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miércoles, 29 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El placer de la conversación




Dibujo de Enrique Flores para El País


La libertad de conversación se está perdiendo. Cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que no esté concebida para denigrar a alguno de los bandos en liza, ha de hacerse en privado y en voz baja, afirma en el A vuelapluma de hoy [En defensa de la esfera pública. El País, 21/4/2020] el escritor José Luis Pardo.

"Hace ya más de 200 años -comienza diciendo Pardo- que Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas, presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos llamar libertad de expresión.

Kant señalaba que el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir: el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.

Esta distinción tan razonable entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual. Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte de la merma de libertad a la que me refiero.

Para que la esfera pública pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la institución criticada.

Y esto significa, hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales, gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un exponente de ello: el voto se concentra en los extremos populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos extremistas.

Walter Benjamin escribió en cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”. Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.

Es habitual acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas diseñadas ad hoc por “desinteresados” community-managers. Pero no podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del mismo modo que no son solo los big data los responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant, eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento, solo a ellos puede imputarse tal elección.

Lo preocupante comienza cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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miércoles, 19 de febrero de 2020

[PENSAMIENTO] Sobre la libertad



Dibujo de Del Hambre para El País


"Mantener a la población en la ignorancia -afirma la poetisa y filósofa Chantal Maillard- y fomentar el odio ha sido siempre la doble estrategia de los partidos totalitarios cuando no pueden utilizar la fuerza para imponerse. El odio es un arma eficaz que necesita muy pocas ideas para germinar. No arraiga en la concordia ni en la razón cordial, sino en la voluntad de confrontación y el ansia de prevalencia.

Es fácil fabricar problemas. Se lanza una idea y se la nombra. Una vez nombrado cualquier fantasma adquiere existencia. El siguiente paso es aún más fácil: se sitúa a los probables adversarios en el reñidero y se les azuza. De inmediato vuelan las plumas. A favor o en contra del fantasma, los partidarios se enzarzan, mientras en los altavoces se retransmite la pelea y el público hace sus apuestas.

Quienes, confundiendo la política con el poder, utilizan tales ruidosas artimañas saben que, de este modo, distraerán a la población de lo que más importa. Lo triste del asunto es que caemos en sus redes: opinamos, debatimos, nos enfrentamos y terminamos escupiendo lodo.

Esto, por supuesto, no es hacer política. La política no se hace con opiniones, sino proponiendo acciones que faciliten la convivencia, no que la deterioren. Y en este sentido es como ha de entenderse la educación.

Quienes, desde la voz pública, la emprenden con la función docente en una sociedad cuyo mayor bien es el de pensar y expresarse libremente no están haciendo otra cosa que tratar de desestabilizar los cimientos de un sistema social que necesitó de varias revoluciones para implantarse y que se resumía en aquellas famosas palabras de Camille Desmoulins que los franceses incluyeron en su Constitución de 1848: “Libertad, igualdad y fraternidad”.

Y no es que nuestra sagrada democracia sea el mejor sistema posible —tampoco este mundo es el mejor de los mundos posibles—, pero qué duda cabe de que puede mejorarse. Una mejor democracia será aquella que esté formada por personas que puedan pensar libremente. Cuando esto no se da, recordando a Stuart Mill, diremos que el gobierno de la mayoría es aún peor que el gobierno de un tirano, pues protegerse contra la tiranía de la opinión y el sentimiento prevaleciente es mucho más complicado que defenderse de un tirano.

Pero ¿qué significa pensar libremente? ¿De qué o frente a qué podemos ser libres? Evidentemente, no se trata aquí de libertad política, sino de aquella otra libertad que precede a toda libertad política y sin la cual ésta no ha lugar. Pensar libremente significa pensar libre de conflictos interiores: aquellos que vienen producidos por la desinformación, la manipulación informática, los prejuicios, el adoctrinamiento y la incapacidad para gestionar las propias emociones y entender cómo y por qué o frente a qué se generan. Un individuo libre es aquel que será capaz de pensar sin que nada de esto enturbie su mente.

Ahora bien, esto no se consigue sin una formación adecuada. Y por adecuada entiendo aquella que, lejos de adoctrinar, enseñe a pensar correctamente: según reglas lógicas y no a partir de creencias, convicciones, opiniones ni sentimientos heredados, los diversos temas que afectan a la convivencia. Esto es lo que siempre fue —o debería haber sido— la enseñanza de la ética, una disciplina que, en este país, se ha considerado siempre, lamentablemente, como una maría:una de esas asignaturas que no tienen importancia y que pueden, por tanto, aprobarse sin necesidad de estudio. ¿Por qué será, si ésta es precisamente una de las materias que más han preocupado a los pensadores de todas las culturas? Y no vale argumentar que a los alumnos no les interesa la filosofía, porque sí que les interesa, y mucho, aprender a pensar y a dialogar con instrumentos lógicos adecuados; sí que les interesa participar en los asuntos públicos, y sí que están capacitados para hacerlo. La filosofía no es —o no sólo— metafísica (de ésta se ocupan ahora mucho mejor los físicos teóricos), es ante todo un instrumento, una lente y, a la vez, el arte de pulirla. Los niños no son ositos de peluche. No hay que defenderles de la razón, sino enseñarles a utilizarla correctamente, allí donde la razón alcanza.

Los hijos no son una pertenencia, son una responsabilidad. Somos responsables de ellos en las dos acepciones del término: estar al cuidado y ser la causa. El deber de cuidarlos viene dado por la responsabilidad que supone darles vida y traerles a un mundo impredecible, difícil, complejo, y mucho más extraño de lo que parece. De ahí la obligación, por nuestra parte, de procurarles una educación que les permita vivir y convivir en la complejidad sin trabas ideológicas. Que les permita, en definitiva, ser dueños de la parte de sí que al pensar corresponde cuando pensar se hace sin prejuicios.

Y en esto, el voto de confianza ha de serles dado a los docentes, pues en las condiciones actuales, más que un trabajo remunerado, la enseñanza es, sin duda, una vocación cuya única recompensa es ver a los alumnos desenvolverse libremente fuera de los viejos moldes que nos han llevado a tan mal puerto.

No es la información ni la libertad de pensamiento lo que pone en riesgo la convivencia, sino el ansia de tener, de poseer y de poder. Esto sí que ha de preocuparnos. Y si el miedo a la libertad sigue siendo un problema, pensemos que solamente con ella serán capaces las nuevas generaciones de enfrentarse a los problemas reales y graves que habrán de resolver sin nuestro concurso y que solamente desde ella estarán en situación de poder concebir y programar un futuro más acorde con las necesidades de un planeta que nosotros no supimos preservar".



La escritora Chantal Maillard



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