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sábado, 25 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El caso Epstein





Me tiene en vilo la historia de Jeffrey Epstein y lo que pueda explicar sobre ella Ghislaine Maxwell, escribe en este último A vuelapluma de la semana [La vida como una peli de mafiosos. La Vanguardia, 11/7/2020] la escritora y crítica literaria Care Santos.

"Hay una historia que en los últimos días me tiene en vilo -comienza diciendo Santos-. Tiene todos los ingredientes necesarios: una mala odiosa, asquerosamente rica y corrupta; giros inesperados de la trama que permiten imaginar un final sorprendente; una ambientación donde abunda el lujo inmoral y los paisajes de ensueño, secundarios que ya conocíamos de otras historias pero que aquí redescubrimos (a peor) y una trama con víctimas inocentes y vergonzosas intrigas para engañarlas. Es una historia que cumple los dos requisitos que le pido a las buenas ficciones: me permite la identificación con algunos personajes y a la vez me abre las puertas de un mundo oscuro que ni es ni será jamás el mío. Solo hay un detalle que no les he dicho: la historia es real. Su protagonista principal es Ghislaine Maxwell, inglesa, 58 años, exnovia (o lo que fuera) del difunto Jeffrey Epstein, hasta ahora en paradero desconocido y desde hace una semana en la misma cárcel de Brooklyn donde su novio se suicidó el 10 de agosto de 2019. Emocionante.

En la última temporada de la serie 'The Good Fight', la abogada Diane Lockart -interpretada por Christine Baranksi- recibía el encargo de investigar el suicidio en prisión del empresario multimillonario Jeffrey Epstein. Acudían a la cárcel de Brooklyn, husmeaban en la celda -un decorado- y emitían diversas hipótesis acerca de su misteriosa muerte. Sus seguidores ya estamos acostumbrados a que las tramas de la serie estén construidas sobre casos reales y a la valentía con que lo hacen. La ficción es el único lugar donde pueden decirse ciertas verdades y los guionistas de 'The Good Fight' sin duda lo saben. Lo que cuentan parece verdad. Lástima que no pudieran terminar la temporada, cuyos últimos tres capítulos quedaron en suspenso por la pandemia. Es razonable imaginar que tal vez nos habrían proporcionado un desenlace, más allá de las mil conjeturas que aún lo acompañan. Ahora, curiosamente, la vida se les ha adelantado. Si Maxwell cumple sus amenazas de contar todo lo que sabe sobre los amigos de su compi, tal vez el final de todo esto será mejor que el de 'Testigo de cargo' y 'El Sexto sentido' juntos.

Mi serie de abogados favorita me llevó a tragarme de una sentada la serie documental en cuatro episodios 'Filthy Rich' (Asquerosamente rico), sobre el caso Epstein. Antes de ver esas cuatro horas de buena y demoledora televisión solo sabía de Epstein lo que todo el mundo: que era un empresario ricachón que había abusado de menores, que había acabado por ello en la cárcel y que se había suicidado antes de llegar a juicio. Después de ver la serie había aprendido algunas cosas que no olvidaré: que alguien con mucho dinero y mucho encanto personal es imbatible, que ni los más fieles lo callan todo y mucho menos para siempre, que tiene razón el tango al hablar de el amigo que es amigo siempre y cuando le convenga (tienen que ver a Trump y a Clinton negando a dúo su amistad con Epstein después de que le detuvieran) y que el mundo se construye sobre un entramado de poderosos corruptos que hablan y actúan como si se supieran por encima de la ley, porque en realidad lo están. Son intocables. Porque tienen, porque son y, sobre todo, porque saben. Y que todo eso, cuando las cosas se tuercen, se vuelve en su contra sin piedad.

No es que no supiera que todo esto ocurre, pero los detalles del caso Epstein me perturbaron hasta no dejarme dormir. Decenas de menores engañadas, abusadas, traficadas. Epstein no era un baboso aficionado a los culos jóvenes, era un mafioso del tráfico sexual a gran escala. Tan encantador y rico que costaba creerlo. Tan encantador y rico que nadie se le resistía. La serie está construida a partir de testimonios reales y abundante material de archivo -incluida la declaración judicial del propio Epstein- y, a pesar de todo, no pude evitar mientras la miraba la sensación de que todo aquello era ficción. En especial la isla que Epstein compró en las Vírgenes y donde llevaba a las menores -qué paradoja- y a sus amigotes a que confraternizaran. La vida de los demás vista como una peli de mafiosos en el que no quieres perderte ni medio episodio. Es lógico soñar con un desenlace a la altura. Por ejemplo: ¿Imaginan que miss Maxwell raja todo lo que tiene por rajar con tal de asegurarse un futuro más halagüeño? ¿Imaginan que se hace justicia y se indemniza a las víctimas? ¿Que por fin se destapan intolerables episodios de miembros de casas reales europeas, de conocidos empresarios, del presidente de los Estados Unidos? Eso sí que sería un buen final. Crucemos los dedos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 3 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Universidades



El filósofo Emilio Lledó


"En la tele hay todavía vida inteligente -comenta el periodista Ferran Monegal [Una universidad sin asignaturas. El Periódico, 1/4/2020] en el A vuelapluma de hoy viernes-. En La 2 de TVE acaban de emitir un Imprescindibles alrededor del filósofo Emilio Lledó. Una diacronía alrededor de lo que ha sido hasta ahora su vida, contada por él mismo. Un paisaje de reflexión y estudio constante le caracteriza. Sin ruido. Como le dijo el otro día Pepe Mújica a Jordi Évole: «Hay que saber vivir sin pamentos».  ¡Ah! La palabra pamento es hermosísima. Es la variante que se usa en ciertos lugares de América Latina cuando se refieren a lo que aquí llamamos aspaviento. Efectivamente, la vida de Lledó sigue una trayectoria sin pamentos. Quiero detenerme en ese pasaje en el que cuenta su llegada a la Universidad de Hidelberg. No debería de tener más de 26 o 27 años de edad. Quizá menos. Decidió huir de Madrid, aquel Madrid de los años 50 pringado de franquismo por los cuatro costados, como España entera. Cambió el entonces turbio Manzanares por  el Neckar. Cuenta Lledó que al llegar a la Universidad de Heidelberg le sorprendió enormemente, y gratamente, que en ese lugar «no reinaba el imperio asignaturesco», Decía: «Allí un catedrático un semestre hablaba de Safo, y al siguiente de Tucídides, y al otro de Nietzsche, y al otro de Hegel». Y dijo que al ver aquella maravilla se preguntó «¿Y donde están las asignaturas?». Y enseguida lo comprendió: «Las asignaturas no existían. No tenían por qué existir. Aquello era una explosión de libertad». Seguramente también de sabiduría, me atrevo a añadir yo.

Allí se encontró con el catedrático Hans Georg Gadamer, discípulo de Heidegger. Un maestro fundamental en la formación del estudiante Lledó. Le enseñó que un examen debe ser una conversación. ¿En qué has trabajado ultimamente? He leído a Tucídides, y  Aristóteles. ¡Pues habemos del Libro IV de la Historia de Tucídides, hablemos de Aristóteles, hablemos! Y recordando aquellos años en Heidelberg, Lledó concluyó: «Aquello eran los exámenes, aquello era una universidad moderna».

En esta diacronía vital Lledó no se ha referido en ningún momento a la tele. Pero ha dicho algo que tiene mucho que ver con la televisión: «No es verdad que una imagen valga más que mil palabras. Una imagen no nos dice nada sin un lenguaje que reflexione sobre ella». Con razón los autores de este Imprescindibles, David Herranz y Alberto Bermejo, lo han titulado Mirar con palabras. Otro acierto".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 10 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Personalizados



Fotografía de Getty Images


'Share' y tendencias nos esclavizan, comenta la escritora Marta Sanz en el habitual A vuelapluma de hoy viernes, y es que no se puede mantener una conversación con casi nadie si no se han visto las últimas series de Netflix...

"¿Los Reyes Magos -comienza diciendo Sanz- les han traído fetiches personalizados?, ¿botes de crema de cacahuete con su nombre?, ¿camisetas en las que se lee “Soy gilipollas”?, ¿gafas con la graduación correcta?, ¿coches tuneados con carrocería modelo Starsky y Hutch? La última pregunta delata mi condición de boomer; no, no pertenezco a la generación del Milenio. También sé, gracias a la mexicana Shaday Larios, que la gentrificación es capitalización de la nostalgia. Me lo temía: por eso, publiqué Vintage, un poemario sobre la memoria y sus comercializaciones. La personalización es maravillosa cuando se sufre un accidente y han de realizarte un injerto de piel. Si la piel que te injertan en la cara estaba en tu propio muslo, mejor que mejor, porque se evitan los rechazos. La personalización es maravillosa: los colchones tienen personalizada memoria del perfil de nuestro cuerpo; en el gimnasio se elaboran planes de entrenamiento personalizados —para ti, sentadillas; para ella, bicicleta estática—; y en el banco siempre encontramos una cuenta personalizada según nuestras necesidades. En la academia de inglés personalizan horarios y currículos en función de nuestros intereses y, cuando comemos fuera de casa, nos personalizan un menú, sobre todo si padecemos alergia, intolerancia o sencillamente no nos da la gana comer gluten. La personalización, como su propio nombre indica, nos hace sentir personas. Personas singulares. Importantes. Personas con criterio que pueden elegir entre 70 marcas de cereales distintas en la línea del supermercado. La personalización nos convierte en individuos y nos hace grandes y libres. No somos masa. No somos borregos. No hacemos lo que hace todo el mundo y, sin embargo, en el país de las maravillas de la personalización nuestros gustos cada vez son más homogéneos, sharey tendencias nos esclavizan y no se puede mantener una conversación con casi nadie si no se han visto las últimas series de Netflix…

En estas condiciones, leo Retina, suplemento de EL PAÍS en el que aprendo cosas: entrevistan a Renata Ávila, jurista guatemalteca, especialista en derechos civiles, que lucha contra la dominación política a través de Internet. Habla de nuestra dieta informativa personalizada. De cómo accedemos a la información a través de aplicaciones del smartphone. De por qué en mi teléfono aparecen las noticias que, en principio, me interesan —que el algoritmo decida que a mí me puede interesar algo de Okdiario me espeluzna— y de cómo esa selección “reduce infinitamente la variedad de nuestra dieta informativa y nos hace mucho más pasivos. El consumo se vuelve más adictivo, mucho más intrusivo, y lo más peligroso, hiperpersonalizado. Las apps hacen que, aunque vivamos en el mismo país, la misma ciudad y hasta la misma casa, se nos muestren universos distintos”. De ahí a la manipulación del voto y al desmoronamiento de los hábitos democráticos en una sociedad que confunde práctica de libertad y exaltación del individuo con vigilancia y propaganda personalizada hay un paso. Necesitaba compartir con ustedes las palabras de Ávila. Ella cierra la entrevista comentando que la tecnología quizá no funciona como herramienta de exclusión social, pero sirve para “monitorizar” a los pobres. Muy pronto los Reyes sacarán los smartphones de sus sacos mágicos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 25 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Activistas de sofá



Fotograma de "Years and years"


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"Imposible no acordarme de la sensación que me causó El planeta de los simios, -comenta la escritora Elvira Lindo-. Fue tan impactante como el descubrimiento de la muerte a los cinco años. Era, si cabe, un hallazgo más perturbador: de pronto, los adolescentes vislumbrábamos la posibilidad de que una civilización, la nuestra, pudiera estar abocada a un trágico final. Ahí estaba, surgiendo de la arena de la playa, esa antorcha de la Estatua de la Libertad que Charlton Heston observaba estremecido. Los adultos contenían el aliento; a los jóvenes nos provocaba una sacudida mental. Fue mi bautismo en el género distópico. Luego ya llegaron las lecturas clásicas, H. G. Wells y Orwell. La ciencia ficción, y, en concreto, ese derivado que es la literatura de la anticipación, ha contribuido a que los lectores o los espectadores pudiéramos imaginar un futuro en el que la capacidad destructiva del ser humano hubiera borrado la huella de nuestra existencia en el planeta reduciéndola a meros fósiles. Cada vez que hemos estado sometidos a una crisis, la literatura o el cine han reaccionado activando la idea de hecatombes planetarias. La crisis del petróleo, la amenaza nuclear o el cambio climático han producido obras de gran altura como El incidente, Hijos de los hombres, Inteligencia artificial o The Road,por poner algunos ejemplos memorables, pero también se ha rendido a las exigencias comerciales de la cultura pop transformando un género que algo tiene de función social en un despliegue fabuloso de efectos especiales encaminado al consumo masivo. La excusa de lo apocalíptico alimenta a menudo historias de irreflexivo entretenimiento, a veces muy ridículas por la proliferación abrumadora de catástrofes espectaculares.

En esta época en la que cunde el pesimismo, por razones que confirma la comunidad científica, el género del desastre inminente está viviendo un gran momento. Es indudable que El cuento de la criada despertó muchas conciencias. Aunque curiosamente la idea de Atwood estuviera inspirada por los regímenes totalitarios de los años ochenta en el este de Europa, la ficción obró el milagro y los lectores (lectoras mayoritariamente) actualizaron esta distopía casi treinta años después, ya que cuadraba a la perfección con los miedos del presente: el deterioro ambiental, la amenaza totalitaria, la baja natalidad y el uso de las mujeres como meros sujetos reproductivos. La coincidencia de la nueva corriente feminista y el despertar de la conciencia ecológica confluyeron para que la novela, vista ahora en televisión, se convirtiera en una bandera a favor de la igualdad que enarbolaron mujeres muy jóvenes.

Vemos también la inglesa Years and Years, que anticipa un futuro inmediato, cuyo aliento sentimos ya en la nuca, en el que habrá cundido el caos, la guerra, el racismo de los que sienten sus privilegios amenazados y la huida de los desarrapados de lugares de conflicto o contaminados medioambientalmente; al mismo tiempo, seguimos, expectantes y alucinados, el deterioro de la vieja democracia británica, su insensato descenso a un negro porvenir. El presente está dando mucha tarea a los guionistas, que se han convertido en los traductores de situaciones que nos resultan difíciles de comprender, protagonizadas por líderes brutales, temerarios. Pero mi temor es que nos engolfemos en lo distópico, que nos refugiemos, fatalistas y aturdidos, en la placidez del sofá, y enganchados a argumentos bien escritos y magníficamente interpretados, consideremos que nuestro activismo empieza y termina en ver una serie y recomendarla en las redes. Y es que esa conversión de la distopía en el género del momento, su arrasador atractivo popular, puede provocar, paradójicamente, una indeseable desmovilización".






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domingo, 4 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Despedida y cierre





«Hemos llegado, señoras y señores, al término de nuestra programación de hoy, día tantos de tantos. Estaremos de nuevo con ustedes a las equis horas con la carta de ajuste. Hasta ese momento, nos despedimos deseándoles muy buenas noches». 

Cuando en España sólo existían uno o dos canales de televisión –obviamente TVE, Televisión Española–, escribe el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio en su blog "Morirse de risa", y las emisiones se interrumpían durante el horario nocturno, un locutor o una locutora –creo recordar que normalmente era un personaje femenino, pero de eso no estoy ahora muy seguro– se dirigía al telespectador en un tono muy sosegado comunicándole lo anterior y despidiéndose hasta el día siguiente. Cuando consultábamos la programación televisiva, la última línea la ocupaba ese brevísimo espacio, que precedía al himno nacional, y que se formulaba así: «Despedida y cierre». Para quienes, aun siendo niños, vivimos aquella época esa acuñación, «despedida y cierre», ha quedado en nuestra memoria como una especie de despedida irónica, equivalente, por ejemplo, al actual e impreciso «¡nos vemos!», aunque uno no tenga la menor voluntad de ver al otro en mucho tiempo. Creo recordar que alguna publicación de humor utilizaba la expresión en alguna de sus secciones y, en todo caso, lo que sí recuerdo claramente es que el humorista Moncho Borrajo tituló así su último espectáculo para clausurar treinta y tantos años de actividades cómicas. Es decir, que esto de «despedida y cierre» es casi como un clásico. Y me ha parecido el título más adecuado para poner punto final a esta ventana sobre el humor que hemos mantenido abierta durante casi cuatro años.

En octubre de 2015 planteé al director de Revista de Libros la posibilidad de abrir un blog que tuviera como asunto central el humor. No exactamente un blog de humor, modalidad para la que no me siento capacitado, sino un blog sobre el humor, que no es obviamente lo mismo, como me he afanado en recordar en distintas ocasiones. Me impulsaba a ello una constatación elemental: la práctica inexistencia de una sección permanente de esas características en el inconmensurable panorama de las publicaciones periódicas convencionales y digitales. Mi intención, desde luego, no era hacerme un hueco contando chistes, chascarrillos o cosas parecidas, sino básicamente prestar atención crítica a todo lo que iba apareciendo –libros, artículos, revistas, películas, televisión, anuncios, teatro, exposiciones, polémicas– en torno al humor o que representara una visión humorística de las distintas vertientes del mundo que vivimos. La perspectiva era, pues, amplia y he procurado que los criterios de selección fueran muy flexibles, pues siempre me ha guiado la convicción de que el mejor humor no es el que nos hace simplemente reír, sino el que nos fuerza a ver las cosas de manera distinta: obviamente, si es con una risa o, al menos, una sonrisa, mejor que mejor.

Como adelanté antes, ha sido una larga singladura de cuarenta y seis meses, casi cuatro años, con la sola interrupción de los períodos vacacionales o festivos en los que nuestra Revista de Libros se tomaba un respiro. Mentiría si dijera que en aquellos comienzos tenía ya prefijado el rumbo exacto de este blog. O, mejor dicho, la verdad es que sí lo tenía, pero la propia dinámica del mismo me ha hecho cambiar algunas de mis determinaciones iniciales. Por ejemplo, yo pretendía en principio circunscribirme en exclusiva –o casi– al ámbito del humor negro y mantenerme en las coordenadas culturales españolas. Esto es lo que vulgarmente se conoce como la pretensión de poner puertas al campo. Pronto me di cuenta de que ambos propósitos eran irrealizables: primero, porque el humor negro limita a derecha e izquierda, por delante y por detrás, con todas las demás modalidades de humor, sin que haya barrera infranqueable, sino más bien todo lo contrario, continuidad y semejanza; y, en segundo lugar, porque poner adjetivos nacionales al humor de modo estricto y exclusivo es tan absurdo como un paraguas para una vaca. Por supuesto que hay un tipo de humor que se hace en España y que gusta más a los españoles. Por supuesto que el sentido del humor español es distinto al de los chinos o japoneses –y viceversa, naturalmente–. Pero pensar que hay un tipo de humor español absolutamente específico y distintivo o, simplemente, que la comicidad española puede explicarse sin influencias, préstamos o incluso mimetismos, es una solemne tontería, por no emplear otros términos más gruesos. A pesar de todo, he procurado no perder por completo la voluntad primigenia, de manera que mi atención se ha volcado preferentemente, como habrá comprobado quien me haya seguido, hacia el humor negro y hacia el ámbito hispano.

Ello me ha llevado a tratar en diversas ocasiones el problema de los límites del humor. Es curioso: entre nosotros –aunque también en muchas otras partes– el humor goza de una escasa, por no decir escasísima, consideración intelectual. Parece obligado, por su propia esencia, que nadie se tome en serio el humor. Lo cual significa una actitud de patente menosprecio hacia la obra humorística –catalogada habitualmente como obra menor, casi por definición– y una displicencia manifiesta hacia el cómico, rebajado a nivel de mero bufón. No negaré que buena parte de los humoristas se han ganado a pulso esta consideración con un tipo de comicidad facilona, infantil o, simplemente, grosera. Pero hay otro humor, más difícil, valioso y creativo que ha sufrido injustamente esta preterición. Muchos de los grandes humoristas han clamado en el desierto en este sentido: al drama o a la obra que se pretende seria se le perdona casi todo, mientras que a la comedia se la degrada sistemáticamente como mero pasatiempo insustancial, cuando hacer reír es incomparablemente más difícil que hacer llorar. ¡Y no digamos ya hacer reír con elegancia e ingenio! Pero, volviendo a lo que decía al comienzo de este párrafo, este abierto menosprecio respecto al humor y al humorista sólo se quiebra cuando el chiste o la broma se tornan ofensivos en la estimación de un sector social o un determinado colectivo. ¡Ah, entonces sí, ahora sí que nos tomamos en serio el humor, la supuesta ofensa del humor, y exigimos medidas drásticas!

De hecho, en los últimos tiempos el humor sólo sale como noticia en los periódicos e informativos cuando una parte de la población –feministas, gais, lesbianas, gitanos, afroamericanos, judíos, niños o personas con «diversidad funcional»– claman contra una presunta ofensa del cómico, porque ha hecho una broma que supuestamente agrede o humilla a esos sectores. El caso más dramático, como todo el mundo sabe, ha sucedido con las bromas sobre el islam y las caricaturas de Mahoma. La matanza perpetrada por radicales islamistas en la sede del semanario Charlie Hebdo (enero de 2015) muestra la radical incompatibilidad entre fanatismo y humor. El problema es que se enfrentan con armas muy descompensadas. Por más injurioso que se le repute, el humor no va más allá, en el peor de los casos, de un comentario inoportuno, soez o incluso irritante, pero nada que no se combata con la indiferencia o el desprecio. El desdén es la mejor respuesta ante la provocación patosa: por ejemplo, la del descerebrado que hace una gracieta sobre los hornos crematorios en pleno Auschwitz. Prestarle la menor atención es seguirle el juego, y no digamos ya si lo elevamos a nivel de ultraje. Habría que recordar aquí ese viejo principio de que no ofende quien quiere, sino quien puede. Algo tan elemental y evidente no constituye, sin embargo, la norma habitual de conducta en los últimos tiempos, caracterizados por sistemáticas peticiones de prohibiciones, procesamientos o incluso censura de todo aquello que no nos gusta.

Hace poco tiempo se publicó en un periódico digital un artículo sobre «las principales figuras del humor en España» (así se caracterizaba de modo apresurado a quienes aparecían en el reportaje), pero el título que antecedía a la frase anterior era «Del chiste a la cárcel». Desde mi punto de vista, era un poco alarmista o exagerado, pero no por ello menos expresivo de la controversia que está presente en nuestra sociedad y en nuestro ordenamiento jurídico sobre los márgenes del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? ¿Quién marca los límites? ¿Debe prevalecer la libertad del cómico o el honor cuestionado de la persona o el colectivo? En el caso de una acusación concreta o una injuria ad hominem, está claro que es necesario el recurso a los tribunales, pero en todas las demás situaciones parece que la llamada corrección política ha introducido una sensibilidad exacerbada más lindante con el infantilismo que con la ciudadanía democrática. Antes daba a entender mis reservas sobre las llamadas «grandes figuras» del humor. En buena medida, el problema también reside en este punto. Toda la vida de Dios han existido los bocazas de bar que han dicho las mayores barbaridades –pretendidamente graciosas– sin que su repercusión haya trascendido la cuadrilla o el grupo de incondicionales que le reía las gracias. Ahora con Twitter y toda la pesca, cualquier gilipollez se convierte en viral en cuestión de segundos. Y, por supuesto, gilipollas dispuestos a tales hazañas no faltan. Encima, como la difusión de sus memeces es brutal, se creen genios.

Nunca ha sido más fácil y más rentable la provocación. Y nunca ha habido más idiotas deseosos de provocar, obviamente. Esto afecta a la cuestión del humor que estamos tratando, como a cualquiera se le alcanza, porque la provocación es consustancial al humor, que tiende siempre a poner a prueba los límites. Lo que tanto memo no puede entender es que no todo desafío a los límites tiene por qué ser humorístico. La ofensa o la humillación, por ejemplo, no tienen de por sí nada que ver con la comicidad. La mayor parte de las patochadas que inundan la red no tienen la más mínima gracia. Hacerlas pasar por muestras de humor y querer ampararse en la libertad de expresión es un insulto a la inteligencia. Se dice a menudo que el humor no debe tener límites, pero bajo ese principio se tratan de colar de matute muchos despropósitos procaces y, encima, nada ingeniosos. Así que volvemos, en cierto modo, al punto de partida: hoy día hay incontables profesionales del escarnio que mienten, difaman o injurian, y si te molestas, van y te dicen que no tienes sentido del humor. Y al revés: cientos de miles de ofendiditos con la piel tan sensible que, a la menor alusión mordaz a sus convicciones o formas de vida, se declaran escandalizados y piden censurar, silenciar o perseguir todo planteamiento crítico con ellos.

Esta situación desemboca en una paradoja que cualquiera puede observar: nunca ha sido más necesario que ahora el humor, pero tampoco nunca ha sido tan difícil. Cuando me propuse escribir sobre el humor, ya tenía clara esta discordancia, pero la práctica no ha hecho más que intensificar esta sensación. Desde el principio supe lo que no quería hacer: un mero catálogo o muestrario del humor que habían hecho o estaban haciendo otros. Con todo mi respeto o incluso admiración por autores como Luis Conde Martín o José María López Ruiz, autores, respectivamente, de El humor gráfico en España. La distorsión intencional  y Un siglo de risas. 100 años de prensa de humor en España, 1901-2000. Tengo estos gruesos volúmenes ahora mismo encima de mi mesa de trabajo: los he leído, subrayado y anotado. Me han sido de una gran utilidad. Pero desde que abrí sus páginas tuve claro que no era eso lo que yo quería hacer. No sé si lo que yo finalmente he hecho ha sido bastante peor. No lo sé o, por lo menos, no estoy seguro. Pero he huido de la historia convencional, de la mera relación de épocas, escuelas, revistas y figuras del humor en España. He pretendido, como quien dice, agarrar al humor por las solapas y dialogar con él, con sus objetivos, sus métodos y sus resultados. He procurado implicarme huyendo del rol de historiador aséptico o analista tan concienzudo como ayuno de sentido del humor. Cuando empecé a dar los primeros pasos en este terreno, constaté inmediatamente que el humor es frágil y delicado. Exige una cierta comprensión, casi empatía, me atrevo a decir. No puede hablarse de humor aburriendo al personal, de la misma manera que no se puede cocinar sin mancharse las manos.

Pensaba yo estas cosas cuando leí algo parecido en el reclamo publicitario de un libro que apareció hace unos meses, editado por Jordi Costa, Una risa nueva. Posthumor, parodias y otras mutaciones de la comedia: «¿Te imaginas un festival del humor donde no se ríe nadie? Este libro no sólo lo imagina, además trata de explicar por qué no sería un fracaso, sino, más bien, la posibilidad de una nueva forma de comedia. Hace casi diez años un buen puñado de los críticos y humoristas más importantes de nuestro país unieron sus fuerzas, en forma de textos y viñetas, para rastrear las últimas mutaciones que estaba experimentando el humor a través de la parodia, la incomodidad o el vacío». En esta obra se reivindica el concepto de posthumor, pero no estoy muy seguro de que constituya una alternativa ni que sea operativo. En relación con el libro, Juan Carlos Saloz publicó en el diario El Mundo un artículo con un título bastante semejante: «Posthumor, cinismo y relevo generacional: ¿de qué nos reímos hoy día?» En el primer párrafo se planteaba en forma casi abrupta el mismo problema que antes mencionamos: «¿De qué nos reímos hoy día? Si haces esta pregunta en redes sociales, probablemente encuentres dos respuestas masivas: “de nada” y “de todo”. La primera respuesta puede que provenga de humoristas o de gente que exige libertad de expresión por encima de todo. Este primer grupo dirá cosas como que “vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto” o que “la autocensura se ha apropiado de todo”. El segundo grupo defenderá que no existe ningún problema, o incluso que “se están sobrepasando los límites”. Probablemente, estos sean los que enfadan tanto a los primeros».

Bueno, cito todo esto como una especie de balance abierto o, si prefieren, un estado de la cuestión. Así están las cosas, vivimos en un mundo que evoluciona de modo más rápido que nuestra capacidad para asimilar los cambios. Y el humor es una de las expresiones más características de este mundo. Yo no tengo ninguna respuesta. Nada que realmente sirva para orientarse, ni siquiera a escala de uno mismo. ¿Estamos ahora mismo viviendo una revolución en el campo de la comedia y del humor en general y ni siquiera somos conscientes de ella? Dije antes que no me convencía mucho la etiqueta de posthumor, pero enseguida veo que no sólo es cosa mía, porque el propio Jordi Costa mantiene que «El problema del posthumor es que lo han acabado convirtiendo en una especie de fórmula, en algo mecánico». ¡Pues claro! Si la mirada hacia el futuro nos sumerge en la incertidumbre e incluso la mirada a nuestro presente no nos saca de la perplejidad, otra forma para calibrar las cosas es dirigir la vista hacia el pasado para comprobar cuánto ha cambiado nuestra actitud ante el hecho humorístico. Lo que antes –hace muy poco– era gracioso, resulta hoy-, en el mejor de los casos, indiferente, bien por el curso mismo de los acontecimientos, bien por los cambios de mentalidad. La propia repetición de los clichés humorísticos provoca hartazgo y aburrimiento. En esto del humor pasa como con la gastronomía: un plato creativo nos deslumbra la primera vez, pero, repetido mecánicamente, nos resulta insoportable. Más que otros asuntos, la comicidad requiere renovación constante. Necesitamos una cierta sorpresa para reírnos: ahí está el reto. En todo caso, no hay motivo de preocupación: sea como fuere, seguiremos riéndonos. Al fin y al cabo, eso es lo que somos, por encima de otras muchas cosas: animales que ríen.






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viernes, 28 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cultura





Visto lo visto, llego a la iconoclasta conclusiónde que la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo, comenta la escritora Marta Sanz en El País.

En casa, comienza diciendo Marta Sanz, vemos concursos que exhiben la cultura de quienes participan. La cultura, entendida como conocimiento acumulado, sirve para ir sumando dinero. O para hacer el ridículo cuando no sabemos, por ejemplo, que el último campeón de liga fue el Barça. El otro día, después de escandalizarme porque una señora no conocía a Jimmy Hendrix, acabé dándome bofetadas por ser tan clasista y pija, pero a la vez me asaltó la duda existencial de si yo podía considerarme a mí misma una persona culta, si podría definir qué es ser culta —culto también— en nuestro universo mutante. Porque… ¿ser culta es traducir con soltura del latín?, ¿comunicarte en esperanto o en inglés vehicular?, ¿saber quién es Jimmy Hendrix?, ¿Shostakóvich?, ¿escribir correctamente el nombre anterior?, ¿recordar elementos de la tabla periódica, capitales del mundo?, ¿qué es una cookieen sentido recto y figurado?, ¿saber nadar?, ¿acordarse del grupo que ganó el último festival de Eurovisión?, ¿y del último premio Nobel Alternativo de Literatura?, ¿el conocimiento eurovisivo es de friquis y el conocimiento del Nobel Alternativo es de friquis que además son pedantes?, ¿ser culta es respetar reverencialmente a Faulkner como los guardias civiles en las utopías de Cuerda?, ¿estar al tanto de las últimas aplicaciones para el móvil?, ¿comerse los quesitos del Trivial?, ¿existe aún el Trivial?, ¿diferenciar un reguetón de una bachata?, ¿el síndrome de Klinefelter?, ¿saber si las patatas engordan más solas y fritas que cocidas y con pollo?, ¿dónde está la Pantoja?, ¿Dios existe?

Otro programa de televisión, La Voz senior, me hizo considerar posmodernamente la dilución del límite entre alta y baja cultura, la demonización de la primera y el renombramiento de la segunda como cultura popular a través del tamiz legitimador de oferta y demanda, y la aparente imparcialidad de las leyes de mercado. ¿Es razonable que los coaches no sepan quiénes son José María Guzmán o Elena Bianco?, ¿es un clásico José María Guzmán?, ¿es razonable que se haya invertido el orden de los factores y juzgue quien menos sabe? De alguien que se llama coach se puede esperar cualquier cosa y, además, funcionamos con el prejuicio de que en las artes solo importan las emociones. Los contenidos de lo que entendemos por cultura son efímeros, porque la oferta se multiplica, la novedad alimenta los negocios, los sistemas operativos caducan a la velocidad de la luz, porque vivimos en una vertiginosa obsolescencia de imágenes superpuestas que me permiten ser al mismo tiempo gata y chica… ¿Sirve la cultura para algo más que para ganar dos millones de euros desactivando bombas en horario de máxima audiencia?, ¿no es una falacia hacer creer a los televidentes —a las televidentas, también— que por la cultura se llega a la acumulación de capital? Un concursante, profesor universitario, dejó su trabajo porque no le salían las cuentas: los sueldos en docencia e investigación no son para tirar cohetes… Llego a la conclusión —resiliente, comunicativa, razonable…— de que quizá una persona se merece el nombre de culta cuando aprende a convertir en destrezas sus conocimientos —los chorras, enciclopédicos y techies— activando estrategias que hacen de la necesidad virtud: se les saca partido, en lectura, escritura y conversaciones, a las cuatro cositas que se saben o se creen saber. Como ustedes pueden comprobar, yo también he dado clases en una Facultad de Lenguas Aplicadas y, visto lo visto, llego a otra iconoclasta conclusión: la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo.



Blanca Vila con David Bisbal



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




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lunes, 19 de octubre de 2015

[A vuelapluma] Libros, lecturas, memoria, y un poco de televisión...







A mi amiga Jesús Granado

Gracias a Movistar+ estoy reviviendo estos días una serie de televisión que me entusiasmó especialmente hace ya buen número de años. Todavía recuerdo con toda claridad el último capítulo de la última temporada. La serie de televisión más premiada de la historia; sin duda, con todo merecimiento. Me estoy refiriendo, como es lógico y sabido, a "El Ala Oeste", la serie creada por Aaron Sorkin en 1999, que durante siete temporadas consecutivas mantuvo en suspense a los telespectadores de medio mundo narrando los avatares del personal de la Casa Blanca al servicio del presidente Josiah Bartlet, (interpretado por Martin Sheen). Decir que me emocioné con ella es poco decir; sencillamente, magnífica; lo mejor de lo mejor. No soy el primero, ni seguramente el último que lo dice, pero debería ser de "obligado visionado" en las Facultades de Ciencias Políticas. Pura adicción, para mí, casi mayor que el café. Ahora sigo también otras como Homeland, Fargo, American Odissey, The Affair, Mad Men o The Good Wife, pero pocas tan gratificantes como la primera de las citadas.

Sobre libros, lecturas y memoria, recuerdo que por aquellos días, justamente a primeros de octubre de 2008, había leído tres interesantes artículo. El primero, en la revista Babelia, del premio nobel turco Orhan Pamuk, titulado "La memoria de Pamuk", un recorrido sentimental, en primera persona, sobre su pasión por los libros desde su más temprana juventud, que, salvando las distancias, me ha resultado muy "familiar".

El segundo, fue un reportaje firmado por el periodista Abel Grau, titulado "Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?", publicado en El País, sobre la forma en que Internet está cambiando, a juicio de numerosos especialistas en comunicación, psicología y neurobiólogos, no sólo nuestra forma de leer, sino incluso nuestra forma de pensar, modificando los esquemas de funcionamiento del cerebro a la hora de procesar la información que recibe... ¿Ciencia ficción?, no lo se..., pero tengo que reconocer que no es lo mismo procesar la información obtenida a través de un libro determinado, la consulta de una bibliografía específica sobre un tema cualquiera en una biblioteca, la lectura detenida de un documento en un archivo, o lidiar con el caudal de información suministrada por la pantalla de un ordenador con solo teclear una determinada palabra en un buscador tipo como Google..., ¿verdad que no?

El último artículo había aparecido publicado en El País Semanal con el provocador título de "Sepa de libros sin leer ni una línea", escrito por Íker Seisdedos. Un jocoso comentario sobre un jocoso libro que publicaría poco después Anagrama: "Cómo hablar de los libros que no se han leído", del psicoanalista y profesor de literatura de la Universidad de París, Pierre Bayard, que también leí poco después. 

Tengo una buena amiga que tiene puesto en la pantalla de su "WhatsApp" que su idea del Paraíso es una biblioteca llena de libros; la mía también. A ella le he dedicado esta entrada. Permítanme una pregunta inoportuna ¿Cuántos de los libros que tienen en su casa han leído ustedes?, ¿pocos, verdad? A mí me pasa lo mismo, para desesperación de mi mujer, que me reitera de vez en cuando, cada vez menos, ¿para qué quieres tantos libros?, ¿a qué no los has leído todos? Es difícil de explicar... En el margen derecho del blog, en una columna que dice "Algunos de mis autores y libros favoritos", hay una serie de autores y de libros (sólo uno de cada autor), citados por orden alfabético; no están todos los leídos, pero si están leídos todos los citados. Y he dejado de incorporar títulos y autores para no pecar de presunción.  A pesar de ello, reconozco que ya no puedo mantener el ritmo de lectura ni de adquisiciones (que solvento gracias a mi inestimable Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria y su personal) de épocas pasadas. Y confieso, con pudor, mi enorme deuda con la gran y buena literatura que no he leído... 

Ohran Pamuk, en su artículo citado más arriba, recordaba el orgullo con que su padre veía como se llevaba "sus" libros a "su" biblioteca en ciernes... Yo lo hice con la de mi padre, un gran lector también hasta su ancianidad. Y veo con orgullo (sólo hasta cierto punto) que mis hijas arramblen con los libros de mi modesta biblioteca familiar para incrementar las suyas. Pero sobre todo espero, deseo y pido a Atenea, diosa pagana de la Sabiduría, que mis nietos descubran pronto por sí mismos el mundo maravilloso que se esconde en los libros. Que así sea y así se cumpla.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



Los protagonistas de "El Ala Oeste"






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domingo, 2 de marzo de 2014

Leer un libro; ver televisión. Manual de instrucciones para andar por casa





Portada de "Escenas de la vida rural", de Amos Oz



Tengo una peculiar manera de acercarme a la compra y lectura de un libro del que desconozca casi todo con la que no me ha ido nada mal hasta ahora. Desde luego la primera impresión cuenta, y es que los libros, como las personas, entran por los ojos: el libro en sí, independientemente de su contenido, tiene que resultar atractivo. Por su formato, encuadernación, composición de la portada, título... Espero que no se me tache de pueril; se que lo importante está dentro, pero ya llegaremos a ello. Ahora hablo del placer estético, físico, casi -o sin casi- sensual, que supone coger un libro en las manos. Los que leen todo en una pantalla de ordenador no saben lo que se pierden.

No suelo comprar libros ni novelas de los que no se nada previo: autor, contenido, temática, etc., etc., así que gracias a la contraportada, me hago una idea más sobre el "de qué va" y la vida y obra de su autor. Y luego el índice: da igual que esté al principio o al final del libro. Cumplidos los trámites anteriores, que pueden llevar desde unos cuantos segundos a cuatro o cinco minutos, comienzo a leerlo, de pie, al lado de la estantería, aunque el empleado de turno me mire con recelo... Leo siempre y de corrido, las dos o tres primeras páginas. Si se despierta en mi un interés manifiesto, muy manifiesto..., por él, lo más probable es que el libro en cuestión acabe en la cesta.

Nota al pie: Antes era un lector y comprador compulsivo de libros. Muchos por motivos académicos, y muchos más, por el mero placer de saberme poseedor de ellos. Ahora ya he aquilatado lo suficiente mi gusto estético como para saber que eso es una gilipollez, que los "super-ventas" de las grandes superficies comerciales suelen ser una pifia, y que los grandes premios (a lo Planeta) están concedidos de antemano en función de intereses editoriales, normalmente extra-literarios. Y por supuesto, que uno no puede "comprar" todo lo que se le pone delante, porque tampoco va a tener tiempo para leerlo, ni dinero para pagarlo.

Ya estamos con el libro en casa. Mejor por la tarde (aunque cualquier hora es buena, si las circunstancias son propicias: por ejemplo los trayectos en guagua, impensables sin un libro entre las manos), sentado cómodamente, sin ruidos que distraigan, aunque una agradable música a volumen adecuado ayuda bastante a disfrutar de su lectura. Es hora de comenzar. Releo esas primeras páginas que comenté. Si persiste el agrado, digamos que en las veinte primeras páginas, sigo con su lectura; si encuentro "algo" que me provoca rechazo, ojeo al azar algunas páginas centrales; si persiste el desagrado, me voy al final... Y ahí, se acabó la historia. Lo aparco hasta mejor ocasión; probablemente no llegue nunca a terminarlo...

No soy lector asiduo de ficción. Prefiero el ensayo (deformación profesional, supongo), pero no le hago ningún tipo de asco a la buena literatura: la de siempre, los clásicos, con preferencia, pero también la reciente, aunque me acerque a ella con suspicacia. Un ejemplo: en el pasado mes de febrero he leído diez libros. Seis de ensayo: historia, política, biografía..., y cuatro de ficción. Enumero solo estos últimos: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, del sueco Jonas Jonasson; El enredo de la bolsa y la vida, del español Eduardo Mendoza; El cuerpo humano, del italiano Paolo Giordano; y Escenas de la vida rural, del israelí Amos Oz. Todos sacados de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, en el parque de San Telmo. Tengo que decir que me han encantado, cada uno en su estilo. Divertidos los de Jonasson (hasta la carcajada) y Mendoza; serios los de Giordano y Oz. Este último, una serie de cuentos independientes que transcurren en un mismo pueblo del Israel rural contemporáneo. 

Sobre televisión me gustaría decir que no la frecuento, lo que no deja de ser una boutade por mi parte porque todo el mundo dice lo mismo aunque se pase cinco horas al día pegado a la pantalla. No es mi caso, palabra de honor: por no ver no veo ni los telediarios. Y las series que me apasionan las veo grabadas. Me encantó la primera temporada de "Homeland" y las sucesivas de "The Good Wife" (ignoro el porqué de mantener su nombre original cuando pueden ser traducidos directamente al español, pero en fin...). También me divierte "Castle", y en menor medida "Navy" o "El mentalista". Pero la verdad es que me gustan mucho más las europeas. No sé como explicarlo pero es así; es como si estuviera en casa..., aunque transcurran en Escandinavia o el Reino Unido. Ahora mismo estoy fascinado, literalmente, por dos de ellas, las dos se pueden ver en el canal AXN. La primera, "El puente", una coproducción sueco-danesa. Sí, dije fascinante, y lo es: una mujer aparece descuartizada en medio del puente que une Copenhague, en Dinamarca, y Malmoe, en Suecia. Dos inspectores de policía, uno danés, y otra sueca, se ven involucrados en la tarea de encontrar al asesino, que dicho sea de paso, no se conforma con ese primer muerto. La segunda serie es británica, y se titula "La caza". Y transcurre en la convulsa Belfast de Irlanda del Norte, con el larvado enfrentamiento entre católicos y protestantes, y un asesino en serie del que desde el primer capítulo los espectadores lo saben todo... Como ven, no solo escribo ni hablo de política, problemas sociales o alta cultura. También tengo mi corazoncito popular. Permítanme que se las recomienda ambas: lecturas y series.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los protagonistas de "El puente"





Entrada núm. 2039
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)