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viernes, 6 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Infinitas puertas y ventanas





A mi mujer 


"Borges dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca", comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez, cuyas sentidas palabras hago mías, por razones muy personales.

"Tengo un amigo en Mallorca que sostiene una relación clandestina con los libros -comienza diciendo Ramírez-. Su mujer, irritada de verlo aparecer cada día con nuevas adquisiciones, le prohibió llevar uno más a casa. Los incómodos huéspedes habían desbordado los estantes y se habían instalado en el comedor, en los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y el retrete, y estorbaban cada movimiento.

Entonces, lo que hizo fue alquilar de manera clandestina una buhardilla en el mismo edificio, armar allí unos estantes, y cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual acechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera, para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite. Era como si ahora tuviera una amante. Y estará ahora buscando un nuevo escondite, para ejercer su poligamia con los libros.

Y tengo otro amigo en Buenos Aires, cuyos libros, de igual manera, ya no cabían en su apartamento, pero, en cambio, aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podían hacer frente a aquella presencia cada vez más creciente. ¿Más estantes? Ya no había espacio para más estantes. ¿Donar una parte? Tal vez, pero cuando se pusieron a hacer una selección, los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo.

Entonces se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a disposición de los libros, y buscarse ellos otro sitio donde vivir. Ahora los visitan todos los días, ven cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo, y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz, y hasta mañana.

Cuando los libros ya no caben en los pasillos, ni en la cocina, y llegan a los baños, no hay más que rendirse. Si desbordan la casa, desbordan la vida. Imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Si intentaras deshacerte de ellos, más bien te cerrarían el paso y no te dejarían trasponer la puerta.

Y un libro, a su vez, es como una casa de múltiples habitaciones, puertas, escaleras, pasillos, sótanos, galerías, ventanas. En ese piso al que ahora ascendemos vamos a descubrir cosas que no habíamos visto en el piso anterior. Las habitaciones están amobladas de manera distinta, las ventanas dan a paisajes que no sospechábamos.

La lectura es un asunto de libertad de escogencia. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes”, dice el doctor Johnson. “Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.

Un libro se convierte en un clásico cuando tiene siempre algo nuevo que enseñarnos, dice Ítalo Calvino. Tiene la virtud de abrirse a nosotros de una manera novedosa cada vez que lo buscamos, aunque viva en nuestra cabeza, y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus secretos, sus intimidades. Y es lo que ocurre con los libros, que se abren sin condiciones para nosotros.

Un libro que pretende ser pedagógico, y que entre las descripciones de la acción va intercalando lecciones morales o filosóficas, o prevenciones, o advertencias, o máximas, es un libro muerto de antemano porque le va metiendo palos a la rueda de la vida que en las páginas de una novela debe girar sin tropiezos.

La consabida frase final “y vivieron felices para siempre…” indica el cierre de una historia llena de peripecias que hemos seguido con desazón, y a la vez la apertura de otra que ya a nadie interesa, y que ocurre fuera de las páginas del libro. Se trata de lo que pasa después del drama, y no vale la pena contarlo porque la felicidad siempre es monótona. Y lo que como lectores nos apasiona son los obstáculos, la interrupción constante de la felicidad.

Me hago estas reflexiones en ocasión de que el Instituto Cervantes de Hamburgo es bautizado con mi nombre, lo que significa darme una biblioteca por casa. Borges dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca. Ahora yo viviré aquí entre libros, en este paraíso de infinitas puertas y ventanas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 20 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Contra el papel



Fotografía de GVACULTURA



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, un texto del escritor Leonardo Padura, denunciando un fenomeno global de impredecibles proporciones que se está produciendo hoy mismo: se lee distinto y… se lee menos.

"Hace unos tres años -comienza diciendo Padura- el director de un importante diario latinoamericano con más de siete décadas de brega me confiaba compungido que a la edición de papel de su periódico le quedaban unos pocos años de vida. La revolución tecnológica digital se tragaría al tabloide que, ya para ese entonces, había reducido de manera muy notable el número de sus páginas y la cantidad de ejemplares puestos en circulación. 

Esta predicción de un conocedor privilegiado del tema, que cito con cierta frecuencia como ejemplo de las nuevas características de los modos de informarnos que se van imponiendo, se me hizo dramáticamente evidente cuando en un reciente viaje interoceánico indagué si me podían dar un periódico. La sobrecargo del vuelo me contestó entonces que hacía ya meses que no entregaban prensa en sus recorridos. “Si quiere, puede bajar una aplicación para leer noticias”, me dijo, y añadió: “Es que nosotros estamos contra el papel”. ¿Contra el papel?

Para los que crecimos en tiempos no tan remotos en que los libros, los periódicos y revistas, en fin, el conocimiento y la información tenían como soporte principal el papel y dependían de la existencia y disponibilidad de este, el enunciado de una política que con seguridad se presenta como ecológica, conservacionista y moderna, no deja por ello de resultar conmocionante, punto menos que agresivo.

La revolución de la trasmisión del conocimiento y la información que ha supuesto el desarrollo de las tecnologías digitales constituye, sin duda alguna, una de las grandes ganancias del mundo contemporáneo. La conjunción de esa posibilidad con el hecho no menos cierto de que el papel es una materia orgánica que se extrae de la celulosa aportada por los árboles, y que con menos consumo de celulosa pues se preservan muchos bosques que (como el Amazonas) tanto necesita nuestro contaminado planeta, conforman la lógica implacable de que para aprender e informarnos ya resulta posible, y se diría que hasta preferible, prescindir del papel. Entonces podemos incluso pronunciarnos personal o social o corporativamente contra su uso.

La industria de la propaganda y la publicidad, por ejemplo, han aprendido la parte más sustancial de esa lección y en cada sitio o página digital que consultamos, nos salta a la vista, casi entre un párrafo y otro, un anuncio de productos que necesitamos o no, de opciones diversas que nos interesan o no (algunas, de modo alarmante, a veces están relacionadas con algo que hemos comentado verbalmente sin consultar ningún sitio digital: el ojo y la oreja ubicua de El Gran Hermano). Vivimos bombardeados de propaganda que, sin embargo, en muchos países, como ocurre en Estados Unidos, sigue teniendo además su soporte en esos papeles que llenan los buzones de los ciudadanos sin que los ciudadanos lo hayan pedido. ¿Está la industria del consumo contra el papel?

En el mismo espacio físico y temporal en el cual se decreta una posible guerra al papel se está produciendo un fenómeno global de impredecibles proporciones: hoy se lee distinto y… se lee menos. Aunque casi cualquier persona ya pueda tener un teléfono inteligente, acceso a Internet y las más diversas aplicaciones, los índices de comprensión de los mensajes escritos son decepcionantes y las horas dedicadas a la lectura con fines informativos, educaciones o por puro placer estético han decrecido de manera notable en este mundo cada vez más digitalizado, informatizado e incluso alfabetizado, un mundo en el que proporcionalmente quizás se compren más teléfonos móviles que libros impresos en papel.

Sin olvidar un muy válido argumento ecologista y conservacionista de la guerra contra el papel, una política con la que en esencia estoy de acuerdo, me pregunto si decretar una guerra contra el papel, si estar contra su uso en forma de libros (que cada vez se venden menos), de periódicos (que circulan menos), de revistas (de las que sobreviven cada vez menos) es la solución más adecuada a una urgente coyuntura ambiental que puede actuar en detrimento de una necesidad intelectual global que aún no debería prescindir de modos efectivos y tradicionales de trasmisión y preservación del pensamiento. Cuando tanto necesitamos aprender y pensar por nosotros mismos y no solo por lo que nos indique El Gran Hermano que es capaz, incluso, de adivinar nuestras preferencias y pensamientos y bombardear nuestros muy modernos ordenadores y teléfonos dicen que inteligentes".






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viernes, 15 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los libros del Circulo



Libros del Círculo de Lectores


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por el profesor y ensayista Francesc-Mark Álvaro, sobre la hermosa historia de los libros del Círculo de Lectores, que acaba de anunciar su cierre. Para mí, el Círculo de Lectores, fue también una hermosa historia de amor a la buena literatura que sigue formando parte de la biblioteca familiar. 

"En la mayoría de hogares, no había libros -comienza diciendo Álvaro. Porque las clases populares que se convirtieron en clases (casi) medias durante los años sesenta y setenta provenían “d’un silenci antic i molt llarg”, para decirlo como Raimon. Ni libros ni vacaciones ni segunda residencia. Esta es la pura verdad de mucha gente que –como mis padres– salieron adelante sin que nadie les regalara nada. Hablo de gente que consiguió que alguno de sus hijos acudiera a la universidad, un hito que, antaño, estaba reservado exclusivamente a las familias acomodadas. En ese mundo, donde empezaba a haber alguna peseta que podía dedicarse a lo que no era la simple supervivencia, surgió Círculo de Lectores, y mi padre se hizo socio, como tantos ciudadanos. Vacaciones y segunda residencia, no, pero libros, sí. Parece ser que ahora Círculo de Lectores cierra.

La escena. Recuerdo al hombre de Círculo que llevaba los libros a casa, unos volúmenes que iban llenando los estantes del mueble del comedor, al lado del gallo de Portugal que nos había regalado la tía Marina. Entre esas obras estaba A sangre fría , de Truman Capote. Y ahora es cuando debo decir: “Gracias, papa, porque no sabías lo que comprabas pero comprabas cosa buena y eso fue de gran ayuda”. Ca­pote, y Pearl S. Buck, y Maxence van der Meersch y, sobre todo, José María Gironella, con Los cipreses creen en Dios , y unos libros editados por Caralt sobre socialismo, comunismo y fascismo, repletos de fotos. Y vinieron otros hombres simpáticos y habladores, que nos vendieron enciclopedias, y los estantes fueron ya insuficientes. Y después llegaron los libros que regalaba cada Sant Jordi La Caixa de Pensions (un año nos obsequiaron con la Rodoreda) y otras cajas de ahorros, como ese de cocina española que estaba en todos los hogares, escrito por Néstor Luján y Joan Perucho. La escena describe un cambio fundamental: en pocos años, los libros dejaron de ser un objeto exótico para mucha gente, fue una verdadera revolución en silencio.

¿Qué compraba, en realidad, mi padre cuando se hizo socio de Círculo de Lectores? No eran sólo los libros, claro. No se lo he preguntado nunca, no me atrevo. Me parece que, de manera puramente intuitiva, mi padre sabía que adquiría todo lo que su generación no había tenido y algo más: libertad, imaginación y futuro. Los libros en casa, como un seguro de vida contra la estupidez, la guerra y la miseria mental. Detrás de Círculo de Lectores, muchos padres encontraron una manera de ser mejores y de hacernos (a los hijos) menos tontos".







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miércoles, 9 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] El viaje como libertad



Ilustración de la Iliada por Jacques Louis David (1776)

Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad, afirma el escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"La convalecencia en una cama de hospital, -comienza diciendo Ramírez-, incita a pensar en la libertad de los viajes, los que deparan los libros, y la propia vida. Y anclado así en la cama, le he pedido a mi mujer que me traiga ciertos libros que quiero, indicándole dónde buscarlos en los estantes por el momento lejanos de mi biblioteca.

Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno veía que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa, y entonces los arengó, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: “navegar es necesario, vivir no es necesario”.

Fernando Pessoa la transformó siglos después: “quiero para mí el espíritu de esta frase, transformada/La forma para casarla con lo que yo soy: vivir no es necesario; lo que es necesario es crear…”

Crear viajando, crear leyendo, crear escribiendo. Crear viviendo.

Ismael, el marinero que nos cuenta la historia del viaje fatal del Pequod en Moby Dick, la novela de Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar: “…cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes…entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

El capitán Ahab quiere llegar cuantos antes a su destino para encontrarse con la ballena blanca, que años atrás le arrancó una pierna. Este será un viaje poco placentero, pero uno de los grandes viajes de la literatura. Ismael, que cuando se pone melancólico piensa en ataúdes, salvará su vida en el naufragio agarrado a un ataúd fabricado por el carpintero de abordo, que aparece flotando a su lado.

Joseph Conrad fue él mismo un viajero buena parte de su vida, como marino mercante. En El corazón de las tinieblas, Marlow navega a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, cumpliendo el encargo de buscar a Kurtz, que ha enloquecido. Es otro viaje. No hacia la venganza, sino hacia la violencia, la explotación, y la ambición de poder y riqueza.

Simbad el Marino, "poseído con la idea de viajar por el mundo de los hombres y de ver sus ciudades e islas", se encuentra de repente en una la isla que no es sino el lomo poblado de árboles de una ballena dormida, que de pronto despierta y se adentra en la profundidad del mar”. Un viaje a lo imposible esta vez, como son siempre los viajes de la imaginación.

Son libros que llamamos clásicos, porque según Ítalo Calvino siempre tienen algo nuevo que enseñarnos. Han sido leídos generación tras generación, desde La Odisea a La isla del tesoro de Stevenson, y eso los hace clásicos también, la repetición.

Quizás Melville nunca imaginó que Moby Dick se convertiría en un libro para niños, y tampoco Homero pudo vislumbrar que Ulises llegaría a ser un personaje de películas de dibujos animados.

O que las tramas que inventaron se volverían patrones de conducta en la literatura, en el cine, en las series de televisión que se multiplican hoy en día, en las telenovelas, en los comics. Si hay un viaje, hay obstáculos. No hay viajes placenteros donde los amaneceres se sucedan un día tras otro sin sorpresas urdidas por malvados, o por el destino mismo.

El gusto de leer, y el de vivir, están en las interrupciones de la felicidad. Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad; y en la medida que esas interrupciones se multipliquen, mejor disfrutaremos como lectores, y seremos, igual que los personajes, víctimas del destino y sus desatinos.

Ulises quiere llegar cuanto antes a su hogar en Ítaca, descansar en el regazo de su mujer, abrazar a su hijo tras diez años de ausencia. Pero no puede. Tendrán que pasar otros diez años de obstáculos, peligros de muerte, aventuras amorosas, secuestros, naufragios, el descenso a los infiernos. Si no, no habría historia que contar.

La felicidad prolongada se queda fuera del viaje, y fuera de las páginas del libro. La frase “y vivieron felices para siempre” cierra el relato, y lo que ocurra después ya no nos incumbe, ya no nos interesa porque la dicha sin obstáculos no es literaria, como tampoco los viajes sin tropiezos ni sorpresas.

Y desde la cama del hospital, lejos de la libertad, uno oye el canto terrible y seductor de las sirenas, igual que Ulises amarrado al mástil de su nave".





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lunes, 30 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Oír la luz




Dibujo de Eva Vázquez para El País


El nuevo milenio nos ha puesto todo al alcance de un clic, lo que es una maravilla de la modernidad, pero nos ha arrebatado el deseo que teníamos en el siglo XX de tener un disco específico, comenta el escritor Jordi Soler.

Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón”, nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, “además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz”.

Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos.

Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.

La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite.

Los libros, igual que la música, estaban asociados al soporte físico que los contenía: una portada, el peso, el olor...

En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música.

Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta.

En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música.

El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave.




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jueves, 1 de agosto de 2019

[ARCHIVO - 2008] A la hora de leer, elegir es descartar






A la hora de leer, elegir es descartar, dice Benjamín Prado, co-autor del artículo que comento en El País Semanal de hoy domingo. Un año más El País Semanal ha realizado una encuesta entre cien escritores de habla española para preguntarles sobre los diez libros que han cambiado sus vidas; no, que quedé claro, los que más les han gustado, no los mejor escritos, sino los que más les han influido... Y las respuestas resultan sorprendentes. No dejen de leer el texto de Prado y Cristóbal Ramírez; lo reproduzco más adelante.

Propongo a los amables lectores de este blog que se sumen al juego. Comienzo yo, si me lo permiten. He elegido cinco obras de no-ficción y otras cinco de ficción, que admito han cambiado mi forma de ver la vida, pero también reconozco que pueden no ser las mejores ni las que más me han gustado. Las cito sin orden de preferencia alguna y sin una excesiva meditación, pues desde luego la lista se me queda muy muy corta:

1.- "España en su Historia", de Américo Castro
2.- "La Biblia"
3.- "La República", de Platón
4.- "Ser cristiano", de Hans Küng
5.- "El fenómeno humano", de Teilhard de Chardin
6.- "Don Quijote de la Mancha", de Miguel de Cervantes
7.- "La isla del tesoro", de Robert Louis Stevensón
8.- "Leyendas", de Gustavo Adolfo Becquer
9.- "La Ilíada", de Homero
10.- "La muerte tenía dos hijos", de Yael Dayan

Espero sus listas. Buen domingo. HArendt



http://lh4.ggpht.com/kutnahora2004/R4JGKAvBtCI/AAAAAAAAAsk/SFhb6jQ7dPY/DSCN5016.JPG?imgmax=512
La Biblioteca del Congreso. La mayor del mundo (Washington)


"Cien escritores en español eligen los 100 libros que cambiaron su vida", por Benjamín Prado y Cristóbal Ramírez (El País Semanal, 10/8/2008)

El ser humano es un animal que nace, crece, se reproduce y hace listas. Será porque no podemos resistirnos a transformarlo todo en una competición o porque el mundo necesita ganadores a los que admirar, envidiar o discutir, según la naturaleza de cada uno, y perdedores a los que compadecer, en el mejor de los casos; pero lo cierto es que no hay nadie que esté a salvo de las comparaciones ni oficio que no tenga su olimpiada, y por ese motivo, sin querer oír al escritor Mark Twain, que ya nos avisó de que en este mundo hay tres tipos de mentiras que son los embustes, las patrañas y las encuestas, nos pasamos la vida haciendo precisamente eso, encuestas y sondeos: quién es el político más influyente del país, el más fiable, el que merece menos crédito; quienes son las 10 personas más poderosas, las más admiradas, las más guapas; quiénes son los más ricos, los menos amables, los más deseados, los peor vestidos... El proceso es siempre igual, aunque cambie el nombre que se le da al escrutinio: cuando se habla de banqueros o empresarios, se llama ranking; cuando se habla de deportistas, se llama clasificación, y cuando se trata de literatura, se llama canon, una palabra con muchas esquinas que puede tener un sentido artístico, económico y hasta religioso, pues define desde las reglas que marcaban las proporciones ideales de la figura humana en las culturas clásicas hasta el impuesto que grava los CD vírgenes, pasando por la parte de la misa que empieza con el te ígitur y acaba con el paternóster. Aunque, eso sí, sus primeras acepciones dobles en el Diccionario de la Real Academia Española son: regla o precepto, catálogo o lista.

Los críticos, a veces, son los cítricos con una letra cambiada, y a veces no, pero siempre son muy partidarios de inventar generaciones, hacer antologías y, de vez en cuando, listas de discos, cuadros o libros que por una parte nos proporcionen un modelo y por otra nos den una orden: el resto podréis elegirlo vosotros mismos, pero estos 10, o estos 100, hay que leerlos obligatoriamente. Sin embargo, todo es relativo en lo que respecta a las verdades absolutas, y los cánones siempre son polémicos, discutibles, subjetivos, versátiles y, a menudo, y como consecuencia de todo lo anterior, efímeros. Y, sobre todo, están al alcance de cualquiera, hasta de los propios escritores, como ocurre en este caso, en el que 100 autores hemos respondido a la pregunta de EL PAÍS: ¿qué 10 libros han cambiado tu vida? Me pregunto cuántos habrán dicho toda la verdad y cuántos habrán respondido a la defensiva, pensando en el proverbio chino que dice que las palabras sinceras no son siempre elegantes y las elegantes no son casi nunca sinceras. ¿Qué habrán preferido algunos de ellos: ser francos o quedar bien? Habrá de todo, porque ya se sabe que, tal y como dijo el ganador inapelable y destacado de este concurso, Miguel de Cervantes, en esta vida "cada uno es como Dios lo hizo, y aún peor muchas veces".

Sin duda, las votaciones han dado resultados curiosos, o en algunos casos increíbles: ¿qué hace el Manifiesto comunista, por ejemplo, en el puesto 82, por delante de los sonetos de Quevedo y de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald? Claro que peor les ha ido a la Divina comedia y a la Iliada, que están en el 60 y en el 77, respectivamente, con lo cual se ve que Dante no ha cuajado por aquí; no como Homero, que ha ganado la medalla de bronce porque tiene la Odisea en el tercer lugar de la clasificación. Eso sí, Dante está al fondo de la lista, pero bien acompañado, porque tiene justo por arriba Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y justo por debajo La regenta, de Clarín. La verdad es que, en el ámbito de la literatura latinoamericana, Jorge Luis Borges les da una paliza a todos, de Gabo a Vargas Llosa, pasando por Rulfo, Cortázar y Onetti: Ficciones es el número 10 del escalafón; El Aleph, el 26; El hacedor, el 58, y hasta hay 23 autores que, haciendo trampas, han colado la obra completa de Borges como el libro que les cambió la vida, con lo cual habrá que pensar que su vida cambió muy lentamente ?aunque no tanto como la de Carlos Fuentes, que coloca La comedia humana, de Balzac, entera, con sus veintitantas novelas y sus dieciocho mil páginas, en quinta posición?, y tanto en prosa como en verso, con ensayos, novelas policiacas y obras hechas en colaboración con otros escritores, ya que todo eso publicó Borges, quien, por cierto, también reunió sus historias fantásticas predilectas en su Biblioteca de Babel, por donde pasaron muchos de los autores que salen en nuestra lista, como Melville, Poe, Robert Louis Stevenson, Henry James y, por supuesto, Kafka, aunque no Shakespeare, que aquí tampoco está entre los escapados, en cabeza de la carrera, sino con el pelotón, porque no aparece hasta los puestos 48 y 49 con El rey Lear y Hamlet, 34 posiciones detrás de la Biblia, por ejemplo. Bueno, tal vez vendría bien recordar lo que le contestó el propio Borges a una alumna de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires que le dijo que Shakespeare la aburría y le preguntó qué podría hacer para remediarlo: "No hagas nada; simplemente no lo leas y espera un poco. Lo que pasa es que Shakespeare todavía no escribió para vos; a lo mejor dentro de cinco años lo hace".

No hay que olvidar que la lista que tenemos entre manos no pretende hacer el inventario de los mejores libros de la historia, sino de los que se supone que han cambiado la vida de los autores que los leyeron, suponiendo que tal cosa sea posible. Pero, sea como sea, algunos de los resultados de la encuesta son llamativos. Por ejemplo, sorprende que, aparte de Federico García Lorca, que ocupa el número 11 con su Poeta en Nueva York, no haya ningún otro miembro de la Generación del 27, ni Luis Cernuda, ni Alberti, ni siquiera Aleixandre, que tuvo tantos discípulos mientras vivía. Aunque aún sea más notable la ausencia de Antonio Machado, al que sólo han votado cinco escritores, y entre ellos sólo un poeta, Luis García Montero, porque los otros cuatro son novelistas: Antonio Muñoz Molina, José María Guelbenzu, Álvaro Pombo y Manuel de Lope. Juan Ramón Jiménez, al menos, salva de la quema Espacio, aunque sea en el vagón de cola de la lista. Quizá todo ello, incluido lo del 27, se explique porque se ha preguntado a muchos menos poetas que narradores -lo cual no impide, sin embargo, que Harri eta herri (Piedra y pueblo), de Gabriel Aresti, cruce la meta con el dorsal 98 a la espalda-, pero ese mismo desequilibrio hace aún más impactante la desaparición absoluta de otro autor que fue muy célebre mientras estuvo a este lado del más allá, recibió elogios a granel, ocupó todas las portadas, recibio todos los premios, desde el Planeta hasta el Nobel, y que ahora, a los seis años de su muerte, no ha recibido ni un solo voto: Camilo José Cela. A nadie nos han cambiado la vida La familia de Pascual Duarte ni La colmena.

Cela escribió mucho, pero lo que escribió pesa poco, por lo visto, incluidas sus obras de mejor reputación. Otros autores, como León Tolstói, no escribieron tanto, pero sus creaciones más importantes se mantienen a flote. Eduardo Mendoza, que por cierto no ha participado en la encuesta, decía hace poco, en una entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, que Tolstói sólo tiene dos obras que merezcan realmente la pena, Ana Karenina y Guerra y paz, y aquí están las dos, la primera en la casilla número 6 y la segunda en la número 9. Tampoco le va mal a su compatriota Dostoievski, que logra un hat trick, en las posiciones 12, 13 y 55, con Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo y El idiota.

Pero no hay duda de que los grandes triunfadores entre los escritores modernos son Marcel Proust y Kafka, lo cual debe de querer decir que los escritores españoles quizá andan algo bajos de moral. El autor de A la sombra de las muchachas en flor es el único que le hace sombra a Cervantes y logra el segundo lugar con En busca del tiempo perdido. El de El proceso y La metamorfosis alcanza con ellas, respectivamente, los números 4 y 5; coloca sus Diarios en el 64, y también logran varias menciones otros libros suyos como El castillo o La muralla china, aunque no, sorprendentemente, La condena. Eso sí, resulta obvio que la pervivencia de Kafka tiene mucho más mérito que la de Proust, teniendo en cuenta que si una de las frases más célebres del segundo es que "los seres humanos no deberíamos cometer el error de pensar que el presente es el único tiempo posible", la más conocida del primero es: "Max, quémalo todo".

Las 10 primeras plazas las completan Herman Melville, con Moby Dick, y Antón Chéjov, con sus cuentos. No está mal esto último, si tenemos en cuenta la forma en que se burlaba de la fama el creador de Tío Vania, La gaviota y El jardín de los cerezos: uno de sus cuentos es la historia de un hombre que llega una noche a su casa lleno de heridas, pero feliz porque le acaba de atropellar un coche de caballos en una plaza de Moscú. Su familia, estupefacta ante la alegría que parece sentir mientras la sangre le corre por la piel y empapa sus ropas destrozadas, le pregunta cómo es posible que esté tan contento, y él responde: "Pero ¿es que no os dais cuenta? ¡Mañana mi nombre saldrá en todos los periódicos de la ciudad!".

Para los amantes de los análisis de género resultará aparatosa la proporción de mujeres que ha dado la lista de los 100 escogidos, en la que sólo hay cinco escritoras: Carson McCullers, Emily Dickinson, Virginia Woolf, Jane Austen y Simone de Beauvoir; la primera, en el puesto 28, y la compañera de Sartre, en el último, el 100. Claro que entre los encuestados hay 23 mujeres y 77 hombres, pero eso, naturalmente, no tiene ninguna influencia. Almudena Grandes, por ejemplo, sólo pone a tres mujeres en su lista: Louise May Alcott, la autora de Mujercitas; Ana María Matute, con Los hijos muertos, y Carmen Martín Gaite, con Usos amorosos de la posguerra española. Rosa Montero, a otras tres: Mercè Rodoreda, George Elliot y Selma Lagerloff. Y la propia Ana María Matute, sólo a una: Emily Brontë. Por cierto, que como la autora de El corazón helado reserva un puesto en su clasificación para Habitaciones separadas, un libro de su marido, Luis García Montero, y éste, a su vez, le hace hueco a Las edades de Lulú, que tal vez cambiaron sus vidas porque los llevaron al uno hacia el otro, me pregunto a cuántos de los autores seleccionados les hubiesen gustado sus seleccionadores. Apostar siempre es ponerse en peligro, pero me juego algo a que a Kafka le habría caído bien Juan José Millás; Proust pudiera haber congeniado con Javier Marías; a Balzac y Thomas Mann no les habría importado tratarse con Mario Vargas Llosa; Dostoievski se habría encontrado en su salsa con Juan Gelman, y es posible que a Samuel Beckett le causase buena impresión Justo Navarro, aunque quizá lo encontrara un poco raro. Otras relaciones me parecen más que improbables, pero prefiero reservarme mi opinión. Además, sólo era un juego. Eso sí, hay quienes en ese juego se lo habrían puesto difícil a sí mismos, como Ray Loriga: J. D. Salinger, Joseph Conrad, Cormac McCarthy, Vladimir Nabokov. Vamos, unas peritas en dulce.

Elegir es descartar, y uno observa divertido el sufrimiento de algunos colegas a la hora de dejar fuera de su lista a algunos de sus autores predilectos. Hay quien intenta salvarlo con el ardid de meter las obras completas de alguno, para matar así todos sus pájaros de un tiro, como hacen Gustavo Martín Garzo con las de Kafka; Marta Pesarrodona con las de Federico García Lorca; Julián Rodríguez con las de Onetti; Agustín Fernández Mayo con las de José Ángel Valente; Clara Janés con las de Shakespeare; Soledad Puértolas con las de Baroja; Carlos Monsiváis, Nuria Amat y Horacio Vázquez Rial con las de Borges, o Isaac Rosa con el teatro de Bertolt Brecht.

Otros entregan los libros atados por parejas, como José Manuel Caballero Bonald, que le da el 2, el 3 y el 4 de su selección a las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, de Luis de Góngora; el Quijote y el Persiles, de Cervantes, y las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud. O como Javier Marías, que junta Ricardo III y Macbeth en el primer puesto de su lista, y El corazón de las tinieblas y El espejo del mar, de Joseph Conrad, en el tercero.

Santiago Gamboa y José Carlos Llop cuelan todo El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, igual que otros empujan para que les quepa todo Balzac o todo Proust. Y Juan Marsé avisa de que aquí y ahora se decide por esos 10 títulos de Stendhal, Robert Louis Stevenson, Flaubert, Kafka, Juan Rulfo, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Luis Cernuda, Pío Baroja y Albert Camus, pero que también podrían haber sido otros, y de esa forma, a base de hacerse el enfadado, gana a estas páginas sitio para otros cuantos libros. En resumen, que el problema no es con qué te quedas, sino a qué renuncias. Igual que en el resto de la vida.

La pregunta de EL PAÍS parece sencilla, pero tenía trampa. ¿Qué 10 libros han cambiado tu vida? Eso quiere decir que lo que se trataba de saber era, entre otras cosas, qué obras y autores nos habían abierto la puerta de la literatura o metido en la sangre la vocación de escribir. No se trataba de saber cuáles nos gustan más, nos han influido más profundamente o consideramos más importantes. Por eso es rara la poca presencia de libros infantiles o juveniles, que son los primeros que suelen llamar la atención y marcar la línea de salida del futuro.

Si miro mi propia lista, me doy cuenta de que no dice toda la verdad, porque empieza muy tarde, con los autores y las obras que leí cuando ya sospechaba que iba a intentar ser escritor. Pero, ¿y antes de eso? ¿Dónde están los libros de Los Cinco, de Enid Blyton, o los de Walter Scott, como Ivanhoe y La flecha negra? ¿Y Robin Hood? ¿Y las novelas de Salgari, y las de Julio Verne? ¿Y la poesía de Garcilaso de la Vega, un poco más adelante?

A los demás les habrá pasado algo parecido, pero tampoco tiene mucha trascendencia, porque puede haber por ahí alguno más pretencioso, pero estoy seguro de que todos ellos pasaron más tiempo del que pueda creerse pensando su lista; todos miraron sus bibliotecas con cuidado para asegurarse de que no cometían un olvido que luego iban a lamentar, y ninguno de ellos se tomó a broma el encargo. Y todos van a leer estas páginas con lupa por dos razones: para ver qué han dicho sus colegas y para comprobar qué suerte han corrido sus escritores, esa gente que tal vez haya cambiado su vida y tal vez no, pero que, en cualquier caso, los ha acompañado desde el principio, ha ido con ellos a todas partes, porque un escritor no tiene una sombra, sino muchas: sombras escritas que se llaman Kafka, o Cervantes, o Proust, y sin las que el cuerpo que las proyecta no sería nada. Sé que les habrá costado elegir, pero eso sólo demuestra que, además de buenos escritores, son buenos lectores. Más triste hubiera sido no tener dudas, porque el que no duda es que no tiene dónde elegir.

Hasta las cosas más sencillas dan quebraderos de cabeza. Veamos. El verano es tiempo de lecturas. ¿Pero qué elegir entre clásicos, novedades y títulos que crían polvo en las estanterías de casa? Gran pregunta. El País Semanal se lo cuestionó hace poco más de un mes. Y se puso manos a la obra: recabar la opinión de 100 escritores de habla hispana para que recomendaran los 10 títulos que más huella les han dejado. Y además, ordenados como en un ranking: 10 puntos para el primero hasta llegar a un punto para el último. El remate. Puso en el disparadero a más de uno.

Una tarea como otra cualquiera, podría parecer. Incorrecto. Ir detrás de 100 autores en julio es más difícil de lo que parece. La mayoría aceptó el reto encantados de la vida; otros, a regañadientes, porque el miedo a no ser precisos les atenazaba. Un porcentaje muy bajo se negó en rotundo: que no, porque la literatura no entiende de cánones ni modas. Vale, sólo era una propuesta.

¿Y qué criterio para todo esto? Ninguno. O todos. O los propios de cada uno. La idea era que cada escritor se sintiera libre para seleccionar los 10 volúmenes que le han amasado el cerebro.

He aquí una muestra de criterios. Antonio Gamoneda eligió los textos que rondaban por su casa cuando la guerra. Ana Rossetti se decidió por los que le descubrieron "el placer de la lectura". Y subrayó: "Todo lo demás es presunción". A Félix de Azúa le calaron de pequeño la guía de teléfonos de Barcelona y el Diccionario Espasa-Calpe. La cubana Wendy Guerra aporta las "cosas prohibidas" que le prestaba "una mano amiga". Javier Cercas es irrebatible: "Libros leídos en torno a los 20 años, que es cuando con más ímpetu te cambian la vida".

Hay más de lo que podrá caber en esta página. Alejandro Zambra se permite una rebeldía: todos los textos que vota son de Georges Perec. Es que le descubrió una nueva sensibilidad, arguye. Y está el gran Francisco Ayala, que opta por una sola obra. Le da 10 puntos al Quijote. Los únicos puntos. Como si el resto de la literatura no tuviera sentido: "Lo leí de niño, lo leí de adulto, lo leí de viejo, lo leo de centenario. Es un libro perpetuo para mí, renovado siempre. Y he tratado de encajar mi obra literaria con el Quijote, no sé si usted se ha dado cuenta".

También hubo espera. Esto había que meditarlo, escoger, anotar, repensar, descartar, borrar... Todos los autores se tomaron su tiempo. Unos más que otros. Santiago Roncagliolo y Ray Loriga los tenían en la mente, en reposo. Sólo hizo falta vomitarlos. Venga, ya, en un minuto, de un tirón. Kirmen Uribe se reía con la ocurrencia de El País Semanal. Y contestaba a toro pasado: "Yo lo he hecho intuitivamente, como un entrenador que elige a los cinco que van a tirar los penaltis". No fue lo normal. Algún que otro indeciso, víctima de temor súbito, se arrepintió en el último momento y quiso cambiar algún libro. Demasiado tarde.

Con los 1.000 títulos en la mano, tocaba el recuento. Ordenar, sumar, repasar. Pero había obras que empataban. Ante eso, la pauta es la siguiente: gana el que haya obtenido más dieces, o en su defecto, más nueves. O más ochos... Y si hay coincidencia absoluta de puntuación, la pauta es el orden alfabético del autor escogido. Entre tanta letra impresa, tantas páginas evocadas y tantos universos mezclados, hasta las operaciones aritméticas mutan.




Mi primer libro


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Entrada núm. 5114
Publicada originariamente el 10/8/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)