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domingo, 19 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Sonámbulos





"La anécdota —mínima, trivial— que voy a contar como punto de partida -comienza diciendo en el Especial dominical de hoy [¿Enganchados o prisioneros? Revista de Libros, 11/6/2020] el filósofo Rafael Núñez Florencio- parecerá a los lectores más jóvenes sacada del Paleolítico, pero sucedió a comienzos de este siglo. Claro que, si bien se piensa, con la aceleración histórica que vivimos, datar en esas fechas —unos tres lustros más o menos— viene a ser como hablar de la prehistoria, casi literalmente. Y, sin embargo, lo que quiero referir es precisamente el surgimiento de una actitud que hoy, de tan extendida, parece plenamente normal. Fue durante un examen de fin de curso. La mayoría de mis alumnos se habían ido marchando según terminaban y quedaban muy pocos por entregar sus papeles. Normalmente, pese a mis advertencias, quienes salían del aula se quedaban comentando sus impresiones en el pasillo, justo detrás de la puerta, montando una algarabía molesta para los que no habían acabado aún. En un momento determinado caí en la cuenta de que esta vez no se oía ruido alguno en el exterior. Agucé el oído y más bien percibí un silencio extraño, como un zumbido sordo, que me impulsó a abrir la puerta con cierta inquietud. Lo que vi me dejó asombrado: no menos de una quincena de alumnos se distribuían irregularmente por el hall de entrada a la clase, en los peldaños de la escalera, apoyados de pie en la pared o sentados en el suelo. Aunque estaban entre ellos a una distancia inferior a medio metro, no hablaban entre sí ni se miraban unos a otros: estaban absortos en sus teléfonos móviles, moviendo como posesos los pulgares de ambas manos en una comunicación frenética con amigos, familiares o conocidos ausentes (o, a lo mejor, pensé luego, mandando mensajes al que estaba al lado). En el aire flotaba una especie de rumor tenso producido por el teclear nervioso de muchas manos. Ninguno levantó la cabeza ante mi presencia. No acerté a decir nada y cerré la puerta, sin más.

Ahora esa escena no llamaría la atención de nadie. Fue mi primer contacto con una nueva realidad que luego todos hemos asumido de un grado u otro. Hoy constituye el pan de cada día en cualquier parte, en la calle, el metro, el restaurante y los sitios más insospechados. He traído a colación ese recuerdo porque me asaltó nada más empezar a leer El enemigo conoce el sistema, un libro que lleva un largo subtítulo: Manipulación de ideas, personas e influencias después de la Economía de la atención (Debate). Su autora es una periodista, Marta Peirano, experta en las repercusiones psicológicas y culturales de los avances tecnológicos, en especial las cuestiones de adicción, espionaje, vigilancia y control derivados de la implantación universal de Internet. Un tema, para ser sinceros, que me interesa sobremanera —aunque solo sea por mi condición de usuario de las redes, como nos pasa a todos— pero en el que soy un completo ignorante. Tengo pues que dar por buenas muchas de las cosas que cuenta su autora, fiado solo al escrutinio del sentido común y, por supuesto, mi experiencia como consumidor de contenidos digitales. Debo consignar en cualquier caso que en bastantes páginas detecto un cierto maniqueísmo y creo que en ocasiones se cargan las tintas hasta casi la caricatura. También me chirría la propensión de la autora a dejarse llevar por ese progresismo de salón que contempla con angelical arrobo a todo aquel que se adjudica la etiqueta de antisistema. Son reparos que, como se verá, no anulan el interés de lo que aquí se analiza.

El punto de partida no puede ser más contundente: «La red no es libre, ni abierta, ni democrática». Nunca me ha convencido la actitud benevolente de los que ponderan el supuesto carácter democrático de la red, pero reconozco que no tenía muchos argumentos sólidos para combatir esa creencia. Peirano comienza por establecer la actitud de cada uno de nosotros en cuanto clientes de la red en general o de sus múltiples aplicaciones. Hay un rasgo común en el comportamiento de la mayoría, quizá más exacerbado en los jóvenes: decimos que cogemos el móvil para consultar algo aunque, como sostiene la autora, a menudo somos incapaces al cabo de unos minutos de acordarnos de la razón por la que nos asomamos a sus pantallas. En todo caso, la razón inicial es poco significativa porque pasamos de unos contenidos a otros y al cabo de un tiempo indefinido pero que se estira como un chicle en manos infantiles, hemos visto tantas cosas que seríamos incapaces de enumerarlas y, mucho menos, de asimilarlas. Después de un breve intervalo volvemos a repetir la misma operación con el mismo resultado, una especie de mórbido sonambulismo tan pegajoso como, en el fondo, adictivo. El móvil actúa de prótesis, cuando no directamente de ventana mediante la que accedemos a todo lo que nos interesa o necesitamos. De este modo, se ha convertido en nuestra sombra: dejarlo olvidado en casa, salir sin él se convierte en una catástrofe insoportable. Las más de las veces damos la vuelta para recuperarlo y guardarlo muy cerca, en el bolso, la cartera o el bolsillo, lo bastante próximo para oír su vibración, caso de que no llevemos auriculares que nos aíslan del mundo exterior y nos conectan con la única realidad que nos interesa. La moraleja es obvia: ¿somos nosotros los dueños del móvil o es el móvil dueño de nosotros? ¿Quién obedece —o maneja— a quién?

En realidad, la autora habla poco del móvil como tal. Al fin y al cabo este es solo un instrumento —uno más, aunque el más importante para muchos— mediante el que nos conectamos a la red. Y lo que a Peirano le interesa son las consecuencias de esa conexión que todos necesitamos para nuestro trabajo, por simple entretenimiento o para conseguir una información determinada. La primera y más obvia queda implícita en lo ya dicho, la adicción. La red es adictiva —como las drogas, formulan algunos— aunque sería más exacto decir que está diseñada específicamente para que su consulta se convierta en adictiva. La segunda es que la red genera impaciencia, una actitud apresurada y ansiosa. En el libro se cita un dato que no puedo corroborar y que a primera vista me parece inverosímil: «nuestra paciencia es tan escasa que el 40% de los usuarios abandonan una página web si tarda más de tres segundos en cargar». Aunque el dato en cuestión esté exagerado, la tendencia es incuestionable, porque todos sabemos por experiencia que no aguantamos ni medio minuto de espera. Necesitamos por lo general ver muchas cosas y muy rápido y, aunque en principio no sea así, pasará como con el ramillete de cerezas, que una búsqueda nos llevará a otra y luego otra, de manera indefinida, siempre a velocidad de vértigo. Tercera consecuencia: este enganche -por decirlo en los términos usuales- obedece con frecuencia a pautas de comportamiento gregario. «El único motivador más efectivo que ser aceptado socialmente es el miedo a ser rechazado socialmente». Esta es la razón de los like y la contabilidad de seguidores: lo importante es no quedarse atrás, formar parte del top ten, tener miles (¿millones?) de supuestos amigos, aunque naturalmente no conozcas ni el rostro de la inmensa mayoría de ellos.

Dice Peirano con una aparente condescendencia -que en realidad no es tal porque nos retrata a todos sin excepción- que somos como los ratones de Skinner dándole a la palanquita para obtener el premio o satisfacción. En una sociedad ociosa e infantilizada como la que vivimos el activador básico para millones de personas es el aburrimiento. Como los niños, necesitamos que nos distraigan. Bien podría decirse que queremos cuentos para adultos, entendiendo como tales no ya los clásicos videojuegos o las series de las grandes plataformas como Netflix, sino todo tipo de novedades para consumir. Fíjense que en la base de este planteamiento está la razón que explica determinadas características de Internet, de las que muchos se lamentan. Aunque una importante minoría la utilice como fuente de conocimiento, para la mayoría la red es la puerta de la evasión: por eso siempre será terreno abonado para las fake news, el insulto, la calumnia o la simple brocha gorda, porque el bulo llega a más gente que la realidad prosaica y la caricatura o la deformación siempre obtienen más réditos que el análisis riguroso. El cambio cualitativo de nuestro tiempo se produce cuando ese otro mundo al que accedemos nos requiere tanta dedicación y tiempo que termina compitiendo y acaso desplazando a lo que siempre habíamos concebido como la única realidad. Ya hay mucha gente que pasa más tiempo en esa otra realidad virtual que en el mundo material, sumidos en «un reality show infinito, producido por algoritmos, del que no puedes desengancharte sin perder el tren».

Los números son abrumadores: YouTube, por ejemplo, «tiene mil ochocientos millones de usuarios que suben una media de cuatrocientos minutos de video cada minuto al día y consumen mil millones de videos diarios». Con todo, les daría una visión errónea acerca del contenido del libro si siguiera insistiendo en esa vertiente. Por encima de ella están otras dos cuestiones que preocupan sobremanera a Peirano: la primera, el proceso acelerado de concentración —«un número cada vez más pequeño de empresas» dominan todos los resortes— que conlleva mayor poder en menos manos, hábilmente camuflado con terminales que parecen variopintos pero que remiten en última instancia a los mismos centros de decisión. Así, «Google controla las tres interfaces más utilizadas del mundo: el servidor de correo Gmail, el sistema operativo para móviles Android y el navegador Chrome». Además, dice Peirano, el problema no estriba solo en la conformación de un poder equiparable —si no mayor— al de las grandes superpotencias, sino en la forma en que se ejerce ese dominio, con una opacidad y secretismo inquietantes: el algoritmo se ha convertido en el nuevo Dios, pero como pasaba con el antiguo, sus designios son inescrutables. La segunda cuestión está estrechamente relacionada con esta —en el fondo constituye su consecuencia inapelable— y es, si cabe, más tenebrosa aún. Hablamos del espionaje, seguimiento y control de los ciudadanos que amenaza con convertir nuestro mundo —si no lo ha hecho ya y además de manera irreversible— en una gran cárcel o, como mínimo, un campo vigilado por una tupida red de cámaras y micrófonos siempre abiertos.

La analogía con un sistema penitenciario clásico es imprecisa y aún se queda corta, pues ahora somos nosotros, los prisioneros, los que nos uncimos gustosamente el yugo, suministrando de modo complaciente todos nuestros datos, desde los aspectos biométricos hasta las aficiones más personales, a esa inmensa maquinaria que nos vigila y domina. La coartada es obvia: le damos todo lo que nos pide porque esa inmensa maquinaria de control nos proporciona a su vez todo lo que queremos. ¿O es al revés? Quizá, en una nueva edición del clásico, vendemos nuestra alma al diablo a cambio un hedonismo fofo pero ininterrumpido. Incluso la metáfora fáustica no llega a dar cuenta total del pacto, pues la relación de cada individuo con ese sistema que gobierna nuestras vidas -o al menos la disposición de nuestro tiempo- se basa en una reciprocidad asimétrica y adulterada, pues hasta nuestro deseo queda condicionado por el sistema, como vimos con el proceso de adicción. Queremos lo que ellos quieren que queramos. Ya sé que llegados a este punto me dirán que el análisis apunta a un sesgo catastrofista, como si fuéramos peleles en manos de un poder omnímodo que decide por nosotros. Yo también quisiera pensar que Peirano dramatiza en su tono cuasi apocalíptico. Pero me da qué pensar la aguda reflexión que me hizo un amigo mío hace unos días a este respecto: ¿no te resulta curioso que en esta sociedad todos detectamos manipulaciones a mansalva pero después, cuando se le pregunta a cada ciudadano de uno en uno, todos consideran que ellos no están manipulados e incluso que no son manipulables?

No hace falta que les diga que este cuadro de las sombras de Internet no anula sus innumerables luces. Nadie está pensando seriamente en renunciar a los progresos conseguidos. Los avances técnicos de las últimas décadas han mejorado la vida humana en todos los aspectos y nosotros, como especie, hemos ganado en conocimiento, salud, bienestar y capacidad de actuar en nuestro entorno. Pero junto a todo ello, como cada vez que la humanidad da pasos decisivos, hay también problemas que urge resolver. Este libro nos hace pensar en algunos de ellos. El principal se resume en su propio título: «El enemigo conoce el sistema pero nosotros no».

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 


El profesor Rafael Núñez Florencio



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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domingo, 5 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Homo agitatus




El pensador. Auguste Rodin (1882). París


"Hace unos días -escribe en Revista de Libros el historiador y filosofo Rafael Núñez Florencio- leí unas declaraciones de un conocido periodista, asiduo contertulio e intelectual crítico de guardia, en las que señalaba con manifiesta displicencia —cito casi literalmente— que no había aprendido nada en la actual crisis porque no había nada que aprender. Discrepo por un doble motivo: primero, porque mantengo la ingenua opinión de que se puede o, mejor dicho, se debe aprender de casi todo y más cuando se trata de un acontecimiento fuera de lo común, como es el caso; segundo y más concretamente, porque esta excepcionalidad es tal en la más profunda acepción del término, con una ruptura abrupta de las pautas que han marcado nuestra vida desde que tenemos uso de razón, al menos para las generaciones actuales (los más longevos se pueden remitir a la guerra civil o la inmediata posguerra). No me refiero ahora tanto a las rupturas obvias —de la actividad económica, la circulación de mercancías o el comercio, por mencionar las más evidentes— como a la propia quiebra de la vida cotidiana, reducida por largo tiempo a un estado de hibernación que muchos hemos vivido como auténtico arresto domiciliario. Pero fuera de las derivaciones políticas, lo que me interesa subrayar es que la mencionada singularidad de la situación ha favorecido el cuestionamiento o, como mínimo, la reflexión sobre determinadas actitudes que antes dábamos por normales o naturales, en buena medida como reflejo del mundo en el que nos insertábamos.

Así, por citar un rasgo que a buen seguro compartirán algunos de los que puedan leerme, la prisa, el desasosiego y, más específicamente, la necesidad de organizar el día en función de hacer la mayor cantidad de cosas posibles: por lo que a mí respecta, descargado ahora de las clases, no pocas llamadas de teléfono, envío y lectura de decenas de mails, algunas citas profesionales, lectura de toda la prensa periódica posible, recepción de novedades editoriales, lectura de dos o más libros a la vez, redacción de artículos, críticas o estudios particulares, etc. Nunca menos de doce horas diarias dedicadas a esas labores que ciertamente me gustan o incluso —puedo conceder— me apasionan, pero también me generan un estrés que intento —o intentaba— por todos los medios no reconocer. Al terminar el día la sensación era siempre la misma, la necesidad de que la jornada tuviera cuarenta y ocho horas para dar salida a todo lo que tenía pendiente. Este ritmo de trabajo llegaba con frecuencia a impedirme conciliar un sueño reparador. Convertida en vicio dicha necesidad compulsiva de aprovechar el tiempo, de no perder un solo segundo, su satisfacción llevaba aparejada la más dura penitencia, una permanente ansiedad. El trapero del tiempo —como escuché decir en una ocasión a un filósofo— aprovecha los minutos sin darse cuenta de que desperdicia la vida.

El mal llamado confinamiento supuso, como antes apunté, una imprevista fractura en este orden de cosas. Hubo que anular varias citas inmediatas y progresivamente fueron cancelándose todas las demás, primero en cuestión de semanas y luego de meses, hasta completar todo el año. Reuniones varias, algunos seminarios, un par de congresos y algunos otros compromisos contraídos hacía algún tiempo corrieron la misma suerte. Las editoriales paralizaron su producción, se anularon las presentaciones previstas, se dilataron los plazos que afectaban a mis propios trabajos. Aun así, los seres humanos nos movemos muchas veces como el equino que da vueltas en la noria del molino y aunque lo liberen de la faena cotidiana, sigue girando como si todavía estuviese uncido al yugo. Los primeros días mantuve mi ritmo habitual hasta que la solidez de los hechos me puso frente al espejo y tuve por fuerza que admitir lo absurdo de mi situación. Con el país paralizado, las convocatorias rescindidas y las entregas pospuestas, ¿qué sentido tenía mi afán de continuar mi labor como si nada pasase? En esos primeros días de encierro forzoso leí un artículo de Carlos Mayoral en The Objetive que parecía retratar mis cuitas. Se titulaba «El mal de la impaciencia» y en realidad no era más que un breve comentario que remitía a un libro de Jorge Freire que había obtenido el XI Premio Málaga de Ensayo de este año y que acababa de aparecer bajo el sello editorial de Páginas de Espuma: Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. Ya se pueden imaginar que me faltó tiempo —en este caso nunca mejor dicho— para adquirir el libro en su versión digital. De lo que saqué de su lectura les quiero hablar en los párrafos que siguen.

Supongo que al lector atento le habrá pasado ya algo parecido a lo que me sucedió en su momento, una cierta perplejidad nada más confrontar los conceptos contenidos en el título y subtítulo, pues agitación e impaciencia parecen dos cosas distintas, aunque puedan coincidir coyunturalmente. Para empezar, el segundo de los términos remite obligadamente a algo concreto, aquello que se espera pero no llega, mientras que uno puede estar agitado por todo o por nada, sin que necesariamente apunte dicha angustia a una circunstancia particular. En el caso de la intención —no ya subyacente, sino explícita— del ensayo que nos ocupa, se aborda la agitación como un estado permanente del alma moderna, lo que vamos a denominar siguiendo al autor Homo agitatus. Precisamente este matiz contribuye en mayor medida a diferenciar la agitación de la impaciencia, porque esta suele ser pasajera, dada su dependencia objetiva de lo esperado. Me reconozco impaciente cuando espero una llamada que no se produce, miro el correo electrónico para comprobar una vez más que no llega el documento solicitado o compruebo que aún faltan los datos que solicité encarecidamente a mi compañero, pero si solo es eso debo admitir que cuando llega la respuesta, desaparece la desazón. Es verdad que puedo encadenar impaciencias sucesivas o ser impaciente a varias bandas, pero aun así sé diferenciar claramente ese nerviosismo específico del estado permanente de agitación que, como confesé antes, constituye para mí una segunda naturaleza. Mi agitación es más que impaciencia por la sencilla razón de que a menudo no estoy esperando nada y por tanto no puedo calmarme con lo que ocasionalmente encuentre: puedo decir que estaba impaciente por terminar este trabajo, pero como la causa de mi desasosiego es estructural, cuando lo termine seguiré tan agitado como antes de ponerle punto final.

De hecho, esa misma parece ser en el fondo la actitud del autor, que prácticamente no hace uso de los conceptos de impaciencia o impaciente a lo largo de todo el texto. Al leer el libro en edición electrónica, el buscador me permite documentar de modo irrefutable lo que solo era una impresión: descontando su uso en el subtítulo, la búsqueda me da para ambos términos (impaciencia, impaciente) solo… ¡tres resultados! Antes utilicé una fórmula un tanto alambicada para referirme a las intenciones del autor y no fue casual porque, según uno avanza por las páginas de su breve ensayo, va albergando cada vez más dudas acerca de los verdaderos propósitos de Freire al escribir este libro: ¿era realmente de la agitación como estado anímico del hombre actual de lo que quería hablar? Si es así, la más piadosa de las conjeturas sería que él mismo es un magnífico espécimen de Homo agitatus porque su libro se dispersa en múltiples sentidos sin que finalmente logre trazar una trayectoria limpia. Freire parece sobre todo preocupado en mostrar al lector todo lo que ha leído y en ensartar cita tras cita para apuntar en múltiples dianas y quedarse siempre en tentativas un tanto frustrantes. Reconozco sin embargo que el principal mérito del libro —y por eso lo comento aquí— estriba en abordar un tema ciertamente crucial para entender al ser humano de nuestros días. Además, como pasa en otros muchos ensayos de similares características, entre tanta barahúnda pueden encontrarse no pocos hallazgos felices. Dicho sin ambages, su lectura es útil pese a todo.

En 2018 Freire publicó en Letras libres un artículo titulado «La cultura de la agitación», germen de lo que desarrolla en este volumen. Ya allí establecía que el movimiento continuo era el mandato inapelable de nuestra época, afirmación que reitera en el arranque del ensayo, sin que ello sea óbice para reconocer que el mal en sí es viejo como la humanidad, como establece la archiconocida referencia de Pascal responsabilizando a esa incapacidad personal de permanecer quietos y a solas en una habitación de todas las desdichas humanas. A pesar de ello, es en el tiempo presente cuando la dolencia adquiere proporciones de pandemia. Dicho de otra manera: “dejar de huir hacia delante”, como el ejército que escapa de un enemigo inexistente, constituye el gran reto de nuestra sociedad. La reflexión filosófica sobre el particular abraza la forma de consolatio, pues no en vano el Homo agitatus equivale al necio (ne-scio, carente de ciencia) y se perfila como «la figura a batir». El individuo agitado es, según Freire, el que se propone hacer muchas cosas de manera continuada: es la persona que se reconoce incapaz de parar, sin atender al conocido refrán de quien mucho abarca, poco aprieta. Ese dinamismo enloquecido convierte la trayectoria vital del agitado en una curiosa paradoja, pues tanto correr no le sirve para avanzar más. Su perpetuo ajetreo no puede representarse en forma de línea recta recorrida con celeridad, como en principio cabría esperar, sino en una carrera tan absurda como la del hámster dando vueltas a una rueda o el derviche girando sin parar sobre sí mismo. Parafraseando a Lampedusa, «que todo se agite para que nada cambie».

Pese a sus múltiples derivaciones, el ensayo en su conjunto puede interpretarse como una reivindicación del aburrimiento como antídoto de la agitación contemporánea. El autor entiende dicho concepto de un modo que me ha recordado a Fernando Aramburu («Elogio del aburrimiento»), cuyo planteamiento remite a su vez al inevitable Pascal: «Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina». Freire lo dice de un modo parecido: «aburrirse no es fácil» y por ello hay que «aprender a aburrirse». No se trata —obvio es decirlo— del frívolo aburrimiento adolescente, sino, al modo de Walter Benjamín, de una especie de reposo lúcido que conlleva previamente el rechazo o la resistencia frente al ritmo delirante de nuestro tiempo. La bulimia de productos culturales genera insatisfacción porque es imposible devorarlo todo, siempre se pierde uno algo. La pulsión contemporánea por estar al día nos somete a una convulsión inacabable. Quienes se enfrentan a estos requerimientos buscan una cierta «paz de espíritu» o aquel sosiego que señalaba Nietzsche: «Por falta de sosiego nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie». Algunas de las facetas de nuestra vida actual ilustran claramente esta barbarie convulsa del cambio por el cambio: así, el viajero, convertido en turista, constituye una de las expresiones más genuinas de esa sed de variaciones sin otro fin que el hecho mismo de la novedad. Más aún cuando se trata de recorrer miles de kilómetros y varios países para toparse en todos los lugares con las mismas cosas revestidas de diferentes oropeles.

Precisamente esta variedad aparente es una de las dianas preferidas de Freire, que argumenta en diversas ocasiones que la diversidad es el trampantojo del mundo en que vivimos. Si algo define nuestra época, insiste, es la homogeneidad, no la diferencia o la multiplicidad. Recuerda con pertinencia en este sentido que el truco comercial o propagandístico de numerosas marcas es que piquemos el señuelo de que comprando sus productos nos convertimos en seres diferentes. Por supuesto el mismo mensaje les llega, no a miles, sino a millones de otros receptores-consumidores en forma de «eres único», «eres especial», «tú marcas la diferencia», etc. Si algo supone la tendencia creciente de mundialización o globalización es la tozuda realidad de que en todos lados tenemos lo mismo y por tanto se hace cada vez más absurdo buscar en otras partes aquello que permanece al alcance de nuestra mano sin apenas salir de nuestro entorno. No es el único contrasentido que halla el autor: más bien al contrario, su texto se solaza en las paradojas, como, por ejemplo, las recomendaciones de buscar la alegría, pero huir de la felicidad, o procurarnos el goce, no la diversión. En contra de lo que suele pregonarse, argumenta Freire, la clave de la civilización reposa no «sobre el cumplimiento de las voliciones sino, precisamente, sobre su renuncia». En este contexto se entenderá mejor la recomendación de inacción o pasividad a la que antes aludíamos. Frente a la obligación de divertirse, la felicidad forzosa o la algazara compulsiva —¡la chispa de la vida!—, la lucidez de la quietud o la meditación del que se despoja de todo, al modo estoico.

Aunque el ensayo es muy breve, a su autor le da tiempo o encuentra espacio para mencionar otras muchas cosas, un poco al desgaire, como decía anteriormente, como si él mismo se revelara en el fondo contagiado del mal que diagnostica. Llama la atención que no se mencione aquí el impacto de las nuevas tecnologías y el mundo digital, una de las escasas vertientes características de nuestra época que no encuentra hueco en el nervioso discurrir de Freire, quien, sin embargo, picotea en temas tan variopintos como los nacionalismos, la especialización, los deportes de riesgo, los supermercados culturales, la escasa autoestima española, el malestar de la civilización, la literatura noventayochista o las trampas de la libertad. Asuntos —si no todos, por lo menos bastantes de ellos— tan alejados objetivamente de su camino principal, que da la impresión de que a menudo se pierde el hilo de Ariadna, para decirlo ahora con una cierta pedantería que refleje el tono de estas páginas. Supongo que el ensayista podría replicar que su tratado no hace más que nutrirse de las fuentes heterogéneas que han conformado el género desde Montaigne y en ello habría que concederle parte de razón. En todo caso, como simple lector, me limito a dejar constancia de mis dudas, al tiempo que me prometo a mí mismo aplicarme de aquí en adelante algunas de las enseñanzas que me ha deparado su lectura: ahora mismo, cuando termine este último párrafo, apartaré mi agenda de asuntos pendientes y la perderé de vista como mínimo hasta mañana. Cerraré el ordenador, apagaré el móvil y saldré a la terraza para contemplar el mar en silencio, hasta que llegue la noche. Solo con pensarlo me siento mejor".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 



El historiador Rafael Núñez Florencio



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 13 de junio de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Sobre la vida normal





"En las largas semanas de confinamiento, escribía el mayo pasado el historiador y crítico literario Rafael Núñez Florencio [Todos los caminos conducen a uno mismo. Revista de Libros] surgió en varias ocasiones en charlas telefónicas con los amigos la cuestión de qué añorábamos más de lo que todos dimos en denominar vida normal, o sea, la anterior a la pandemia. Para mí, lo primero, como le pasaba a la inmensa mayoría, era la relación afectiva directa y sobre todo táctil —abrazos, besos— con los seres queridos que residían en otra ciudad o simplemente otro barrio distante. En lo segundo, me temo, tampoco era excesivamente original: como la mayor parte de mis compatriotas, echaba mucho de menos la sociabilidad en torno a la barra de un bar o una agradable cena en un acogedor restaurante. El tercer puesto de la lista lo ocupaba una actividad que antes del encierro parecía trivial o irrelevante: pasear. Me refiero al hecho elemental de salir de casa, a menudo sin rumbo fijo, solo para estirar las piernas y despejar la mente después de varias horas frente a un libro o el ordenador. En otras ocasiones, el paseo —si así puede llamársele— era más premeditado, pues se trataba de partir con tiempo y sustituir el metro o el autobús por una caminata al dirigirme a mi lugar de trabajo o una cita. Ahora, en la cuarentena, costaba trabajo concebir que de golpe y porrazo tuviésemos vedado o al menos restringido algo tan simple como pisar libremente la calle. Ya nos lo habían advertido los filósofos desde la antigüedad grecorromana: la vida humana se compone de pequeñas cosas tan imprescindibles como poco valoradas… ¡hasta que las perdemos!

Solo entonces, como rebobinando nuestros recuerdos, somos conscientes del cúmulo de sensaciones agradables que contienen actos banales. En mi caso, y volviendo al momento mismo de traspasar el portal, sentir en la cara el frescor o la calidez del ambiente exterior, mientras los ojos se acostumbran, como desperezándose, a la claridad circundante; luego, en cuestión de pocos segundos, suelen llegar los efluvios del parque cercano, el rumor de los pinos y los castaños de India y. a veces, si hay suerte y es por la mañana temprano, el aroma fresco de la hierba recién cortada por los jardineros. Confieso que nunca, hasta ahora, había sido consciente de estas menudencias. Buscando atenuar esta imprevista nostalgia seleccioné de mi biblioteca un pequeño volumen que había comprado hace varios meses y cuya relación con todo lo expuesto no van ustedes a tardar en advertir: Elogio del caminar de David Le Breton (traducción de Hugo Castignani, ediciones Siruela). Lo adquirí en su momento porque había leído otra obra de Le Breton que me había gustado, El silencio (ediciones Sequitur), pero después, como pasa muchas veces, se impusieron otras prioridades y el opúsculo quedó varado en los anaqueles de mi biblioteca, acaso perdido para siempre de no haber irrumpido la crisis sanitaria y el confinamiento.

Lo primero que quiero consignar es que en su momento, cuando me fijé en este librito de Le Breton, me llamó la atención el puñado de obras que se habían publicado estos últimos años sobre esa misma materia o aledañas (y me limito exclusivamente al mercado editorial español). Sin ánimo de ser exhaustivo y tan solo a título informativo para el lector que tenga interés en el asunto, podría citarles, aparte, naturalmente, de la obra de Le Breton, Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie de Erling Kagge (Taurus), Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (Capitán Swing) y dos clásicos con el mismo título de Caminar, obras de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson (Nórdica) y Henry David Thoreau (Interzona), respectivamente. Si ampliamos la perspectiva para incluir el paseo, tan indisociable de lo anterior, no me resisto a incluir Un paseo por el bosque de Bill Bryson (RBA) y Filósofos de paseo de Ramón del Castillo (Turner). Como ven, el tema me resulta lo suficientemente atractivo como para rastrear la bibliografía existente pero, con todo, no les quiero engañar, mi conocimiento del asunto no traspasa el nivel de mero diletante. Por ello no está mal recordarles que esto que están ustedes leyendo no es ni pretende ser una reseña ni mucho menos un estado de la cuestión: me limito, en los párrafos que siguen, a compartir mis impresiones desde una perspectiva personal, sin sujetarme a un esquema analítico convencional.

Desde las primeras páginas de su breve obra, Le Breton insiste en que hoy por hoy, «en el contexto del mundo contemporáneo», la determinación de caminar supone una forma de nostalgia o resistencia. Vagar, dice, no puede ser considerado más que un anacronismo «en un mundo en el que reina el hombre apresurado». En efecto, todo nos compele a usar otros medios más rápidos o aparentemente más cómodos, en especial el automóvil, el tren o el avión. Viajar es, la mayor parte de las veces, salvar la distancia que nos separa del lugar al que queremos ir. Incluso los circuitos turísticos suelen organizarse condensando las supuestas experiencias viajeras, ver lo máximo en el menor tiempo, como ya apuntaba aquella película de feliz título, Si hoy es martes, esto es Bélgica. La condición humana se ha convertido en «condición sentada o inmóvil». El desarrollo de las nuevas tecnologías no ha hecho más que incentivar esta tendencia, no solo porque su uso refuerza el sedentarismo sino además porque, en el mundo de las conexiones digitales, el cuerpo o la materialidad en su conjunto viene a ser un lastre o un estorbo en la medida en que no resulta susceptible de transformación, como la realidad virtual. Así, los cuerpos devienen simplemente perfiles. Sin necesidad de extremar el argumento, Le Breton señala un rasgo característico de nuestra era, la proliferación de imágenes que suprimen las piernas: el hombre contemporáneo es casi siempre un hombre sentado, ya sea por ejemplo conduciendo un automóvil o como busto parlante en las pantallas.

Como ya descubría el propio título del ensayo, el autor nos incita a llevarle la contraria a esta tendencia del mundo que vivimos. Caminar no es simplemente un medio sino un «rodeo para reencontrarse con uno mismo». O también, ¿por qué no?, caminar no es un medio porque se convierte en un fin en sí mismo. Al caminar no vamos, sino que misteriosamente nos dejamos llevar. Por eso el vagabundeo se hermana con el silencio, con el que tiene tanto en común: «El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas». Pasear y callar parecen dos caras de la misma moneda. Ambos nos permiten desconectar de las exigencias del mundo exterior para sumergirnos en nosotros mismos. De hecho, es difícil concebir uno sin el otro. Es verdad que se puede pasear en compañía, de la misma manera que es posible pasear conversando, pero el caminar genuino que defiende Le Breton es una actividad solitaria y silenciosa. Incluso cuando se trata de un largo viaje, el peregrino se echa a la espalda una mochila con lo indispensable y tira hacia delante sin nadie más que su propia sombra, sumido en sus cavilaciones y recuerdos, con sus sentidos abiertos para dejarse penetrar por el conjunto de impresiones del mundo. De este modo el caminante se hace rico solo en tiempo —«él es el único propietario de sus horas»—, pero esta riqueza resulta ser la más importante de todas. El viajero solitario no tiene que rendir cuentas a nadie. En lo que a mí concierne, modestamente, siempre he considerado que pasear era la mejor manera de estar solo sin tener que dar explicaciones a nadie.

El caminante silencioso mueve sus pensamientos casi al compás de sus piernas. Queda implícito en las consideraciones anteriores: pasear significa también meditar. Hay incluso una larga tradición en la filosofía occidental que vincula el movimiento o incluso el vagar sin rumbo fijo con la agudeza mental y la creatividad. Desde Aristóteles, han sido mucho los genios que han encontrado en el paseo la fuente de inspiración. En estas páginas que comento se cita a Kierkegaard: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba». Y también se dice que «en 1802, el filósofo alemán Schelle, amigo de Kant, escribe un corto tratado sobre el paseo considerado como un arte». Comparto el planteamiento porque desde que era adolescente el caminar sin rumbo fijo ha sido para mí el medio natural para despejar la mente e incluso para que surgieran las ideas más satisfactorias. Le Breton, por su parte, apunta que el deambular durante horas o, al menos, sin atenerse a pautas fijas o requerimientos convencionales, procura continuos momentos propicios para la meditación: «El sueño de una noche sin techo es también una formidable invitación a la filosofía, a la reflexión ociosa sobre el sentido de nuestra presencia en el mundo». En realidad no hace falta ponerse trascendente, pues de lo que se trata muchas veces es simplemente de dar rienda suelta a las sensaciones o emociones más íntimas, desatadas por unos estímulos eficaces: «una fuente que se abre paso entre las piedras, el canto de una lechuza, el salto de una carpa sobre la superficie de un lago, la campana de una iglesia al caer la tarde, el crujir de la nieve bajo nuestros pasos, el crepitar de una piña bajo el sol».

Por cuanto modula el tiempo y ensancha el espacio, contemplar el mundo a pie significa también acomodarse al ritmo de las piernas y con ello retomar la perspectiva humana, en contraposición a la ruptura del espacio-tiempo tradicional que han supuesto las máquinas y el desarrollo tecnológico. Lejos de mí, sin embargo —y en esto me parece que me distancio del tono del autor del libro—, edificar sobre todo ello una mitología alternativa, una concepción del caminar como una especie de panteísmo sui generis o, sin llegar a tanto, una concepción mística del caminar como ascesis, una comunión mística con la naturaleza en la línea de los Thoreau y los teóricos tan caros al ecologismo como ideología política. Hay un capítulo, titulado «Espiritualidades del caminar», en el que se enfatiza la conversión del camino en «camino iniciático», se habla del transitar por la naturaleza como la conversión del desafío físico en «desafío moral» y se defiende, en fin, que «muchas rutas son travesía del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo». Me parece bien, pero en lo que a mí respecta me conformo con una versión mucho menos sublime de la pulsión andariega. Sinceramente, no necesito transitar por esa vía del esfuerzo redentor. Tampoco necesito emular a los exploradores que admira Le Breton, aquellos que se empeñaron en llegar a Tombuctú o descubrir las fuentes del Nilo arrostrando un sinfín de penalidades. Si andar, como antes decíamos, es reencontrarse con la perspectiva humana, seamos coherentes y adaptemos la marcha a los límites humanos.

Al fin y al cabo, se trata de algo tan sencillo en mi opinión como disfrutar del paseo. No hace falta imponerse grandes retos sino más bien todo lo contrario, descargarse de imposiciones y abandonarse al placer de caminar. No son necesarios por ello selvas inexploradas ni mundos exóticos, escalar picos inaccesibles o descender hasta cuevas insondables. Es innegable que siempre presenta más atractivo enfrentarse a una cartografía desconocida, pero también puede resultar suficiente y gratificante cualquier espacio familiar: mi ciudad, mi barrio, el parque cercano a mi domicilio. Yo, por lo menos, no necesito más. Me siento por ello completamente identificado con el planteamiento del capítulo dedicado al «caminar urbano». Aunque no viva en París, yo también me siento un flâneur que «camina por la ciudad como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento». El autor habla aquí del «cuerpo de la ciudad» y de cómo uno se sumerge en él oyendo, viendo, sintiendo y aspirando. Retomando lo que decíamos al principio —y así cerramos el círculo de esta reflexión— creo que debería añadirse en este punto la capacidad del paseante para canalizar todas esas impresiones visuales, auditivas y olfativas hacia lo más profundo de sí mismo, porque ahí es siempre donde confluyen todos los caminos".



El historiador Rafael Núñez Florencio


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domingo, 4 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Despedida y cierre





«Hemos llegado, señoras y señores, al término de nuestra programación de hoy, día tantos de tantos. Estaremos de nuevo con ustedes a las equis horas con la carta de ajuste. Hasta ese momento, nos despedimos deseándoles muy buenas noches». 

Cuando en España sólo existían uno o dos canales de televisión –obviamente TVE, Televisión Española–, escribe el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio en su blog "Morirse de risa", y las emisiones se interrumpían durante el horario nocturno, un locutor o una locutora –creo recordar que normalmente era un personaje femenino, pero de eso no estoy ahora muy seguro– se dirigía al telespectador en un tono muy sosegado comunicándole lo anterior y despidiéndose hasta el día siguiente. Cuando consultábamos la programación televisiva, la última línea la ocupaba ese brevísimo espacio, que precedía al himno nacional, y que se formulaba así: «Despedida y cierre». Para quienes, aun siendo niños, vivimos aquella época esa acuñación, «despedida y cierre», ha quedado en nuestra memoria como una especie de despedida irónica, equivalente, por ejemplo, al actual e impreciso «¡nos vemos!», aunque uno no tenga la menor voluntad de ver al otro en mucho tiempo. Creo recordar que alguna publicación de humor utilizaba la expresión en alguna de sus secciones y, en todo caso, lo que sí recuerdo claramente es que el humorista Moncho Borrajo tituló así su último espectáculo para clausurar treinta y tantos años de actividades cómicas. Es decir, que esto de «despedida y cierre» es casi como un clásico. Y me ha parecido el título más adecuado para poner punto final a esta ventana sobre el humor que hemos mantenido abierta durante casi cuatro años.

En octubre de 2015 planteé al director de Revista de Libros la posibilidad de abrir un blog que tuviera como asunto central el humor. No exactamente un blog de humor, modalidad para la que no me siento capacitado, sino un blog sobre el humor, que no es obviamente lo mismo, como me he afanado en recordar en distintas ocasiones. Me impulsaba a ello una constatación elemental: la práctica inexistencia de una sección permanente de esas características en el inconmensurable panorama de las publicaciones periódicas convencionales y digitales. Mi intención, desde luego, no era hacerme un hueco contando chistes, chascarrillos o cosas parecidas, sino básicamente prestar atención crítica a todo lo que iba apareciendo –libros, artículos, revistas, películas, televisión, anuncios, teatro, exposiciones, polémicas– en torno al humor o que representara una visión humorística de las distintas vertientes del mundo que vivimos. La perspectiva era, pues, amplia y he procurado que los criterios de selección fueran muy flexibles, pues siempre me ha guiado la convicción de que el mejor humor no es el que nos hace simplemente reír, sino el que nos fuerza a ver las cosas de manera distinta: obviamente, si es con una risa o, al menos, una sonrisa, mejor que mejor.

Como adelanté antes, ha sido una larga singladura de cuarenta y seis meses, casi cuatro años, con la sola interrupción de los períodos vacacionales o festivos en los que nuestra Revista de Libros se tomaba un respiro. Mentiría si dijera que en aquellos comienzos tenía ya prefijado el rumbo exacto de este blog. O, mejor dicho, la verdad es que sí lo tenía, pero la propia dinámica del mismo me ha hecho cambiar algunas de mis determinaciones iniciales. Por ejemplo, yo pretendía en principio circunscribirme en exclusiva –o casi– al ámbito del humor negro y mantenerme en las coordenadas culturales españolas. Esto es lo que vulgarmente se conoce como la pretensión de poner puertas al campo. Pronto me di cuenta de que ambos propósitos eran irrealizables: primero, porque el humor negro limita a derecha e izquierda, por delante y por detrás, con todas las demás modalidades de humor, sin que haya barrera infranqueable, sino más bien todo lo contrario, continuidad y semejanza; y, en segundo lugar, porque poner adjetivos nacionales al humor de modo estricto y exclusivo es tan absurdo como un paraguas para una vaca. Por supuesto que hay un tipo de humor que se hace en España y que gusta más a los españoles. Por supuesto que el sentido del humor español es distinto al de los chinos o japoneses –y viceversa, naturalmente–. Pero pensar que hay un tipo de humor español absolutamente específico y distintivo o, simplemente, que la comicidad española puede explicarse sin influencias, préstamos o incluso mimetismos, es una solemne tontería, por no emplear otros términos más gruesos. A pesar de todo, he procurado no perder por completo la voluntad primigenia, de manera que mi atención se ha volcado preferentemente, como habrá comprobado quien me haya seguido, hacia el humor negro y hacia el ámbito hispano.

Ello me ha llevado a tratar en diversas ocasiones el problema de los límites del humor. Es curioso: entre nosotros –aunque también en muchas otras partes– el humor goza de una escasa, por no decir escasísima, consideración intelectual. Parece obligado, por su propia esencia, que nadie se tome en serio el humor. Lo cual significa una actitud de patente menosprecio hacia la obra humorística –catalogada habitualmente como obra menor, casi por definición– y una displicencia manifiesta hacia el cómico, rebajado a nivel de mero bufón. No negaré que buena parte de los humoristas se han ganado a pulso esta consideración con un tipo de comicidad facilona, infantil o, simplemente, grosera. Pero hay otro humor, más difícil, valioso y creativo que ha sufrido injustamente esta preterición. Muchos de los grandes humoristas han clamado en el desierto en este sentido: al drama o a la obra que se pretende seria se le perdona casi todo, mientras que a la comedia se la degrada sistemáticamente como mero pasatiempo insustancial, cuando hacer reír es incomparablemente más difícil que hacer llorar. ¡Y no digamos ya hacer reír con elegancia e ingenio! Pero, volviendo a lo que decía al comienzo de este párrafo, este abierto menosprecio respecto al humor y al humorista sólo se quiebra cuando el chiste o la broma se tornan ofensivos en la estimación de un sector social o un determinado colectivo. ¡Ah, entonces sí, ahora sí que nos tomamos en serio el humor, la supuesta ofensa del humor, y exigimos medidas drásticas!

De hecho, en los últimos tiempos el humor sólo sale como noticia en los periódicos e informativos cuando una parte de la población –feministas, gais, lesbianas, gitanos, afroamericanos, judíos, niños o personas con «diversidad funcional»– claman contra una presunta ofensa del cómico, porque ha hecho una broma que supuestamente agrede o humilla a esos sectores. El caso más dramático, como todo el mundo sabe, ha sucedido con las bromas sobre el islam y las caricaturas de Mahoma. La matanza perpetrada por radicales islamistas en la sede del semanario Charlie Hebdo (enero de 2015) muestra la radical incompatibilidad entre fanatismo y humor. El problema es que se enfrentan con armas muy descompensadas. Por más injurioso que se le repute, el humor no va más allá, en el peor de los casos, de un comentario inoportuno, soez o incluso irritante, pero nada que no se combata con la indiferencia o el desprecio. El desdén es la mejor respuesta ante la provocación patosa: por ejemplo, la del descerebrado que hace una gracieta sobre los hornos crematorios en pleno Auschwitz. Prestarle la menor atención es seguirle el juego, y no digamos ya si lo elevamos a nivel de ultraje. Habría que recordar aquí ese viejo principio de que no ofende quien quiere, sino quien puede. Algo tan elemental y evidente no constituye, sin embargo, la norma habitual de conducta en los últimos tiempos, caracterizados por sistemáticas peticiones de prohibiciones, procesamientos o incluso censura de todo aquello que no nos gusta.

Hace poco tiempo se publicó en un periódico digital un artículo sobre «las principales figuras del humor en España» (así se caracterizaba de modo apresurado a quienes aparecían en el reportaje), pero el título que antecedía a la frase anterior era «Del chiste a la cárcel». Desde mi punto de vista, era un poco alarmista o exagerado, pero no por ello menos expresivo de la controversia que está presente en nuestra sociedad y en nuestro ordenamiento jurídico sobre los márgenes del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? ¿Quién marca los límites? ¿Debe prevalecer la libertad del cómico o el honor cuestionado de la persona o el colectivo? En el caso de una acusación concreta o una injuria ad hominem, está claro que es necesario el recurso a los tribunales, pero en todas las demás situaciones parece que la llamada corrección política ha introducido una sensibilidad exacerbada más lindante con el infantilismo que con la ciudadanía democrática. Antes daba a entender mis reservas sobre las llamadas «grandes figuras» del humor. En buena medida, el problema también reside en este punto. Toda la vida de Dios han existido los bocazas de bar que han dicho las mayores barbaridades –pretendidamente graciosas– sin que su repercusión haya trascendido la cuadrilla o el grupo de incondicionales que le reía las gracias. Ahora con Twitter y toda la pesca, cualquier gilipollez se convierte en viral en cuestión de segundos. Y, por supuesto, gilipollas dispuestos a tales hazañas no faltan. Encima, como la difusión de sus memeces es brutal, se creen genios.

Nunca ha sido más fácil y más rentable la provocación. Y nunca ha habido más idiotas deseosos de provocar, obviamente. Esto afecta a la cuestión del humor que estamos tratando, como a cualquiera se le alcanza, porque la provocación es consustancial al humor, que tiende siempre a poner a prueba los límites. Lo que tanto memo no puede entender es que no todo desafío a los límites tiene por qué ser humorístico. La ofensa o la humillación, por ejemplo, no tienen de por sí nada que ver con la comicidad. La mayor parte de las patochadas que inundan la red no tienen la más mínima gracia. Hacerlas pasar por muestras de humor y querer ampararse en la libertad de expresión es un insulto a la inteligencia. Se dice a menudo que el humor no debe tener límites, pero bajo ese principio se tratan de colar de matute muchos despropósitos procaces y, encima, nada ingeniosos. Así que volvemos, en cierto modo, al punto de partida: hoy día hay incontables profesionales del escarnio que mienten, difaman o injurian, y si te molestas, van y te dicen que no tienes sentido del humor. Y al revés: cientos de miles de ofendiditos con la piel tan sensible que, a la menor alusión mordaz a sus convicciones o formas de vida, se declaran escandalizados y piden censurar, silenciar o perseguir todo planteamiento crítico con ellos.

Esta situación desemboca en una paradoja que cualquiera puede observar: nunca ha sido más necesario que ahora el humor, pero tampoco nunca ha sido tan difícil. Cuando me propuse escribir sobre el humor, ya tenía clara esta discordancia, pero la práctica no ha hecho más que intensificar esta sensación. Desde el principio supe lo que no quería hacer: un mero catálogo o muestrario del humor que habían hecho o estaban haciendo otros. Con todo mi respeto o incluso admiración por autores como Luis Conde Martín o José María López Ruiz, autores, respectivamente, de El humor gráfico en España. La distorsión intencional  y Un siglo de risas. 100 años de prensa de humor en España, 1901-2000. Tengo estos gruesos volúmenes ahora mismo encima de mi mesa de trabajo: los he leído, subrayado y anotado. Me han sido de una gran utilidad. Pero desde que abrí sus páginas tuve claro que no era eso lo que yo quería hacer. No sé si lo que yo finalmente he hecho ha sido bastante peor. No lo sé o, por lo menos, no estoy seguro. Pero he huido de la historia convencional, de la mera relación de épocas, escuelas, revistas y figuras del humor en España. He pretendido, como quien dice, agarrar al humor por las solapas y dialogar con él, con sus objetivos, sus métodos y sus resultados. He procurado implicarme huyendo del rol de historiador aséptico o analista tan concienzudo como ayuno de sentido del humor. Cuando empecé a dar los primeros pasos en este terreno, constaté inmediatamente que el humor es frágil y delicado. Exige una cierta comprensión, casi empatía, me atrevo a decir. No puede hablarse de humor aburriendo al personal, de la misma manera que no se puede cocinar sin mancharse las manos.

Pensaba yo estas cosas cuando leí algo parecido en el reclamo publicitario de un libro que apareció hace unos meses, editado por Jordi Costa, Una risa nueva. Posthumor, parodias y otras mutaciones de la comedia: «¿Te imaginas un festival del humor donde no se ríe nadie? Este libro no sólo lo imagina, además trata de explicar por qué no sería un fracaso, sino, más bien, la posibilidad de una nueva forma de comedia. Hace casi diez años un buen puñado de los críticos y humoristas más importantes de nuestro país unieron sus fuerzas, en forma de textos y viñetas, para rastrear las últimas mutaciones que estaba experimentando el humor a través de la parodia, la incomodidad o el vacío». En esta obra se reivindica el concepto de posthumor, pero no estoy muy seguro de que constituya una alternativa ni que sea operativo. En relación con el libro, Juan Carlos Saloz publicó en el diario El Mundo un artículo con un título bastante semejante: «Posthumor, cinismo y relevo generacional: ¿de qué nos reímos hoy día?» En el primer párrafo se planteaba en forma casi abrupta el mismo problema que antes mencionamos: «¿De qué nos reímos hoy día? Si haces esta pregunta en redes sociales, probablemente encuentres dos respuestas masivas: “de nada” y “de todo”. La primera respuesta puede que provenga de humoristas o de gente que exige libertad de expresión por encima de todo. Este primer grupo dirá cosas como que “vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto” o que “la autocensura se ha apropiado de todo”. El segundo grupo defenderá que no existe ningún problema, o incluso que “se están sobrepasando los límites”. Probablemente, estos sean los que enfadan tanto a los primeros».

Bueno, cito todo esto como una especie de balance abierto o, si prefieren, un estado de la cuestión. Así están las cosas, vivimos en un mundo que evoluciona de modo más rápido que nuestra capacidad para asimilar los cambios. Y el humor es una de las expresiones más características de este mundo. Yo no tengo ninguna respuesta. Nada que realmente sirva para orientarse, ni siquiera a escala de uno mismo. ¿Estamos ahora mismo viviendo una revolución en el campo de la comedia y del humor en general y ni siquiera somos conscientes de ella? Dije antes que no me convencía mucho la etiqueta de posthumor, pero enseguida veo que no sólo es cosa mía, porque el propio Jordi Costa mantiene que «El problema del posthumor es que lo han acabado convirtiendo en una especie de fórmula, en algo mecánico». ¡Pues claro! Si la mirada hacia el futuro nos sumerge en la incertidumbre e incluso la mirada a nuestro presente no nos saca de la perplejidad, otra forma para calibrar las cosas es dirigir la vista hacia el pasado para comprobar cuánto ha cambiado nuestra actitud ante el hecho humorístico. Lo que antes –hace muy poco– era gracioso, resulta hoy-, en el mejor de los casos, indiferente, bien por el curso mismo de los acontecimientos, bien por los cambios de mentalidad. La propia repetición de los clichés humorísticos provoca hartazgo y aburrimiento. En esto del humor pasa como con la gastronomía: un plato creativo nos deslumbra la primera vez, pero, repetido mecánicamente, nos resulta insoportable. Más que otros asuntos, la comicidad requiere renovación constante. Necesitamos una cierta sorpresa para reírnos: ahí está el reto. En todo caso, no hay motivo de preocupación: sea como fuere, seguiremos riéndonos. Al fin y al cabo, eso es lo que somos, por encima de otras muchas cosas: animales que ríen.






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lunes, 29 de julio de 2019

[PENSAMIENTO] El arte de amargarse la vida




   
En dos entregas sucesivas a lo largo de los meses de mayo y junio pasados, el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio escribió sobre el arte que tenemos los humanos para amargarnos la vida, tomado como punto de referencia y comentario para ello el famoso opúsculo de Paul Watzlawick que da título a esta entrada: El arte de amargarse la vida (Herder, Barcelona, 2013)Tengo dudas razonables si un asunto como este tiene marco adecuado para publicarse en esta sección del blog dedicado al pensamiento humano. Al final la he dejado aquí, a pesar de que persisten mis dudas. Espero que les resulte tan interesante como a mí.

Teníamos hace unos años en la misma planta en que vivíamos, pero en el piso de enfrente, comienza diciendo Núñez Florencio, un vecino hosco y cabizbajo cuyo tono de voz nunca llegamos a conocer por la sencilla razón de que no abría la boca para articular frases o unas míseras palabras, sino tan solo para emitir una especie de gruñido más emparentado con el ruido animal que con la voz humana. Le decíamos «buenos días» o «buenas tardes» y él contestaba –si a aquello se le podía llamar contestación– con un «grrrrrrr» más o menos prolongado, siempre sin mirar a los ojos y casi sin levantar la vista del suelo. Al cabo de unas semanas mi mujer y yo nos referíamos a él de modo habitual, con más ánimo descriptivo que injurioso, como «el cerdo». Lo cierto es que además estaba bastante orondo y un tanto desaseado –para decirlo con elegancia–, razones que coadyuvaban a que el epíteto le cuadrara de modo tan natural y espontáneo que en alguna ocasión a punto estuvimos de nombrarlo de esa manera delante de otros vecinos. El «cerdo» desapareció de nuestras vidas un día, de modo tan silencioso como había llegado y el piso de enfrente –que debía de tener una especie de maldición– pasó a ser ocupado por una pareja no excesivamente joven pero tampoco muy mayor, que se caracterizaba por las discusiones domésticas a voz en grito a partir de las diez de la noche y hasta aproximadamente las tres o cuatro de la madrugada. Todos los días o, mejor dicho, todas las noches: «¡Hijaputa, que te voy a matar!» era lo más suave que escuchábamos. De ahí para arriba. Pero como no pasaba nada, al final nos acostumbramos.

Cuando nos los encontrábamos en el portal, en la planta o por las escaleras, ella –siempre muy arreglada, con un maquillaje algo ostentoso– sonreía como si fuera la persona más feliz del mundo, tratando obviamente de disimular con aquel rictus a todas luces excesivo e impostado la penosa situación doméstica. Era como si llevara colgado un cartel diciendo «sonrío, pero no te lo creas». Él, en cambio, era de natural agresivo. En contraposición al «cerdo», este no gruñía, sino que arrojaba los «buenos días» o «buenas tardes» como si de un escupitajo se tratara. Vestía de modo impecable, con traje y corbata: debía de ser un alto ejecutivo. A veces coincidíamos en el ascensor. Ustedes, como casi todos, saben lo incómodo que resulta compartir ese escaso metro cuadrado con un vecino con el que uno no tiene nada de lo que hablar, sobre todo cuando uno vive en un piso alto, como era nuestro caso, y el ascensor se demora unos interminables treinta o cuarenta segundos. Evitándonos la mirada y, por decir algo, yo decía por ejemplo «parece que ya llega el buen tiempo, ¿eh?», a lo que él contestaba «la mierrrrda del calor»; si decía «¡qué viento hace!», entonces era «el puto invierno» o, si no, «la jodía lluvia»: daba igual. Me recordaba a un viejo amigo de la Facultad, un gigantón que tenía tan mala leche que, según decía mi mujer, si «se chupa, se envenena». Pues bien, ese amigo que, en el fondo yo creo que me quería mucho o, al menos, me apreciaba, me saludó una vez con gran efusividad después de años sin vernos. Me estrechó con tanto ímpetu que pensé en el abrazo del oso: si aprieta un poco más, me deja en el sitio. Tenía tan interiorizada la agresividad que era violento cuando pretendía ser cordial.

Hay sujetos tan amargados que uno tiene que ponerse en guardia incluso cuando manifiestan la mejor de las intenciones. Son aquellos a quienes bien podría aplicárseles la conocida coplilla de Manuel del Palacio: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Torroba. / Y se me ocurre pensar: / ¿Quiere verse sin joroba, / o nos quiere jorobar». Una variante de estos supuestos benefactores de la humanidad la representa el también famoso Juan de Robres de los versos de Juan de Iriarte: «El señor don Juan de Robres, / con caridad sin igual / hizo este santo hospital / y también hizo los pobres». Se dice normalmente que toda esta tropa, los envidiosos, los resentidos y los malhumorados en general llevan en el pecado la penitencia. No lo dudo, pero en el camino hacen la vida imposible a todos aquellos que transitan a su lado. Como dice un conocido mío, un sujeto avinagrado del que procuro apartarme lo más rápidamente que puedo, «yo estaré amargado pero, ¡y lo que jodo!» Pensaba yo en todo esto mientras leía ese famoso opúsculo de Paul Watzlawick que lleva por título El arte de amargarse la vida (original de 1983, pero hay varias ediciones posteriores, como esta de la editorial Herder). La amargura de la que trata Watzlawick es tan aleccionadora como la estupidez que disecciona Carlo Maria Cipolla  o la felicidad que aborda Julian Barnes. Los tres autores citados, por otro lado, tienen mucho en común, empezando, naturalmente, por un sentido del humor que hace más pensar que reír.

Lo primero que me hizo pensar en el último de los autores citados, Julian Barnes, es una frase que se encuentra al comienzo: «no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos». Nos pasamos la vida, dice Watzlawick, buscando la felicidad, creemos que persiguiéndola terminaremos por darle alcance, y lo peor que puede sucedernos es que la encontremos, porque de ese modo comprobaremos que la felicidad al fin conseguida deja rápidamente de proporcionar felicidad (si es que en algún momento la proporciona). Tanta literatura en torno a la felicidad no nos ha dado una obra maestra comparable a las que existen sobre la muerte, la desgracia, las calamidades y los infortunios. Cuando puede establecerse la comparación en un mismo autor, no hay la más mínima duda: por ejemplo, «el Infierno de Dante es incomparablemente más genial que su Paraíso». Más o menos viene a ser lo mismo que yo he oído expresado en términos más pedestres: «el Cielo debe ser aburridísimo y, por lo menos, en el Infierno se está calentito». Pero, más allá de las proclamas escatológicas, lo cierto es que aquí, en la tierra, necesitamos al menos una dosis diaria de desdicha. No hay nada más aburrido que un día perfecto y, si usted, querido lector, es capaz de soportarlo, le reto a que aguante otro día perfecto igual y luego otro y otro, a ver hasta cuándo aguanta: «No nos hagamos ilusiones: ¿qué seríamos o dónde estaríamos sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a rabiar, en el sentido más propio de esta palabra».

Ahora bien, sentadas estas premisas, la cuestión no es que a uno la vida le amargue por pura casualidad. Por supuesto, la vida nos amarga la vida a todos, pero no se trata de esto, al buen tuntún. Watzlawick lo expresa muy bien: arrastrar una vida amargada está al alcance de cualquiera, «pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende, no basta tener alguna experiencia personal con un par de contratiempos». Insisto, estamos hablando de un arte y, como todo arte, tiene sus reglas. En el fondo, el librito de Watzlawick puede leerse como el negativo o la contrafigura de esos libros de autoayuda que nos prometen desde la portada cómo alcanzar el éxito o conseguir una vida feliz. Para empezar, pueden hacerse ejercicios con el pasado: «Según dicen, el tiempo sana las heridas y los sufrimientos. Puede que sea cierto, pero no importa que nos alarmemos. Pues es perfectamente posible escudarse contra esta influencia del tiempo y convertir el pasado en una fuente de amarguras».

Además, una de las grandes ventajas de aferrarse al pasado es que de ese modo apenas nos deja tiempo para ocuparnos del presente. Mirar hacia atrás, como la mujer de Lot en la Biblia, puede proporcionarnos maravillosas oportunidades: para perderlo todo. Y hablando de pérdidas, déjenme que les reproduzca la anécdota que se menciona en el libro, aparentemente un chiste, pero con mucha más enjundia de lo que parece: «Un borracho está buscando con afán bajo un farol. Se acerca un policía y le pregunta qué ha perdido. El hombre responde: “Mi llave”. Ahora son dos los que buscan. Al fin, el policía pregunta al hombre si está seguro de haber perdido la llave precisamente aquí. Este responde: “No, aquí no, sino allí detrás, pero allí está demasiado oscuro”». Ahora apliquen la enseñanza derivada del caso a sus propias vidas. Si lo ven muy complicado, el autor les ayuda: «¿Le parece a usted absurda la historieta? Si es así, busque usted también fuera de lugar. La ventaja de una tal búsqueda está en que no conduce a nada, si no es a más de lo mismo, es decir, nada». Buscando soluciones de esta manera no solucionaremos nada, pero, en cambio, lograremos cosechar unas considerables dosis de frustración. De esto se trata.

Por momentos, uno diría que Watzlawick se pone hasta serio. Juzguen ustedes el tono de su mensaje: «En estas pocas y simples palabras, más de lo mismo, se esconde una de las recetas de catástrofes más eficaces que jamás se hayan formado sobre nuestro planeta en el curso de millones de años y que han llevado a especies enteras de seres vivientes a la extinción». Ahora bien, si lo pensamos fríamente no tendremos otra posibilidad que darle la razón: «Más de lo mismo», dice. En efecto, somos animales de costumbre. Y como andamos perdidos en el mundo, vamos tanteando las soluciones como sucede con los bichos de laboratorio cuando se les somete a un experimento de prueba y error. Si en el curso de esas diversas pruebas acertamos con la solución, decimos aquello de «¡Eureka!» o, simplemente, alardeamos de haber hallado la piedra filosofal. Nos aferramos tercamente a unas respuestas o soluciones que en algún caso o en algún momento dieron resultado: eran eficaces o, a lo mejor, hasta las únicas posibles. Pero, «el problema de toda adaptación a unas circunstancias determinadas no es otro que éstas cambian». La mayor parte de los seres humanos actuamos como si de una vez y para siempre hubiéramos accedido a la panacea, la solución universal. Por los motivos que sea, argumenta el autor, tanto los animales como los seres humanos tendemos a mantener «estas adaptaciones óptimas en unas circunstancias dadas, como si fueran las únicas posibles para siempre». Esto nos lleva a una doble obcecación: «primero, que con el paso del tiempo la adaptación referida deja de ser la mejor posible, y segundo, que junto a ella siempre hubo toda una serie de soluciones distintas, o al menos ahora las hay».

¿Para qué nos sirve todo esto en nuestra determinación de amargarnos la vida? Una vez más, el lector no va a encontrarse en la situación de tener que aplicar la receta. Watzlawick es tan amable –o tan explícito, si lo prefieren– que no sólo nos da todo hecho, sino que lo detalla casi al milímetro: «La importancia de este mecanismo para nuestro propósito es evidente». El aspirante a la vida desdichada sólo debe atenerse a dos sencillas normas: la primera, afirmar que «no hay más que una sola, posible, permitida, razonable y lógica solución del problema»; debe, pues, actuar en consecuencia, persuadido de que, si sus esfuerzos en este sentido no dan resultado o no consiguen el éxito, ello «sólo indica que uno no se ha esforzado bastante». No hay nada que amargue más que el esfuerzo inútil. La segunda norma es complementaria de la anterior, pues se basa en que bajo ningún concepto y a pesar del fracaso cosechado en la aplicación de la regla anterior, uno puede poner en duda el supuesto mismo de que únicamente hay una solución posible. Así que «sólo está permitido ir tanteando en la aplicación de este supuesto fundamental». Si encuentran todo esto complicado, mucho mejor, pues es señal inequívoca de que están en el buen camino. Freud lo llamaba neurosis, pero el nombre es lo de menos. Lo importante es que ustedes la sufran bien, como diría Gila. Y, de paso, pongo aquí un punto y aparte para darles tiempo a que destilen su amargura. Seguiré el próximo día, termina diciendo Núñez Florencio en su primera entrega.

Entre las instructivas anécdotas –yo no las llamaría chistes– que pueblan el libro de Paul Watzlawick, comienza diciendo en la segunda de ellas, hay dos que me parecen especialmente agudas y, sobre todo, eficaces para nuestro propósito fundamental, que no es otro, como ya dijimos en el comentario precedente, que amargarnos completamente la vida y, en la medida de nuestras fuerzas, amargársela lo más posible a quienes nos rodean. La primera la toma de la famosa antropóloga Margaret Mead y se refiere a la diferencia de comportamiento entre un ruso y un norteamericano. Este «decía ella, tiende a fingir dolor de cabeza para disculparse de una obligación social molesta sin llamar la atención; el ruso, en cambio, necesita tener realmente dolor de cabeza». Watzlawick resalta lo que es obvio, es decir, que la solución rusa es más elegante y eficaz. Es indudable que el norteamericano consigue su propósito, pero debe afrontar en su interior el sentimiento de culpa, porque sabe que ha hecho trampa. En el caso del ruso, no hay tal, puede presumir de armonía con su conciencia: «Tiene la capacidad de producir los motivos de disculpa que necesita sin saber cómo lo hace».

Actuar de modo que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda: Watzlawick insiste mucho en este principio. Al principio parece algo difícil, pero es cuestión de emplear los procedimientos adecuados. La segunda anécdota que quiero referirles resulta hoy machista y políticamente incorrecta, pero yo les rogaría que no se quedaran en la superficie y, en todo caso, si lo prefieren, cambien los roles masculino y femenino, pues afecta a las relaciones humanas, independientemente de los tópicos o prejuicios que se adjudiquen a hombres y mujeres. Yo la transcribo tal como viene en el libro, teniendo en cuenta que, a su vez, Watzlawick la toma del sociólogo Howard Higman. Cuando una mujer exclama «¿Qué ha sido eso?», espera que su marido deje lo que esté haciendo y se ponga a ver qué pasa. Pero Higman cuenta cómo un sujeto le da la vuelta a la tortilla a esa situación. Sentado en su mesa de trabajo, oye que su mujer le pregunta «¿Ha llegado?» El hombre, sin tener ni puñetera idea de qué es ni a qué se refiere, responde simplemente «Sí». Pero ella no ceja: «¿Y dónde lo has metido?» Él responde a voleo: «Con los otros». Conclusión: a partir de ahí y por primera vez pudo trabajar horas enteras sin ninguna interrupción.

Ustedes se preguntarán, en cualquier caso, qué relación tiene esto con nuestro propósito cardinal de amargarnos la vida. Tengan paciencia. Estamos hablando de la posibilidad de crear una realidad paralela que se superponga a lo que el vulgo, o el mal llamado sentido común, llama la realidad. Esto, en el fondo, es tan viejo y conocido que ya Ovidio en su Ars amatoria decía: «Persuádete de que estás enamorado, y te convertirás en un amante elocuente. Muchas veces el que empezó fingiendo, acabó amando de veras». Dice Watzlawick que el consejo de Ovidio ha sido aceptado con naturalidad a lo largo de los siglos y forman legión los seres humanos que lo han puesto en práctica. Desgraciadamente, el planteamiento de Ovidio pretende ser positivo. Pero cualquiera puede entender que lo que sirve para la dicha también puede servir para la desdicha. Es cuestión, simplemente, de conservar la receta y variar el objetivo. Vamos, pues, a ello.

¿Se puede hacer la vida insoportable sin el concurso de grandes acontecimientos ni, por supuesto, grandes desgracias? ¡Claro que sí! No es tan difícil. Hay que ponerse a ello. Seré práctico y concreto, volviendo a valerme de los ejemplos o ejercicios que recomienda el libro. El de los zapatos me parece especialmente ilustrativo y está al alcance de cualquiera. «Permanezca sentado en el sillón y con los ojos cerrados [...] y usted ya empezará a notar lo incómodo que es propiamente esto de llevar zapatos. Tanto da que hasta ahora le hubiese parecido que sus zapatos le iban bien; de pronto notará puntos que aprietan y, de improviso, se hará consciente de otras molestias como escozores, roces, retorcimiento de los dedos, ardor o frialdad y demás sensaciones parecidas. Siga con el ejercicio hasta que llevar zapatos, que siempre le había parecido algo evidente y rutinario, se convierta en francamente molesto. Luego cómprese unos zapatos nuevos y observe cómo en la tienda le parece que le van al pelo, pero después de llevarlos un poco producen las mismas molestias que los viejos». Moraleja: con un poco de suerte, llevar zapatos –cualquier tipo de zapatos– se convertirá en una carga insufrible el resto de su vida.

Una variante llena de penetración psicológica es la relativa a los semáforos. Sea observador y repare en que los semáforos permanecen largo tiempo en verde hasta que usted se acerca. Sólo para fastidiar, o por mala suerte –escoja lo que prefiera–, los semáforos, al detectar su presencia, cambian de color y le obligan a detenerse. Si usted se fija bien, notará a su alrededor la risa contenida de sus conciudadanos que, naturalmente, se han dado cuenta de su ridícula situación, parado de pronto en el momento en que más prisa tenía. Compruebe que esto pasa una y otra vez, de modo sistemático: «Si usted resiste a los influjos de su razón que le sugiere que se encuentra tantas veces con semáforos rojos como verdes, el éxito está garantizado. Sin saber cómo, usted conseguirá añadir cada semáforo rojo al número de los infortunios sufridos [y], en cambio, ignorará los semáforos verdes». La ventaja de este ejercicio es que tiene innumerables alternativas similares: la cola en la que usted se sitúa es la que avanza más lentamente, la puerta que se habilita para la salida del avión es la que más lejos queda de su asiento, etc.

A estas alturas, usted estará pensando probablemente que todas estas psicosis o paranoias exigen un tratamiento inmediato. ¡Alto ahí! Si a usted se le ha ocurrido algo de esto, es que no está entendiendo nada de lo que Watzlawick y yo estamos exponiendo (perdónenme la inmodestia, pero es que me hace ilusión ponerme a su altura). ¡No se le ocurra ser práctico ni, mucho menos, buscar soluciones! Las soluciones no sirven para nada. Imagine por un momento que la solución funciona. ¿Qué pasaría entonces? ¡Nos quedaríamos sin problema! ¿Y qué íbamos a hacer con el problema resuelto, esto es, sin problema? Una vida espantosa de puro aburrida, como antes decíamos, algo así como el cielo en la tierra, que es lo peor que puede pasarle al ser humano. Recapitulemos, por tanto: lo primero y principal, es saberse crear problemas. Lo segundo, también muy importante, es no tratar de resolverlos. Y lo tercero, no menos esencial, es alimentarlos para que perduren indefinidamente. «El modelo típico de este menester se expresa en la historia del hombre que daba una palmada cada diez segundos. Uno le pregunta por el motivo de tan extraño proceder. El hombre responde: “Para espantar los elefantes”. “¿Elefantes? Pero si aquí no hay ninguno”. Réplica: “Y pues, ¿ve usted?”»

Hay que reconocer que tampoco es tan difícil amargarse la vida. En el fondo, como tantas otras cosas, es básicamente cuestión de proponérselo de forma constante y sin desmayar en el empeño. Contamos con una inmensa ventaja, lo que en el terreno psicosocial se denomina la profecía que se autocumple: «Las profecías autocumplidas crean una determinada realidad casi como por magia y de aquí viene su importancia para nuestro tema». Pueden ponerse ejemplos en todos los órdenes de la vida: «Cuantas más señales de Stop ponga la policía, más transgresores habrá del código de circulación, lo que “obliga” a poner más señales de Stop. Cuanto más amenazada se siente una nación por la nación vecina, más aumentará su potencial bélico, y la nación vecina, a su vez, considerará urgente armarse más». El proceso es bien conocido en economía, el consabido círculo vicioso: el pánico infundado que lleva a acaparar un determinado producto se convierte rápidamente en pánico fundado debido la escasez real de ese producto. Para llevarlo al punto que nos interesa, la profecía tenaz y militante de una catástrofe allanará el terreno para que se produzca. O, si se prefiere, ver la vida de color negro nos ayudará mucho a ennegrecer nuestra vida. Para lograr esto puede venirnos muy bien una filosofía de la vida como la que expresaba el famoso aforismo de George Bernard Shaw: «En la vida hay dos tragedias: una es el no cumplimiento de un deseo íntimo; la otra es su cumplimiento». Hay otros trucos –menores, pero, en todo caso, nada desdeñables‒, como ponernos deseos u objetivos muy por encima de nuestras posibilidades: la imposible satisfacción de los mismos constituirá un buen seguro para sentirnos permanentemente amargados.

En este aprendizaje para amargarnos la vida a conciencia es muy importante aprovechar todas las oportunidades que nos da el prójimo. Las relaciones humanas están llenas de posibilidades para hacernos la vida insufrible. Empezando, naturalmente, por quienes tenemos más cerca, es decir, nuestra familia, y siguiendo por los vecinos, amigos, colegas y compañeros. ¿No son adorablemente insoportables? En el mejor de los casos, las relaciones con esos otros (recuerden: L’enfer, c’est les autres) están llenas de equívocos y malentendidos, cuando no continuas renuncias para no desagradar o decepcionar a quienes supuestamente queremos. Si, como dice el tópico, la mejor defensa es un buen ataque, defendámonos, es decir, toquemos las pelotas a los demás antes que los demás nos las toquen a nosotros. Aun así, si usted no logra despertar la bestia que todo ser humano lleva en su interior, Watzlawick propone una serie de ejercicios muy sencillos, al alcance de cualquiera y, lo que es más importante, técnicamente infalibles: «Pida usted a alguien que le haga un favor. Tan pronto como se disponga a hacerlo, pídale rápidamente que haga algo distinto. Como no podrá hacer las dos cosas a la vez, sino una después de la otra, la victoria ya es de usted: si quiere llevar a cabo la primera que ha empezado, usted puede quejarse de que deja sin atender la segunda, y al revés. Si se enfada por ello, puede usted expresarle su disgusto de que últimamente esté de tan mal humor». Una variante de lo mismo: diga algo susceptible de ser tomado en serio o en broma. Según reaccione su interlocutor, acúsele de tomar en serio la broma («¡No tienes el menor sentido del humor!») o de bromear con algo serio («¡Eso no tiene ninguna gracia!»). El choque está servido.

El estado del mundo siempre nos proporciona una buena razón –aunque algunos la llamen coartada– para no salir de la infelicidad. ¿Cómo voy a alegrarme o disfrutar con esta comida sabiendo que millones de niños mueren ahora mismo de hambre? En términos más amplios, ¿cómo te sonríes ahora, despreocupado, cuando Cristo murió por ti entre atroces sufrimientos? ¿Estaba Él acaso divirtiéndose? La referencia al mundo es, no obstante, demasiado genérica y, en todo caso, nosotros debemos aprovecharla para alimentar nuestra depresión y, de paso, hacer todo lo posible para contagiar esta a quienes nos rodean. Llegados aquí, es importante hacer un esfuerzo para no caer en los tópicos sobre el amor, ser bondadoso, ayudar a los demás y todas esas zarandajas buenistas. Partamos del principio de realidad, que nos indica que el precepto bíblico de «amar al prójimo como uno mismo» es no sólo irrealizable, sino que está mal formulado, pues, en puridad, sólo amándose uno mismo, en primer lugar y sobre todas las cosas, podría uno llegar a amar a los demás. Y esto dando por bueno que tenga sentido amar a los demás, cuestión muy discutible, pues en esta vertiente el consejo más sabio sería el marxista (de Groucho, claro): no ser nunca socio de un club que pudiera aceptarle como tal. Paso por alto los múltiples ejemplos que proporciona Watzlawick para no convertir este comentario en algo más extenso que su propio librito. Pero no puedo poner punto final sin hacer una pequeña referencia a su último capítulo, «La vida como juego».

Cita Watzlawick un aforismo del psicólogo estadounidense Alan Watts, que dice que «la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es ningún juego, esto es muy serio». Se trata de un planteamiento muy parecido a lo que escribió Ronald Laing: «Juegan a un juego. En él juegan a no jugar ningún juego. Si les muestro que juegan, entonces falto a las reglas y me imponen un castigo por ello». Ahora apliquen esa sabia perspectiva a la vida en general. Y, una vez que lo hayan hecho, aplíquenla al arte de amargarse la vida. El opúsculo de Paul Watzlawick termina como empezó, con una cita de Fiódor Dostoievski: «El hombre es desdichado, porque no sabe que sea dichoso. Sólo por esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca, será feliz en el acto, en el mismo instante».







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