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sábado, 17 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Los peces de colores



La reina Sofía de España


Por supuesto que ignoro si la reina Sofía cree en los peces de colores. Supongo que no, pero desde luego si alguien del entorno de la Casa Real pensó que sus declaraciones a la periodista Pilar Urbano, que ésta última ha hecho públicas con vistas a la edición de su libro sobre la reina iban a pasar sin pena ni gloria, se equivocó de medio a medio. Aborto, educación religiosa, matrimonio homosexual, los insultos y ofensas a la Corona, sus relaciones y opiniones sobre los presidentes del gobierno y sobre gobernantes extranjeros... A mi me han parecido bastante sensatas, la verdad, aunque no comparto algunas de ellas (al menos de las que se han comentado), y desde luego, respetables. El problema es si la situación de excepcional privilegio de que gozan los miembros de la Familia Real no implica también una obligación de estricta neutralidad, incluso de opinión, sobre aquellos asuntos de confrontación política y social, por parte de los mismos. También es cierto que la figura de la reina consorte no tiene relevancia constitucional alguna, salvo en el caso de que se viera abocada al ejercicio de la regencia durante la minoría de edad del heredero o la incapacitación del rey, así que, al menos constitucionalmente, no cabe exigirle ese estricto papel de neutralidad política que corresponde cumplir al titular de la Jefatura del Estado.

En este país nuestro tenemos un regusto bastante primario por poner a caldo, venga o no a cuento, al rey: si hace, por que hace, y si no hace, porque no hace.. Me parece de un infantilismo rayano en la estulticia. Por ejemplo, el del señor alcalde de Puerto Real, llamando crápulas al rey y a su consorte... Flaco favor le hacen a la República y al republicanismo, absolutamente respetables ambos, declaraciones como las de este descerebrado...

Y para descerebrados locales, los delegados asistentes al reciente Congreso Nacional de la Coalición Canaria-ATI (Asociación Tinerfeña Inmobiliaria) celebrado en Las Palmas este pasado fin de semana, ahora lanzados sin freno, de culo y marcha atrás por el camino del soberanismo, el pacto confederal con el Estado y la independencia nacional canaria... Lo más gracioso no es lo citado anteriormente, que es respetable, si fuera serio, es que para fundamentarlo, afirman categóricamente que no existe nación alguna llamada España y que tampoco existe pueblo español alguno... Vale, majos, si vosotros lo decís, será verdad... ¡Llevan éstos un carrerón hacia la hostia que no quieras ver!... No seré yo quien se lamente cuando se la peguen...

Otra que cree en los peces de colores, por lo que parece, es la prestigiosa editora catalana Esther Tusquets, que junto con la historiadora Mercedes Vilanova, escribieron una biografía "autorizada" sobre el ex-alcalde de Barcelona y ex-presidente catalán, Pasqual Maragall. La dolorida respuesta de la escritora a las críticas surgidas del entorno familiar del señor Maragall creo que es un monumento literario a la ingenuidad...

Y otra ingenuidad, y con esto termino mi crónica de hoy, es la de un entrañable compañero de militancia sindical que, como yo en su momento, creía en eso que se denomina democracia interna (de los sindicatos, los partidos políticos, las organizaciones empresariales, los colegios profesionales, y todos los etcéteras que ustedes quieran), democracia interna que, como ya demostró el sociólgo alemán Robert Michels al formular a principios del pasado siglo su "Ley de Hierro de las Oligarquías", no es nada más que una entelequia digan lo que digan las normas legales y estatutarias respectivas.

Se queja este compañero en un correo electrónico de hace unos días, que no puedo hacer público porque es privado (justamente lo mismo que la Casa Real acaba de decir sobre las revelaciones de la periodista Pilar Urbano, que seguramente ésta desmentirá...), de la falta de democracia interna dentro de la UGT de Canarias. No digo que no tenga razón, pero tampoco es como él lo pinta. Es, simplemente, que la "cosa" es así... Y eso no hay quien lo cambie.

Nosotros lo intentamos hace unos años, creo que en octubre de 1999. Era un curso de cuadros sindicales sobre "Análisis y resolución de problemas" al que asistíamos en la Escuela Sindical "Julián Besteiro" de la UGT, en Madrid. Un grupo de alumnos canarios elaboramos como trabajo dentro del curso un texto que denominamos "Manifiesto para un sindicato del siglo XXI", con el que pretendíamos dinamizar la vida organizativa interna del sindicato, modificando su estructura orgánica y territorial y abriéndolo a la participación activa de sus afiliados. Lo discutimos, lo aprobamos y nos ilusionamos con él, pero la vida posterior del "Manifiesto" fue tortuosa. La cúpula sindical de nuestra Federación de industria, a la que se lo remitimos, ni siquiera acusó recibo de la misma. Por supuesto no fue objeto de debate en instancia alguna del sindicato, aunque el grupo de "creyentes en los peces de colores" de los que yo formaba parte, lo intentamos de todas las maneras imaginables. La respuesta era siempre la misma: no era "el momento procesal oportuno"... Ese momento sigue sin llegar, pero yo, desde luego, hace bastante tiempo que dejé de creer para siempre en los peces de colores... Y así sigo. HArendt



La periodista Pilar Urbano




La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 5164
Publicada el 30 de octubre de 2008
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 6 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La filosofía y el ridículo


Dibujo de Eduardo Estrada


Hay quienes se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral, intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero sus homilías pueden volverse contra ellos, comenta el filósofo y escritor José Luis Pardo. 

Aunque tomaré como punto de partida la publicación, el pasado 30 de mayo, de un artículo de apoyo a Josu Ternera en el diario francés Libération, comienza diciendo Pardo, firmado por Alain Badiou, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste, no pretendo actuar como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del artículo.

¿Qué efecto social puede tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el escenario internacional? Todos los profesores de filosofía sabemos perfectamente que la formación académica que hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina, una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir, sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos, sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado superior en química o un barrendero.

Sin embargo, los ajenos a nuestro gremio no tienen por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar, pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los fines últimos de la historia de la humanidad.

Aunque siempre hay resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente de un cierto complejo de inferioridad que quienes nos dedicamos a la filosofía llevamos incorporado a nuestro ethos profesional.

Así, cuando se nos recrimina que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.

Con este argumento consiguen estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo (tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que, incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra parecen estar más allá de toda sospecha.

Como ya he dicho, todos los profesores de filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado, sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores —incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral, intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos —ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger, debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.

Por tanto, es posible que la peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto nos quejamos sus profesionales, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a pesar de que sea un despropósito.






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domingo, 17 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Victoria y crisis de la democracia



La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París


Victoria y crisis de la democracia son las dos caras de la misma moneda, dejó dicho el politólogo Giovanni Sartori (1924-2017), Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2005, porque el éxito democrático deja a nuestras democracias sin el vínculo o la cohesión que se deriva de la existencia de una amenaza externa. Entendámonos: las democracias siempre se han encontrado en situaciones críticas. ¿Qué hay de peculiar en la crisis que ha llegado después de la victoria de la democracia sobre el comunismo? Mi respuesta viene de lejos: la causa principal de nuestros problemas actuales es el pensamiento débil. Y tras el pensamiento débil se encuentra a menudo un pensamiento crítico, que a fin de cuentas tiene poco de crítico. 

La crítica no puede ser nunca pura negatividad. La verdadera actitud crítica debe permanecer siempre abierta a la autocrítica. A saber, abierta a criticarse, en primer lugar, a sí misma. Más aún, el pensamiento crítico se debe enfrentar siempre a dos interrogantes. El primero: ¿cuál es mi objetivo? El segundo: ¿tengo alguna otra cosa que proponer? Se trata de preguntas que pocos plantean y a las cuales nadie ofrece una respuesta. Así termina por prevalecer una refutación vacía: lo que me divierte llamar contrismo. Se trata de la pendiente a la Derrida por la que se desliza nuestra cultura, empeñada en deconstruir todo y en no construir nada. Lo que puede llegar a ser divertido, incluso, pero que nos deja exactamente en el mismo punto de partida. 

Sin embargo, y por venir a la actualidad, es la fuerza de la tecnología, la era del vídeo-poder, lo que más me asusta. Cuando el fin de la cultura de la Ilustración se alía con el fin del hombre de Gutenberg, la democracia se pone verdaderamente en peligro. Sobre todo porque se expone a niveles de competencia política insosteniblemente bajos. 

Se trata de un punto en el que deben evitarse los malentendidos. Una democracia sin enemigos se convierte en una forma política sin alternativas legítimas, sin rivales en el plano de la legitimidad. Y quien no tiene enemigos puede terminar por convertirse en el peor enemigo de sí mismo. En la historia de la humanidad nunca se había dado un momento igual en el que personas se encuentran viviendo en sociedad sin un gran enemigo al que temer y al que combatir. Vivir sin enemigos externos se parece a vivir flotando en estado de ingravidez. Sin embargo, ¿las presiones que nos mantienen unidos resistirán a las fuerzas que nos inducen a separarnos? Mi impresión es que mientras cada vez resulta más difícil resistirse al poder de atracción de la democracia, al mismo tiempo resulta más difícil sostener una democracia exitosa. 

El principio de legitimidad que inspira todas las sociedades modernas señala que los cargos políticos deben ser desempeñados por políticos electos y responsables frente a los electores. Bajo este principio la democracia se ha convertido en the only game in town. Y haría falta una cantidad industrial de mal gobierno y estupidez para devolver a la escena a un gobierno, del tipo que sea, autocrático. Por tanto, el punto no es tanto el hundimiento de la democracia como tal, como su capacidad para crear condiciones de buen gobierno. 

Por desgracia no veo perspectivas particularmente halagüeñas. Ni siquiera en lo tocante al proceso de democratización, es decir, a la posibilidad misma de alcanzar mejores o más elevados estándares de democracia. En el plano de la retórica nos desenvolvemos a lo grande, pero en el plano de los hechos la sondeocracia y la videocracia están generando una democracia sin demos. Sin un pueblo digno de su nombre. Y así llegamos al problema de la demo-inflation. A saber, de la inflación o de la protuberancia del pueblo. La teoría de la democracia se ha encontrado siempre con dificultades cuando se ha enfrentado este tema. ¿Cuál es el verdadero pueblo? Normalmente se responde que si hoy el demos tiene carencias mañana mejorará -en preferencias y competencias- con el crecimiento de la democracia, porque es el kratos del pueblo el que crea (cualitativamente) al pueblo. Como diría Benjamin Barber es la "democracia fuerte" la que alimenta y nutre un "demos fuerte".

Sin embargo, ¿es realmente así? Lo que es cierto es que nuestras democracias se están dirigiendo hacia una presencia cada vez mayor de directismo. Vale decir con ello hacia un escenario donde los procedimientos directos van desplazando y reemplazando progresivamente a la democracia representativa (indirecta). Pero la democracia directa en cuestión es, en realidad, una democracia demoscópica y, por tanto, una democracia monitorizada por los encuestadores. 

La democracia participativa requiere que un número creciente de personas tome parte activamente en la política y que la participación constituya, por sí misma, un proceso educativo: participando se aprende. De este modo se vendría a formar ese "demos fuerte" que mencionábamos antes. Pero en la variante de la democracia demoscópica el pueblo se reduce a una muestra representativa de ciudadanos, a un millar de individuos que responden con monosílabos a un puñado de preguntas. Resulta evidente que en la sondeocracia no se produce participación, ni nadie desarrolla un interés genuino por la política. Y así no hacemos sino alimentar, de facto, un demos débil animado a no saber y no hacer. 

Además de las encuestas que sondean nuestras opiniones tenemos, también, una montaña de datos que confirman que las personas no saben, y no entienden, las cuestiones políticas sobre las que se les pide que manifiesten su opinión. Por tanto, sabemos bien, sin sombra de duda, que el estado de la opinión pública es pobre. Y que se está deteriorando progresivamente a la par que empeora la calidad de los medios de comunicación y la enseñanza en las escuelas. La consecuencia de todo ello es que estamos construyendo peligrosamente un sistema político basado en el pueblo a través de una expansión inducida del demos que, al final, nos deja ante un pueblo de cartón, un público de ficción, que en realidad no existe. 



Giovanni Sartori, recibiendo el Príncipe de Asturias en 2005.


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt





Entrada núm. 4803
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