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sábado, 20 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Desastres



Una terraza en Morata de Tajuña, Madrid. Europa Press


"El desastre del que habremos de soportar ahora las consecuencias nos ocupa por completo, y es lógico que así sea, afirma en el este A vuelapluma de hoy [Malas prácticas. El País, 12/06/2020] la poetisa y escritora Chantal Maillard. Pero, por favor, -comienza diciendo- seamos realistas: este no ha sido ni será el último desastre. El virus que ha causado el estado de alarma en estos meses no es más importante ni proporcionalmente más letal que otras muchas pandemias que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia. Tampoco es más letal ni más importante que muchas de las catástrofes que han estado ocurriendo últimamente y siguen ocurriendo ahora. ¿O acaso nos olvidamos del cáncer y la cifra de fallecidos que conlleva? En el año 2018, tan sólo en España, murieron de cáncer 112.000 personas. En el mismo año, por esta causa, se contabilizaron 9,6 millones de fallecidos en el mundo. Claro que el cáncer no se contagia y es una mina de oro para la industria farmacéutica. Tampoco se contagia “el cambio climático”, ni la “crisis de refugiados”, ni los conflictos armados, ni los tsunamis, esos desastres que ocurren siempre “en otra parte” y que los noticiarios nos ofrecían a diario a modo de seriales hasta que fueron sustituidos por el único serial capaz de adquirir realidad a nuestros ojos porque, a diferencia de los otros, éste se prolonga en nuestros gestos cotidianos y, por tanto, nos afecta. El problema es que nuestro campo de visión es por lo general bastante estrecho, pues tan sólo nos sentimos concernidos por lo que directamente nos afecta cuando, en realidad, lo que más nos concierne es aquello que, por ahora, no parece afectarnos.

Pero, ¿y si en vez de lamentarnos pusiésemos manos a la obra que tenemos por delante?¿Y si en vez de ponernos en loop, bloqueados en el florilegio de las opiniones acerca de las causas y los efectos de la pandemia, nos pusiésemos entre todos a programar un nuevo modelo de economía? ¿O se nos está olvidando que está teniendo lugar un desastre planetario para el que, miren ustedes por donde, sí que tenemos vacuna, pero no la empleamos? Será, digo yo, que no favorece a nadie. A nadie importante, claro. Porque, en este juego, hay quienes importan y quienes se deportan. Pero este es otro asunto. ¿O es el mismo?

Qué fácilmente olvidamos que éste es un planeta inestable, una minúscula célula del universo, en el que el humano no vale más que cualquier otro conglomerado de partículas. Y con cuánta vanagloria presumimos de los logros de unas ciencias que pierden de vista lo más importante: la interconexión de todo con todo, y el funcionamiento homeostático de un universo en perpetua mutación. Hemos apostado por el “ser” (la individualidad, la permanencia) y este no era el camino. Porque el ser es una entelequia, y la realidad, un proceso. Y a veces es bueno que una catástrofe nos despierte del letargo. Hemos apostado por la vida, dando por supuesto que esta era buena y que nos pertenece —aunque por lo visto a unos más que a otros—, sin tener en cuenta que no se da sin su contrario. Una educación para la muerte, como parte de la educación sentimental, sería deseable, pues el miedo tiene en ella su origen y quien desarticula el miedo se hace, entre otras cosas, inmune a las argucias de quienes pretenden manejarle. El miedo es un arma poderosa. Tan sólo el hambre la supera. Y entre el miedo y el hambre proliferan las ideologías. Súmase a ello el desconcierto que generan los cambios para un animal de costumbres como el humano. Añádase la ignorancia de unos y la ambición de otros, y agiten. Cuando al desconcierto se suman las malas prácticas, el agua se vuelve turbia. Cuando a las malas prácticas se suman las malas intenciones, el agua se vuelve oscura.

Rentabilizar un cambio y dividir a golpe de bandera es la más vieja de las estrategias. Pero lo malo no es que algunos sigan empleándola, lo malo, lo realmente malo, es que siga funcionando. ¿Tan poco habremos aprendido en estos últimos siglos para no percatarnos de que detrás de un estandarte se ocultan mil fantasmas? ¿Que quienes se visten de bandera no llaman a la unidad sino que crean al enemigo? ¿Que cuando invitan a sus niños a agitar recuadritos de colores —¡qué bonito, todos a una con la manita alzada!— les están preparando para el odio? Mover a la masa es cosa fácil. Una población son muchos individuos, la masa es sólo una. De entre los individuos, unos pocos, los más pausados, se retiran, toman distancia y atienden a sus corrientes subterráneas. Otros piensan, sopesan y deciden. La masa ni se retira ni piensa, tan sólo opina y sigue.

Lo social es un mal que se rige por el mimetismo y por el conflicto, decía el antiguo maestro Chuang Tse. Desarticularlo requiere el ejercicio de una libertad que en nada se parece a las sobrevaloradas libertades y empieza por el conocimiento de uno mismo. Mientras tanto, a pie de calle, donde, sin reglamentos ni dictados, se organiza la gente para proveer techo, alimento y afecto a quienes no los tienen. ¿Cómo llamaremos a esto? Henri Michaux quiso hallar una prelengua capaz de volver a decir las cosas en su movimiento, en su perpetua emergencia. ¿Cabría hablar de una prepolítica que, sin retóricas ni estadísticas, sin pactos ni intereses, fuese capaz de devolvernos la concordia (cum cordis), esa unidad de cuerdas interiores que sin palabras reconocemos al oído? — ¿Devolvernos? ¿Alguna vez la tuvimos? Todo Gobierno es un mal, decía Chuang Tse. Y todo reglamento —añado— el síntoma de una pérdida".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 19 de febrero de 2020

[PENSAMIENTO] Sobre la libertad



Dibujo de Del Hambre para El País


"Mantener a la población en la ignorancia -afirma la poetisa y filósofa Chantal Maillard- y fomentar el odio ha sido siempre la doble estrategia de los partidos totalitarios cuando no pueden utilizar la fuerza para imponerse. El odio es un arma eficaz que necesita muy pocas ideas para germinar. No arraiga en la concordia ni en la razón cordial, sino en la voluntad de confrontación y el ansia de prevalencia.

Es fácil fabricar problemas. Se lanza una idea y se la nombra. Una vez nombrado cualquier fantasma adquiere existencia. El siguiente paso es aún más fácil: se sitúa a los probables adversarios en el reñidero y se les azuza. De inmediato vuelan las plumas. A favor o en contra del fantasma, los partidarios se enzarzan, mientras en los altavoces se retransmite la pelea y el público hace sus apuestas.

Quienes, confundiendo la política con el poder, utilizan tales ruidosas artimañas saben que, de este modo, distraerán a la población de lo que más importa. Lo triste del asunto es que caemos en sus redes: opinamos, debatimos, nos enfrentamos y terminamos escupiendo lodo.

Esto, por supuesto, no es hacer política. La política no se hace con opiniones, sino proponiendo acciones que faciliten la convivencia, no que la deterioren. Y en este sentido es como ha de entenderse la educación.

Quienes, desde la voz pública, la emprenden con la función docente en una sociedad cuyo mayor bien es el de pensar y expresarse libremente no están haciendo otra cosa que tratar de desestabilizar los cimientos de un sistema social que necesitó de varias revoluciones para implantarse y que se resumía en aquellas famosas palabras de Camille Desmoulins que los franceses incluyeron en su Constitución de 1848: “Libertad, igualdad y fraternidad”.

Y no es que nuestra sagrada democracia sea el mejor sistema posible —tampoco este mundo es el mejor de los mundos posibles—, pero qué duda cabe de que puede mejorarse. Una mejor democracia será aquella que esté formada por personas que puedan pensar libremente. Cuando esto no se da, recordando a Stuart Mill, diremos que el gobierno de la mayoría es aún peor que el gobierno de un tirano, pues protegerse contra la tiranía de la opinión y el sentimiento prevaleciente es mucho más complicado que defenderse de un tirano.

Pero ¿qué significa pensar libremente? ¿De qué o frente a qué podemos ser libres? Evidentemente, no se trata aquí de libertad política, sino de aquella otra libertad que precede a toda libertad política y sin la cual ésta no ha lugar. Pensar libremente significa pensar libre de conflictos interiores: aquellos que vienen producidos por la desinformación, la manipulación informática, los prejuicios, el adoctrinamiento y la incapacidad para gestionar las propias emociones y entender cómo y por qué o frente a qué se generan. Un individuo libre es aquel que será capaz de pensar sin que nada de esto enturbie su mente.

Ahora bien, esto no se consigue sin una formación adecuada. Y por adecuada entiendo aquella que, lejos de adoctrinar, enseñe a pensar correctamente: según reglas lógicas y no a partir de creencias, convicciones, opiniones ni sentimientos heredados, los diversos temas que afectan a la convivencia. Esto es lo que siempre fue —o debería haber sido— la enseñanza de la ética, una disciplina que, en este país, se ha considerado siempre, lamentablemente, como una maría:una de esas asignaturas que no tienen importancia y que pueden, por tanto, aprobarse sin necesidad de estudio. ¿Por qué será, si ésta es precisamente una de las materias que más han preocupado a los pensadores de todas las culturas? Y no vale argumentar que a los alumnos no les interesa la filosofía, porque sí que les interesa, y mucho, aprender a pensar y a dialogar con instrumentos lógicos adecuados; sí que les interesa participar en los asuntos públicos, y sí que están capacitados para hacerlo. La filosofía no es —o no sólo— metafísica (de ésta se ocupan ahora mucho mejor los físicos teóricos), es ante todo un instrumento, una lente y, a la vez, el arte de pulirla. Los niños no son ositos de peluche. No hay que defenderles de la razón, sino enseñarles a utilizarla correctamente, allí donde la razón alcanza.

Los hijos no son una pertenencia, son una responsabilidad. Somos responsables de ellos en las dos acepciones del término: estar al cuidado y ser la causa. El deber de cuidarlos viene dado por la responsabilidad que supone darles vida y traerles a un mundo impredecible, difícil, complejo, y mucho más extraño de lo que parece. De ahí la obligación, por nuestra parte, de procurarles una educación que les permita vivir y convivir en la complejidad sin trabas ideológicas. Que les permita, en definitiva, ser dueños de la parte de sí que al pensar corresponde cuando pensar se hace sin prejuicios.

Y en esto, el voto de confianza ha de serles dado a los docentes, pues en las condiciones actuales, más que un trabajo remunerado, la enseñanza es, sin duda, una vocación cuya única recompensa es ver a los alumnos desenvolverse libremente fuera de los viejos moldes que nos han llevado a tan mal puerto.

No es la información ni la libertad de pensamiento lo que pone en riesgo la convivencia, sino el ansia de tener, de poseer y de poder. Esto sí que ha de preocuparnos. Y si el miedo a la libertad sigue siendo un problema, pensemos que solamente con ella serán capaces las nuevas generaciones de enfrentarse a los problemas reales y graves que habrán de resolver sin nuestro concurso y que solamente desde ella estarán en situación de poder concebir y programar un futuro más acorde con las necesidades de un planeta que nosotros no supimos preservar".



La escritora Chantal Maillard



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