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lunes, 12 de agosto de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "La verdad de la tribu", de Ricardo Dudda





David Mejía, profesor en el Departamento de Culturas Latinoaméricas e Ibéricas en el Institute for Comparative Literature and Society de la Columbia University de Nueva York, reseña en un reciente artículo el libro La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Barcelona, Debate, 2019) del periodista español Ricardo Dudda.

Hace unos meses, comienza diciendo Mejía, The Daily Orange –diario local de Syracuse (Nueva York)– informaba sobre una polémica sucedida en el campus que la Universidad de Syracuse tiene en Madrid. Un grupo de estudiantes estadounidenses denunciaron a su profesora ante la dirección por haber permitido que la palabra nigger (término despectivo para referirse a las personas de raza negra) se escuchara en clase. La palabra no se había empleado como insulto, sino que aparecía en un texto de Paul Theroux que se leyó en voz alta. Aquella sesión terminó con la indignación entre lágrimas de una alumna afroamericana y la consiguiente movilización estudiantil. La dirección del centro reaccionó convocando una reunión extraordinaria y emitiendo un comunicado en el que reiteraba su compromiso con la inclusividad y contra la discriminación.

Esta anécdota sintetiza cómo funciona la nueva corrección política en su hábitat predilecto, la universidad: una estudiante, normalmente privilegiada en términos socioeconómicos, pero perteneciente a un colectivo históricamente discriminado, denuncia una supuesta agresión contra su identidad y adopta el correspondiente rol de víctima. En consecuencia, la administración educativa le da amparo y llama al orden al «agresor». Esta es la cara amarga de un fenómeno que ha dividido a la izquierda en Estados Unidos y que se abre paso en una discusión pública cada vez más globalizada. Por esta razón, La verdad de la tribu –primer libro del periodista Ricardo Dudda– debe ser muy bienvenido, ya que funciona como una guía clara y exhaustiva de la guerra cultural más estridente de nuestro tiempo.

Dudda recoge unas palabras del psicólogo Johnathan Haidt que resultan muy clarificadoras: «Se está creando una cultura en que cualquiera debe pensar dos veces antes de pronunciarse, por temor de ser acusados de ser insensibles, estar agrediendo, o cosas peores». El punto de tensión es que la existencia de la ofensa no depende de criterios mínimamente objetivos, como podrían ser la intención del emisor o el consenso social, sino de la sensibilidad del receptor: la ofensa existe cuando alguien se siente ofendido. El origen del problema está en lo que Haidt denomina «razonamiento emocional», que consiste en identificar lo sentido con lo real. Las instituciones educativas se han plegado a esta arbitrariedad y se han mostrado dispuestas a silenciar aquellas ideas, opiniones, lecturas o palabras que pudieran poner en riesgo la estabilidad emocional de sus estudiantes. Es decir: han renunciado a dotar a sus estudiantes de un sentido crítico y, por tanto, a ayudarles a madurar intelectual y emocionalmente, en aras de garantizar su bienestar.

Este nuevo régimen emocional es, ciertamente, desconcertante: ¿cómo definirlo? ¿Es la corrección política una iniciativa necesaria en una sociedad civilizada, que adeuda respeto y visibilidad a minorías históricamente oprimidas? O, por el contrario, ¿se trata de un régimen de control que impone una ortodoxia mediante métodos inquisitoriales? ¿De dónde procede? ¿Es acaso la evolución lógica de las democracias liberales, o una anomalía impuesta desde laboratorios de ideas alejados de la sociedad civil? En definitiva: ¿tienen razón sus detractores o sus defensores? En opinión de Dudda, todos tienen su parte: el objetivo es loable, pero se cometen excesos que la izquierda tradicional denuncia y la derecha populista aprovecha, ambas con especial virulencia tras la victoria de Donald Trump en 2016.

Aquel trauma provocó que importantes intelectuales de izquierda culparan a la corrección política del creciente distanciamiento entre el Partido Demócrata –más centrado en batallas identitarias que en la lucha de clases– y la clase trabajadora. Durante el luto poselectoral, el intelectual Mark Lilla escribió en The New York Times una pieza denunciando este giro identitario de la izquierda, y poco después desarrolló sus tesis en un libro fundamental: El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. La obra de Lilla se convirtió, al tiempo, en blanco de la crítica de los defensores de las «políticas de la identidad» y en la guía ineludible de aquellos progresistas que entienden que el identitarismo ha erosionado las bases doctrinales de la izquierda. Junto a la corrección política y las políticas de la identidad, completa la tríada la llamada «cultura de la victimización». En la nueva esfera pública, uno se define en función de qué postura adopte frente a esta santísima trinidad.

Dudda define la corrección política como «el intento de corregir desigualdades e injusticias a través de los símbolos, la cultura y un lenguaje más respetuoso e inclusivo. [...] En teoría aspira a la protección simbólica de minorías históricamente oprimidas, y es un signo de progreso que hay que celebrar» (p. 15). El eje regulador de la corrección política son las políticas de la identidad, que Cressida Hayes define como «las actividades políticas y teorizaciones basadas en las experiencias de injusticia compartidas por miembros de determinados grupos sociales» (p. 142). La premisa que subyace a la definición de Hayes es que la opresión no es sólo efecto de la desigualdad económica; la opresión también es cultural. Las políticas de la identidad pivotan sobre una frase que Carol Hanisch popularizó en 1970: «Lo personal es político». El problema, nos recuerda Dudda de la mano de Lilla, es que hemos estirado la premisa hasta considerar que «lo político es sólo lo personal». Por esta razón, «la política se ha vuelto autoindulgente y narcisista. Se ha convertido en un lugar en el que proyectar nuestras neurosis individuales, un escaparate identitario. Decir que todo es político se ha convertido en una manera de patrullar la vida privada» (p. 48). Esta crítica es ajustada, puesto que la corrección política se centra más en modificar conductas individuales que en repensar las estructuras sociales.

Dudda aporta un glosario de anglicismos imprescindible para desenvolverse en la procelosas aguas de esta polémica: safe spaces, trigger warnings, y, por supuesto, microagressions, término bien acogido a este lado del Atlántico, dependiente del razonamiento emocional que antes mencionábamos. La microagresión es la clave de bóveda de la cultura de la victimización. Dudda la define como «comentario, acción, sugerencia o pregunta que no tiene intención de agredir, pero que, sin embargo, provoca ofensa» (p. 70). Aclara el autor que el hecho de que sea «micro» no implica que sea pequeña, sino que es cotidiana e inconsciente. Y el problema está en esa involuntariedad, ya que es el receptor quien determina si lo dicho o hecho por su interlocutor constituye una agresión. No importa la intención, sino el efecto: «si me ofende, es una agresión». Es más, si uno no es consciente de haber ofendido, ¡peor! Eso confirma «que tienes interiorizado el privilegio» (p. 72).

Mark Lilla, como ya se ha apuntado, cargó contra las políticas de identidad al considerar que han pervertido el debate dentro de la izquierda, circunscribiendo la intervención a una toma de conciencia identitaria; uno no se pronuncia en función de lo que sabe, sino de lo que es: por eso toda discrepancia puede interpretarse como un ataque personal. Otro problema que presenta este marco mental es que no todas las identidades tienen la misma legitimidad para intervenir: aquel que goza de un privilegio histórico estará preso de él, no podrá entender a quienes no pertenezcan a su tribu ni alterar su mirada sobre el mundo. Subyace en este punto una concepción peligrosamente esencialista de la identidad, aceptada como anclaje fijo e inmutable a unas determinadas coordinadas epistémicas. El neologismo que aparece para atajar las contradicciones que se derivan de este esencialismo es «interseccionalidad». El concepto hace referencia a la presencia de distintas identidades en cada individuo (sexo, raza, clase), que se entrelazan y son reductibles.

Es crucial destacar, como bien hace el libro, que, aunque las implicaciones negativas de este protagonismo de la identidad son reales, no alcanzan el nivel de amenaza nacional que difunde la derecha populista, que entiende las políticas de la identidad como el avance de una conspiración marxista para destruir Occidente. Como apunta Dudda con gran brillantez, al criticar la corrección política, la derecha populista «construye una gran mentira a partir de pequeñas verdades» (p. 14). Pero sí es verdad que la corrección política, cuando deriva en una cultura de la victimización y la ofensa, altera los procesos de sociabilidad y, además, amenaza el funcionamiento natural del campo académico, tanto en su dimensión educativa como investigadora. Cuando la capacidad de ofender depende de la sensibilidad del receptor, los criterios reguladores son sumamente arbitrarios, y toda arbitrariedad genera pavor. Cuando cuestionar los procedimientos institucionales o las tendencias mayoritarias culmina en persecución o en linchamiento virtual, la libertad de expresión queda, evidentemente, limitada.

En esta guerra, la principal batalla es el lenguaje. El autor no duda en destacar el elemento positivo de que el lenguaje se transforme, como «reflejo de un cambio moral hacia un mayor respeto por las minorías», hasta ahora víctimas de etiquetas ofensivas y estereotipos. Sin embargo, en palabras de Kenan Malik, la izquierda pone más interés en renombrar las cosas que en cambiarlas, «considera que el lenguaje no es neutral, sino un reflejo de las estructuras de poder y. por tanto, un terreno de combate» (p. 97). No hay nada malo en tratar de esterilizar el lenguaje, limitando el uso de términos ofensivos, pero, dado el exceso de celo y beligerancia de sus partidarios, es frecuente interpretarlo como una ortodoxia impuesta.

Por razones evidentes, no es posible abarcar todo el contenido de este libro en una reseña, pero ojalá sirva este repaso a su andamiaje teórico para convencer al lector de que el libro de Dudda es una contribución importante y necesaria al debate público. Ordena y sistematiza conceptos que sobrevuelan la discusión política y en los que era fácil perderse. La corrección política y las políticas de la identidad son cuestiones importantes y espinosas, y es gratificante leer una obra que ralentiza y sistematiza una discusión casi siempre atropellada. Además, Dudda enriquece la discusión teórica con ejemplos reales, muy clarificadores del fenómeno, y en ningún momento pierde de vista las fuentes primarias que fundamentan su exposición. La única pregunta que quizá queda sin respuesta es hasta qué punto es extrapolable esta guerra cultural al escenario español. Aunque se hayan adoptado determinados anglicismos, y se hayan acuñado algunos términos propios –como el sintagma «dictadura pijo-progre» que difunde el partido político Vox– para denunciar una supuesta dictadura de lo políticamente correcto, ¿contribuye la adopción de este marco mental a una mejor lectura de la actual realidad política española? A priori, uno puede pensar que no. Sin embargo, a nadie se le escapa que cuestionar o tratar de matizar determinados consensos alcanzados en nuestro país sí provoca reacciones indeseadas por parte del establishment emocional. Sucede, por ejemplo, con la brecha salarial, la «discriminación positiva» en la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género o el reciente lema «sólo sí es sí». Y también hemos presenciado intentos de silenciar determinados debates. Sin ir más lejos, hace unas semanas se convocó una manifestación contra la celebración del Congreso de Derecho Internacional sobre gestación subrogada que organizaba la Universidad Carlos III. Sara Hernández, alcaldesa de Getafe (PSOE), incluso llamó al rector de esta universidad para expresarle su oposición. Es precisamente la libertad académica lo que preocupa a muchos de los críticos sensatos de la corrección política en Estados Unidos y Reino Unido, donde ha habido profesores despedidos por cuestionar el dogmatismo de algunas organizaciones estudiantiles o por investigar temas «éticamente problemáticos». Parece claro que la libertad académica no está, de momento, amenazada en España. Confiemos en que estos llamamientos a silenciar discursos incómodos no proliferen y sí prospere, en cambio, la cara positiva y necesaria de la corrección política: la que invita a suprimir del lenguaje común esos términos despectivos que aún se emplean para referirse a personas de determinados orígenes, razas u orientación sexual. Como ven, con independencia de la procedencia del marco original del fenómeno, el de la corrección política es un tema que nos incumbe, y el libro de Ricardo Dudda es de lectura obligada para quienes quieran salir bien equipados a las batallas culturales del siglo XXI.





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domingo, 3 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Sobre la ironía en política





No hablar en serio es muchas veces la estrategia del cobarde para no afrontar la realidad, dice Ricardo Dudda, periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. En La democracia sentimental, Manuel Arias Maldonado crea la figura del “ironista melancólico”: un individuo escéptico que usa la ironía para tomar distancia de las pasiones políticas, consciente de “la inevitable incompatibilidad de los distintos valores en juego”. La ironía suele ser inteligente; en muchas ocasiones, la sátira es más efectiva y crítica que el análisis solemne. Pero su abuso puede desembocar en cinismo. El debate público contemporáneo, especialmente en redes sociales, se ha convertido en un perfecto campo de juego para las guerras irónicas. La ironía no funciona aquí como el ideal liberal e ilustrado de Arias Maldonado, sino como un mecanismo de reafirmación tribal y un arma ideológica. Este ironista no es cauteloso, está de vuelta de todo y observa la realidad y la política desde la superficie frívola, nunca profundiza. Un ejemplo lo vemos en los tuits del diputado Gabriel Rufián, o en los de Izquierda Unida cuando envía a alguien al gulag; pero también en todas aquellas bromas que hay sobre cualquier debate político que trasciende cierto consenso virtual, o de la pequeña tribu. En los mayores momentos de violencia en Venezuela, los tuiteros irónicos se mofaron del excesivo interés de los medios españoles, y denunciaron una supuesta cortina de humo. Más allá de la posible instrumentalización política del conflicto, lo interesante es ver cómo usan la ironía para mostrar la supuesta verdad. Rufián insiste, mediante chistes, en que los medios magnifican un tema banal en detrimento de otro importante, siempre de manera interesada, pero nunca explica por qué uno es más importante que el otro. No sabe ir más allá de su broma. La ironía es una manera cínica de camuflar el dogmatismo.

En su ensayo E Unibus Pluram sobre la ficción televisiva estadounidense en los años noventa, David Foster Wallace escribe que “toda la ironía estadounidense se basa en un implícito ‘realmente no va en serio lo que digo”. Wallace afirma que la ironía puede convertirse en una especie de tiranía, y que “cualquiera que se moleste en preguntarle al ironista qué es lo que está defendiendo realmente acaba pareciendo un histérico o un pedante”. ¿Quién responde a un meme irónico? ¡Si es todo broma! Como son “bromas” los chistes de la alt-right, el movimiento supremacista blanco surgido en Internet en los últimos años: comenzó como un fenómeno de jóvenes que se quejaban de la cultura contemporánea y buscaban la provocación con ironía, y ha acabado convertido en un movimiento neonazi que desfila con antorchas y banderas con la esvástica. Alice Marwick, autora de un estudio del Data & Society Institute sobre la alt-right en las redes, afirma que la ultraderecha estadounidense “extiende el pensamiento supremacista blanco, la islamofobia y la misoginia a través de la ironía y del conocimiento de la cultura de Internet”. El usuario de la alt-right internetera, que usa los memes de la rana Pepe y términos como cuckservative (un conservador vendido) o normie (alguien políticamente correcto y que no piensa por sí mismo), esconde su racismo y machismo detrás de la ironía para evitar el rechazo social. Si alguien se ofende, siempre puede usar irónicamente uno de esos términos, y decir que solo está de broma. Es, según Mark Thompson, autor de Sin palabras: ¿qué ha pasado con el lenguaje de la política?, un “imbécil de Schrödinger”, “alguien que hace comentarios sexistas, racistas o intolerantes en general y solo decide si habla en serio o ‘está de broma’ cuando ve la reacción de los demás”.

¿Significa esto que los tuits irónicos de Rufián son lo mismo que los de un neonazi en un foro oscuro de Internet? En absoluto. Lo que significa es que en muchas ocasiones la ironía es solo superficie, un discurso vacío, y puede ser la estrategia que tiene el cobarde para no afrontar la realidad. A veces, no hablar en serio es no ser sincero con uno mismo. El escritor Lewis Hyde dice que “la ironía solo tiene un uso de emergencia. Si se usa a lo largo del tiempo, se convierte en la voz del atrapado que empieza a disfrutar de su jaula”. Este ironista acaba atrapado en su propia ironía como el políticamente incorrecto acaba atrapado en su condición de transgresor y rebelde rompedor de tabúes. En el caso de los ironistas neonazis de Internet, que usan un código especial con neologismos para ocultar su racismo, se da un caso especial. Son, irónicamente, unos cobardes políticamente correctos, incapaces de decir claramente lo que piensan.



El diputado de ERC, Gabriel Rufián


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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