse dreaming, por considerar que ofrece una complaciente visión romántica del voyerismo y de la cosificación de las mujeres menores de edad, moralmente peligrosa para las masas que la contemplen. Lo cierto es que las connotaciones son diferentes: en el caso de La maja desnuda los censores pertenecían al siniestro bando del fascismo (de cuya identificación con el mal no cabe hoy duda alguna), y en este otro se trata de una reivindicación amparada en la defensa de las víctimas de los abusos sexuales (que es, más allá de toda duda, una buena causa). A pesar de todo, ¿no es lícito ver un macabro parecido entre ambos sucesos, en la medida en que parecen suponer intentos de restricción de las libertades civiles y de imposición de un ideario obligatorio (con lo que ello comporta de ataque a los fundamentos de las sociedades liberales)? La respuesta a esta pregunta tiene dos dimensiones conectadas de forma íntima: una se refiere al progreso moral, y la otra al progreso estético (¿puede considerarse como un progreso aquello que hace cuarenta años se valoraba como un retraso?). Intentemos profundizar un poco en ambas.

El concepto de progreso moral es problemático, sobre todo porque existe una idea (falsa y falaz) del mismo que a menudo ha permitido promover en su nombre la barbarie: la idea de que los hombres actuales somos superiores en términos morales a nuestros antepasados. Es una idea falsa porque la evidencia empírica que ha puesto a nuestra disposición la antropología sugiere que todos los hombres estamos hechos de la misma pasta moral, que tenemos los mismos defectos y debilidades en ese terreno. Y es una idea falaz porque el argumento de la superioridad moral (de unas épocas sobre otras, de unas religiones sobre otras, de unas razas o clases sobre otras razas o clases, de los opresores sobre los oprimidos o de los oprimidos sobre los opresores, de los colonos sobre los indígenas o de los indígenas sobre los colonos y, en general, de “nosotros” sobre nuestros enemigos) ha servido en todo tiempo y lugar para justificar las mayores atrocidades, al reducir el “progreso moral” a la victoria (que debería ocurrir históricamente) de los superiores sobre los inferiores o, de modo más breve, de los nuestros sobre los demás. Como decía Kant, no hay ninguna manera de resolver esta cuestión mientras se plantee como una guerra entre sistemas morales incompatibles.

Por el contrario, la única idea admisible de progreso moral es la que justamente lo hace consistir en el cese de ese enfrentamiento interminable que, en los inicios de nuestra cultura (y también, por cierto, en los de otras culturas), las antiguas tragedias griegas describieron como la sangrienta rueda de las venganzas, escenificada a la perfección en la Orestíada. Una rueda que solo deja de girar cuando ese círculo vicioso es sustituido por la aceptación por parte de los contendientes de una ley común a cuya justicia se someten de manera incondicional. Como explicó Nietzsche en La genealogía de la moral, en el momento en el que eso ocurre la humanidad abandona la jurisdicción de la naturaleza y entra en una inédita “situación de derecho” que permite considerar de modo impersonal las acciones: la justicia solo tiene ojos para la acción del pedófilo o del ladrón, pero es ciega a la identidad personal de su autor, a quien no castiga por lo que es sino por lo que hizo; así queda superado lo que Nietzsche llamó “el punto de vista del perjudicado” y, con él, “el insensato furor del resentimiento”. Lo cual no significa que los hombres sometidos a esa ley dejen de tener, en cuanto sujetos privados, deseos de venganza ante las ofensas de las que son objeto, sino que –para evitar los perjuicios que, a la larga, causaría a sus propias libertades públicas el dar libre curso al “derecho de revancha”– aceptan su proscripción legal a favor de los mecanismos de la justicia, delegando en los poderes públicos, como decimos hoy, el monopolio de la violencia. De acuerdo con esto, el progreso moral no significa que unos hombres sean moralmente superiores a otros, sino que algunas sociedades disponen de instituciones jurídico-políticas capaces de proteger a sus miembros contra sus miserias y flaquezas mejor de lo que otras lo hacen.

Sobre esta base pueden sostenerse avances morales significativos que, si no son irreversibles en su totalidad, al menos resultan merecedores de una protección jurídica especial. Esto ocurre, por ejemplo, cuando estos avances se constitucionalizan para hacer más difícil su posible reversión. Podemos señalar en nuestra historia algunos de esos progresos significativos, desde la abolición de la esclavitud hasta la institucionalización de las libertades civiles que se cristalizan en la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano y sus secuelas: entre otros, el llamado “contrato social”, el reconocimiento de los derechos de los trabajadores y todo lo que hoy denominamos democracia social, la emancipación de la mujer de la tutela del varón, las leyes contra la discriminación racial o la protección de la infancia, en la medida –aún deficiente y desigual– en la que han ido siendo consideradas en la legislación de los diversos Estados de derecho. Pero ya hemos dicho que estos avances no suponen puntos de no retorno en la evolución moral de la humanidad, es decir, siempre es posible que el progreso representado por esas instituciones se destruya y “regresemos” a situaciones anteriores y peores.

Si se acepta lo dicho hasta aquí, toda regresión moral ha de implicar una decadencia de los citados mecanismos de justicia y la consiguiente inclinación a reponer el controvertido modelo de la venganza y de la lucha por la superioridad moral. En nuestra historia reciente todos recordamos cómo el marxismo cuestionó el derecho en general y las libertades públicas en particular, calificándolos como “superestructuras ideológicas” que disimulaban las desigualdades económicas y afianzaban la dominación de clase; sustituyó así el paradigma del derecho por el de la guerra –la lucha de clases–, identificando la justicia con la victoria de los oprimidos sobre sus opresores. Y, debido a la enorme influencia del marxismo, este descrédito de los derechos civiles estuvo sin duda en la base de ese gigantesco engaño acerca de los Estados comunistas que ha estado vigente como propaganda hasta hace muy poco tiempo, a saber, que la inexistencia de tales derechos en dichos Estados no era un defecto, sino una prueba de que en ellos reinaba una libertad “real”, y no meramente “formal” y encubridora como la de las sociedades liberales. Algo idéntico, por otra parte, a lo que defendían otros Estados totalitarios sobre una base doctrinal de superioridad racial.

Puede que pensemos que estos planteamientos hoy en día están tan superados como los prejuicios del cabo Piris, pero en el tiempo transcurrido desde aquella grotesca historia hemos asistido a otro tipo de “crítica del derecho” que, reeditando algunos elementos de la marxista, la renueva y la prolonga hasta nuestros días de formas inequívocamente contemporáneas y en apariencia “progresistas”. Una de sus encarnaciones más llamativas son las bien conocidas tesis de Michel Foucault, según las cuales los grandes aparatos políticos de la sociedad moderna (el Estado, el parlamento, el gobierno, el tribunal, la prensa libre, etc.) son solo el resultado superficial de una correlación de fuerzas subterránea en la que pugnan una multiplicidad de “micropoderes” (y de “microdeseos”) moleculares y cuasi invisibles que constituyen su armazón profundo y su constante desasosiego. Por tanto, la presunta “imparcialidad de las leyes” sería también en este caso una mera apariencia que oculta las asimetrías características de toda relación de poder.

El incontestable éxito de estas tesis entre muchos de los movimientos políticos nacidos o renacidos a mediados del siglo pasado, e incluso su impacto en los programas políticos de la izquierda y la derecha parlamentarias, se ha beneficiado sin duda de otro factor, cuya relevancia seguramente Foucault no previó: la “irresistible ascensión” de los conflictos de identidad como plataforma de lucha política, que en tantas ocasiones y lugares han tomado el relevo de la “lucha de clases”. Como resultado de ello, hoy esos conflictos “profundos” de poder se han convertido en su mayoría en batallas cuyo trasfondo ya no es la igualdad, como lo era en los proyectos de corte socialista, sino la diferencia que compone la marca identitaria de cada uno de los adversarios, cuyas acciones han dejado de ser impersonales porque la justicia ha dejado de ser ciega a la identidad privada de los antagonistas: ahora se levanta la toga al juez y se le pide que pondere, no ya la cualidad de una acción, sino la identidad del agente. Esta nueva estrategia subvierte por completo lo que, en las frases antes citadas, Nietzsche identificaba como la transición desde una situación “de naturaleza”, en la que el daño que un hombre hace a otro se considera como una pugna entre particulares, a una situación “de derecho” en la que el perjuicio se entiende como una infracción de la ley común y, por tanto, como una falta contra la colectividad entera. Cuando esta desaparece y en su lugar se instalan las identidades irreductiblemente antagónicas, los adversarios en litigio dejan de confiar en la justicia (pues su “diferencia” no se deja constreñir a la igualdad ante la ley) y aspiran a recuperar el derecho de la víctima a la venganza, que no persigue la justicia sino la humillación del enemigo y que, pese a tener otros argumentos que los de los regímenes totalitarios, quiere corregir a la luz de su identidad menoscabada cada error de la historia, incluida la historia del arte. Se notará, por ejemplo, que la pérdida de confianza en los tribunales de justicia como instancias capaces de establecer (hasta donde los mortales podemos hacerlo, o sea siempre de manera provisional y revisable) la verdad de los hechos sociales es también una de las causas inequívocas del auge de la llamada posverdad (es decir, de la posibilidad de que cada quien elabore unos “hechos alternativos” convenientes a sus intereses privados en lugar de confiar en las verdades públicas).

Esta situación, que por el momento solo representa una sombra amenazadora sobre el Estado de derecho, se suma en el caso que nos ocupa a la peculiar coyuntura del arte contemporáneo heredada del siglo XX. Aunque también en este punto sería absurdo hablar de “progreso estético” en un sentido simplista (es decir, sostener que los cuadros de Rubens son mejores o peores que los frescos de Miguel Ángel o que las bailarinas de Degas), resulta difícil negar que el artista, como productor cultural, realiza una aspiración que siempre estuvo viva en su oficio cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales” a los que el pintor o el músico se habían visto obligados a someterse en épocas anteriores. A partir de ese momento puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio. Algo muy parecido sucede con la libertad de cátedra o la de prensa, que pese a que siempre hayan formado parte del ideario “profesional” de escritores y profesores, solo se encuentran verdaderamente garantizadas cuando sus respectivos campos –la investigación científica, el trabajo intelectual y la formación de la opinión pública– consiguen autonomía política con respecto a otros órdenes sociales deseosos de instrumentalizarlos a su servicio.

Cuando Balthus pintó Thérèse dreaming, en 1938, la actividad artística se hallaba aún protegida por esa jurisdicción autónoma de la que el cabo Piris nada sabía, convencido como estaba de que podía legislar sobre la esfera estética en nombre de una superioridad moral a la que nada ni nadie podía resistirse. De hecho, gracias a esa protección pudieron al menos protestar los artistas a quienes los regímenes fascistas y comunistas persiguieron por negarse a someter sus criterios estéticos a los criterios políticos de los ministerios de propaganda.

Pero el trabajo de las vanguardias históricas, convertidas en horizonte de referencia para todo el arte contemporáneo tras la Segunda Guerra Mundial, consistió, entre otras cosas, en rechazar y dinamitar esa protección para que el arte dejara de ser una esfera separada de la vida y se diluyera en ella, casi siempre por la vía de lo que Walter Benjamin llamó “la politización del arte”. Así, al mismo tiempo que se divulgaban la “microfísica del poder” y la “micropolítica del deseo”, una parte significativa de los movimientos artísticos abandonaba lo que quedaba de la jurisdicción autónoma de la estética moderna y buscaba para sus obras una legitimación política o moral. De nuevo, se trata del mismo tipo de legitimación que pretendieron dar a las artes los regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX, aquella en virtud de la cual se podía censurar la Maja de Goya; pero de nuevo las causas político-morales a cuyo servicio se ponen (de manera simbólica) algunos artistas contemporáneos son intachablemente “buenas”: toman partido por las víctimas de la injusticia, la discriminación, la inmigración o de los efectos del capitalismo sobre el planeta. Sin embargo, como quiera que se valore esta estrategia del arte contemporáneo (ya sea como un “progreso” con respecto a su pasado “autónomo” o como una regresión hacia la heteronomía), una cosa es innegable: desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus, se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras.

Si a esto se añade el modo como las nuevas “políticas de malestar” relacionadas con la guerra de identidades han desatado “el insensato furor del resentimiento”, todo parece indicar que, contra lo que habríamos pensado no hace mucho, la estirpe del cabo Piris nos dará en el porvenir aún muchas tardes de gloria. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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