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martes, 19 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Intimidades





¿Qué haremos cuando todo esto acabe?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [¿Qué harás cuando se acabe? La Vanguardia, 10/5/2020] la escritora y académica de la RAE, Carme Riera. "La pregunta -comienza diciendo Riera- nos la hemos repetido todos durante estos larguísimos tiempos de confinamiento. Tan largos que los días no parecen tener veinticuatro horas, sino muchas más, igual que las semanas pobladas de domingos inútiles, casi a la deriva. Domingos neutros, apáticos sin comida familiar, sin encuentros con amigos, sin partidos de fútbol, sin cines ni teatros, sin conciertos.

Dicen que del confinamiento saldremos con muchas canas –menos mal que ya se puede pedir turno en las peluquerías bien abastecidas de tintes diversos–, aunque algunas de las incontables grisuras que nos han salido sean mentales y con ellas no hay tinte que valga.

Saldremos, y eso sí parece muy positivo, con las casas más limpias. Los botones, cosidos. Con mucho pan de cada día amasado por nuestras manos. Los cajones de cada cual en un orden perfecto y en los que hemos encontrado quién sabe qué cosas. Yo, el otro día, por ejemplo, encontré la primera felicitación navideña de mi hijo, con esa letra tan tiernamente descuidada que tienen los niños, al realizar sus primeros trazos. Encontré también, entre otras, unas cartas de Luis Racionero, de la época en que nos conocimos, escritas en un elegantísimo papel, con tinta violeta y retórica de Pascua Florida. Lo que dicen comprenderán que me lo guardo para ninguna ocasión, porque siempre me ha parecido que hay algo de obsceno en ventilar, y más a través de la ventana volandera de una hoja de periódico, la correspondencia privada.

¿Qué necesidad teníamos de saber que la condesa de Pardo Bazán deseaba con todas sus fuerzas, que eran muchas, a juzgar por sus kilos, “aplastar” a su “miquiño”, Pérez Galdós, con su “pesote”? No creo que a doña Emilia le hubiera gustado y me parece que menos aún a don Benito que el deseado aplastamiento amoroso anduviera de boca en boca, gracias a la edición de sus cartas. Por fortuna se publicaron cuando ambos habían muerto porque, de lo contrario, el revuelo hubiera sido morrocotudo. En una época, tan pacata e hipócrita, susceptible de escandalizar el suponer que en los íntimos usos amorosos de ambos dominaba ella. Seguramente hubiera sido la comidilla más risible de los malévolos amigos del gran Galdós como Clarín, Menéndez y Pelayo y más aún del pérfido, en tales materias, don Juan Valera. Advierto, de todos modos, y por si acaso, que las cartas de Racionero son de distinta índole.

En La Vanguardia escribió también Luis hasta poco antes de morir y eso agudiza aún más la necesidad de discreción. No sé si alguien, su hijo Alexis o sus amigos de este mismo periódico, está pensando en recoger sus artículos, siempre interesantes, cultos, con ese punto de heterodoxia cosmopolita y oportunas anécdotas que los hacían todavía más entretenidos. Una vez estuve en un tris de polemizar con él a propósito de uno de sus textos más misóginos, a mi entender, publicados en La Vanguardia , en el que trataba a las mujeres de aprovechadas y explotadoras de las inocentes criaturas que son los hombres. Una vieja idea que contradice la del tipo aquel que afirmaba que la mujer es persona de cabellos largos e ideas cortas, cosa que no se sostiene. Basta mirar a nuestros políticos, algunos de larga melena recogida en coleta, para observar que en cuestión de pelos y de ideas hay poca diferencia entre hombres y mujeres. Por lo que a pelos y a inteligencia se refiere estamos a punto de obtener la igualdad entre sexos.

Luis Racionero sostenía que el mandato biológico de abastecimiento y mejora de la especie nos había dotado a las mujeres de mayores habilidades inteligentes que a los hombres para utilizarlos. Algo que, en teoría, puede que sea cierto, pero en la práctica no lo es en absoluto. La práctica demuestra todo lo contrario. No, no llegué a replicarle por escrito porque quería verle antes, comer o tomar una copa en el Dry Martini, que tanto le gustaba, pero aplacé llamarle. ¡Teníamos todos tantas cosas que hacer antes del confinamiento! Y no llegué a tiempo. Luis murió sin que hubiéramos hablado desde meses atrás, sin contarnos cuanto nos hubiera gustado compartir. Éramos amigos desde hacía más de cuarenta años, desde que junto a María José Ragué, su mujer entonces, llegó de California, con flores en las camisas y convicciones solventes sobre el yin y el yang.

Saldremos con los cajones ordenados, los papeles organizados, releídas las viejas cartas, rotas en mil pedazos algunas, por si acaso, o quizá guardadas. Las cartas de antes, últimos testimonios de una época ya remota, a juzgar por la velocidad con que todo ha cambiado, desde que la informática se impuso y nosotros, los de entonces, que seguíamos siendo los mismos, nos convertimos definitivamente en otros. En más de los nuevos otros. La mayoría, que nunca pensó que una carta le podía cambiar la vida; nosotros, en cambio, la esperamos siempre.

Saldremos de esta, sí, claro, más pobres por las pérdidas de vidas y de empleos, pero con un deseo indomable: no demorar ni un segundo más el reencuentro con los amigos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 29 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Única patria



El escritor José Agustín Goytisolo


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

La semana pasada, -afirma la escritora Carme Riera-, inolvidable, por tantos motivos tristes, en especial para los catalanes, celebramos en la Universitat Autònoma de Barcelona, los días 14, 15 y 16, esto es, lunes, martes y miércoles, el VII Congreso Internacional José Agustín Goytisolo y Su Generación: Música y Poesía. Las fechas, coincidentes con la sentencia del procés , propiciaron que la sala en la que tuvieron lugar las sesiones, que ni quisimos ni pudimos suspender o aplazar –ya que los billetes de los ponentes no admitían cambios ni devoluciones–, estuviera vacía de estudiantes.

Los estudiantes abandonaron las clases a partir de las diez. Muchos se dirigieron a la plaza Cívica, desde donde se marcharon a Barcelona y luego al aeropuerto. Hacia el aeropuerto se dirigió también, a primera hora de la tarde, la profesora que dio la ponencia inaugural y que debía poner rumbo a Oxford. Iba tranquila, reconfortada por otro colega de ideología independentista, participante igualmente en el congreso, que le aseguró que no le ocurriría nada, que no se inquietara por su integridad física, porque los del Tsunami Democràtic eran gente absolutamente pacífica, que protestaban por la sentencia injusta del tribunal que condenaba con desmesura a los políticos independentistas.

El taxi que llevaba a la profesora la dejó a dos kilómetros del aeropuerto, ya abarrotado por los manifestantes. Como tantos otros pasajeros, realizó el trayecto a pie. Consiguió entrar en la terminal, saltando obstáculos, con riesgo de romperse una pierna, evitando las porras de los policías y los empujones de los del Tsunami . Pero tuvo suerte. Mucha más que la del pasajero francés que murió de un infarto, privado, al parecer, de una atención inmediata. Ella, tras mostrar su tarjeta de embarque y hacer una larga cola, pudo pasar a la zona de salidas. Siete horas después, su avión despegó. A muchos otros les fue mucho peor.

Las historias de los viajeros que ese día pasaron por El Prat se nos han transmitido con el ruido y la furia que suele producir la impotencia. A los que llegaban a Barcelona se les impedía salir del aeropuerto, tomado por los asaltantes y, en cierto modo, convertidos en sus rehenes, hasta que, por la noche, quienes movilizaban y desmovilizaban a los manifestantes consideraron que debían ir abandonando el lugar. Ocupar las pistas, como en Hong Kong, algo que se había planteado en un principio, fue desestimado por las penas de cárcel que podía ocasionar.

El congreso Goytisolo continuó al día siguiente también sin estudiantes. Por la Autònoma sólo se veía a algunos chinos, los benditos chinos que inyectan yuanes en las depauperadas economías universitarias, y veinte o treinta erasmus despistados. Algunos congresistas llegaron la mañana del martes tarde a causa de los retrasos de trenes y aviones, y otros no llegaron como consecuencia de las carreteras cortadas.

Los organizadores continuábamos pidiendo excusas a los invitados por la falta de público y nos preguntábamos qué habrían dicho José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral o su antólogo, Josep Maria Castellet, de la situación que estábamos viviendo. Abominarían, sin ­duda, de la violencia. No en vano habían sido niños durante la Guerra Civil. ¿Qué pen­sarían del procés ? ¿Y de la sentencia? ¿De qué lado estarían? ¿Qué opinarían de Puigdemont? ¿De Torra, de su famoso y nefasto apreteu ?

Cerramos el congreso la mañana del día 17 sin público, pese a la actuación del gran Paco Ibáñez. Diversos ponentes se habían paseado la noche anterior por una Barcelona en llamas. Les sorprendió en plena calle la facilidad con la que los violentos levantaban barricadas, les prendían fuego y huían cuando la policía aparecía. Atacaban a las fuerzas del orden con cuanto encontraban a su paso. Volaba el material urbano, llovían piedras y adoquines contra los escudos de los Mossos, cuyas actuaciones, según los CDR, habían sido desmesuradas desde el mismo momento en que empezó el Tsunami. Los del apreteu se consideraban apretados por los Mossos, como si el president Torra jugara a aquello que dicen que es tan catalán de la puta i la Ramoneta o, lo que es lo mismo, mostrando por un lado su cara de activista, no de político, y por otro, tratando de ofrecer la del político que debe velar, en primer lugar, por que la calle no se vea amenazada por los violentos, porque, en democracia, la calle es de todos.

El VII Congreso Internacional José Agustín Goytisolo fue el más triste y ensimismado de cuantos hemos dedicado al poeta desde que en el 2002 la Universitat Autònoma de Barcelona se hizo cargo de su legado. Este 2019 se cumplen veinte años de la muerte del autor de Palabras para Julia . No obstante, sus versos nos siguen haciendo compañía e incluso nos sirven de consuelo: “En tiempos de ignominia como ahora / a escala planetaria y cuando la crueldad / se extiende por doquier fría y robotizada / aún queda buena gente en este mundo / que escucha una canción o lee un poema: es el canto, la voz y la palabra: única patria”.





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sábado, 12 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Mea culpa





"Cuando era pequeña, -comenta la escritora y académica de la RAE,  Carme Riera-, una de mis mayores ilusiones era disfrazarme de indio. De indio con muchos abalorios, plumas vistosas y cara tiznada, a rayas rojas y azules, como había visto en un libro ilustrado sobre Los indios de América . Y una vez disfrazada, danzar durante horas alrededor de la mesa del comedor de casa, profiriendo los gritos que me diera la gana, adornándolos con un auaa, auua , llevándome la mano a la boca, más o menos rítmicamente, sin que nadie me hiciera callar.

No pude alcanzar nunca tal deseo. No obstante, aprovecho y me aprovecho del espacio que me brinda La Vanguardia , para entonar un mea culpa muy sentido y pedir perdón no sólo a los sioux, apache, cherokee, cheyene, navajos, etcétera, puesto que no sé exactamente qué tribu había tomado como referente, sino también a todos ustedes por un comportamiento tan incorrecto. Aunque pertenezca a mi pasado más remoto y sea de la época en que apenas había alcanzado el uso de razón, me hago cargo de la gravedad de mi anhelo.

Me acuso, en primer lugar, de que quise disfrazarme de indio, no de india, algo que tal vez podamos considerar una preocupante indefinición sexual. Freud lo hubiera relacionado con la carencia femenina de los atributos masculinos, conocida en el psicoanálisis como la envidia del pene, hasta que llegó Karen Horney y se refirió a la envidia del útero, para enmendarle la plana al de Viena. En ­segundo lugar, de tratar de mimetizar los rituales. La cara pintada de las diversas tribus indígenas implicaba unas creencias sumamente respetables de las que yo, de haber conseguido mi objetivo, hubiera hecho burla sin querer. Puesto que al aplicarme en ambas mejillas el colorete de mi madre, a la que también pensaba hurtar los abalorios, rematado por su lápiz de labios, y utilizar el azulete que había en el ­lavadero, no hubiera considerado, como los sioux, por ejemplo, que esas pinturas servían como talismán protector para evitar la muerte y las heridas en las batallas. Ni hubiera tenido en cuenta su respeto por la naturaleza y la fusión que trataban de establecer con esta, pues al usar los tintes naturales recibían también su fuerza y su coraje. Y en tercer lugar, me acuso de desear proferir gritos estúpidos, en un baile ridículo alrededor de una mesa, salpicados de onomatopeyas oligofrénicas, perdón, quise decir minusválidas, del todo inapropiadas, con las que las tribus indígenas, a las que tanto admiro, hubieran podido sentirse escarnecidas.

Me acuso y condeno antes de que cualquier otra persona me denuncie. Alguien con poderes escrutadores, por supuesto, que también debe de haberlos por ahí, puesto que yo no llegué a poder disfrazarme nunca de indio ni a probarme siquiera el disfraz que vendían en la tienda de juguetes de Palma, ante cuyo escaparate me extasiaba.

Me acuso, condeno y pido perdón urbi et orbi, aunque no me presente a las próximas elecciones por ningún partido. Todos me rechazarían, incluso como militante de base, con tamaño baldón en mi currículum, ténganlo por seguro.

Creo, no obstante, que igual que hago yo ahora, los candidatos a las elecciones de noviembre, además de contarnos su programa, que barrunto que debe de ser el mismo que en las pasadas, podrían curarse en salud, autoinculpándose y mostrando su arrepentimiento por alguna de sus pasadas incorrecciones políticas, antes de que cualquier metedura de pata inadvertida del pasado, por más o menos oculta, o más o menos remota que pueda ser, los delate y los mande para siempre a la cuneta.

Piensen en Justin Trudeau y la foto que difundió la semana pasada la revista Time en la que le vemos embadurnado de negro junto a cuatro bellas damas y que, como otras tomadas el mismo día y en el mismo acto de hace 18 años, galopa por las redes. No sé si la muchacha morena a la que Trudeau abraza en la primera foto que reprodujo Time es su mujer o su novia de entonces, pero no deja de llamar mi atención esa mano negra, o mejor falsamente negra, delatora de una cierta intimidad, cuyo dedo meñique parece deslizarse hacia el escote. Pero eso, que yo sepa, no ha dado motivo a comentario alguno. Sí, en cambio, se le ha tildado de racista. No hay que olvidar que, tanto en Estados Unidos como en Canadá, que un blanco se embadurne la cara de negro es considerado afrentoso para la gente de color. La acusación me parece de lo más injusta. Si algo ha caracterizado el Gobierno de Trudeau ha sido su política migratoria y el respeto por las minorías. Además, la foto es del 2001, cuando el primer ministro de Canadá no se dedicaba a la política, y fue tomada en una fiesta del instituto en el que él era profesor, a la que había que asistir disfrazado a la manera de las Mil y una noches . Escogió el disfraz de Aladino y, a mi entender, se equivocó al considerar que era negro. El cuento sitúa al héroe de la historia en un país de Oriente, en consecuencia su tez no tiene por qué ser de betún. Si hubiera sabido un poco más de litera­tura, hubiera evitado embadurnarse tanto entonces como ahora, teniendo que hacer caso a sus asesores de imagen. Estos, ante la posibilidad de perder votos, han creído que Trudeau debía aceptar su error y pedir excusas, en vez de no tomar en consideración esa oprobiosa y ridícula dictadura insoportable de lo que infinitos cretinos ­consideran políticamente correcto".





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